Anne Michaels
(Toronto, Canada, 1958) es poeta y novelista. Ha publicado los poemarios The Weight of Oranges (The Coach House Press, 1986), galardonado ese año con el Premio Commonwealth for the Americas, Miner’s Pond (McClelland & Stewart Inc., 1991), con el que obtuvo el Premio de la Asociación de Autores Canadienses, Skin Divers (McClelland & Stewart Inc., 1999), y la antología Poems (McClelland & Stewart Inc., 2000). Deslumbró en España con la novela Piezas en Fuga (Alfaguara, 1997), donde también ha publicado una breve selección de sus poemas titulada Nuestra sangre es tiempo (Nómadas, 2000), el libro de poemas El Peso de las Naranjas & Miner’s Pond (Bartleby Editores, 2001), traducido por Jaime Priede y con dibujos originales de John Berger y Buceadores de la piel (Bartleby Poesía, 2003) libro que completa la publicación de su obra poética en nuestro país.
(Toronto, Canada, 1958) es poeta y novelista. Ha publicado los poemarios The Weight of Oranges (The Coach House Press, 1986), galardonado ese año con el Premio Commonwealth for the Americas, Miner’s Pond (McClelland & Stewart Inc., 1991), con el que obtuvo el Premio de la Asociación de Autores Canadienses, Skin Divers (McClelland & Stewart Inc., 1999), y la antología Poems (McClelland & Stewart Inc., 2000). Deslumbró en España con la novela Piezas en Fuga (Alfaguara, 1997), donde también ha publicado una breve selección de sus poemas titulada Nuestra sangre es tiempo (Nómadas, 2000), el libro de poemas El Peso de las Naranjas & Miner’s Pond (Bartleby Editores, 2001), traducido por Jaime Priede y con dibujos originales de John Berger y Buceadores de la piel (Bartleby Poesía, 2003) libro que completa la publicación de su obra poética en nuestro país.
TRES SEMANAS
Tres semanas anhelantes, agua que abrasa
las piedras. Tres semanas la sangre del leopardo fluyendo
bajo el audible insomnio de las estrellas.
Tres semanas voltaicas. Semanas de tardes
invernales, casi a oscuras.
Aullando a la distancia, el océano
estirándose entre ambos, curvando el tiempo.
Tres semanas encontrándote en lugares nuevos dentro de mí,
luminiscente como una estrella fugaz en el abismo,
su cola de neón.
Tres semanas de naufragio en esta isla de la locura;
viciando la aurora de perfumes. Cada confín del cuerpo
electrizado, cada pensamiento acorralado
por la memoria del tacto. Tres semanas abriendo los ojos
cuando llamas, tu primera pregunta,
¿te he despertado...?
BUCEADORES DE LA PIEL
Bajo la carpa
de las estrellas, vacas
a la deriva, sus vientres cepillando
la hierba alta, listos para un copioso
festín. Tierras bajas que centellean como mica
bajo la luna. La luz de las estrellas
nos empapa los zapatos.
La pradera de algas marinas se inclina suplicante, el mismo
campo de arpillera que en invierno cruje con la helada
es salpicado por el pincel negro
de los cuervos. Gélidos diamantes de las cintas de la reina Ana.
Porque se siente amada, la luna permite que nuestros ojos
la sigan por el sembrado, pisando
su ropa, seda reluciente
esparcida por los surcos.Sintiéndose amada, la luna desea
que la miren, nadando
toda la noche por el río.
Llama a través de los estores,
extiende una tira blanca por el pasillo a oscuras,
alcanza un vaso de la mesa.
Vigila la fortaleza del sueño.
Como la luna, quiero tocar espacios
sólo con la mirada. Contarte
cosas nuevas a las tres de la mañana, cuando nos
despierta la lluvia o una preocupación, o adelgazándonos por
los juncos del sueño, emergemos en la piel. En esta habitación
donde tantas cosas han ocurrido, donde el amor
es ese tintineo de los botones al deslizarse tu camisa
al suelo, el sonido de la calderilla;
un libro entreabierto, ropa
entreabierta. Sentimos de nuevo
cómo se transparenta la superficie
del cuerpo empujado ante la puerta
del mundo. Para leer lo que hay dentro
nos alzamos el uno al otro
hacia la luz. Recogemos
a todos los que amamos o deseamos
perder de vista, los llevamos
a cada pradera nocturna y nos sentamos con ellos
mientras las vacas se demoran como barcos
que apenas se mueven en la distancia.
La lluvia goteando desde la lona de las estrellas.
Pulido por el agua, el cuerpo recuerda
como una planicie inundada, anegado de sensibilidad,
ganando terreno en la bajamar.
