Waldo Rojas
(Concepción, Chile, 1944), poeta, ensayista y profesor de Historia en la Universidad de París I (Panthéon-Sorbonne), vive en Francia desde 1974. Su nombre es señalado entre las figuras más importantes de la llamada Generación del 60.
Su obra poética principal está contenida en los libros siguientes: Príncipe de Naipes, 1966; Cielorraso, 1971; El Puente Oculto, 1981; Chiffré à la Villa d'Hadrien (Cifrado en la Villa Adriana), 1984; Almenara, 1985; Deriva florentina, 1989 y 1993; Fuente Itálica, 1991; Cuatro poemas, Cuatro grabados (con xilografías de Guido Llinas), Ediciones El Peral, Montreuil, Francia, 1999); obras publicadas en Chile y en México, Canadá, España, Suiza e Italia. Una selección de su poesía ha sido editada bajo el título de Poesía Continua (Antología 1965-1992), Ediciones de la Universidad de Santiago de Chile, 1995.
Poemas suyos han sido recogidos además en antologías de poesía chilena y latinoamericana. De su labor de traductor literario cabe destacar: Antología de Francis Ponge, Santiago, Ediciones LAR y Servicio Cultural de la Embajada de Francia, 1991; traducción y edición crítica de Vicente Huidobro. Obras poéticas en francés, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1999; Poética del cine, de Raúl Ruiz, Editorial Sudamericana, 2000.
Sobre su obra literaria dan cuenta, entre otros trabajos, el libro de Carmen Foxley y Ana María Cuneo, Seis poetas de los sesenta, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1991, y dos tesis doctorales: “La visión de la marginalidad en la poesía de Waldo Rojas”, en La Joven Poesía Chilena en el período 1961 (Institue for the study of ideologies and literature, Minneapolis, Minnesota, 1987), de Javier Campos, y Tópicos literarios recurrentes y cultivo del manierismo en tres obras poéticas de Waldo Rojas (Universidad Católica de Valparaíso, 1997), de Marcelo Pellegrini.
De publicación más reciente es una selección de sus escritos de reflexión y crítica literarias, Poesía y cultura poética en Chile. Aportes críticos, a cargo de la Editorial Universidad de Santiago, asimismo que su último poemario Deber de Urbanidad, bajo el sello de Ediciones LOM, Santiago de Chile.
Mercado de carnes
Mediodía de un Viernes y en el Mercado de Carnes
el agua se une en las aceras a la sangre
camino de las alcantarillas.
Mezclándose con todo, por los ojos,
luminosidades que ascienden por su luz,
y asciende el eco sucio de esa agua envilecida.
El resto es permanencia y prolongación.
Toda la ciudad de apacibles cadáveres colgantes
oscila con sus oscilaciones
bajo un sol que surge nuevo de los colores que establece.
Esplendor de una mañana que hurga en los comestibles,
la carne inerte revive en la agilidad de los dedos
que la agitan
como piezas desmontadas de un puente herrumbroso.
Entonces un comercio de muecas y de voces
a golpes de compás del filo de las dagas:
en el mercado de carnes a esta hora
la luz y el fervor son el Orden Inmanente.
La muerte no se halla a ningún precio.
Waldo Rojas (Concepción, Chile, 1944)
De: "El puente oculto", Michay, 1981
Dormida
Ahora que tus ojos te inclinan
sobre la fuente opaca,
ahora que te hunde el instante que eres
y eres el instante y su curso
mientras se restaña el surco de la noche.
Que algo de inútil e insepulto empaña tus labios
y la piel de las cosas,
un florecimiento mustio,
un tañido nevado.
Y sobre el rostro sin ceño sobrevuela, llovizna
o revuelo de velos,
el agua virgen de todos los
lenguajes.
Ahora que hablas a tu propia palabra
mientras deslíes en la yema de los dedos
la arenilla de su tacto.
Que caes con blando despeñamiento en medio del clamor
de la voz de los objetos.
