martes, 2 de agosto de 2011

LUIS FERNANDO CHUECA [4.382]


Luis Fernando Chueca 

(Lima, Perú 1965) 

Ha publicado los poemarios Rincones (Anatomía del tormento) en 1991, Animales de la casa en 1996, Ritos funerarios en 1998 y Contemplación de los cuerpos en el 2005. Está incluido, entre otras antologías de poesía peruana, en La letra en que nació la pena (1970-2004),cuya selección estuvo a cargo de Raúl Zurita y Maurizio Medo, La mitad del cuerpo sonríe, preparada por Víctor Manuel Mendiola (México: Fondo de Cultura Económica, 2005) y Fuego abierto, de Carmen Ollé (Santiago: Lom, 2007). Estudió literatura en la U. Católica del Perú, donde también cursó la maestría. Ejerció la docencia allí y en la Universidad de Lima. Actualmente concluye el doctorado en la U. Católica de Chile. Ha escrito diversos trabajos sobre poesía peruana. Entre los más recientes están los libros Umbrales y márgenes. El poema en prosa en el Perú contemporáneo (U. de Lima, 2010) y Espléndida iracundia. Antología consultada de la poesía peruana 1968-2008 (U. de Lima, 2012), escritos junto con Carlos López Degregori, José Güich y Alejandro Susti. En el 2009 editó y prologó Poesía vanguardista peruana (PUCP). Fue editor de Odumodneurtse, periódico de poesía y de la revista de cultura y política Intermezzo tropical. 



Stabat mater dolorosa

Presiento la fatiga en el rostro de la madre.

Cabello oscuro. Ojos oscuros. Ropas enteramente negras.

Tiene los ojos fijos en el Cristo milagroso a pesar de la vorágine de devotos que la envuelve. Camina a ritmo quedo entre ellos y nadie la acompaña, pues hizo una promesa que ahora cumple.

Llego a percibir la quieta furia entre sus manos, la sangre en la memoria.

La madre sigue en la procesión. A punto del desmayo pero avanza, aunque solo un hielo habite ahora el centro de su cuerpo. Aunque la muerte le haya arrancado de cuajo el fruto de su vientre. “El Señor me lo ha quitado –repite, como Job–. Alabado sea su santo nombre”. Y esconde la mirada enrojecida entre cantos y sahumerios.

Yo no entiendo el precio que paga la madre por su deuda. Pero no puedo interrumpir el instante sagrado de su llanto.




Difícil mirar a los ojos

a quien lleva en el rostro escrita la condena

Difícil acariciar el dorso de su mano
o echar ungüento en las heridas

Difícil mirar a los ojos
a quien lleva en el rostro escrita la condena
y ver de cerca las muecas de la muerte

Difícil tocar tu cara reventada a culatazos
la carne calcinada
pellejo hinchado o carcomido

Muerte por enfermedad
muerte por disparos
o muerte por el fuego que arde en la cocina 
y en los huesos

Muerte que se pega al cuerpo y no lo suelta

Difícil oír tu risa enloquecida
atabales que golpean
hasta hacerse rugido insoportable

Difícil besar tu hediente cercanía
Si llevas sobre el rostro
la condena

Difícil decir tu nombre en alta voz y repetirlo

Difícil dar un paso en esta tierra hueca




Díptico (2)

El hombre muestra su muñón y exhibe sus medallas. “¿Tú qué hiciste?”, le pregunta a la reportera. “¿Qué hacían todos mientras yo perdía mi pierna a nombre de la patria?”, insiste con orgullo marcial e ineludible.

Yo no puedo enseñar alguna herida calada hasta los huesos. Apenas una cicatriz que una tijera dejó en mi pierna como recuerdo de un estúpido accidente. Los muñones los soñaba obsesivo a los doce años. Cuando también imaginaba que se me caían los dientes o extraviaba los zapatos. Nada más.

“¿Dónde estábamos nosotros durante el reino de la muerte?”, recupera mi atención la impostada conductora del programa. Yo desconfío de los heroísmos militares y apago el televisor. No me interesan las medallas ni muñones ni recuerdos fantasmales que me impidan mirarme la cara siquiera en el espejo. Estuve estos años haciendo el amor con mi mujer y lavando los piecitos de mi hija. Y escribí estos poemas. También reí, grité, tuve trabajo. E hice otras cosas, y alguna incluso dejó su huella al rojo vivo. Pero no veo razón para contarlas.