Terrazas de la memoria, lisas como deltas verdes.
O arrecifes y cordilleras
plegando el mundo hasta el hueso.
La luna palpa el significado
de las cosas con sus dedos ciegos,
luego nos devuelve al cerúleo
aluminio de los amaneceres. La noche,
una carretera apuntando al este.
Su hermana, la memoria, revuelve en el armario empotrado
buscando ropa que conserve la silueta de alguien.
Se frota las manos en el delantal
manchado de infancia, un olor familiar
en el pelo; traquetea con ollas y cacerolas
en la cocina circadiana.
Mientras, en la habitación de una pradera nocturna,
la luna se desviste; su salto de cama
flora eternamente a ras de suelo.
La memoria se demora por el césped de las fincas,
se mueve lentamente por la hierba húmeda, cargada
de instantes atrapados en su red nocturna, en el éter
reluciente de su falta. El aire se aviva,
la memoria alza la cabeza y casi
desaparezco. Alzas la vista, una mirada que siento
por todas partes, la lengua de una mirada,
y el amor esta pradera noctuna, la sombra de la mañana
de nuestras voces, el papel carbón púrpura
de esta oscuridad plomiza. Pesa la memoria con la joyería
de esta lluvia, pesa su falda con los brotes de mercurio
congelados que adornan las ramas,
mientras avanza oímos el castañeteo
de esos huesos tan bellos. Entonces, el amor,
tan alejado del cuerpo, se alcanza sólo
por vía del cuerpo. El tiempo es el alambique
que transforma lo conocido
en misterio. En aire,
en la mancha púrpura de la dulzura.
El laburno, el iris silvestre, los abedules tan espesos
que resplandecen por la noche, olores que nos alcanzan
por todas partes; la alquimia que nos mantiene
tan felices tumbados en el suelo, incluso si no abarcamos
nada, nada: el evasivo
troque de los pájaros. Nunca tomaremos velocidad
de crucero, más bien nos hundiremos en el húmedo
firmamento, aprenderemos a permanecer en el fondo,
respirando por la piel.
Con membranas de plata, en ríos
color de lluvia. Bajo el agua, bajo la piel;
con arcanas aletas transparentes.
Esta noche la luna deambula descalza,
deja atrás medias de seda
como jirones de río.
Las pisadas del verano en nuestros brazos y piernas
palmeando húmedos
de lodo y algas.
Rodamos desde el borde al fondo de la pradera,
nos levantamos bajo la lluvia
de nuestra silueta en la hierba húmeda.
Nadadores nocturnos, buceadores de la piel.
Anne Michaels
en Buceadores de la piel.
Traducción de Jaime Priede
Bartleby Editores.
FLORES
Hay otra piel dentro de mi piel
que se ajusta a tu tacto como un lago a la luz;
que desliza su memoria, su lenguaje perdido
dentro de tu lengua,
borrándome para hacerme de nuevo.
Justo cuando el cuerpo cree saber
los caminos para conocerse a sí mismo,
esta segunda piel sigue buscando sus respuestas.
En la calle - las sillas de los cafés abandonadas
en las terrazas, los puestos del mercado vaciados
de su viva luz,
aunque el pavimento todavía respire
uvas y melocotones -
como la luz de todo lo que crece
en la tierra recién removida,
cada partícula de mí se ajusta a tu tacto,
el viento envolviéndonos las piernas en mi vestido,
tu camisa deshaciéndose en flores por mis manos.
Poema recogido en el libro EL PESO DE LAS NARANJAS & MINER´S POND, Bartleby Editores, 2001. La traducción es de JAIME PRIEDE.
A la llegada
Será en una estación
con techo de cristal
tiznado de hollín
de los trenes y
abrazados milla a milla
de la llegada. No se
soltarán en todo el largo viaje,
su brazo en la curva
del deseo de ella. Caminando por una ciudad
que apenas conocen,
observando a mujeres con taleguillas
darle monedas a un cura para los veteranos de guerra;
al encontrarse con la iglesia en un agujero
del viejo muro que cruza la ciudad, la cúpula
ocupando exactamente el agujero,
como un ojo. En la morada
del invierno, bajo una madriguera
de mantas, le hace entrar en calor
cuando salta dentro desde el aire.
Hay camino por el cual nuestro cuerpo
deja de pertenecernos, y cuando él la encuentra
hay posada al fin
para aquellos a los que aman,
en el lugar que él encuentra
que ella encuentra, cada palabra de la piel
una decisión.
Hay tierra
que nunca se suelta de tus manos,
lluvia que nunca cesa
en tus huesos. Palabras gastadas que se desprenden
de nosotros porque sólo pueden
caerse. Ellos no se
soltarán porque hay un tipo de amor
que se desprende del amor,
como las piedras de
de la piedra,
la lluvia de la lluvia,
como el mar
del mar.
