La poesía de los árabes en Sicilia
Por Adolf Friedrich von Schack
También en el antiguo suelo de Grecia, en aquella hermosa isla, donde en los tiempos fabulosos resonaron los cantos pastorales de Dafnis, y más tarde los versos de Bión, Teócrito Y Stesícoro, fue la poesía arábiga trasplantada. ¡Singular mudanza de los tiempos! Sobre las gigantescas ruinas del teatro de Siracusa, donde el más poderoso de los trágicos griegos había conseguido tantos triunfos, se escucharon los himnos de los poetas de raza semítica, a cuyos oídos nunca llegó el nombre de Esquilo; que nunca oyeron hablar de Orestes ni de Prometeo. Donde, en otras edades, Terón de Agrigento, vencedor con la blanca cuadriga, fue celebrado en la sublime oda de Píndaro, los emires orientales se hacían encomiar en qasidas pomposas.
No es fácil hallar nada que sea menos favorable a la poesía arábiga que comparar sus producciones a las obras maestras de la musa helénica. De lo que constituye la perfección inasequible de estas obras, de lo plástico de la representación, del arte con que las ideas particulares se agrupan en torno del pensamiento fundamental, y forman un conjunto armónico, no hay rastro alguno en las composiciones de los árabes, quienes se elevan con dificultad hasta aquel punto desde el cual se descubren en su totalidad las partes de un objeto, y pueden ordenarse con un plan grande y sabio. En completa contraposición a la poesía de los antiguos, en la cual todo es figura y contorno determinado, la arábiga se difunde en mil aéreos paisajes, que, cuando parece que van a tomar una forma perceptible, se desmenuzan de nuevo en brillantes colores. Quien está acostumbrado a la noble maestría y a la firmeza de las líneas por donde se distinguen las obras de los griegos, no podrá menos de deplorar lo inseguro y vago de los contornos y dibujos en las obras de los árabes.
Sin embargo, la poesía de los trovadores y de los minnesänger no resiste tampoco la comparación con aquellos sublimes modelos de armonía y de hermosura que nos han dejado los antiguos, y no por eso se tiene por indigna de ser estudiada. De la misma manera puede la poesía arábiga reivindicar su derecho a nuestra atención. No sólo la merece históricamente, como expresión de las ideas y sentimientos de un pueblo tan importante en la historia del mundo, sino también por sus propias excelencias, las cuales, a pesar de la falta de firmeza y de precisión en el conjunto y en la forma, no pueden desconocerse, merced a la magia con que se apoderan de los sentidos. Consisten estas indisputables excelencias en la expresión, a menudo verdadera, del sentimiento que conmueve los corazones, en la gran riqueza de imágenes y de adornos, en lo vivo de las descripciones y en lo brillante y deslumbrador del colorido. Como el que conoce los maravillosos monumentos de Pericles se deja dominar por un extraño encanto en los hadados salones de los alcázares moriscos, así el admirador entusiasta de Homero y de Sófocles, reconociendo la inmensa superioridad de los griegos, puede también ser sensible al hechizo de perfume y de melodía que brota de muchas poesías orientales.
La dominación de los árabes en Sicilia no fue, ni con mucho, de tan larga duración como en España, y, no alcanzó nunca tampoco el mismo esplendor y grandeza. Los mahometanos, no bien aseguraron su señorío en el África Septentrional, pusieron la mira en la hermosa isla. Ya en el año de 704, antes de la conquista del al-Andalus, Muza había desembarcado en las Baleares, en Cerdeña y en Sicilia, y después de una incursión devastadora, había vuelto cargado de botín. Tales incursiones se repitieron a menudo en el siglo siguiente, pero siempre fueron pasajeras. Por primera vez, en el año de 827, los aglabidas de Kairuán emprendieron seriamente la conquista de la isla. Según los autores italianos la venganza personal de un traidor, como ya había ocurrido en España al sucumbir el imperio de los visigodos, abrió también en Sicilia las puertas de la dominación a los muslimes. Ya en 831 había caído Palermo en su poder y residía allí un lugarteniente de los aglabidas; pero hasta principios del siguiente siglo no abandonaron del todo la isla de los bizantinos, que habían conservado a Taormina y a Siracusa. La primera época, después de la conquista, se pasó en alborotos, rebeliones y guerras civiles. Con el siglo X comenzó un período más feliz para Sicilia, sucediendo en el poder a los aglabidas los fatimidas. Ubayd Allah, apellidado el Mahdi, o el guiado de Dios, supuesto descendiente de Alí y Fátima, había fundado esta dinastía, y edificado en una pequeña península del golfo de Túnez a Media, capital de su imperio. Con asombrosa rapidez creció el poderío de la nueva casa reinante; la mayor parte del norte de África y Sicilia se le sometió, aunque no sin largas guerras y disturbios; y por último, el Egipto cayó también en su poder, y su brillante capital El Cairo fue el punto céntrico del nuevo califato. Como lugarteniente de los fatimidas vino a Palermo, en 948, Hasan Ibn Alí, de la tribu de los kelbidas, y pronto fue la isla un emirato independiente y hereditario en su familia, calmándose las discordias interiores, que habían destrozado a Sicilia, y floreciendo en su suelo la civilización, la cual, o bien se desenvolvió con prontitud notable, o bien había germinado anteriormente, en medio de las guerras y entre el estruendo de las armas. Lo cierto es que el viajero oriental Ibn Hawqal, que visitó a Palermo a mediados del siglo X, describe la ciudad, adornada de magníficos edificios, y, habla de sus trescientas mezquitas, donde los sabios se reunían y se comunicaban sus conocimientos, Como