martes, 3 de enero de 2012

5577.- CARLOS SCHILLING




CARLOS SCHILLING


Nací el 28 de diciembre de 1965, en Sunchales, provincia de Santa Fe. Vivo en Córdoba desde 1984. He publicado los libros de poesía "Mudo" (2001/ Visor) y (2004, Alción) y "Formas de ver el mar" (2006/ Recovecos) y los de relatos: "Dos variaciones" (1997/ Alción), "Diana y Nadia" (1999/ Alción) y "¿Agua?" (2006/ La Creciente). Además publiqué en varias revistas, como El banquete, Nombres, Hablar de poesía, Poesía y Poética, Diario de poesía, entre otros. Trabajo como editor del Suplemento Cultura y la sección Espectáculos del diario La Voz del Interior, de Córdoba.








Pertenecientes al libro "Confesiones impersonales"


Si cada noche vuelven las estrellas
y vuelve el viento y vuelven a fundirse
los amantes y el mar en mi memoria,
si hay más vasos, más sed y más botellas
y brindar equivale a despedirse,
¿es el fin el principio de otra historia?,
¿es la respuesta siempre otra pregunta?
Miren ahora donde el dedo apunta,
¿qué ven?, ¿fantasmas, hombres o mujeres?
Tal vez existen demasiados seres
en cada ser y demasiados mundos
en cada mundo y nunca se terminan,
no, pasan pero nunca se terminan
las horas y minutos y segundos
que faltan para ver el fin de todo
y su principio y cuál sería el modo
de conocer que en la A ya está la Z
y que las sobras son la obra completa,
cuál, cuál sería el modo de volver
a romper este vaso en otra vida
y contar cada vidrio y suponer
que la suma es la forma y la medida
de un acto para siempre reversible.
Tiene que ser, sí, debe ser posible;
más que posible, justo; más que justo
necesario, sentir el mismo gusto
de este vino en las bocas no besadas
todavía, en las lenguas descarnadas
de quienes nunca fueron mis amantes
y abrazarme a sus cuerpos palpitantes
para que mi memoria sea el mar
mismo y el viento y vuelvan a brillar
otra vez, cada noche, las estrellas...












Ahora mismo empieza la canción
de las últimas horas y las voces
que la cantan parecen ser tu voz,
tu propia voz, la voz de las mujeres
y los hombres que no pudiste ser,
que no quisiste ser, la voz que ladra,
la voz que muge, la negada voz
que surge como baba de tu boca
que es la boca de nadie, sin palabras,
sin música y sin aire, despojada
también de toda carne que no sea
la carne ya mordida de tu lengua,
más amarga y más dura que la roca,
cuando muda repite la canción
de las últimas horas, la canción
que no te nombra, la canción final
para los huesos nunca sepultados
de las vacas, los perros, las mujeres
y los hombres que no pudiste ser,
que no quisiste ser, y te transforma,
te anula y te transforma en el silencio
de un planeta lejano, no visible
desde la Tierra, donde sólo puede
haber viento que choca contra el viento,
niebla y gases que forman remolinos,
un planeta desviado de su órbita
original y sin un sol que guíe
su caída hacia qué galaxias nunca
nombradas, nunca vistas por tus ojos,
más allá, más abajo, más adentro,
donde ahora comienza la canción
de las últimas horas y en ninguna
voz persiste el sonido de tu voz.












Sepultaría el mar junto a tus huesos
si tuviera el poder de suprimir
los paisajes que viste en este mundo
cuando yo todavía no era nadie,
y construiría un muro entre tus ojos
y el cielo estrellado para darle
a tu mirada una lección de sombras;
sí, te quiero encerrada, enceguecida,
convertida a la fe que en mis deseos
se expresa y en mis actos se revela,
te quiero sin memoria, sin pasiones
extrañas, sin más vida que mi vida,
te quiero, ya sabías que te quiero,
y es justo que cambiaras tu apellido
por mi apellido y que tu nombre fuera
un tributo a mi nombre: nada tuyo
me pertenece menos que yo mismo
cuando escucho en tu boca mis palabras
y descubro mis gestos en tus gestos,
aunque ninguno pueda distinguir
quién es la luz y quién es el reflejo
en la figura que formamos juntos,
mitad hombre, mitad mujer, moneda
de dos caras y un único valor,
ahora que la arrojo, no a la fuente
de los enamorados, sino al aire
de esta noche que llega a nuestros cuerpos
desde el mar, mientras gira la moneda
sobre sí misma y tiembla su destello
fugaz contra el destello permanente
de las estrellas, antes de caer
a tus pies y mostrar que la fortuna
no se opone a la ley de gravedad.












