viernes, 27 de agosto de 2010

677.- SHLOMO AVAYOÚ



SHLOMO AVAYOÚ
Nació en Izmir (Esmirna), Turquía, en 1939 y es ciudadano israelí desde los diez años. Licenciado en Estudios Orientales, es una de las voces mayores de la poesía hebrea contemporánea. Ha publicado, entre otros, los libros de poemas Amanecer, El fin de los naranjales, Monte de beatitudes y Caballos en Jerusalén. En castellano ha aparecido recientemente Vigía de largas distancias (Antología personal) (2007).




Pequeños peces rojos


Al llegar vi los pequeños peces rojos.
El goteo de un caño alimentaba el charco,
allí vivían entre las hojas caídas.
Los prácticos decidieron hace poco
eliminar el goteo. Las lluvias y los cuervos
acabaron con los peces.
Ahora un hueco marca el lugar.
Alrededor, un campo tras otro van cayendo
bajo el peso brutal del cemento y el asfalto.
Un triste presagio me acompaña al alejarme
de la cicatriz de aquella tierra traicionada.

Sé que sería vano lamentar
que ahí, plantación adentro,
en la parcela número setenta y ocho,
aguacate setenta y uno,
en la fila número cincuenta y nueve,
pudo algún día existir un charco mágico
con pequeños peces de colores.


(12 poemas de Shlomo Avayou leídos el
24 de octubre de 2007 en la Residencia
de Estudiantes, Poesía en la Residencia,
Madrid 2007, págs. 14-15)




VIGÍA DE LARGAS DISTANCIAS


"Dos años antes del alunizaje nos casamos
y, como todo el mundo,
habíamos olvidado mucho, aprendido poco...
(...)
Nos quedamos con una roca lunar por corazón.
Un corazón no mayor que un puño cerrado


(...)
con Neil pisamos la luna y, en cualquier caso,
no nos hemos salvado"



*****


"No hay pruebas de que he vivido"


"(...)

¿Y qué es lo que he hecho en mi vida?
Dar vueltas por uno y otro lado
demorarme aquí y allá...
Qué difícil es ya recordar lo que quise...

Con todo el peso de los años
y mi tiempo agotándose,
con arena entre mis dedos
(y exiliado dondequiera que esté),
no puedo ni probar que he vivido.
No queda prueba alguna".



*******




VAGABUNDEO

Soy inmigrante de los demás.
Hoy nadie logra vivir donde nació,
Muy pocos eligen donde morir.
Al parecer, haga lo que haga,
No traicionaré mi procedencia:
La inquietud y el desarraigo
Siempre serán mi hogar.
Busco y cortejo el consuelo
Siempre en territorio hostil.
Si el exilio es inevitable,
¿por qué anhelo un jardín?
Vengo del miedo, y de aquí
A él me voy. Ya no recuerdo
Donde nací, o donde muero.
Toda mi vida, toda mi vida – vagabundeo.







Hay que abandonar Jerusalén

Al excavar bajo las murallas
de Jerusalén se encuentran más murallas.
¿Y qué es lo que esperan encontrar?
¿La sombra de Dios, un ala de ángel?
¡Dios mío! ¿Qué es esta locura de buscar?
Muros y muros, hoy y entonces,
siempre se construyeron para encarcelar.
Si a un hombre decidido a suicidarse
le falta sobre el cráneo un techo abovedado
como un cielo de mármol
y una antigua argolla de hierro
para suspender de ella su nueva soga,
entonces sí. ¡Que se venga a Jerusalén!
Si un hombre en sus tristísimos años
de decadencia aspira a enamorarse
con un loco amor desesperado,
en una última erupción de belleza brava
y dolorosa,
entonces sí. ¡Que se venga a Jerusalén!
Pero yo, tímido como soy,
a nadie impresionaré con semejantes,
atractivas, coloreadas demostraciones.
Pienso que haría bien en abandonarlo todo,
bajar y alejarme hacia la llanura de la costa,
a una de esas descoloridas casitas cúbicas,
tiradas sobre la arena, expuestas al sol,
sin siete ciudades antiguas sepultadas y
sedimentadas bajo mi cama y mi cabezal,
maldiciendo y llorando a lo largo de la noche…








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