Amor de hermano, parecido a la vieja barca familiar
a la que llamamos lata: abollada, incómoda,
pero todavía capaz de cortar la piel ondeada del lago.
La familia un estudio de placas tectónicas,
un desplazamiento de pliegues.
Algo dentro cambia de sitio; de repente estamos más cerca o más distanciados.
Hay cosas que los hermanos y las hermanas saben,
el tipo de detalles que un espía utiliza
para probar su identidad,
miedos que se deslizan bajo las altas hierbas de la infancia,
cosas que salen más tarde a la luz; y placeres como tucanes,
el peso de su fulgor inclinando las ramas.
Quién sino un hermano es capaz de llamarte desde el otro hemisferio
para leer un pasaje que describe un extraño
salto en la evolución, cuando los reptiles parecían
"mesitas de café forradas de escamas",
el crecimiento de las crías como "un severo caso de delirium
durante el apogeo de la terapia",
y recordar juntos aquellas criaturas a las que tanto habíamos amado,
con sus gruesas extremidades y espaldas como veleros.
La memoria es una selección acumulativa.
Un cable submarino que conecta un continente
con otro,
electricidad que atraviesa la salmuera de la distancia.
Fragmento de "Miner's Pond", de Anne Michaels, traducción de Jaime Priede
Fontanelas
Cuando ha de ser olvidado excepto el amor,
cuando ha de ser perdonado, incluso el amor.
W.H. AUDEN "Canción"
Greda y hayas. El mar de invierno
se busca a sí mismo en la nueva oscuridad
volviéndose casi incoloro.
Trajimos a nuestra hija aquí
antes de ser mortal. Antes de saber yo
que una persona puede ser una oración. Antes de
haber bañado alguna vez a un niño, antes de
sentir que la muerte de otro
podía ser la mía propia.
Hemos avanzado, cada año
un poco más adentro, hasta el lugar
donde la tierra es geología, donde los objetos se definen
por el espacio que les ocupa.
Donde las proteínas se ensamblan
en las almas. Hemos venido en invierno,
bajo la lluvia. A las islas, a la abadía, siempre
con frío, siempre mirando
para recordar. Fotografiando las ruinas
cerca de Roan Fell. En North. Beach y
en Melmerby Fell. Todos los lugares donde la tierra
se desmigaja por los bordes.
Parajes que vimos
desde el amor. Desde el amor
a la hierba alta de un arenal que ruge bajo dos mil
millas atlánticas de luz de luna, su olor borrado
por la sal como si una mujer invisible
nos abrazara en la oscuridad; el rastro
del trébol en el aliento de la vaca, en la dulce leche,
trenzado por el viento en la hierba alta,
sus raíces anudando arena. Islas fértiles
de lava porosa e islas tan secas que la lluvia
abolla la turba, huellas
parietales en la gneis
como apacibles lagos
en un cerebro infantil.
Islas ulteriores. No áridas
sino meticulosas. Ni una flor silvestre
marchita.
El angosto cauce un desfiladero de dos mil
millones de años. Las recónditas islas de basalto
un verde de cincuenta millones de años donde los pavos
fertilizaban jardines frondosos y alzaban rápidamente
el vuelo desde macizos setos de rododendro,
mientras los azúcares y fosfatos, la timina
y citosina, la guanina y adenina
se alineaban y dividían en sus tres grados de fluidez;
en el invierno, bajo la lluvia.
No hay canción que el mar
no tuviera en su boca.
*
El color de la mermelada
en las montañas de noviembre,
sombras minerales. Un hilo de carretera se pega a la costa.
Tienda, hotel, destilería.
Los misteriosos senderos de la turba
pueden volcar un camión como si fuera de juguete;
las mareas tragan un barco en segundos.
Un mar glacial mordisquea las cuevas y deja atrás
playas fermentadas para varar todo su grosor por encima de
[las olas.
Desde Ardlussa, donde termina la carretera,
siete millas por el bosque tupido de robles
hasta la mortecina granja de Orwell,
los silenciosos ojos de cinco mil ciervos rojos
cercándole en la noche.
Desde Ardlussa, donde termina la carretera.
*
Juntos hemos velado por la caliza y la apoptosis,
por las teorías refutadas y los abates Gloria y
Breuil, que iban tras la pista de niños en las cuevas pintadas
de Altamira y Lascaux. Por Jaques Loeb y
Jaques Monod, cuya fe era la biología,
sabedores de que el temor es como una manzana,
más dulce allí donde se recoge la luz,
bajo la piel. Por todo
lo que la ciencia abre para saber
lo que hay dentro, Iréne Carie buscando la verdad
en una placa de parafina. Por pruebas tan increíbles
como la propia muerte de uno. Por icebergs
tan viejos como la piedra. Por la esfinge de granito
y por los doscientos cincuenta kilos de sacerdote
de Isis,
izado en la oscuridad
del puerto de Alejandría tras un baño en el mar
de seiscientos años.