A Marisa Badino, cuántos días


después de nunca más... Ninguna cuenta
regresiva es posible cuando el sol
gira en sentido opuesto al espiral
de tus pasos (¿terrestres o celestes?)
y cifrar con palabras todo el tiempo
no vivido parece la medida
justa del desconsuelo. Pero digo,
Marisa, que tu nombre de tan fácil
rima rechaza por igual la brisa
caliente del verano entre los pinos
del cementerio público en Sunchales
como la breve risa del borracho
que levanta su copa sin saber
cómo se llama la difunta... Sos
una difunta, ¿viste?, sos la vieja
que no llegaste a ser, porque los muertos
siempre resultan anticuados, turbios
y pasados de moda en sus posturas
de muñecos de cera. Yo prefiero
no haber estado en tu velorio y gracias
le doy a quien no creo por vivir
tan lejos de tu fosa que me siento
libre de refutar la corrupción
de tu cuerpo, tachar con una cruz
de tinta cada bicho o cada yuyo
que brote de tus huesos, y encarnarte
de nuevo en mis deseos no cumplidos,
para cambiar los años que no fui
nadie en tu vida por un siglo juntos
o una tarde. Que conste en actas: nombre:
Sra. Marisa Badino de Schilling;
domicilio legal: este poema.












Nadie me nombra fuera de esta casa,
ninguna voz pregunta qué me pasa,
qué busco, qué rechazo o qué pretendo
cuando muevo mi mano y no comprendo
a quién saludo, ni por qué saludo,
y me veo a mí mismo como un mudo
que trata de inventar otro lenguaje
con gestos y con muecas y con ruidos
y lo único que logro son chillidos,
porque cada palabra es un ultraje.
Nadie me nombra fuera de esta casa;
no son muchos tampoco los que saben
que en los sentidos de mi nombre caben
todos los nombres que el silencio arrasa,
y si el mundo parece un espejismo,
¿como podría ahora ser yo mismo
quien se reconociera en estas cosas?,
y si siempre me escupen en la cara
¿como podría ser yo quien rogara
que los muertos descansen en sus fosas?
Nadie me nombra fuera de esta casa,
y sólo el tiempo acepta los motivos
de la lluvia que cae y de la brasa
que brilla sin saber que estamos vivos;
sólo el tiempo, supongo, me desea
como al mar, todavía, me desea,
como al cielo y a todas las estrellas,
no por quitarme nada que haya en mí
ni para responderme qué hago aquí,
sino para alejarse de mis huellas...,
y antes de abrir las últimas botellas,
decir con una voz que me traspasa:
nadie te nombra fuera de mi casa.












Sabemos que sus uñas se clavaron
en la tierra y cavaron y buscaron
en la tierra las cosas que no son
propiedad de la tierra, fotos, joyas,
cadenas, otro mundo más que rastros
del mundo sumergido, otro mundo,
en el barro enterrado, en las cenizas
quemado, otro mundo donde fuera
posible ser lo que perdieron, ser
sus hijos rechazados, ser sus padres
negados, ser abuelos de sí mismos,
y asistir a las fiestas convertidos
en fantasmas, sin cuerpo, sin noción
del cuerpo, descarnados como el aire
que corrompe las frutas y las aguas
y las transforma en moscas, en insectos,
en criaturas con alas transparentes,
despojados de toda condición
humana o animal: neblina, menos
que neblina, sustancia reducida
al espanto de no tener un nombre,
y decirse en palabras siempre ajenas,
emitidas por voces que se funden
con el viento y se alejan en la noche,
no hacia las estrellas, hacia el cielo
contrario, hacia el punto donde nadie
puede saber a quién están llamando,
a quién le están pidiendo que regrese,
mostrándole las fotos, las cadenas
o las joyas por fin desenterradas...,
y ahora, ¿dónde lavarán sus manos,
sucias de barro, plantas y cenizas,
y en qué materia clavarán sus uñas?