Ahora que te encubre tu mudez más dañosa,
que te ofrece y te niega la misma servidumbre
y eres plena cercanía al alcance de la mano
y naces llanura y renaces laberinto.
Visitar a los enfermos
La abrumadora mayoría de sus sensaciones está diciendo lo suyo.
Y a su turno, lo suyo es ese cuerpo rígido como un icono
del que fluyen y confluyen, gota a gota, aire y sangre,
sangre y aire.
Lo suyo es el desorden de las horas, la fecha que vivimos y no vive,
tensa noche de un perro guardián.
Cerraron la casa de los naranjos y los limoneros.
Frescas musgosidades revienen los dinteles.
¿Veremos al Cuerpo erguirse entre los suyos, abominar
del guiso de la noche, aterrorizar con insultos al cochero?
Las palabras que me guardo serán lo que sucede:
pregunta el pobre cuerpo en cada mueca, y a cada temblor de las frazadas
aferra y suelta como un profeta el báculo tribal.
“La mano, dame la mano...” es lo que calla y adivino,
y lo que coge es el veredicto de un brazo que se niega.
Un florero abigarrado hiende el blancor reinante.
Se desentiende del ambiente un rezumarse de rosas.
Silencio, piden voces.
Nadie hable, por favor. Parece que rezara.
Y piensa el Cuerpo:
Habrá quedado sola la Casa de los Limoneros.
Ya oigo crujir las gruesas puertas, saltar
españoletas y aldabones a la premura del hierro.
Silenciarán al perro a golpes de cadena,
se llevarán sólo monedas en desuso,
un botín de recuerdos de familia.
Aire enrarecido se respira a la hora en que el batir de la puerta
ha acallado los rumores.
Negro de humo y aceite mezclados a la brisa del trébol invernal.
Se hacen blandos los muros como almohadas,
y empavonado de lechosidad
se aquieta el vidrio grumoso de la puerta del cancel.
El Cuerpo es aún alguien a quien algo sucede, aunque sólo en
lontananza
de sus fuerzas.
No podría negarse a los signos salvadores.
El Enfermo está abrazándose a las estatuas heladas.
Ajedrez
Antonius Block jugaba al ajedrez con la Muerte junto al mar
sobre la arena salpicada de alfiles y caballos derrotados.
Su escudero Juan, mientras tanto, contaba con los dedos las jugadas,
sin saberlo,
en la creencia de que lo que contaba eran peregrinos de una extraña
caravana.
(Y a mí que no me gusta el ajedrez sino en raras
circunstancias.
Yo, que pude luego de perder estruendosamente una partida
beberme una botella con el ganador y sostenerle el puño en alto).
Pero Antonius Block sin duda era un eximio ajedrecista
no obstante haber perdido el último partido de su vida.
Antonius Block, quien volvía de las Cruzadas, no tuvo en cuenta
que a Dios no le habría gustado el ajedrez
aun cuando de veras hubiera algún día existido.
Afortunadamente todo esto sucedía en una sala de cine.
El mundo en miniatura en tres metros cuadrados a lo más.
Los otros personajes han pagado las consecuencias al terminar la función.
Sería bueno sostener ahora que el ajedrez está algo pasado de moda.
A pesar de la costumbre por los símbolos
y de los cuadraditos blancos y negros irreconciliables
en que se debate la vida
a coletazos.
Tour eiffel
Pulgar alzado en gesto de indulgencia
a contraorden de nuestra costumbre de inmolarnos
en los reveses de fortuna,
La Torre se despierta al desafuero de la regencia lacónica
del Río,
esa prosodia irreversible que relees buscando apoyo en
el tabernáculo oportuno de los Puentes.
Mientras saluda la Ciudad el triunfo cotidiano de su proa vertical
sobre el hundimiento añil de cada día,
sin ovación ni oriflamas,
recoges tus emblemas abatidos y de nuevo te sustraes a
esa rivalidad perseverante.