la huerta de Valencia y la vega de Granada, resplandecían los campos de la antigua Siracusa, las colinas de Agrigento, ricas en ruinas, y más que nada, la áurea concha de Palermo con la vegetación de Asia y de África. Las norias vertían agua abundante en los valles, que, fecundados por ellas, producían a par de la viña y el naranjo, el algodón, la mirra, el azafrán, los plátanos y la palma. Al lado de los antiguos templos dóricos de Selino y Segeste, se alzaban los santuarios mahometanos, y los palacios en el estilo fantástico y encantador del Oriente descollaban entre los frondosos jardines. Así como la industria, la agricultura, la arquitectura y las ciencias, fue también la poesía objeto de asiduo cuidado para la dinastía de los kelbidas, y su alcázar de Palermo vino a ser, como en otro tiempo el palacio de Hierón de Siracusa, el punto de reunión de innumerables cantores. La musa arábiga se naturalizó de tal modo en el suelo de Sicilia, que aún mucho tiempo después de la caída del poder muslímico hizo oír allí su voz. Luego que Roger y sus caballeros normandos se apoderaron de la isla, destrozada de nuevo por interiores discordias, no pudieron sustraerse al influjo del pueblo vencido. Los vencedores eran pocos en número para que pudieran pensar en expulsar a los mahometanos, y así, reconocieron la necesidad de respetar, o de tolerar al menos, la religión y las costumbres de aquellos con quienes tenían que vivir en adelante. No bien los guerreros del Norte se vieron en los encantados palacios y jardines de los emires sarracenos, rodeados de todo el lujo y de toda la pompa del Oriente, cuando los atractivos del arte y de la naturaleza, la dulzura del clima y la civilización, incomparablemente superior, de los muslimes, los domeñaron de improviso. Los conquistadores adoptaron las costumbres, los usos, las artes y las ciencias de los vencidos. Los reyes de la casa de Hauteville tomaron hasta las formas del gobierno y del ceremonial de los árabes. Arábigos fueron sus diplomas y las leyendas de las monedas acuñadas por ellos, en las cuales se conservaron la fecha de la hégira y hasta las fórmulas de la creencia muslímica. Ellos consagraron, como lo atestiguan aún varias inscripciones, los palacios que edificaban, no en el nombre de Dios Trino y Uno, sino en el nombre del misericordioso y bondadoso Alá.
En suma, todo cuanto los rodeaba tenía un carácter oriental tan completo, que bien se puede decir que los conquistadores normandos de Sicilia se asemejaban más a los sultanes que se dividieron entre sí los restos del califato, que a los príncipes cristianos de Europa. De las palabras de Falcando, el gran historiador de Sicilia, así como de las de Benjamín de Tudela, se infiere que dichos príncipes normandos tenían un harem. El viajero Ibn al-Yubayr, de Granada, que visitó la Sicilia hacia fines del siglo XII, nos ha dejado una curiosa descripción de la corte de Guillermo el Bueno. Dice que el rey tenía gran confianza con los mahometanos y que elegía de entre ellos sus visires y camareros y los demás empleados públicos y de palacio. Al ver a estos altos personajes, prosigue Ibn al-Yubayr, se conocía el esplendor de aquel reino, porque todos ostentaban costosos vestidos e iban en fogosos caballos, y cada cual con su séquito, su servidumbre y sus clientes. El rey Guillermo poseía magníficos palacios y preciosos jardines, principalmente en la capital de su reino. En sus diversiones cortesanas imitaba a los reyes muslimes, como también en la legislación, en el modo de gobernar, en la jerarquía de sus vasallos, y en la pompa y en el fausto de su persona y casa. Leía y escribía el idioma arábigo, y según me contó uno de sus más fieles servidores, tenía por divisa: «Alabado sea Alá; justa es su alabanza». Las mancebas y concubinas que guardaba en su palacio eran todas mahometanas. De boca del va mencionado servidor, que se llamaba Yahya, y es hijo de un bordador de oro, que borda los vestidos del rey, he oído algo más pasmoso, a saber: que las cristianas francas que habitaban en el palacio real habían sido convertidas al islamismo por las muchachas mahometanas. El mismo Yahya me refirió que en la isla había habido un terremoto y que el rey idólatra, circulando, lleno de asombro, por su palacio, sólo había oído las voces de sus mujeres y servidores que se encomendaban a Alá y al Profeta. Cuando éstos vieron al rey se asustaron; pero el rey dijo: «Cada cual debe invocar al Dios que adora; quien cree en su dios tiene el espíritu tranquilo».
La inclinación de los príncipes normandos por los mahometanos viene también atestiguada por historiadores cristianos de aquel tiempo. El monje Eadmero dice en su crónica: «El conde Roger de Sicilia no sufría que ni por acaso se convirtiese un musulmán al cristianismo. No sé decir qué motivo tenía para esto, pero Dios le juzgará». Según Godofredo de Malaterra, el gobernador de Catania en nombre de Roger fue un sarraceno. Falcando refiere que la muerte de Guillermo I causó el más vivo dolor entre los árabes; las mujeres de las principales familias, en traje de luto y con los cabellos sueltos, rodeaban el palacio y daban mil quejas al viento, mientras que sus servidoras recorrían las calles de la ciudad cantando himnos fúnebres al son de instrumentos músicos.
Del mismo modo que las costumbres muslímicas prevalecían en la corte normanda, hasta el punto de que en las iglesias cristianas se empleaban las letras del Corán, los nuevos príncipes edificaron también sus palacios y quintas en el estilo que hallaron en la isla, y dispusieron que fuesen encomiados por los poetas arábigos, en versos, que en parte se conservan aún.