Y por todo cuanto
la huella de una mano ha trazado en la cueva,
y por los nueve meses, y el doble
de tiempo que tardan las fontanelas en cerrarse.
He observado a una mujer mientras nadaba
en North Beach, su vientre rosa
un eclipse surgiendo de las olas; más tarde,
la historia que contó, tan cerca de mí
el olor del café, el ruido del hielo, el suave chasquido
de los billares a lo largo de su Europa y sus bosques,
con prisa por hablar antes de que el amor le hiciera olvidar
por dónde empezar. Mucho antes de
las primeras veinte células, antes
del cuerpo lúteo, antes
del corazón microscópico,
mucho antes de las manos y los ojos.
Regresé a North Beach y a
sus palabras, en el lago
el vacío invernal, la marea arrastrando una rama
por la arena mientras los nérveos pliegues
se derretían. Antes del cerebro, antes de que las branquias
se convirtieran en huesos y orejas; "la primera
información genética compartida con los peces".
La distancia que recorre un niño,
decenas de miles de años
una célula. Células que saben
cómo cicatrizar una herida de lado a lado,
desde el interior. Células que saben
ensamblarse o volver a
ensamblarse unas a otras.
Para regenerar la sangre y la piel,
como una estrella de mar que pierde sus brazos
y los hace brotar de nuevo.
El cuerpo es un palacio de la memoria;
como la "escritura interior" de Simónides,
donde cada detalle de cada estancia se corresponde
con uno de los novecientos setenta versos
de la Eneida de Virgilio,
o como las tribus que utilizan todo el Sáhara
para recordar una historia.
Catálogo de la entropía.
La huella primitiva, las islas de sangre.
Proteína sagrada.
*
Vinimos a la fotografía de la noche. Al desfiladero,
a la pelicula ennegrecida por los últimos átomos
del dia. Luego miraremos con el rostro
casi en el papel para ver las olas,
pliegues de sombra más oscuros que la oscuridad
revelada. Anula nuestra
invisibilidad el blanco
del aliento.
Tarea difícil, este aguardar
la oscuridad, la lenta disgregación
de la luz del sol, imposible registrar
el instante que sucede al anterior
como lo es nombrar el instante en que el embrión
se convierte en feto; el único momento del día
en que la teoría del quantum parece razonable. Cuando la
[clave
es una sensación. Pienso en el crepúsculo de Heisenberg,
su paseo por Faelled Park con la intención fija
de liberar el universo de las olas,
apretando la cabeza con las manos, concentrado
en sus p's y q's. O en su paseo por el puerto
de Copenhague contemplando un carguero "fabuloso
e irreal en la brillante tiniebla azul...
las leyes biológicas ejerciendo su poder
no sólo en las moléculas proteinicas sino
en el acero y la corrientes eléctricas..."
O a las cuatro de la mañana leyendo
en el suelo el Timeo de Platón, ni
de día ni de noche, el instante en que comprendió
"que las más pequeñas partículas de materia
deben reducirse a una fórmula matemática."
Como lugares sagrados levantados con
piedras laicas — el priorato devastado del Muro de Adriano
o el monasterio cisterciense levantado entre altares
paganos a Júpiter y Silvano —
el espíritu se enreda en el mecanismo del quantum.
Células hijas, organelos, mórula.
La forma del vientre
prefigura la forma de la cabeza.
Desde Ardlussa a North Beach.
Desde la piedra al átomo.
Desde el átomo a la piedra.
La química de la observación;
Mirar hasta que el río
nos trague, hasta que la rojez
de la piedra colme nuestras venas.
Mirar hasta que seamos
vistos. Pero esto es sólo un deseo.
Abandonamos el calor de nuestras sombras
en el musgo conmocionado por la helada.
Incluso tu cámara
ve más; el detalle que ansías.
Nos forzamos a ver
lo que ve la cámara, lo que el ojo no puede; y es tan válido
como una filosofía. Un abrazo
del fracaso, como si
en el mismo instante, es imposible,
atrapáramos el reflejo visible
de lo que es invisible.
El blanco de nuestro aliento en la oscuridad.
Cómo fotografiar esto,
la oscuridad cuando uno ha hablado
demasiado. La oscuridad
de un sentimiento repentino. La oscuridad
del amor.
El mar un papel desplegado;
la lluvia colmando cada pliegue.