Andamiaje rezagado de una restauración celeste,
con desenlace reanudable y sobre un fondo de
vislumbres irisadas
la Torre literal graba a hierro frío el inicio
de un alfabeto aún en cierne.
Rosa gris
Detrás de los pinedos y más extensa que ellos,
encubierta y batiente, creció para tu asombro
a todo lo amplio de la larga noche recia
la cercanía del Mar
en acto bautismal para los ojos, para el sobrecogimiento
de todos los sentidos.
Para aquel instante tuyo que no creció contigo.
Tras el recinto de tu sueño esperó a tu edad más
impaciente
la vasta edad del Agua,
tu primera certeza inamovible.
Eran las aguas sorprendidas en pleno estado de palabra.
El cuerpo de todos los hallazgos
y su voz ya próxima tendida hacia tu encuentro:
contra la mañana tumultuosa se iba irguiendo
la galana apostura, el don jamás desposeído
de la gran rosa gris.
Príncipe de naipes
Helo aquí, barquiembotellado en la actitud de su gesto más corriente,
es el soberano de su desolación,
sus diez dedos los únicos vasallos.
Silencioso como el muro que su sombra transforma en un espejo,
nada cruza a través de la locura
de este príncipe de naipes,
este convidado de piedra de sí mismo, el último en la mesa
—frente a los despojos—
cuando ya todos se han ido.
Aquí se detuvo la soledad de la adolescencia con un fuerte silencio
retumbante,
y aquí yace él sobre sus ojos como el único brillo:
un Arlequín de Picasso, se diría, pero menos sublime
y con la espada de Damocles en la mano.
Él es el Príncipe del Naipe, “después de mí un Diluvio de agua
hirviente,
y aún todas las aguas errantes del planeta
que nunca nadie llevará hasta mi molino”.
Mirlo
A la hora del mirlo
el arrebol sangrado a blanco de ojo
aplaza la devastación efímera,
suspende en su ventura la derrota del dormido.
Asoma el sol con tranco de repatriado.
Y es en todo nuevo en la novedad de todo.
Por él el mirlo trina un aire degollador,
las horas se apegan a las horas cual peñas
al muro creciente.
Agobiadoras las alas de la frondosa quietud
de la foresta,
la noche colma allí una última brecha.
Zarpas de la madrugada,
su ramalazo hará irreparable toda enmienda.
Nuevo sueño desquiciado concilian
supliciado y victimario
y el trémulo rocío, el rocío probo,
enjuga el zumo sucio sobre la piel
del fruto lacerado.
Una noche del príncipe
A Germán Marín
La fuerza del cerrojo en los entrepaños de la puerta
y el incierto ascender de madera caminada en la escalera.
De por medio, un mundo de fuerzas reversibles.
La atención del ojo bloquea la conocida oscuridad.
En un sentido aún más sinuoso,
prolonga el oído resonante presagio.
A un momento de neutralidad de dudosa energía,
equilibrio de fuerzas se establece en el centro.
Esto es,
la estabilidad vacilante del poder del tiempo
mantenido a raya,
un entreaguas pulsante,
entre el dato exterior de los sentidos y su escritura
en la tabla rasa,
y el poder de agostada fuerza con que el sueño y sus figuraciones
defiende la diezmada fortaleza
reducida ahora al atalaya y las almenas,
al nerviosamente transitado patio de la cisterna,
estremecida la dotación de sus guardianes
a cada golpe pasmoso, ritmado, relojero,
del poderosamente impulsado Ariete.
Cormoranes
La memoria del baño en que fuéramos inmolados.
Se da la espalda al Agua y es el mar que proclama su acechanza.
Sea tal vez cosa de fortuna que ahora los médanos costeros
y la noche
remitan de una tal manera a él,
“la verdadera tierra”,
como si dos ciudades nos disputasen, y nosotros ya distintos,
feamente inermes,
árboles de estupor sobre el mismo roquerío.
Horas de este linaje nos hicieron su falta.