Había un libro de amena lectura, La perla preciosa, que contenía versos escogidos de ciento setenta poemas. De aquí se deduce que había sido grande el número de los poetas que la isla había producido. Y si bien esta abundancia no prueba ninguna extraordinaria difusión del talento poético verdadero, porque allí, como en Andalucía, el hacer versos fue con más frecuencia efecto del ejercicio y de la educación que de la inspiración, todavía descollaron, en medio de esta caterva de versificadores, algunos ingenios de orden superior, cuya fama se extendió hasta el Oriente.
Por desgracia, poco de sus obras ha llegado hasta nosotros o se ha descubierto hasta ahora. De los primeros tiempos no se conserva casi nada. Pero de las muestras que nos quedan aún, se infiere que la poesía de los árabes sicilianos tenía los mismos caracteres esenciales que su hermana la española. Nadie espere verla inspirada por el genio griego bajo un cielo tan clásico. Nadie espere oír sus meditaciones sobre las grandes épocas pasadas, cuyos monumentos soberbios se ofrecían a sus ojos. Los árabes estuvieron siempre encerrados en un círculo limitado de impresiones y pensamientos. Podían sentir el encanto de la bella naturaleza, que sonreía en torno de ellos, en los bosques de limoneros y en los valles del Etna, perfumados por los rosales siempre floridos; pero no poseían la facultad de penetrar la historia y la mitología de pueblos extraños. Así es que no hallamos en sus versos ni la más leve huella de todas aquellas imágenes, que el solo nombre de Sicilia hace brotar, como por encanto, en nuestra mente; ni la sagrada fuente de Aretusa, ni el valle de Etna, donde la Proserpina tejió guirnaldas de flores, ni los peñascos que lanzaba Polifemo en el mar. De todo el mundo fantástico de la Odisea nada sabían, salvo quizás aquello que han trasladado a las aventuras de Simbad el marino. Ni con una palabra mencionaron jamás los restos colosales de ciudades y de templos, mucho más numerosos y magníficos entonces que ahora, y que los rodeaban como un mundo destruido. Ni los gigantes que sostenían el techo del templo de Júpiter olímpico en Agrigento, ni las soberbias columnas de Selino, ni el teatro maravilloso de Taormina, les arrancaron una sílaba de admiración. Conviene, sin embargo, no olvidar que la poesía arábiga en Occidente fue siempre como una planta exótica, importada de remotos climas, la cual, si bien recibía su nutrimento de la nueva tierra, sólo cambió su forma exterior y nunca se modificó esencialmente. Como los poetas árabes de España, no salían nunca los de Sicilia de un círculo de imágenes que no son comunes en Occidente, y acudían para sus comparaciones a objetos que nos parecen extraños. Más a menudo que los ricos y encantadores campos de su isla nativa, les prestaba el desierto asunto e imágenes para sus canciones. Lo que es para los poetas de la moderna Europa, que más o menos se han formado en la escuela de griegos y romanos, la mitología y la poesía de la clásica antigüedad, era para ellos la antigua vida de los beduinos con sus héroes y cantores, de los cuales, y del lugar que habitaron, tomaban su fraseología. Su Arcadia es un valle desierto entre montes de arena, donde la habitación abandonada y triste de Maya yace en una ladera; en vez de hablar del céfiro, hablan del viento oriental, que trae el olor del bálsamo de las costas de Darín; en vez de cantar de Filis o de Cloe, cantan de Abla, que se ha ido con la caravana. Las gacelas y los camellos, que no se criaban en Sicilia, hacen gran papel en sus versos; la capital del Yemen, Sana, que probablemente ni en los tiempos de su mayor esplendor podría compararse a Palermo, era ensalzada como el asiento de toda bienaventuranza terrena; y las cortes de Gassán y de Hira se les presentaban como lo más sublime que puede verse en el mundo en punto a lujo y magnificencia. Por dicha, no siempre se inspiran los poetas sicilianos en las reminiscencias de las mu'allaqat o de otras poesías del Oriente, y precisamente al olvidarse de ellas es cuando empiezan a ser interesantes para nosotros. Con gran placer escuchamos cuando nos describen las quintas y palacios de su hermosa isla, los complicados arabescos y los aéreos techos de estalactitas de sus salones, los arcos, las columnas y las fuentes con leones de sus patios. Con gusto nos dejamos guiar por ellos a la espesura de sus siempre verdes jardines, donde los limones prenden de la enramada y la palma mece la gallarda copa en el tibio ambiente o a la orilla de un lago cristalino, en cuyas ondas se refleja el elegante quiosco que en su centro se levanta. También los aplaudimos cuando cantan su amor, impulsados por los sentimientos del corazón y sin disfrazarse en pastores errantes, o cuando celebran el vino de Siracusa y las noches alegres pasadas entre cantadoras y flautistas, o cuando los unos defienden al Islam que decae, contra la cristiana invasora, y los otros encomian el esplendor de la corte normanda y nos hacen ver la condición singular de una civilización medio musulmana, medio cristiana. Nosotros debemos fijar nuestra atención en estas composiciones que no nacieron del prurito de imitar, sino que fueron inspiradas por la realidad circunstante o brotaron de un impulso interior y propio. Sólo por ellas puede ser juzgada y estimada la poesía de los árabes sicilianos. Si algún rasgo característico la distingue principalmente, es una cierta blancura voluptuosa, una inclinación a los deleites del momento, un medio de la hermosa naturaleza, rasgo por el cual, a pesar de todas las diferencias de razas y de épocas, se diría que se asemejan y reconocen los compatriotas de Teócrito. Al leer estos versos arábigos se recuerdan a veces las descripciones del antiguo bucólico, cuando los pastores, bajo la copa sombría de un pino, competían cantando, mientras que las tostadas cigarras no cesaban en su música estridente, y el viento, impregnado del perfume de las silvestres flores, convidaba al sueño con sus tibios soplos. Pero, a par de estos dulces olores, debemos respirar también el aroma narcótico y embriagador del Oriente.