Un surco brillante de sal,
un surco de espuma.
Fosfeno.
Oscuridad con esperanza.
*
Un domingo de invierno.
En la superficie,
peregrinando por la caliza, los espeólogos se tumban,
el aliento de la tierra en el pelo,
el aliento de la profundidad oscura,
diez metros y treinta mil
años. De cabeza
se sumergen en la corriente del aire.
Dieron un grito en una estancia
demasiado profunda para el alcance de las lámparas,
el sudor mineral de un espacio
de la blancura de una película proyectada en la oscuridad.
Desplegaron un sendero de plástico negro
a lo largo del suelo reluciente de calcita;
así su andadura no perturbaría
los huesos esparcidos, los dientes y
huellas de animales arcanos.
Bisontes y mamúts en carbón de leña y ocre.
En el pasadizo de los caballos
se quedaron sin palabras,
un regocijo
impronunciable.
Al lado de sus pies,
bajo la mirada fija de los melancólicos caballos,
la huella de dos manos.
Ascendieron hasta el limpio
escalofrío del desfiladero, a oscuras,
la afilada luz de las estrellas
cristalizando su aliento.
Aturdidos, no podían sino descender otra vez.
Y otra vez más al olor del lodo húmedo;
esa tercera vez a través del pasadizo,
casi a medianoche, al final
llevando a alguien que no se lo creería
sin verlo por sí misma
la hija de un espeólogo.
«Habíamos perdido toda noción del tiempo."
*
Llevas tu cámara
bajo tierra.
La lluvia hiere la nieve. Largos cortes de lodo
ennegrecen el sendero. Encendemos las lámparas
y bajamos. Tus sesenta trillones de células
y los míos. En las cuevas de Aldéne y de
Fontanet los niños del paleolítico jugaban
mientras sus padres pintaban. Pequeñas huellas
de sus pies y sus rodillas en el Iodo.
Miles de años después, los niños regresan:
Maria, que encontró el bisonte
en el cielo de piedra de Altamira;
Marcel que siguió a su perro, Robot,
hasta la boca de Lascaux.
Ocho semanas después, las manos.
Una boca sin labios.
Veinticinco semanas después, los filamentos
siguen un rastro de aliento
químico en la corteza del cerebro
y conectan orejas y ojos.
Treinta semanas después un susurro del quantum:
el pensamiento.
A ligera diferencia
del tiempo geológico,
lleva generaciones
convertirse en isleño.
Sólo los espíritus se ganan un sitio.
El viento restriega el aire, tan limpio
que incluso el corazón más abrumado
recuerda todo lo que ama.
*
Bañamos a nuestra hija,
una oración de cada lado,
como si la laváramos
con una canción.
Dedos tan frágiles como cuchillas de hierba.
Miles de huevos
ya en su interior.
*
Amar como si también
hubiéramos elegido el dolor.
*
Todo amor es un viaje por el tiempo.
Orilla pulida, cuevas pintadas,
desfiladeros de caliza.
Ciruelas y agua fría en el desierto.
El río en invierno. Esta lejanía.
De: "Buceadores de la piel", Bartebly Editores, 2003
Traducción: Jaime Priede
Los huesos del amor, por Javier Rodríguez Marcos en El País
Los poemas de Anne Michaels (Toronto, 1958) parecen escritos con los ojos cerrados. Es decir, su lectura produce la sensación de las voces oídas en la oscuridad: suenan más claras que a la luz del día y a la vez más secretas, más severas y también más cercanas, como una confidencia. Con la publicación de Buceadores de la piel (Skin divers en el original, que remite también a la modalidad de buceo a pulmón libre, sin traje y sin botellas de aire), toda la obra de Michaels está ya traducida al castellano: sus dos primeros libros de poemas, El peso de las naranjas y Miner's pond (ambos en Bartleby), y su única novela, Piezas en fuga (Alfaguara). Cabría decir que esa novela es el mayor poema de la escritora canadiense, una intensa mezcla de narración, reflexión y poesía en torno al Holocausto, el exilio y la memoria y en torno al drama de expresar todo eso. "Ninguna palabra tiene tanto sentido como una vida, / solamente el cuerpo pronuncia perfectamente el nombre de otro", se leía en el poema que cerraba El peso de las naranjas, y esa certeza es la que recorre este tercer libro, marcado de principio a fin por un erotismo que conlleva a su vez toda una teoría del lenguaje. Una teoría, por cierto, que se remonta al momento en que no existía la palabra teoría. Por eso este libro habla del alma y de los genes, de la noche oscura y de la noche de los tiempos. No hay, pues, división entre razón y sentimiento; los huesos también piensan. Y la carne: "Entonces, el amor, / tan alejado del cuerpo, se alcanza sólo / por vía del cuerpo. El tiempo es el alambique / que transforma lo conocido / en misterio". Así, si la piel es para Michaels un yacimiento arqueológico, el cuerpo es como el tronco de un árbol que guarda en sus anillos la memoria de todo lo que ha sido, incluido el sonido del hacha que lo corta: "En tus manos todo lo que has perdido, / todo lo que has tocado. / En un rincón de tu cabeza / cada promesa y / cada promesa rota. En tu piel, / cada vez que fuiste rechazado, / cada vez que fuiste aceptado". En cierto sentido, la escritura de Michaels funciona por acumulación, como las capas del subsuelo, mezclando elementos orgánicos y minerales, topónimos y términos científicos. De ahí que sean los suyos poemas llenos de gente, de tiempos, de lugares, poemas atravesados no por una idea del amor, sino por la experiencia física y química del amor ("Tus sesenta trillones de células / y los míos"). Narrativos pero no prosaicos, los versos de este libro -traducido con solvencia por Jaime Priede en una edición que lamentablemente no reproduce el texto original- parten de la certeza de que, como se apunta en el monólogo dramático que la poeta ha puesto en boca de Marie Curie, a la verdad le gusta ocultarse en lo abierto
DEPTH OF FIELD
"The camera relieves us of the burden of memory ...