Cuando duermo en la cama de mi hija,
no quiero que me miren sus muñecas
con esos ojos de retinas secas,
abiertos día y noche, como pozos
donde siempre parecen flotar trozos
de un mundo sumergido en otro mundo,
y no quiero saber si es más profundo
mi sueño que sus sueños de criaturas
extrañas a la vida, con figuras
que evocan a personas recordadas
a medias y a lejanos seres, hadas,
brujas y elfos, venidos de una tierra
que en sí misma subsiste y se encierra
y late sola bajo un sol negado
a todos; no, no quiero ser el lado
visible de esas formas invisibles,
cuando duermo en la cama de mi hija,
y noto que las dudas son posibles,
que crecen y se nutren de mis huesos
como una efermedad que ni los besos
de un ángel curarían: ¿por qué vivo,
y por qué vive en mí un fugitivo,
un hombre que no puede ser el padre
de nadie?; no, no quiero que me ladre
el perro de peluche, ni que el oso
de plástico me empuje hacia ese foso
de las últimas cosas, donde siento
que termina otra vez el mismo cuento,
y ninguna visión, ninguna cara
viene a llenar el hueco de mi cara,
porque todo es neblina, todo es grumo,
todo se desvanece como el humo,
cuando duermo en la cama de mi hija.
















Cuando amar se parezca a someter
el propio cuerpo a otro cuerpo humano
o animal y ninguna vida ajena
sea extraña a la carne que reclama
hijos para sí misma y los devora
como el sol, como el fuego, como todo
ser cuya acción precede a su deseo,
tal vez pueda entender cuánta pasión
se concentra en los dientes que trituran
un hueso y en las uñas que desgarran
una víscera, qué verdad expresa
la sangre derramada, tal vez pueda
comprender el sentido condensado
en las formas fetales de un tumor
uterino o saber qué voluntad
cede en cada infección, y si no bastan
las curaciones, ni las fiestas, ni
las canciones sentidas como mundos
que se agotan y vuelven a surgir
a cada instante en busca de palabras
más justas, si no bastan mis plegarias
para fijar la vida que se fuga
de tus labios besados y mordidos
cuando piden reposo, cuando exigen
pastillas o inyecciones, ¿qué repito
repitiendo tu nombre, repitiendo
que tu cuerpo es mi cuerpo, que tus hijos
son mis hijos, y qué predico, qué
predico predicando que tu voz
es mi voz, que tus dientes son mis dientes
y tus uñas, mis uñas, y qué espero
del amor esperando que el amor
no separe tu carne de mi carne?
















Es un día normal para los monstruos,
¿no?, mi vida, y diría que empecemos
a festejar el sol que vuelve obvias
las manchas en la piel y nos indica
con un dedo de luz esos detalles
(un círculo de agua bajo el vaso,
un reflejo ondulante en las paredes
o una puerta cerrada por el viento)
que no figuran en la agenda diaria
de ninguna persona (¿copiarías
estas palabras?) y que son el día
mismo en sus variaciones transparentes
de ideas no pensadas todavía
por la mente de nadie, ¿no?, mi vida,
¿no?, ¿no? (claro que sí, claro que puedo
exigirte otro beso y maltratar
mis labios como quiera), pero insisto
con el tema del sol y su manera
de rozar este instante con un gesto
fugaz de compasión por las criaturas
que ilumina, nosotros, sí, nosotros
mismos, sus monstruos, sus negados hijos,
que bebemos el agua de los vasos,
levantamos paredes y dejamos
tantas puertas abiertas como cuerpos
que desvestimos (no, no me refiero
a tu cuerpo, mi vida, me refiero
a cuerpos de mujeres ya exiliadas
en algún continente sumergido),
y vuelvo, vuelvo a mencionar la luz
que siempre elige lo que no miramos
y con los restos de la noche crea
este día normal para los monstruos.












Glosa a "La noche estrellada"


de Gerald Manley Hopkins


Si todo es compra y todo tiene precio,
tal vez la fulgurante cantidad
de nebulosas en el cielo indica
que valen menos que los ojos fijos
de quienes buscan pueblos y ciudades
ocultos en el fondo de la noche,
y tratan de contar las multitudes
de fuego que conviven en el aire
lejano, más allá del sol y más
allá de los planetas y la luna,
el número imposible de las luces
nocturnas, y encontrar algún sentido
latente en las figuras animales
de las constelaciones, la fortuna,
el destino, las leyes que gobiernan
la vida de los hombres en la Tierra
y trazan sus caminos divergentes
de señores, esclavos o bufones
hasta que sólo quedan dos palabras
ilegibles grabadas en sus tumbas;
no, la orden no es mirar esas estrellas,
ni comprarlas con rezos y paciencia
y limosna y promesas, no, la orden
es mantener los ojos tan cerrados
como puños repletos de monedas
y apostar sólo a la visión fugaz
de una imagen que surge lentamente
desde ninguna parte de uno mismo
conocida y avanza hacia el espacio
exterior en un vértigo de sombras
y luces y rompe el cerco de los párpados
y genera su propio cielo y sube
hasta ser ella misma las estrellas







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