Como el poeta árabe más ilustre que ha producido Sicilia, puede contarse Ibn Handis, que nació en Siracusa, el año 1056. Su juventud fue muy borrascosa, y más que a las ciencias, consagrada a los combates, pasiones y deportes. En una qasida describe una orgía a que asistió en un convento de monjas. Dice que, en compañía de alegres compañeros, penetró en el convento de noche, y que, en un recinto brillantemente iluminado había bebido excelente vino, mientras que cantadoras, bailarinas y flautistas hermoseaban la fiesta. La qasida, interesante por más de un concepto, es como sigue:
Mi alma en los deleites se perdía,
allá en la juventud;
hoy la cana vejez al alma mía
exhorta a la virtud.
Cual planta en suelo estéril arraigada
la virtud era en mí;
fue en balde por el cielo cultivada;
ningún fruto le di.
Del alma mis pasiones se lanzaron
como pompa ligera,
y en átomos su ser desmenuzaron,
volando por do quiera.
Y hubo borrasca, confusión, combate,
do perdí los estribos:
flacos mis pensamientos al embate,
quedáronse cautivos.
El vino, el claro vino do bullía
en blanca espuma el oro,
fue mi mayor encanto, de la orgía
en el alegre coro.
Nunca la escanciadora allí faltaba,
bella, rica de amor,
que la fuerza del vino mitigaba,
refrescando su ardor.
De cuero de gacelas marroquíes,
con odre de agua henchido,
perlas iba vertiendo en los rubíes
del líquido encendido.
Ni faltaban allí nobles coperos,
cuya beldad fulgura
más que la luz de nítidos luceros
en la celeste altura.
Los vasos, como en circo los corceles,
corrían en redondo;
y vino derramaban los donceles
del cántaro más hondo.
En resplandor bañado matutino
por la noche el ambiente,
con sus rizos de espuma teje el vino
una red transparente.
Extendida en el haz, como las aves,
porque colar no puedan,
del vino los espíritus suaves
en ella presos quedan.
Al tramontar de sol, todo sediento,
yo hacia el vino volaba:
una monja la puerta del convento,
rico en vino, guardaba.
Movíame la llena candiota,
el olor del tonel,
el aroma purísimo que brota
del zumo moscatel;
aroma que se extiende y se derrama
del claustro hasta el confín,
como el preciado almizcle que embalsama
el puerto de Darín.
del dinero al oír, hecho ya el trato,
el sonar argentino
de la balanza en el bruñido plato,
daba la monja vino.
No olvidaré que varios compañeros
cierta noche tomamos
cuatro toneles vírgenes, enteros,
que desflorar pensamos.
Desde el punto en que el mosto efervescente
hinchó su cavidad,
diez mil giros la esfera reluciente
hizo en la inmensidad.
Parecían los aros, que sujetan
las duelas encorvadas,
brazos que el talle con amor aprietan
de mujeres amadas.
Un infalible catador, experto
paladar y nariz,
eligió los toneles con acierto,
con discreción feliz.
Pronto en cada tonel reconocía,
sólo por el olor,
la calidad y el rancio que tenía
el dorado licor.
Pero ¿qué mucho? si fijaba luego,
¡tal su pericia era!
Con fecha exacta, cuando fue el trasiego
del mosto a la madera.
Después a un patio de naranjos fuimos,
con mirtos y rosales,
donde, cual astros refulgentes, vimos
muchachas ideales.
Escogimos un rey para la fiesta,
que desterró el pesar,
y en dulces tonos acordada orquesta
empezó a resonar.
Con el plectro la cítara hábilmente
linda joven hería;
otra la flauta, como en beso ardiente,
con el labio oprimía;
y otra a compás, batiendo con el dedo
el adufe sonoro,
marcaba la medida al paso ledo
de la danza y el coro.
Como columnas en extensa hilera
brillaban teas mil;
de rojas flores ondulantes era
un hadado pensil.
De la noche rasgaba con su lumbre
el fuerte oscuro velo,
y en ráfagas de luz hasta la cumbre
alzábase del cielo.
Cuando Sicilia llena mi memoria,
¡ah qué dolor el mío,
al recordar la juventud, mi gloria,
mi amante desvarío!
Allí de las huríes la belleza,
del Edén los placeres,
rebozando el ingenio y la agudeza
en hombres y mujeres.
Desde que de tu seno desterrado
me vi, patria querida,
tu gracia y tu beldad he celebrado;
nunca el alma te olvida.
Aunque amarga, no menos abundante
de mi llanto es la vena,
que las que dan su riego fecundante
a tu campiña amena,
allí mozo reí, con veinte años
y mejillas rosadas:
hoy, viejo de sesenta, desengaños
lloro y culpas pasadas.
Más no me tengan ya por tan perdido
los adustos censores:
grande es Alá; Alá siempre ha querido
perdonar pecadores.
Los siguientes versos parecen ser de aquellos serenos años juveniles del poeta:
- I -
¡Sus! Que te traiga vino
la de cinto gentil moza garrida.
Ya el albor matutino
a la noche convida
a que de nuestro cielo se despida.
Acude a los placeres;
sigue del alegría la carrera,
si conseguirlos quieres;
con sandalia ligera
va buscando al deleite que te espera.
Apresúrate ahora;
pronto el licor de la ventura bebe,
antes que de la aurora
las lágrimas se lleve,
flores besando el sol cuando se eleve.