records in order to forget." —John Berger
We've retold the stories of our lives
by the time we reach Buffalo,
sun coming up diffuse and prehistoric
over the Falls.
A white morning,
sun like paint on the windshield.
You drive, smoke, wear sunglasses.
Rochester, Camera Capital of America.
Stubbing a cigar in the lid of a film cannister,
the Kodak watchman gives directions.
The museum's a wide-angle mansion.
You search the second storey from the lawn,
mentally converting bathrooms to darkrooms.
A thousand photos later,
exhausted by second-guessing
the mind which invisibly surrounds each image,
we nap in a high school parking lot,
sun leaning low as the trees
over the roof of the warm car.
Driving home. The moon's so big and close
I draw a moustache on it and smudge the windshield.
I stick my fingers in your collar to keep you awake.
I can't remember a thing about our lives before this morning.
We left our city at night and return at night.
We buy pineapple and float quietly through the neighbourhood,
thick trees washing themselves in lush darkness,
or in the intimate light of streetlamps.
In summer the planer's heavy with smells of us,
stung with the green odour of gardens.
Heat won't leave the pavement
until night is almost over.
I've loved you all day.
We take the old familiar Intertwine Freeway,
begin the long journey towards each other
as to our home town with all its lights on.
From: The Weight of Oranges / Miner's Pond. McClelland & Stewart, 1997. p.24
MEMORIAM
In lawnchairs under stars. On the dock
at midnight, anchored by winter clothes,
we lean back to read the sky. Your face white
in the womb light, the lake's electric skin.
Driving home from Lewiston, full and blue, the moon
over one shoulder of highway. There,
or in your kitchen at midnight, sitting anywhere
in the seeping dark, we bury them again and
again under the same luminous thumbprint.
The dead leave us starving with mouths full of love.
Their stones are salt and mark where we look back.
Your mother's hand at the end of an empty sleeve,
scratching at your palm, drawing blood.
Your aunt in a Jewish graveyard in Poland,
her face a permanent fist of pain.
Your first friend, Saul, who died faster than
you could say forgive me.
When I was nine and crying from a dream
you said words that hid my fear.
Above us the family slept on,
mouths open, hands scrolled.
Twenty years later your tears burn the back of my throat.
Memory has a hand in the grave up to the wrist.
Earth crumbles from your fist under the sky's black sieve.
We are orphaned, one by one.
On the beach at Superior, you found me
where I'd been for hours, cut by the lake's sharp rim.
You stopped a dozen feet from me.
What passed in that quiet said:
I have nothing to give you.
At dusk, birch forest is a shore of bones.
I've pulled stones from the earth's black pockets,
felt the weight of their weariness - worn,
exhausted from their sleep in the earth.
I've written on my skin with their black sweat.
The lake's slight movement is stilled by fading light.
Soon the stars' tiny mouths, the moon's blue mouth.
I have nothing to give you, nothing to carry,
some words to make me less afraid, to say
you gave me this.
Memory insists with its sea voice,
muttering from its bone cave.
Memory wraps us
like the shell wraps the sea.
Nothing to carry,
some stones to fill our pockets,
to give weight to what we have.
From: The Weight of Oranges / Miner's Pond. McClelland & Stewart, 1997. p.20
WOMEN ON A BEACH
Light chooses white sails, the bellies of gulls.
