viernes, 18 de marzo de 2011

3500.- BEN OKRI


Ben Okri
(Minna, NIGERIA 1959) Narrador y poeta nigeriano. Tras cursar estudios en el Reino Unido y en su país natal, volvió a marchar a Inglaterra para completar su formación académica en la Universidad de Essex, donde obtuvo la licenciatura en Literatura Comparada.

En el tiempo que permaneció en Essex escribió y publicó su segunda novela, titulada Los paisajes interiores (1982), obra que le dio a conocer en el mundillo literario inglés. Anteriormente, había dado a la imprenta su opera prima Flores y sombras (1980), que no gozó de tanta repercusión como la que después halló Los paisajes interiores.

Ben Okri
Experto en las relaciones entre las literaturas africanas y europeas, Ben Okri trabajó durante dos años (1984 y 1985) en el programa cultural radiofónico "Network África", del BBC World Service. Cada vez más conocido entre los críticos y lectores ingleses, en 1987 irrumpió en las librerías del Reino Unido con un nuevo género narrativo, el cuento, que le consagró definitivamente entre los mejores escritores africanos del último cuarto del siglo XX.
A esta primera recopilación de relatos, publicada bajo el título de Incidentes en el santuario, le siguió inmediatamente una segunda entrega cuentística, Estrellas del toque de queda (1988), obra que vino a consolidar la principal característica de la narrativa de Okri, apuntada ya en sus novelas y relatos anteriores: la perfecta síntesis entre la espiritualidad de las culturas africanas y la civilización occidental europea, expuesta a través de un arriesgado (pero siempre resuelto airosamente) equilibrio entre los asuntos socio-políticos y los prodigios de naturaleza cósmica.

Okri retornó a la narración extensa con su novela La carretera hambrienta (1991), en la que se sirvió de un lirismo denso (críptico en ocasiones) para reflejar la inefable realidad de los "niños-espíritu" presentes en su entorno cultural africano. La hondura poética de este relato alcanzó una difusión que rebasó los límites del ámbito literario inglés, y Ben Okri empezó a ser reconocido como una gran figura de la literatura mundial. Así las cosas, en 1995 volvió a sorprender a críticos y lectores con la novela Asombrando a los dioses, una prodigiosa indagación sobre el poder, la fama y el sufrimiento, con un alcance simbólico que enseguida fue comparado con el de las mejores piezas de Hermann Hesse o Jorge Luis Borges.


También ha destacado en el ámbito de la poesía. Gran teórico de la lírica (no en vano fue editor de poesía de la revista West África durante siete años, entre 1980 y 1987), el autor nigeriano publicó en 1992 una colección de poemas titulada Elegía africana, donde los elementos misteriosos y fantásticos configuran un universo mágico plagado de visiones y matices sugerentes. Un año después reprodujo este estilo y esta línea temática en su segundo volumen de poesías, titulado Canciones del encantamiento (1993).







Elegía africana

Somos los prodigios que Dios hizo
para probar la fruta amarga del Tiempo.
Somos muy valiosos.
Y un día nuestro sufrimiento
se transformará en las maravillas de la tierra.
Ciertas cosas que ahora me abrasan
se trocan en oro cuando estoy contento.
¿Véis el misterio de nuestro dolor:
lidiar con la pobreza
al tiempo que cantamos y soñamos cosas bellas

y que nunca maldigamos la calidez del aire
ni la fruta cuando está sabrosa
ni las luces que con suavidad rebotan en las olas?
Bendecimos las cosas hasta en el dolor.
En silencio las bendecimos.

Por eso nuestra música es tan dulce.
Hace que el aire recuerde.
Se urden prodigios secretos
que sólo el Tiempo desvelará.
También yo he oído cantar a los muertos.

Y me cuentan que
esta vida es buena
me dicen que la viva con sosiego
con fuego, y siempre con esperanza.
Hay prodigio aquí

Y hay sorpresa
en todo lo que mueve lo invisible.
El océano está lleno de canciones.
El cielo no es enemigo.
El destino es nuestro amigo.