- II -
Como del amor ansío
siempre el mágico embeleso,
en cambio de un beso mío
anoche te pedí un beso.
Y al punto la sed ardiente
de mi corazón calmó
la más pura y limpia fuente
que para el amor nació.
- III -
El arroyo murmura,
aunque el aura le besa
y pule el haz de suerte
que el fondo transparenta.
Parece que suspira,
parece que se queja,
porque su inquieto seno
hieren agudas piedras.
Quizá infeliz amante
en él su forma trueca,
y va corriendo al lago
a sepultar su pena.
Circunstancias que no sabemos de cierto, impulsaron a Ibn Handis a salir de su patria. En 1078 pasó a la corte de al-Mutamid de Sevilla, centro de reunión de los más egregios poetas de Occidente. El rey, al principio, no fijo en él la atención, y ya Ibn Handis, desesperado, se preparaba a partir, cuando una noche llegó a su casa un siervo de al-Mutamid con una linterna y un caballo, pidiéndole que montase en él y le siguiese a palacio. El poeta obedeció aquella orden. Ya en palacio, el rey le mandó que se sentase, y le dijo: «Abre la ventana que está junto a ti». Abrió, y vio a lo lejos un horno de vidrio en el que se acababa de trabajar. En las oscuridad se veía fuego, reluciendo a través de sus dos puertas, que ya se cerraban, ya se abrían. Una puerta del horno de vidrio estuvo largo tiempo cerrada, y abierta la otra. Mientras que Ibn Handis miraba estas cosas, el rey le dijo: «Responde a estos versos:
¿Qué brilla ardiendo entre la sombra espesa?»
El poeta respondió:
Un hambriento león que busca presa.
Al-Mutamid:
Abre los ojos y los cierra luego.
El poeta:
Como quien por dolor no halla sosiego.
Al-Mutamid:
La luz de un ojo le robó la suerte.
El poeta:
Al destino no escapa ni el más fuerte.
Al-Mutamid quedó tan satisfecho de estas respuestas improvisadas, que hizo dar al poeta un magnífico presente y le tomó a su servicio.
Ibn Handis fue desde entonces uno de los más brillantes ornatos del círculo literario que en torno suyo había reunido aquel ingenioso príncipe. Avezado desde muy mozo en el ejercicio de las armas, Ibn Handis acompañó también a su amo a la guerra. En la batalla de Talavera, en el primer choque con los cristianos fue derribado de su corcel, pero pronto pudo recobrarse, lanzándose valerosamente por medio de los enemigos y cuidando, más que de sí mismo, de su hijo, que, si bien era muy muchacho aún, peleaba a su lado con bizarría. Cuando cayó la dinastía de los Abbadidas y el desventurado al-Mutamid fue conducido a Agmat y encerrado en un calabozo, Ibn Handis le siguió a África, donde dirigió al prisionero muchos versos elegíacos o consolatorios.
En medio de los variados sucesos de su existencia, jamás se olvidó el poeta de su amada Sicilia:
Vivo recuerdo constante
guardo de la hermosa isla,
que en mis venas ha infundido
el espíritu de vida.
Como los lobos rabiosos
en las florestas sombrías,
los infortunios destruyen
los vergeles de Sicilia.
Era un Edén, que las ondas
enamoradas ceñían.
Do todos eran deleites,
do no me hirió la desdicha.
Allí sin recelo vino
a mí la gacela tímida;
compañero de mis juegos
fue el león en su guarida.
Allí el sol de la mañana
sobre mi frente lucía:
y hoy pienso verle tan sólo
cuando al ocaso declina.
Si, navegando, a tus costas
pudiera volver un día,
cumplido viera mi anhelo,
la suerte hallara propicia.
Así la creciente luna
en su ligera barquilla,
tierra del sol, me llevase
a tus praderas queridas.
En otro lugar habla Ibn Handis de la tierra «donde los rayos del sol animan con una fuerza amorosa las plantas que llenan los aires de aroma; donde se respira una felicidad de la que huyen los adustos cuidados; donde se siente una alegría que borra la huella de todos los pesares».
Aquellas campiñas fértiles
a menudo se presentan
ante mis ojos en sueño,
y osa mi espíritu verlas.
Con lágrimas pienso siempre
en aquella hermosa tierra,
do los huesos de mis padres
hallan descanso en la huesa.
Mi juventud, ya marchita,
tuvo allí su primavera;
siempre hablaré de mi patria,
recordándola con pena.
Mas, a pesar de sus saudades de la patria, nunca quiso nuestro poeta volver a ver Sicilia, porque había caído bajo el dominio extranjero de los normandos. Así elogiaba el valor de los sicilianos guerreros:
Tan grande horror se apodera
del que irritados les mira,
que más le asusta su ira
que las garras de una fiera.
En el combate tremendo
por la fe de sus mayores,
sus alfanjes cortadores
van como el rayo luciendo.
como a la zorra con fuerte
garra destroza el león,
sus lanzas llevan la muerte
y esparcen la destrucción.
Sus huestes a la victoria
van en pujantes navíos,
combatiendo por la gloria
y venciendo sus desvíos,
siempre salvarse desean
los cobardes con huir;
mas ellos, cuando pelean,
prontos están a morir;
porque sólo la bravura
de sus nobles adalides
halla honrosa sepultura
en el polvo de las lides.
Pero el poeta lamenta así las discordias civiles que impidieron a los musulmanes de Sicilia oponerse juntos al enemigo:
¡Con pensamientos y obras,
aún a costa de mi vida,
oh cara y hermosa patria,
la libertad te daría!
Mas ¿cómo de los bandidos
librarte que te dominan?