Recycling nude

Me traen un libro y algo me inquieta al revisarlo. Recycling nude hace un recorrido que va del siglo XVI al fin del milenio para mostrar cómo el desnudo femenino ha sido permanentemente reinterpretado en la historia moderna de la pintura occidental. La plenitud de la vida, el erotismo, la ternura, la delicada perversión. El sueño, la magia y el deseo. La postura desafiantemente obscena y la sutil sensualidad. Pareciera que todas las posibilidades de la mujer desnuda están cubiertas por la selección ofrecida.

Algo, sin embargo, me sigue incomodando. Busco otros libros y abro uno de  fotografías de código realista. Y encuentro la imagen que mi memoria reclamaba entre tantas páginas de cuerpos femeninos. La muchacha viste jeans y calza zapatillas, y solo el torso está desnudo. Los brazos tienen cortes y el rostro se ha vuelto invisible tras la masa sanguinolenta que lo cubre. Cuatro hombres sostienen a la joven por los miembros para depositarla en un camión. No tiene vida ni se conoce su nombre. La leyenda que acompaña la foto informa que “es trasladada a la morgue de Ayacucho tras un enfrentamiento entre miembros de Sendero Luminoso y efectivos de la policía nacional”.

El horror y la muerte también son posibilidades.



Carnicero

Viste un mandil de carnicero. Tiene un cuchillo y una barra de afilar. Parece un carnicero. Pero a su lado solo hay cuerpos desnudos de hombres y mujeres y actúa extrañamente. Se retuerce, ríe, hace señales. Carga el cuchillo hasta la altura de sus ojos y respira. Titubea. Hace un corte sobre uno de los cuerpos. Después sobre otro. Y sobre otro. Y sobre otro. No descansa hasta cubrir todo de sangre.

Luego abandona el camal y prende fuego.



La muerte se escribe sola

En 1992 escribí: “Hazte ver alondra, antes que el tiempo venza y a todos nos convierta en desperdicios”. Busco explicarme el acentuado patetismo pues la frase es anterior a C, hinchado y canceroso, previa al cuerpo quemado del poeta y al sobreprecio en el boleto Madrid-Lima de P, de regreso en una caja funeraria. Y precedió también a las marcas del colgado y al silencio de D, ese hirviente campanazo en la memoria. Para entonces tampoco había leído el Diario de muerte de Enrique Lihn, Morgue de Gottfried Benn ni, esto es obvio, El mundo en una gota de rocío de Abelardo Sánchez León. Lihn afirma que no hay escritura válida sobre el tema de la muerte como no sea la que la propia muerte dirige: “Mueve su mano ortopédica como un imbécil que jugara / con una piedra o un pedazo de palo / y el papel se llena de signos como un hueso de hormigas”.

¿Con qué derecho, entonces, trabajaba estas visiones? ¿Con qué derecho lo hago hoy? ¿Alguna autoridad justifica mis palabras? Acaso haber besado a los doce años a un hombre muerto haya sido motivo suficiente. O conocer a la distancia, como tantos, historias de cuerpos arrojados en el río, madres e hijos que desaparecen, llantos por los maridos calcinados, y huesos, huesos, huesos que llevan escritas sus señas bajo cuatro capas de tierra removida. Acaso haya sido útil rasgar la tela del silencio.

Sin quererlo me he hecho parte del concierto funerario.

Es cierto que la muerte se escribe sola en nuestros cuerpos. Y ni siquiera nos es dado escoger la tinta utilizada.






de Contemplación de los cuerpos

El hijo del poeta

El hijo del poeta lleva casi el nombre del poeta y tiene en los ojos algo de su luz. No conoce, o apenas, la leyenda que inevitablemente marca su destino. “El esplendoroso sol que se levanta”, escribió el poeta sobre el nombre de su hijo. Luego prendió fuego a sus papeles, a las viejas fotos de la abuela, a sus huesos. A sus ojos como los ojos del hijo del poeta. Euforia y paroxismo dibujaron las heridas de ese instante.

Que era necesario establecer el vínculo y era impostergable la decisión decía el poeta a punto de estallar. Y luego anunciaba su vuelta al tercer día para seguir al lado de su hijo.

El hijo del poeta arderá si lo sabe, si descubre la marca en sus pupilas o descascara la costra oscurecida de sus brazos. Pero es imposible callar la furia en el pulso del poeta y la tersa dulzura del manto que envolvía su sueño alucinado. Es inútil olvidar su paso calmo al borde del abismo.

Por eso sabrá el hijo del poeta.