¿Dónde lo nuevo, dónde?
se dice la rompiente y su insistencia,
igniciones de las algas, dunas reptantes,
y ello está en el orden de las cosas.
Así se ha vuelto a ver en este sitio sin memoria
a los grandes pájaros de las fabulaciones
arrastrar como un andrajo su vuelo ultramarino.
Una mañana de nuestra adolescencia
en toda la extensión de la playa
brillaba un negro aceite de cormoranes muertos.
Ojo furtivo
La noche así entreabierta por esa ventana
que tú misma ahora cierras,
fugaz ropaje vivo tu desnudez
persiste
en un vuelo sostenido o el aleteo de algo
entre la noche ciega y el vidrio enceguecido.
Pero ya asciende o cae la imposible estancia
de tu gesto,
vuelo también de manos y de tela,
ya corroe ella misma su tibieza en trizas
y de golpe
nada sino esa forma de muro
entre mi ojo cazador furtivo y tu luz carnal.
Permis de construire
Tras la brecha abierta como una limpia mordedura
en el ordenamiento de la calle, indigencia
de unos muros interiores,
llaneza a campo abierto del Arbol de los patios.
Nada advierte que debieran volver sobre sus pasos
el habitante devuelto al desierto de su larva,
y la Ciudad al vacío que apartara el primero
de sus muros.
No inscribe en su consigna impedir alejamientos
la empalizada de maderos desuncidos,
ni el reptar a tientas de la hiedra entre la escoria,
ni la glicina antigua perdida para su causa malva.
Para el tedio de nadie se alza ahora el muro lacerado
de las subdivisiones,
los rellanos redimidos de relentes de fritura y de letrina,
el dédalo ascendente de las vetas de humareda,
acallados los peldaños en la estampa de su trazo
y su rumbo de crujidos dejado en inminencia.
Infamia de los umbrales condenados.
Insolvencia del indicio de un número sin puerta.
La destrucción se agazapa en los espacios que socava
pero en los palmos de palidez rectangular sobre el papel
de las paredes
el vacío restituye en el eriazo una plenitud
en libre plática.
La travesía
(Mediodía de domingo en el cementerio Père Lachaise)
“No sé quién seas, pero no apartes todavía tus manos
de mis ojos,
prolonga mi ceguera imprevista y la vacilación de mi pie
sobre el empedrado inconcluso.
Por entre el laberinto de las criptas
bajo la fronda y el señuelo o la licencia de los trinos,
escucha conmigo el tribunal bullicioso y tajante de los mirlos
por encima del respiro en suspenso de estos nombres de cuerpos
ya improbables disueltos en la cifra de una brevedad estanca:
signos tallados sobre las lápidas prolijas
cual enseñas de un comercio inútil.
Quienquiera que seas, guía mi deriva por un atajo tácito
a través de la Ciudadela de encrucijadas recíprocas,
la del sabor de erosión de los encomios, de las divisas desvalidas
ganadas por el musgo.
Advierte en la profusión de las ofrendas un tributo magro.
Desatiende el temblor recluido en mi silencio
y adiestra aún mis párpados a rehuir una vez más el hallazgo de
tu rostro, la llaga de tu soplo”.
La perpetración
Mal está que te haya olvidado, Rosa Inés.
El recuerdo no redime a nadie de nada.
Los ávidos adolescentes que fuimos rondábamos tu cuarto
en el patio de las criadas.
El sexo un vértigo abismante, oscuridad de oscuridades,
una sed y un rumor sordos.
Mal está también, Rosa Inés, que después de tantos años
de ti vea pasar por obra de tu nombre
fugitivos fragmentos de un cuerpo sorprendido, miembros dislocados
por la semipenumbra
y esa fiebre que un día te acechara.
Amargura del botín de aquella noche, Rosa Inés,
tu silencio ante las Tías un aterrado cómplice.
Doble crueldad no poder rescatar tu rostro
ahora que quizá tú también lo hayas perdido en tu recuerdo
después de tanta miseria y de todos estos años.
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