¿Cómo sacudir el yugo
con que el infame te humilla,
si se agotaron tus bríos
en discordias fratricidas,
si devoraron las llamas
tus bosques y tus campiñas.
y si los hermanos mismos
bañaron, en lucha impía,
en sangre de los hermanos
las cimitarras y picas?
Ibn Handis, siempre suspirando así por la patria, pasó los últimos años de su vida en las cortes de los badisíes de Media y de los hamudíes de Bugía. Un palacio suntuoso, que el príncipe al-Mansur había edificado en esta última ciudad, fue ensalzado por nuestro poeta en la siguiente qasida, que llegó a ser muy famosa. Como se ve, en ella trata la poesía de competir con la arquitectura, produciendo con la riqueza de las imágenes una impresión semejante a la que debía producir el mismo palacio con sus arabescos, brillantes azulejos y prolijos alicatados y adornos de estuco.
EL PALACIO
¡Espléndido es tu palacio!
Ya basta para su gloria
que brille en él un reflejo
de tu majestad heroica.
Sólo con herir los ojos
su lumbre maravillosa,
por la virtud que derrama
vista los ciegos recobran.
Revivir hace a los muertos
su ambiente, con el aroma
de las fuentes de la vida
que en el Paraíso brotan.
Quien ve morada tan rica
de su beldad se enamora,
y amor y dichas pasadas
destierra de la memoria.
Más que Javarnac se eleva,
más que Sedir ilusiona,
y al Iwan de los Cosróes
eclipsa su regia pompa.
Jamás los antiguos persas,
que hicieron tan grandes obras,
en el arte se elevaron
aa altura tan prodigiosa.
Siglos pasaron y siglos,
pero nunca en Grecia toda
hubo alcázar más brillante,
ni vivienda más hermosa.
En sus fresquísimos patios,
en sus salas de alta bóveda,
del Edén las alegrías
cumplidamente se gozan.
Trasunto exacto de aquéllos
que la virtud galardonan,
sus encantados jardines
al creyente corroboran;
y, al verlos, el pecador
el recto camino toma,
con penitencia impetrando
de Dios la misericordia.
La luz de los siete cielos
la noble vivienda dora,
que allí de al-Mansur
el astro Como por su oriente asoma.
Me parece, cuando miro
todo el primor que atesora,
que al paraíso los sueños
en sus alas me trasportan.
Cuando sus puertas se abren,
ledos los gonces entonan
saludo de bienvenida
al que allí penetrar logra;
y los leones, que muerden
de las puertas las argollas,
para bendecir a Alá
parece que abren la boca,
o que a saltar se preparan
y a dar una muerte pronta
a quien en aquel recinto
entrar sin licencia osa.
La hermosura del palacio
a las almas aprisiona;
por él vagan, y al fin caen,
embelesadas y absortas.
Brilla en sus patios el mármol
cual bien labradas alfombras,
donde en polvo han esparcido
alcanfor y otros aromas.
Perlas difunde el rocío,
la fuente menudo aljófar,
y la tierra olor de almizcle,
que en el aire se remonta.
Al sol que se hunde en ocaso
y deja reinar las sombras,
este palacio reemplaza,
luciendo como la aurora.
LOS SURTIDORES
Nunca leones tuvieron
tan esplendente guarida:
cual si rugiesen, murmuran
con el agua cristalina.
Sus cuerpos parecen oro,
que en lo interior se liquida,
y en raudales transparentes
por las bocas se deriva.
Dijeras que los leones,
mal refrenando la ira,
aunque ningún temerario
los ofende o los irrita,
con anhelo de dar muerte,
la crespa melena erizan,
rugen, y ya se preparan
a echarse sobre la víctima.
Estos monstruos espantosos,
cuando el sol los ilumina,
son todos como de fuego,
tienen las lenguas flamígeras;
y cual espadas candentes,
que de la fragua retiras,
con el sol fulgura el agua
que por las fauces vomitan.
Sobre el estanque, en que cae,
el aura mansa suspira,
y como cota de malla
las fugaces ondas riza.
Un árbol luce con frutos
entre tantas maravillas,
medio metal, medio planta,
de una labor exquisita.
Un resplandor nunca visto
todos los ojos hechiza,
y en el ramaje flexible,
que blandamente se cimbra.
Colúmpianse varias aves
de forma y pluma distinta,
sin querer abandonar
el sitio donde se anidan.
A un surtidor de agua clara,
que como diamantes brilla
por el sol iluminado,
de cada pico salida.
Y aunque las aves son mudas,
dulces parece que trinan,
porque del agua el murmullo
forma grata melodía.
Están las ramas del árbol
cual de brocados vestidas;
líquidos rayos arrojan
con plateadas cintas,
y en la ancha taza de jaspe
al caer las gotas limpias,
son en el fondo de esmeraldas
topacios y perlas finas.
Como blancos dientes muestra
bella dama con su risa,
muestra la fuente alba espuma
que esmaltan fúlgidas chispas.
LAS PUERTAS Y LOS TECHOS
Bellos adornos las puertas
tienen y dibujos lindos;
en labores de ataujía
intrincado laberinto.
Los gruesos clavos redondos,
forjados con oro fino,
como los pechos resaltan
de huríes del Paraíso.
Todo lo envuelven los rayos
del sol en mágico nimbo,
y parece que en los techos
se miran, por raro hechizo,
junto a la esfera celeste
los verdes prados floridos.
Esmaltadas golondrinas
en ellos hacen el nido,
y allí también se contemplan,
con magistral artificio,
fieras que acosa en los bosques
el cazador atrevido.
La enramada y las figuras
vierten rutilante brillo,
como si en el sol mojara
sus pinceles quien las hizo.
Quien mira el jaspe y las piedras
de mil colores distintos,
piensa de los altos cielos
mirar los jardines mismos.