Far away in a boat, someone wears a red shirt,
a tiny stab in the pale sky.
Your three bodies form a curving shoreline,
pink and brown sweaters, bare legs.
The beach glows grainy under the sun's copper pressure,
air the colour of tangerines.
One of you is sleeping, the wind's finger
on your cheek like a tendril of hair.
Night exhales its long held breath.
Stars puncture through.
At dusk you are a small soft heap, a kind of moss.
In the moonlight, a boulder of women.
From: The Weight of Oranges / Miner's Pond. McClelland & Stewart, 1997. p.30
MINER'S POND
in memory of Elie David Michaels
1
A caver under stalactites,
the moon searches the stars.
In the low field, pools turn to stone.
Starlight scratches the pond,
penetrates in white threads;
in a quick breath, it fogs into ice.
A lava of fish murmurs the tightening film.
The crow is darkness's calculation;
all absence in that black moment's ragged span.
.
Above Miner's Pond, geese break out of the sky's
pale shell. They speak non-stop, amazed
they've returned from the stars,
hundreds of miles to describe.
It's not that they're wild, but
their will is the same as desire.
The sky peels back under their blade.
Like a train trestle, something in us rattles.
All November, under their passing.
.
Necks stiff as compass needles,
skeletons filled with air;
osmosis of emptiness, the space in them
equals space.
Their flight is a stria, a certainty;
sexual, one prolonged
reflex.
Cold lacquering speed, feathers oiled by wind,
surface of complete transfluency.
The sky rides with tremors in the night's milky grain.
.
Windows freeze over like shallow ponds,
hexagonally blooming.
The last syrup of light boils out from under the lid
of clouds; sky the colour of tarnish.
Like paperweights, cows hold down the horizon.
Even in a place you know intimately,
each night's darkness is different.
They aren't calling down to us.
We're nothing to them, unfortunates
in our heaviness.
We watch at the edge of words.
At Miner's Pond we use the past
to pull ourselves forward; rowing.
2
It was the tambourine that pushed my father
over the edge in 1962. His patience
a unit of time we never learned to measure.
The threat to "drive into a post"
was a landmark we recognized and raced towards
with delirious intent,
challenging the sound barrier of the car roof.
We were wild with stories we were living.
The front seat was another time zone
in which my parents were imprisoned, and from which
we offered to rescue them, again and again.
That day we went too far.
They left us at the side of the road
above St. Mary's quarry. My mother insists
it was my father's idea, she never wanted to drive away,
but in retrospect, I don't believe her.
This was no penalty; drilled in wilderness protocol,
happy as scouts, my brothers
planned food and shelter.
The youngest, I knew they'd come back for us,
but wasn't sure.
Hot August, trees above the quarry like green flames,
dry grass sharpened by the heat, and
dusty yellow soil "dry as mummy skin,"
a description meant to torment me.
They were rockhounds howling in the plastic light
melting over fossil hills;
at home among eras.
It was fifteen minutes, maybe less,
and as punishment, useless.
But the afternoon of the quarry lives on,
a geological glimpse;
my first grasp of time,
not continuous present.
.
Their language took apart landscapes,
stories of sastrugi and sandstreams,
shelves and rain shadow.
Atoms vibrating to solids,
waves into colours. Everything stone
began to swirl. Did the land sink
or the sea rise? When my brothers told me
I'd never seen the stars, that light's too slow,
that looking up is looking back,
there was no holding on. Beyond my tilting room
night swarmed with forest eyes and flying rats,
insects that look like branches, reptiles like rocks.
Words like solfatara, solfatara,
slipping me down like terraced water, into sleep.
.
Full of worlds they couldn't keep to themselves,
my brothers were deviant programmers of nightmares.
Descriptions of families just like ours,
with tongues petrified and forks welded to their teeth,
who'd sat down to Sunday dinner
and were flooded by molten rock;
explorers gnawing on boots in the world's dark attic;
Stadacona's sons, lured onto Cartier's ship and held hostage,
never to see home again.
When the lights were out
my free will disappeared.
Eyes dry with terror, I plummeted
to the limbo of tormented sisters, that global sorority
with chapters in every quiet neighbourhood, linked by fear
of volcanic explosions and frostbite, polar darkness,
and kidnapping by Frenchmen.
.
The ritual walk to the bakery, Fridays
before supper. Guided by my eldest brother
through streets made unfamiliar by twilight,
a decade between us.
I learned about invisibility:
the sudden disappearance of Röntgen's skin-
his hand gone to bones - and the discovery of X-rays.
Pasteur's germs, milk souring on the doorsteps of Arbois,
and microbe-laden wine - "what kind of wine?"-
the word "microbe"
rolling in my brother's fourteen-year-old mouth
like an outstanding beaujolais.