Documental


Un video narra las horas finales de Pompeya en el año 79 dC. Explica el arqueólogo que el motivo de la muerte de sus habitantes no fue la lava del Vesubio sobre los cuerpos, sino el contacto de estos con una temperatura superior a los 500 grados. “La coloración rojiza hallada en algunos cráneos es una particular incógnita. Podría ser el cerebro que comenzó a desbordarse previamente a la explosión. El calor fue tan intenso que puso a hervir el cerebro antes de estallar”, anota fríamente.

Ensayo esa misma frialdad documental en este poema y añado, sobre acontecimientos más cercanos: “Lo que quedaba de los cuerpos fue entregado a los familiares en cajas de leche Gloria. Poco antes se hallaron, enterrados, camino a Cieneguilla, restos de un maxilar superior y cinco dientes, el cráneo de una mujer con un agujero de bala, retazos de un pantalón calcinado y un juego de llaves, que permitió identificar a las víctimas y seguir la pista de los cuerpos embolsados”. O transcribo, en un nuevo giro, el comentario de un marino que explica que, a diferencia del Ejército, en su arma a los detenidos “los matan desnudos para que no los reconozcan, ni sortijas ni aretes, ni zapatos ni ropa interior. Y las prendas las queman”.

Ni el asíndeton he tenido que inventarme. Y menos las imágenes o la contraposición.

Me pregunto si hay algo que aumentar en este poema.





de Ritos funerarios




Monólogo de Nilia

A estas alturas todo habla de ti
los restos de tus huellas
extraviadas en la arena los muros manchados de
dos o tres dibujos de trazos incompletos
Todo
mientras tú sigues empeñado en ese terco escondite
donde los murmullos ya ni se oyen
donde tu figura se confunde con tu voz casi inaudible

A esta hora todo habla de ti
de tu memoria detenida en la memoria de los otros
de tus informes garabatos
amontonados al borde de la espera

¿Quién escucha ahora la expresión de tus silencios?
¿quién acaricia el redor de tu garganta
vibrantemente insana
muda
de terror
por una sombra que nadie nunca ha visto
salvo tú
y que oscurece tus contornos?
¿A qué imagen representas con tu violenta
ausencia
con tu áspera manera de alejarte
con tu carrera huidiza y tus pies sobre una tierra hirviente
que se extiende y recompone?

A esta hora todo lo que podía hablar de ti se apaga
y se esconde en un nudo de sonidos
desesperantes
desesperados

Como de quien no cede a los recuerdos
y abusa de un falso rumor para creer en su presencia
insospechada

A esta hora
todo se esconde en una niebla exagerada
todo es parte de un juego de repeticiones absurdas
de ruidos engañosos

Todo es parte o anuncio de la nada
y nada es lo único que se oye






de Animales de la casa




Caballos

El único destino es seguir errante,
y no volver la mirada.

Ten cuidado con los vientos del invierno.
Ten cuidado con las bestias con más fuerzas
que las tuyas.

Por lo demás, todo está dicho
el hijo del caballo debe buscar sus territorios
y conseguir sus propios alimentos.

El asunto es que no vuelvas la mirada;
y detenerte
-cada vez que creas necesario-
a descansar.

Y recordar, pero sin melancolía.

Irás aprendiendo
poco a poco
la sabiduría del camino.

No lo olvides
el hijo del caballo debe hacerse
a sí
caballo.






Ocaso de sirenas


ocaso de sirenas, esplendor de manatíes
José Durand

No sirenas, sino horrendos manatíes
mamíferos obesos que la ansiedad y la distancia
volvían provocativos cuerpos de mujer

Y sin embargo, cuando de tarde en tarde,
alguna noche o al amanecer de mis desveladas jornadas
oigo que atraviesa la ventana un canto agudo
y dulce que pronuncia nombres al azar
y siempre son
el mío el mío el mío
¿No eres tú, sirena?
¿No es tu voz la que me llama en cada palabra que pronuncias?
¿No es tu bello chillido el que se escucha?

Entonces yo, ¿qué espero para dejarlo todo y
seguir tus huellas en el mar?

¿Será una duda razonable que me impide dar crédito total a mis oídos?
¿Un resto de cordura?
¿Un frío impulso que me advierte de un futuro irreversible y desquiciado?

¿O tan solo estas amarras que me detienen en mi lecho,
estas gruesas sogas con que he pedido que me aten
tarde a tarde,
alguna noche o al amanecer de mis desveladas jornadas
cuando la fiebre invade mis sentidos
y presiento el engaño de tu canto?
¿Estos lazos, digo, que me sujetan en la cama,
a otra sirena,
o más bien, a otro obeso manatí
igual que tú?





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