Hay también un cortinaje
pintado, mas descorrido
de manera, que la vista
goza de aquellos prodigios.
Rey del mundo poderoso,
a quien concede propicio
de la guerra en el tumulto
victoria tanta el destino,
muchos Príncipes tuvieron
palacios, en otros siglos,
mas el tuyo vence a todos
por más hermoso y más rico.
En él sobre el trono luces,
y a tus pies yacen rendidos,
y se arrastran en el polvo,
temblando, tus enemigos266.
Por último, Ibn Handis se quedó ciego, y, doblegado bajo el peso de la vejez y de los infortunios, se parecía a un águila que ya no puede volar y buscar la comida de sus polluelos. Murió en el año de 1133, según unos en Mallorca, y en Bugía según otros.
A principios del siglo XI floreció Ibn Tubi, famoso por sus poesías amorosas, llenas de gracia y ternura. Damos como muestra las siguientes:
- I -
Mi vida acabe si nunca
más en mis brazos te estrecho;
en tu mirar y en tu rostro
el ser y la vida bebo.
Cuando en pura y limpia fuente
consigue beber sediento,
menos goza el peregrino
que yo si tu boca beso.
- II -
No crea más prodigios el encanto
que su beldad y gracia;
el sano aliento de su fresca boca
huele mejor que el ámbar,
aérea y misteriosa se desliza;
ignoro donde para;
mas un rastro de luz y de perfume
su camino señala.
- III -
Con sus grandes ojos negros
me trastornó la cabeza;
una sabia zurcidora
fue a declararle mis penas;
y, cual absorbe una lámpara
el jugo de adormideras,
¡oh dicha! me trajo al punto
a la hermosa de la diestra.
De Ibn Tazi, siciliano famoso por sus obras sobre gramática, por sus epístolas y poesías, poseemos una colección de epigramas, entre los cuales se cuentan éstos:
- I -
No te enojes ni respondas
si es que te injurian los necios:
¿acaso a ladrar te pones
cuando te ladran los perros?
- II -
No me censures que huya
toda humana compañía;
con víboras y serpientes
no quiero pasar la vida.
- III -
A un hablador
Cien mil regalos te ofrece,
pero nunca te da nada;
no fía en su oferta el amigo,
ni en contrario en su amenaza.
- IV -
A un avaro
Entré en su casa tan sólo
para charlar un momento:
creyó que a pedir prestado
iba, y muriose de miedo.
- V -
A un músico
Cantando, las doce plagas
de Egipto me echas encima;
tocas el laúd, y anhelo
rompértele en las costillas.
- VI -
A un valentón
Es el bien entre los hombres
fuente que pronto se agota;
y el mal, torrente exhausto
que por doquier se desborda269.
De otro poeta de Sicilia es esta sentencia, llena de amargura:
Yo te sufría, esperando
que te amansasen los cielos:
te casaste, y tu bravura
ha crecido con los cuernos.
Otro siciliano, que tomó el nombre de Bellanubi, del lugar de su nacimiento, compuso a la muerte de su madre una elegía, de la que tomamos lo que sigue:
Tu pérdida a llorar, madre querida,
con el alma me entrego,
donde tu muerte me causó una herida,
que más arde que fuego.
Más distancia que a Oriente de Occidente
me separa de ti;
pero en mi corazón estás presente:
descansa en paz ahí.
Mi llanto y de los cielos el rocío
rieguen tu tumba al par,
para que en torno de su mármol frío
flores puedan brotar.
Abu-l-Arab alcanzó también gran fama de poeta. Cuando los normandos conquistaron a Sicilia, no quiso someterse al yugo extranjero, y emigró, diciendo que no era él quien abandonaba su patria, sino su patria quien le abandonaba:
¿Por qué, si me burla siempre,
he de seguir la esperanza?
Seguir el recto camino
baste que el honor señala.
Mis pensamientos vacilan;
yo no sé donde me vaya;
ya me inclino al Occidente,
y ya el Oriente me agrada.
Pero lo quiere el destino;
es mi inevitable marcha
más cruel que al dromedario
los arenales de África.
No cedas, corazón mío,
al gran dolor que te embarga;
de tu compañía huésped
tan enojoso separa.
Si cautivo de cristianos
hoy mi país se rebaja,
yo me subiré en los riscos
donde se anidan las águilas.
El ser me ha dado la tierra;
¿en qué región apartada
no será el hombre mi hermano,
no será el mundo mi patria?
Al-Mutamid, rey de Sevilla, ofreció en su corte un asilo a este poeta, le envió una buena suma de dinero para el viaje, y fue siempre en lo futuro su valedor generoso. En cierta ocasión hallábase el siciliano en la cámara del rey, cuando acababan de traer de la Zeca gran cantidad de monedas de oro recién acuñadas. Al-Mutamid regaló al poeta dos talegos de aquel oro; mas no contento Abu-l-Arab con el presente, puso los ojos en varias figuras de ámbar que allí había, y singularmente en una que estaba adornada con perlas y que representaba un camello. «Pero, señor, dijo por último, para llevar esta carga necesito un camello». El rey se sonrió y le regaló la figura de ámbar.
Ibn Katta fue autor de muchas obras históricas y sobre gramática, y entre ellas, de una Historia de Sicilia. Él fue también quien coleccionó la Antología ya mencionada, que contiene composiciones de ciento setenta poetas sicilianos. Asimismo abandonó la isla cuando la conquistaron los normandos. Como muestra de sus versos pueden servir los siguientes, de los cuales se infiere, como de otras producciones por el mismo estilo, que también en la verde Sicilia se conservó la costumbre de adornar las qasidas con imágenes de la vida del desierto, y de verter lágrimas sobre el campamento abandonado de los beduinos y sobre la mansión derruida de la mujer amada:
No pierdas en amoríos
los momentos de tu vida,
llorando el desdén de Noma
o llamando a Zaida impía.