On these walks, frogs came back to life with electricity.
Sheep were cured of sheep-sickness.
Father Time, Einstein, never wore a watch.
Galileo saw the smooth face of the moon
instantly grow old,
more beautiful for being the truth.
The Curies found what they'd been looking for
only after giving up; they opened the lab and saw the glow,
incorruptible residue, radiant stain!
In winter, Glenholme Avenue was already dark,
with glass trees, elms shivering in their ice-sleeves.
As we walked, the essence of fresh bread
whirled into the secular air,
the street hungry for its pure smell.
Even now, I wrap what's most fragile
in the long gauze of science.
The more elusive the truth,
the more carefully it must be carried.
Remembering those walks,
I think of Darwin-
"no object in nature could avoid his loving recognition"-
on the bunk of the Beagle,
green with sea-sickness and the vertigo
of time. He was away five years
but the earth aged by millions.
Greeting him at Falmouth dock, his father cried:
"Why the shape of his head has changed!"
Stepping from cold night into the bright house,
I knew I'd been given privileged information,
because the excitement in my brother's voice
was exclusive to the street, temporary,
a spell.
.
Brother love, like the old family boat
we call the tin can: dented, awkward,
but still able to slice the lake's pink skin.
.
A family is a study in plate-tectonics, flow-folding.
Something inside shifts; suddenly we're closer or apart.
There are things brothers and sisters know-
the kind of details a spy uses
to prove his identity-
fears that slide through childhood's long grass,
things that dart out later; and pleasures like toucans,
their brightness weighing down the boughs.
Who but a brother calls from another hemisphere
to read a passage describing the strange
blip in evolution, when reptiles looked like
"alligator-covered coffee tables,"
evolution's teenagers, with a "severe case of the jimjams
during the therapsid heyday"-
remembering those were the creatures we loved best,
with bulky limbs and backs like sails.
Memory is cumulative selection.
It's an undersea cable connecting one continent
to another,
electric in the black brine of distance.
3
Migrating underground, miles below the path of the geese,
currents and pale gases
stray like ghosts through walls of rock.
Above and below, the way is known;
but here, we're blind.
The earth means something different now.
It never heals, upturned constantly.
Now stones have different names.
Now there's a darkness like the lakes of the moon;
you don't have to be close to see it.
.
My brother's son lived
one fall, one spring.
We're pushed outside, towards open fields,
by the feeling he's trying to find us.
Overhead the geese are a line,
a moving scar. Wavering
like a strand of pollen on the surface of a pond.
Like them, we carry each year in our bodies.
Our blood is time.
From: The Weight of Oranges / Miner's Pond. McClelland & Stewart, 1997. p.53
PHANTOM LIMBS
"The face of the city changes more quickly, alas! than the mortal heart."
—Charles Baudelaire
So much of the city
is our bodies. Places in us
old light still slants through to.
Places that no longer exist but are full of feeling,
like phantom limbs.
Even the city carries ruins in its heart.
Longs to be touched in places
only it remembers.
Through the yellow hooves
of the ginkgo, parchment light;
in that apartment where I first
touched your shoulders under your sweater,
that October afternoon you left keys
in the fridge, milk on the table.
The yard - our moonlight motel -
where we slept summer's hottest nights,
on grass so cold it felt wet.
Behind us, freight trains crossed the city,
a steel banner, a noisy wall.
Now the hollow diad !
floats behind glass
in office towers also haunted
by our voices.
Few buildings, few lives
are built so well
even their ruins are beautiful.
But we loved the abandoned distillery:
stone floors cracking under empty vats,
wooden floors half rotted into dirt;
stairs leading nowhere; high rooms
run through with swords of dusty light.
A place the rain still loved, its silver paint
on rusted things that had stopped moving it seemed, for us.
Closed rooms open only to weather,
pungent with soot and molasses,
scent-stung. A place
where everything too big to take apart
had been left behind.
From: The Weight of Oranges / Miner's Pond. McClelland & Stewart, 1997. p.86
FLOWERS
There's another skin inside my skin
that gathers to your touch, a lake to the light;
that looses its memory, its lost language
into your tongue,
erasing me into newness.
Just when the body thinks it knows
the ways of knowing itself,
this second skin continues to answer.
In the street - café chairs abandoned
on terraces; market stalls emptied
of their solid light,
though pavement still breathes
summer grapes and peaches.
Like the light of anything that grows
from this newly-turned earth,
every tip of me gathers under your touch,
wind wrapping my dress around our legs,
your shirt twisting to flowers in my fists.
From: The Weight of Oranges / Miner's Pond. McClelland & Stewart, 1997. p.83
.
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