miércoles, 21 de agosto de 2013

DIANA RAMÍREZ DE ARELLANO [10.365]


Diana Ramírez de Arellano 
(Nueva York, Estados Unidos de América, 1919 -- 1997), poeta, ensayista y profesora de literatura e idioma español.
A pesar de haber nacido en Nueva York el 3 de junio de 1919, Diana Ramírez de Arellano era hija del matrimonio puertoriqueño conformado por Enrique Ramírez de Arellano Brau y Teresa Rechani, ambos de la alta sociedad de Puerto Rico, donde se crio.
Cursó sus estudios en la escuela primera y secundaria de Ponce, graduándose de las Facultades de Pedagogía, Artes y Ciencias de la Universidad de Puerto Rico en 1941. En 1946 obtuvo su Maestría en pedagogía en el Colegio de Maestros de la Universidad de Columbia, trabajando posteriormente en el Colegio para Mujeres de la Universidad de Carolina del Norte y en el Colegio Douglass de la Rutgers University, Nueva York.
Durante su estancia en España para proseguir sus estudios doctorales en la Universidad Complutense de Madrid, conoció a la poeta y catedrática Josefina Romo Arregui. Se graduó en 1951 con la tesis doctoral La comedia genealógica en Lope de Vega y edición critica de "Los Ramírez de Arellano".
Tras regresar a los Estados Unidos, trabajó de nuevo en el Colegio Douglass y posteriormente en el City College de Nueva York, hasta su jubilación.
A lo largo de su vida, Ramírez de Arellano mantuvo una activa vida cultural fundando el Ateneo Puertorriqueño de Nueva York, en 1963, del que fue primera presidenta. También perteneció a diveras organizaciones literarias como Sigma Delta Pi, Modern Language Association y la American Association of Teachers of Spanish and Portuguese. Entre las distinciones obtenidas, recibió la Medalla de Oro del Ateneo de Puerto Rico (1958), y la Medalla de Plata del Ministerio de Educación por Poesía de Bolivia (1964).
Falleció en Nueva York el 30 de abril de 1997.

Obra

Desde joven se interesó por la poesía, publicando a partir de 1947 Yo soy Ariel, Albatros sobre el alma (1955), Angeles de ceniza (1958), Un vuelo casi humano (1960), Privilegio (1965), Del señalado oficio de la muerte (1974), Árbol en vísperas (1987) y Adelfazar (1995).
También fue ensayista de crítica literaria con textos como Caminos de la creación poética en Pedro Salinas (1956), Poesía contemporánea en lengua española (1961) y El himno deseado (1979) sobre el poema "Enigma" de la sevillana Concepción de Estevarena para su publicación en la edición preparada por su maestra Josefina Romo de una antología de la obra de la poeta romántica.
Fue además colaboradora de varias publicaciones literarias de Latinoamérica, España y Puerto Rico (El Mundo y Alma Latina).





Hay un poema solo 

Como cortezas vivas, los sintagmas
o magma o savia o plasma
o como linfa niña piel del agua
las partes amorosas se separan.
Igual que carne y uña violadas
como corteza viva, la palabra.
La muerte como verso;
no muerte como sueño.
Tu y yo recreando un nuevo ritmo:
la muerte como un hijo.
Lo supo bien el Cid –los ojos manan.
Ojos quieren tañer sus dos campanas
doblemente partidas.
La muerte como hijas.
Pero a la sangre nunca se le ordena;
no confunde su huella, habita en ella.
La sangre nunca olvida la razón,
la última versión
lúcida con que espesa
el sello de la espera.
En su imagen total
el duro verso, ya
en trance de semilla
su códice transmite a la otra orilla.
El duro esfuerzo recompone el vaso
siempre del mismo barro
edénico y sencillo.
La muerte es como niña o como niño.
El mundo se transforma
tras cada luna rota.
Hiato en el Poema,
la muerte es la promesa,
recurso separable, nacimiento
que ensancha el universo
la pausa inescapable que obediente
–sagrada es la medida de la muerte–
divide en apariencia;
elige, urge, anuncia otra evidencia,
transforma, capta, abre ritmo desconocido
libre ya del delito y del castigo
a la Palabra del principio vuelves
conjugándose aquí humildemente
el Verbo para ti se vuelve Canto
ah pero, Anita, el llanto,
el llanto es para todos.
Hay un poema solo.