No del campamento llores
la soledad y ruina.
Ni por la mansión de Maya
abandonada te aflijas.
Un fin busca únicamente,
sólo a un propósito aspira,
ve que sólo sobrevive
del pecado la ignominia.
No todos los poetas sicilianos siguieron a los nombrados ya en su emigración voluntaria. Aún floreció la poesía arábiga en la corte de Roger y de sus sucesores. Muchas pruebas de esto se han conservado, principalmente poesías en las cuales se celebran los palacios de los reyes normandos. De una qasida, que Ibn Omar de Butera compuso en elogio de Roger, son estos versos:
Con los líquidos rubíes
haz que circulen los vasos,
y bebe mañana y tarde
del licor ardiente y claro.
Goza el deleite del vino,
y resuenen entre tanto
los cantares y el laúd
magistralmente pulsado.
Venzan a Mabid tus músicos,
como el vino siciliano
vence en dulzura a los otros
y en preservar de cuidados.
En esta misma poesía eran más adelante celebrados los hermosos edificios de Palermo; pero sólo se conserva aún el elogio del palacio de la Mansuriya o la Victoriosa:
De la Victoria el palacio
reluce con sus almenas;
en él encontró el deleite
su venturosa vivienda.
Míranle todos los ojos
con agradable sorpresa;
no hay un primor ni un encanto
que Dios no le concediera.
No hay quinta más deliciosa
sobre la faz de la tierra,
con sus balsámicas plantas
y con su verde floresta.
No son más puras y limpias
las aguas que el Edén riegan
que las que aquí por las fauces
vierten leones de piedra.
Estos patios y estas salas
adorna la primavera
con vestidura tejida
de luz, de flores y perlas.
Cuando el sol al mar desciende,
y cuando del mar se eleva,
difunde olor y frescura
la brisa y el huerto orea.
Por su gracia se distingue una composición poética, en la cual Abd al-Rahmán de Trápani celebra la villa Favara, cerca de Palermo, hoy Mare dolce:
¡Palacio de los palacios,
cuál resplandeces, Favara,
mansión de deleites llena,
a orilla de entrambas aguas!
Nueve arroyos, que relucen
en tus prados de esmeralda,
riegan los bellos jardines
con onda fecunda y clara.
Dos surtidores se empinan
y en curva buscan la taza,
desmenuzándose en perlas
que el iris fúlgido esmalta.
En tus lagos amor bebe
elixir de bienandanza;
junto a tu raudal su tienda
tiene el placer desplegada;
quinta mejor que tu quinta
en el mundo no se halla;
nada más lindo que el lago
do se miran las dos palmas.
Sobre él los árboles doblan
las verdes y airosas ramas,
como para ver los peces
que por sus cristales nadan,
y que de carmín y oro
el líquido seno cuajan.
Mientras que encima las aves
gorjean en la enramada.
¡Oh cuán hermosa es la isla,
donde brillan las naranjas,
entre el verdor de las hojas,
como relucientes llamas,
y los pálidos limones
como en noche solitaria
un amador melancólico
que está lejos de su amada!
Las dos palmas que crecieron
sobre la misma muralla.
Allí parecen amantes
que temerosos se amparan,
o más bien, que con orgullo
su fina pasión proclaman,
y los celos desafían,
y burlan las amenazas.
Nobles palmas de Palermo
que la lluvia en abundancia
os bañe; creced frondosas
mientras duerme la desgracia;
y que florezcan en tanto
árboles, yerbas y plantas,
tálamo dando mullido
al amor y sombra opaca.
Por último, Abu Daf compuso la elegía siguiente a la muerte de un hijo de Roger:
¿Cómo no liquida el llanto
las mejillas por do corre,
y los continuos gemidos
no parten los corazones?
Llena de dolor la luna
su luz en nubes esconde,
y cubren toda la tierra
las tinieblas de la noche.
Ruina las firmes columnas
amenazan y los postes,
porque se eclipsó su gloria
y su poder acabóse.
¡Ay de aquel que confianza
en la infiel fortuna pone!
Es cual la luna que brilla
o apaga sus resplandores.
Bello y espléndido, ha poco,
lucía el ilustre joven;
con él robó la fortuna
brilló a la patria y amores.
Que el llanto de las doncellas
por él las mejillas moje,
como perlas en corales,
como el rocío en las flores.
Grande es el dolor; no hay pecho
que inflamado no solloce;
y fuego y agua se mezclan,
pues no hay ojos que no lloren.
Sus armas y sus palacios
conmueve tan rudo golpe,
y parece que suspiran
al relinchar sus bridones.
Laméntanle las palomas,
y tal vez lágrimas broten
de las ramas, si su muerte
llegan a saber los bosques.
¡Cuánto luto! Nos castiga
el destino con su azote.
¿Do habrá consuelo o paciencia
que le mitigue o soporte?
Día de horror fue aquel día
en que el mancebo muriose;
cano de espanto se puso
el cabello de los hombres;
así, cuando acabe el tiempo
y un ángel la trompa toque,
y la tempestad destruya
la armonía de los orbes.
Estrecha vendrá la tierra
al gran tumulto de entonces;
hombres, niños y mujeres
darán lamentos y voces.
Hoy, no sólo los vestidos,
sino los pechos se rompen;
se desolaron las almas,
gimieron los ruiseñores.
Del blanco traje de fiesta
la multitud desnudóse;
solamente negro luto
ora conviene que adopte.
-
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