Traducción y nota: Natalia Carbajosa






La carretera hambrienta (fragmento)

Con nuestros compañeros del mundo de los espíritus -aquellos con quienes teníamos especial afinidad- éramos casi siempre felices, porque flotábamos en la corriente verdemar del amor. Jugábamos con los faunos, las hadas y los seres hermosos. Tiernas sibilas, duendes benignos y la serena presencia de nuestros antepasados nos acompañaban siempre, bañándonos en el resplandor de sus distintos arcos iris. Son muchas las razones para que los bebés lloren cuando nacen, y una de ellas es la repentina separación del mundo de los sueños incorpóreos, donde todo está lleno de hechizos y no existe el sufrimiento. Cuanto más felices éramos más próximo estaba nuestro nacimiento. Al acercarse una nueva encarnación nos comprometíamos mediante pactos a regresar al mundo de los espíritus tan pronto como se presentara una oportunidad. Hacíamos esas promesas en encendidos campos de flores y bajo el dulce claro de luna de aquel universo. Los mortales nos llamaban abiku, niños espíritus. No todo el mundo nos reconocía. Éramos los que no cesábamos de ir y venir, reacios a aceptar la vida. Teníamos la facultad de provocarnos la muerte y la obligación de cumplir nuestros pactos. Quienes los rompían sufrían alucinaciones y el acoso de sus compañeros. Sólo encontraban consuelo cuando regresaban al mundo de los nonatos, el lugar de las fuentes, donde sus seres queridos los esperaban en silencio. Aquellos de nosotros que prolongábamos nuestra estancia en el mundo, seducidos por el anuncio de memorables acontecimientos, atravesábamos la vida con ojos cargados de muerte y belleza, llevando en nuestro interior la música de una hermosa y trágica mitología. De nuestras bocas brotaban oscuras profecías. Imágenes del futuro invadían nuestras mentes. Éramos los extraños, siempre a medias en el mundo de los espíritus.

(...)

Todos descendimos al gran valle. Era un día en el que se celebraban fiestas desde tiempo inmemorial. Espíritus maravillosos danzaron al compás de la música de los dioses, y con sus cánticos dorados y sus encantamientos de lapislázuli protegieron nuestras almas durante el tránsito y nos prepararon para el primer contacto con la sangre y la tierra. Todos hicimos solos la travesía. Teníamos que sobrevivirla solos: superar las llamas y el mar, el contacto con las ilusiones. Había empezado el destierro. Tales son los mitos de los orígenes. Historias y estados de ánimo muy enraizados en quienes creen en tierras ricas y creen todavía en los misterios. Nací no sólo porque hubiera concebido la idea de quedarme, sino porque, finalmente, después de tantas idas y venidas, sentía ya, asfixiándome, la presión de los grandes ciclos temporales. Recé para que se me concediera la risa, pedí una vida sin hambre y recibí paradojas por respuesta. Sigue siendo para mí un enigma por qué nací sonriendo. "







Una oración de los vivos (fragmento)

" Toda mi información me trajo a esta ciudad. Si mi amante, mis hermanos, mi familia están en algún sitio, es aquí. Esta es la última ciudad del mundo. Más allá de su puerta roída está el desierto. El desierto se estira hacia el pasado, hacia la historia, hasta el mundo occidental y la fuente de la sequía y el hambre: la enorme montaña de ausencia de amor. Desde sus cumbres, por la noche, los oscuros espíritus de la negación cantan sus impresionantes canciones que encogen el alma. Sus canciones nos roban la esperanza y nos hacen ceder nuestras energías al aire. Sus canciones son frías y nos entregan a la lucidez de morir. Detrás de nosotros, en el pasado, antes de que ocurriera todo esto, había todas las posibilidades del mundo. Habían todas las oportunidades para, partiendo de cosas pequeñas, crear una historia y un futuro nuevos, dulces, si hubiéramos llegado a verlas. Pero ahora, por delante sólo quedan las canciones de la montaña de la muerte. Buscamos a nuestros seres queridos mecánicamente y con una sequedad en los ojos. Nuestros estómagos ya no existen. Nada existe excepto la búsqueda.


(...)

La vida humana, llena de codicia y amargura, confusa, asfixiante, llena de prejuicios e insensible, y agradable también, e igualmente maravillosa, pero... la vida humana me había traicionado. Además, ya no quedaba en mí nada por salvar. Incluso mi alma se estaba muriendo de hambre. Abrí los ojos por última vez. Vi las cámaras sobre todos nosotros. Para ellos, éramos los muertos. Mientras atravesaba la agonía de la luz, los vi a ellos como muertos, abandonados en un mundo sin compasión ni amor. Mientras la vaca deambulaba entre la aparente desolación de la habitación, a la gente que lo estaba grabando todo le debe de haber parecido raro que me hubiera puesto tan cómodo entre los muertos. Pero estaba cómodo. Me estiré y cogí la mano de mi amante. Con una respiración dolorosa y un suspiro y una sonrisa, me dejé ir. La sonrisa debió de extrañar a los reporteros. Si hubieran comprendido mi idioma, habrían sabido que era mi modo de decir adiós. "


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