lunes, 21 de enero de 2013

JAVIER ÁVILA [9030]




JAVIER ÁVILA                                                        
Nació en San Juan, Puerto Rico (1975)

Poesía es…   No es el tallo ni la flor de una planta que nace en el concreto; es la raíz.

Poeta, novelista y profesor. Ha recibido el Premio de Poesía del Instituto de Cultura Puertorriqueña por El papel del difunto, el Premio Nacional de Poesía otorgado por el PEN Club por La simetría del tiempo, y el Premio Olga Nolla de Poesía por Vidrios ocultos en la alfombra, entre otros galardones. Su nutrida obra incluye la aclamada novela Different, cuyo éxito trascendió al cine con la película Miente. Entre sus otros títulos se cuentan la novela de suspenso The Professor in Ruins y el laureado poemario Criatura del olvido. Su más reciente novela, La profesión más antigua, publicada en mayo de 2012.




Notas sobre la muerte de mi padre


I

Recibí la noticia. Suspiré.
Armado de un ficticio sosiego inexplicable,
me dirigí a su cuarto. Abrí su guardarropas.
El olor de su piel me traicionó.
Escogí la corbata azul marino,
su único traje, negro,
y la camisa blanca. La planché
y almidoné con lágrimas
su ausencia.


II

De la vasta selección de cajas,
decidí que la marrón con líneas color cobre
era la mejor, aunque fuera la segunda más barata,
según dijo el vendedor de cara rígida
y bigote tupido.
El diminuto esteticista mortuorio
me preguntó cómo mi padre se peinaba.
Para atrás, le dije.
                                    Bien, me contestó.
Y le entregué la ropa.


III

Allí en el ataúd,
inerte, consumido y perfilado,
vencido reposaba. Pedí su bendición.
Recuerdo haber palpado en su nudillo
la casi imperceptible cicatriz del arañazo
del gato que aún lo espera.
Acaricié su mano, otra vez lo miré
y su rostro era el mío.


IV

Lamento que jamás nos despedimos,
que no me vio casarme,
que mi madre está sola con el gato.
Quisiera haber tenido más paciencia
cuando, frágil, perdía
la batalla con su cuerpo.
Caminaría con él a paso lento.
Le daría su avena en la cuchara antigua
que siempre prefirió.
Y de tantas palabras que pudiera decirle,
si pudiera,
le diría que ya entiendo su partida.





Requiem

Forydustae krytalanum svye rjoqurem bur ptyreia.

Es cierto. Cada mes muere un lenguaje
que sólo conocemos por su nombre.
Muere sin dios, sin sello ni equipaje
y no lo resucita ningún hombre.

¿Quién empleará notables energías
en descifrar los fósiles recientes
de aquellas ilegibles elegías
escritas en idiomas impotentes?

¿A quién le pertenece la palabra
final sobre la trágica cruzada
de letras fallecidas? Nadie labra
leyendas en sus lápidas. No hay nada

exento del olvido y la extinción.
La pérdida es el fin de la creación.








Certezas

Nadie te espera en Londres.
Desaprovecharás otra sabática.
La inercia te persigue, sigilosa.
Alguien desechará fotografías de tu ayer.
Despreciarás, cegado, la hermosura
de una mujer sutil.
La juventud se mofa de tus libros.
El verso que hoy escribes te desgasta.
Lo sufres sin propósito, a veces a propósito.
Ya se borró tu rostro de la injusta memoria
de tu primer amor.
Al tiempo no le importa tu rutina de ejercicios.
Te aguarda la orfandad.
Irreparablemente perderás
paisajes, esperanzas, perros leales.
No volverás a ti.
Inútilmente acecharás
aquello que pensaste irrelevante.
Y no serás el protagonista
de tu propio funeral.







Conveniencia

No nos equivoquemos. Somos carne.
La urgencia nos acecha a medianoche.
Florece en nuestra piel mientras la vida
de pronto se derrumba.
Así se cruzan nuestras soledades.
Y nada toca aquí la inteligencia,
excepto al regresar
del cuarto clandestino
a nuestras respectivas narraciones
de tramas que transcurren lentamente,
sin las intermitencias de tus labios.







Punto débil

Precisamente luego de escoger
el método y la hora,
de afilar la navaja
y de escribir la carta
—brevísimo epitafio elaborado en trece días—
se rasuró las piernas, los brazos, las axilas,
el pecho, la barriga, el cráneo;
se rasuró la espalda, el pubis, los testículos.
Puso el filo en la sien
y poco a poco
se rasuró las cejas.

Al mirarse al espejo pensó que no era él,
que no iba a ser suicidio,
sino un asesinato.
Curioso ante su liso resplandor,
se demoró en entrar al baño de su madre.
Pero al fin sumergió sus piernas temblorosas
en el agua caliente.
Llegó a sentarse en la bañera llena
y antes de usar el filo de la rasuradora
para tajar el hígado o las venas,
sintió que un par de encías mordían sus talones:
un diminuto sapo
le hacía compañía.






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