No al chopo ni al laurel alabo aquí
ni al abeto ni al pino ni al álamo o al cedro
plantados en la palma rugosa de Castilla
o el fértil orilla de otro triunfo
de la mágica mano de mi amiga*.
No canto aquí de Alfonsa-Alondra**
en el distante Cuéllar sus pinares.
No invoco a Don Antonio***
aunque poseo un poco su olmo centenario
en la colina de Soria pura.

Amor convoca aquí, común a nadie, un árbol
desconocido, latiendo estremecido. Un pensamiento
en la ribera que no lame el Duero vuela
porque yo conocí
otro río profeta que en mi infancia
cita de amor me hiciera con su nombre
de Río Portugués a mis diez años
para un amor veintidós años lejos.

Perdóname, amor mío, la hirviente hondura
de mi sangre playa que dispone inconsciente
de mi cifra primordial.
Perdóname tu bosque si le digo:
"Los árboles del mundo serían uno,
los árboles del mundo este,
este árbol guía para mi soledad.
Aún beben sus raíces a orillas de otro río;
es mío como mi isla y mi niñez reclaman
eje de amanecer en el Caribe****.

Árbol pensado en Dios
que ordena los niveles:
raíz a copa, espacio en su lugar.
Lo que vivió ignorado
al alba de su magma misterioso
entre el caos bullente
alarga su verdad.
Es compañero fiel,
me lame su caricia
en cualquier latitud;
alentado por mí
viene conmigo,
duerme a mi lado,
vive de mi calor.
Abierta está su copa
con el dorado zuño
ámbar sobre la nieve,
para mojar mi lengua
en sabia savia
y calentar mi mano
en trópicos de almíbar.

Árbol perpetuo de mi isla buena,
como sus Aguas Buenas,
como su bierbabuena,
perpetua idea buena,
árbol reiterado.

* Elegías desde la orilla del triunfo (Josefina Romo Arregui)
** Alfonsa de la Torre, la genial poeta que escribió: me llamaban Alondra / pero yo sabía bien que me llamaba Alfonsa / y Dios bien lo sabía
*** Antonio Machado, desde luego
**** El canto está dedicado al Jobo de las Indias (ciruelo ácido o amarillo)
El poema, sin título, se ha publicado por Pedro López-Adorno, en Papiros de Babel: antología de la poesía puertorriqueña en Nueva York, 1991.


La copa de adelfazar de Diana Ramírez de Arellano

Por Manuel Lasso

¿No han caminado alguna vez por un Cementerio de joyitas literarias? ¿No han hundido los pies en el suelo arenoso del camposanto, sin saber que debajo de la superficie, como restos arqueológicos, se encuentran enterrados algunos alcorcíes de oro inscritos con versos, símiles y metáforas?
Así sucedió con los desdichados poemas de Emily Dickinson que estuvieron sepultados en el Panteón del Olvido por varias décadas, como si se tratase del tesoro extraviado de un naufragio milenario, hasta que alguien los rescató y los dio a conocer al mundo. Lo mismo ocurrió con las cartas que Micaela Bastidas, en sus horas de terror deslumbrante, le enviara a Túpac Amaru antes de su descuartizamiento y con gran parte de la correspondencia que Manuelita Sáenz, desde su rechinante catre de campaña, junto con una encomienda de cajas de manjar blanco y una bufanda de lana de vicuña, le remitiera con nostalgia al Libertador don Simón Bolívar.
Hoy pasé por este camposanto de joyeles y sin saber la razón, apresurado y en desasosiego, con desbordante alegría, escarbé en la arena, extrayendo raicillas y piedrecillas, hasta que encontré un libro cubierto de polvo, cuyas tapas coloradas como las hojas encarnadas del flamboyán del verano, emergieron poco a poco. Lo levanté para remover la capa del olvido que llevaba encima y leí el título: Del señalado oficio de la muerte (1), de Diana Ramírez de Arellano. Sin saber aún el motivo continué excavando, con el mismo alborozo, casi lastimándome los dedos al hacerlo y otro libro apareció en la arena. Tenía la tapa color grosella y estaba ilustrada con la imagen de una mujer vestida a la moda del 1900, con un sombrerito adornado con plumas y semillas, bebiendo el zumo de una larga copa de vidrio. Era el Adelfazar (2), de la misma autora. Observé sus páginas resecas por el salitre, pero aún con las brillantes letras negras del antiguo papel amarillo. Leí con el deleite de quien al abrir un libro penetra en el mundo prodigioso que el escritor ha creado, como sucede cuando se lee a un Rimbaud, a una St.Vincent Millai o a un Pessoa y me fui enterando acerca de ella y de su obra literaria.
Poeta de alto vuelo lírico y defensora de los derechos femeninos, Diana Ramírez de Arellano perteneció a la generación del 50 y fue una de las voces germinales de la poesía puertorriqueña en la diáspora, junto con Francisco Matos Paoli y Juan Antonio Corretjer. Estudió filología románica en España y recibió el grado de doctor en la Universidad Complutense de Madrid. Asistió a clases y a conferencias magistrales junto con Alfonsa de la Torre, el delicado Cisne de Cuéllar, a quien le gustaba refugiarse en los pinares o en la biblioteca médica de su padre para escribir mejor; con Carmen Conde, la simpática y apasionada gallego-murciano-lorquina, quien con su voz grave y dulce, al lado de Antonio Oliver, compuso un poemario sobre su agitado viaje de Marruecos a Cartagena; y con Josefina Romo Arregui, la poeta del rostro madrileño y el carácter inconfundiblemente vasco, quien fuese su mentora por mucho tiempo.
Diana Ramírez de Arellano, la poeta laureada de Puerto Rico, la del rostro redondo y pelo corto, exhalando aromas de perfumes finos, tenía la sonrisa incesante, el hablar interminablemente vertiginoso y la alegría que sólo pueden producir un conjunto musical de güiros, maracas, cuatros y tiples. Era ella la que solía decir con ojos ardientes: “Es que para mí, toda mi gloria se encuentra en la poesía.” Y de España pasó a dictar cátedra en el City College de la ciudad de Nueva York, donde entre Juegos Florales y talleres literarios formó liderezas en el Programa de la Maestría. Fiel a sus principios, con una banda color lila en el brazo, tomó la palabra para defender los derechos de las mujeres de todos los tiempos. Alineó esta labor docente y su misión feminista con la creación literaria y sus libros de poesía fueron apareciendo publicados por diferentes editoriales a lo largo de los años.
Dejemos que Cesáreo Rosa-Nieves nos complete la imagen de la vate: “Diana Ramírez de Arellano es, hoy por hoy, una de las grandes poetisas de Iberoamérica dentro de la estética actual. Alma andariega, pluma inquieta… Su vida se mueve entre Nueva York, España y Puerto Rico.” (3) A pesar de su apariencia necrológica, el poemario Del Señalado oficio de la muerte es una obra que contiene un erotismo velado y casi imperceptible. No sigue la tradición hamletiana de Jorge Manrique ni discurre por los caminos trágicos del ingenioso pensamiento unamuniano. Se refiere más bien a la muerte del deseo sexual ardiente y voraz. En su obra existe una evolución del tánatos doloroso de la poesía post-romántica de Gabriela Mistral y de la literatura heroica y comprometida de Clemente Soto Vélez hacia el erotismo tardío de fin de siglo y apunta con ojo diestro hacia una búsqueda existencial, objetiva y filosófica; abre el camino hacia lo sensual y luego hacia lo conceptual. Va de la muerte a la vida y de ésta a la idea. Detrás de las fibras del mascarón multicolor y atrayente de la muerte traviesa y sonriente y de su religiosidad omnipresente se encuentran escondidas las gotas brillantes del eros femenino, sus voces y sus gestos.
Su fuerza poética es más poderosa que cualquier ornamento silencioso. Nos informa, casi con brutal delicadeza, conforme vamos leyendo. Es que Diana, como Hepatía y Eloísa, también amó a un hombre, al poeta Pedro Salinas. Recordaría de él sus observaciones lúcidas como las de un Antonio Machado, de un José Hierro o de un Salvador Espriú y su cabellera entrecana y ondulada de antiguo noble de Navarra, contrastando con el cielo azul del Caribe; y la mirada dulce de Taino que él adoptaba cuando le rozaba las mejillas con unos dedos que olían a tabaco. Rememoraría también sus besos con sabor a bacalaíto y su mano pesada y caliente acariciándole la garganta a orillas de la playa del Condado, mientras le recitaba suavemente al oído un poema de Federico García Lorca.
De acuerdo con los mandatos misteriosos, insondables e infalibles del Zodíaco el romance estaba destinado a ser breve y fatal. Cuando Pedro murió cerca de la Puerta del Sol, como sucumbieron los hombres en los tiempos de Goya y Lucientes, levantando un brazo, mostrando el pecho y dando vivas por España, su gemido final se confundió con el ruido del tráfico vehicular. Su mano pesada y velluda cayó sobre el pavimento y sus bigotazos negros removieron el polvo de la acera. A Diana que escribía un soneto en ese momento en Centerport le pareció que se moría junto con él.
No le quedó otra opción que aceptar el sacrificio de su instinto maternal y enterrarlo en un lote abandonado del Camposanto del Deseo y celebrar el duelo junto a sus allegados con los opíparos platillos del banquete funerario.
Todos los poetas del mundo lo celebran de idéntica manera. Todos son iguales, porque los une la misma humanidad, aunque estén separados por sus bienamados regionalismos. A propósito de gastrotextos se podría afirmar que Sor Juana Inés de la Cruz lo celebraba comiendo sus taquitos con una delicadeza que lindaba en lo artístico y que Diana Ramírez de Arellano lo hacía saboreando el mofongo o percibiendo el aroma del sofrito del arroz con pollo, que son los manjares de la Isla. Y Adelfazar es un gastropoema porque tanto el ron inebriativo como el tósigo maléfico, para ser eficaces, tienen que ser ingeridos por la via oral.
Adolorida por la partida de su ser querido Diana Ramírez de Arellano inventó una flor venenosa y mortal. No se trató del jacarandá, de la maga o de las trinitarias, sino de la flor mítica Adelfazar, monodelfo de estambres soldados, signo de la novia frente al altar. La palabra Adelfazar, que es un neologismo, está destinada a simbolizar el dolor que se siente al producirse una desgracia. Es una metáfora mortal; un símil del sobrecogimiento. El suplicio sufrido por la muerte de un ser querido es como beber de un zumo de Adelfazar. El efecto devastador que se causa al ingerir el líquido ponzoñoso de esta copa, como se ilustra en la tapa del libro, solo se puede comparar al efecto producido por una tragedia en el espíritu humano.
Representa también el juego de palabras que la poeta usa como artificio en todo el libro. Son dos vocablos, adelfa y azar, que se encuentran dispersos por todas las páginas, recordándonos de su significado. Es la flor que tiene cinco siglos de haber venido de la península ibérica, presuponiendo la diseminación en América de las diversas sangres de España, lo que engendró una raza cósmica que se vivifica y se remoza con las añadiduras y que ahora nos entrega su nueva fuerza sexual y creadora.
Así, Diana Ramírez de Arellano nos ofrece una nueva idea universal que nos atañe a todos porque es una condición de la que nadie se puede escapar. Si hay un sentido figurado en esta obra es el de beber de una copa de Adelfazar cada vez que ocurra una desgracia.
Pero la que fue fiel a sus principios, la que ayudó a estudiantes y allegados con sus conocimientos literarios y con la mortificada sinceridad de sus bolsillos, fue la que se abstuvo de tener descendencia, la que se privó del placer inefable de la maternidad para no deformar ni escindir su feminidad. Fue también la que en algún momento no pudo dejar de realizar el último rito inevitable de todo ser humano. En un día de primavera, en una cama del Sloan Kettering Memorial Hospital, como en su momento lo hizo Julia de Burgos, exhaló el último suspiro y dio el postrer espasmo de sus dedos de versificadora. El final de una vida bien vivida, al que tanto se rehuye, completa la biografía de un artista, la redondea y la totaliza. Mientras aquel no ocurra el recuento de su existencia permanece inconcluso. Al respecto Pedro López-Adorno nos dice:
“Su obra, que en vida de la poeta recibiera poca atención crítica, aunque la persona fuera motivo de numerosos (y justificados) reconocimientos, exige ahora a raíz de su muerte, acaecida el 30 de abril de 1997, en la misma ciudad que la vio nacer, una relectura y revaloración…” (4)
Siendo así que nos encontramos bien acompañados en el umbral de un nuevo milenio, percibiendo mutuamente nuestras presencias en esta dimensión virtual, mientras nos paseamos como al principio sobre la superficie llena de mala hierba y piedrecillas de este Cementerio de joyitas literarias, distinguiendo el melodioso alboroto de los coquís, ¿no me podrían ayudar a excavar otra de sus obras, otra de las alhajas que por aquí cerca se encuentran?

NOTAS
1. Ramírez de Arellano, Diana. Del señalado oficio de la muerte. Ediciones: Ateneo Puertorriqueño de Nueva York. Nueva York y Madrid. 1977. 
2. Ramírez de Arellano, Diana. Adelfazar. Ediciones Torremozas, S.L. Madrid. 1995. 
3. Rosa-Nieves, Cesáreo y Melón, Esther M. Biografías Puertorriqueñas. Troutman Press. 1970.
4. López-Adorno, Pedro. “Diana Ramirez de Arellano”. Tercer Milenio # 1. Año IV. Otoño 1997.


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