Cantos de guerra de los árabes españoles
Por Adolf Friedrich von Schack
Desde el momento dice Ibn Jaldun, en que España fue conquistada por los mahometanos, esta tierra, como límite de su imperio, se hizo perpetuo teatro de sus santos combates, campo de sus mártires, y puerta de entrada a la eterna bienaventuranza de sus guerreros. Los deliciosos lugares que habitaban los muslimes en esta tierra estaban como fundados sobre fuego devorador, y como entre las garras y los dientes de los leones, porque a los creyentes de España los cercaban pueblos enemigos e infieles, y sus demás correligionarios vivían separados de ellos por el mar».
Sabido es como aquel puñado de valientes godos que en el octavo siglo, acaudillados por Pelayo, conservaron sólo su independencia de los muslimes, defendiéndose en un principio de la cueva de Covadonga, fueron creciendo en número y poder, emprendieron la guerra ofensiva, y volvieron a llevar la bandera de la cruz por toda la Península. Más de siete siglos duró la guerra entre cristianos y moros, en un principio con notable superioridad de los últimos; después de la caída de los omeyas, con frecuente y brillante éxito para los primeros. Si todavía, hacia el fin del siglo X, el poderoso al-Mansur penetró hasta el corazón de Galicia, arrasó en venerable santuario de Santiago, e hizo traer a Córdoba, sobre los hombros de los prisioneros cristianos, las campanas de las iglesias destruidas, ya en el siglo siguiente Alfonso VI hace tributarios a algunos príncipes mahometanos y conquista a Toledo. Pero más terrible que nunca ardía entonces la pelea. El Islam parecía amenazar a toda Europa. Fervorosas huestes, llenas de religioso fanatismo, se precipitaban de nuevo, y con frecuencia, desde África en la Península, a fin de lanzarse contra los ejércitos cristianos, los cuales, reforzados por caballeros de otros países, y singularmente de Provenza, sólo reconocían la mar por límite de sus atrevidas cruzadas. No hay un palmo de tierra en todo el territorio español, que no esté regado con la sangre de estos combates de la fe. Cien millares de hombres caían por ambos lados en las espantosas batallas de Zalaca, Alarcos y las Navas de Tolosa, confiados firmemente, los unos en que por tomar parte en el triunfo de la santa cruz alcanzarían el perdón de sus pecados y se harían merecedores del Cielo; los otros, en que entrarían como mártires en el paraíso de Mahoma. «A medianoche (así describe Rodrigo, arzobispo de Toledo, los preparativos para una gran batalla) resonó en el campamento de los cristianos la voz del heraldo, que los excitaba a todos a que se armasen para la santa guerra. Después de haberse celebrado los divinos misterios de la pasión, se confesaron y comulgaron todos los guerreros, y se apresuraron armados a salir a la batalla. Las filas estaban en buen orden, y levantando las manos al cielo, dirigiendo a Dios los ojos, y sintiendo en el fondo del corazón el deseo del martirio, se arrojaron todos a los peligros de la batalla, siguiendo las banderas de la cruz e invocando el nombre del Altísimo». Un escritor árabe dice: «El poeta Ibn al-Faradi estaba una vez como peregrino en la Meca, y abrazándose al velo de la Caaba, pidió a Dios Todopoderoso la gracia de morir como mártir. Posteriormente, sin embargo, se presentaron a su imaginación con tal viveza los horrores de aquella violenta muerte, que se arrepintió de su deseo y estuvo a punto de volver y de rogar a Dios que tuviese por no hecha su súplica; pero la vergüenza le retuvo. Más tarde alcanzó de Dios lo que le había pedido. Murió como mártir en la toma de Córdoba, y se cuenta que uno que le encontró tendido entre un montón de cadáveres, le oyó murmurar, durante la agonía, y con voz apagada, las palabras siguientes de la santa tradición: «Todo el que es herido en los combates de la fe (y bien sabe Dios reconocer las heridas que se han recibido por su causa) aparecerá en el día de la resurrección con las heridas sangrientas; su color será como sangre, pero su aroma como almizcle. Apenas hubo dicho estas palabras expiró.
Apariciones maravillosas inflamaban por ambos lados el celo de la religión. Un historiador arábigo refiere: «Abu Yusuf, príncipe de los creyentes, se pasó en oración toda la noche que precedió a la batalla de Alarcos, suplicando fervorosamente a Dios que diese a los muslimes la victoria sobre los infieles. Por último, a la hora del alba, el sueño se apoderó de él por breve rato. Pero pronto despertó lleno de alegría; llamó a los jeques y a los santos varones y les dijo: Os he mandado llamar para que os alegréis con la noticia de que Dios nos concede su auxilio. En esta bendita hora acabo de ser favorecido por la revelación. Sabed que mientras que estaba yo arrodillado, me sorprendió el sueño por un instante, y al punto vi que en el cielo se abría una puerta y que salía por ella y descendía hacia mí un caballero sobre un caballo blanco. Era de soberana hermosura y difundía dulce aroma. En la mano llevaba una bandera verde, la cual desplegada, parecía cubrir el cielo. Luego que me saludó, le pregunté: ¿Quién eres? ¡Dios te bendiga! Y él me contestó: Soy un ángel del séptimo cielo, y vengo para anunciarte, en nombre de Alá, la victoria a ti y los guerreros que siguen tus estandartes, sedientos del martirio y de las celestiales recompensas».
Así como a los árabes se les aparecían los ángeles del séptimo cielo o el Profeta, los cristianos veían a Santiago, no sólo anunciando la victoria, sino también como campeón contra los infieles. Don Rodrigo, arzobispo de Toledo, cuenta de la batalla de Clavijo: «Los sarracenos avanzaron entonces en portentosa muchedumbre, y las huestes del rey Don Ramiro retrocedieron a un lugar llamado Clavijo. Durante la noche el rey estaba en duda sobre si aventuraría la batalla. Entonces se le apareció el bendito Santiago y le dio ánimo, asegurándole que al siguiente día alcanzaría una victoria sobre los moros. El rey se levantó muy de mañana, y participó a los obispos y a los grandes la visión que había tenido. Todos dieron por ella gracias a Dios, y llenos de fe en la promesa del apóstol, se apercibieron a la pelea. Por la otra parte, los sarracenos salieron también a combatir, confiados en su mayor número. De este modo se trabó la batalla; pero pronto se desordenaron los moros y se pusieron en fuga. Setenta mil de ellos quedaron antes en el campo. En esta batalla se apareció el bendito Santiago sobre un caballo blanco y con una bandera en la mano». El cronista general de Galicia dice: «Treinta y ocho apariciones visibles de Santiago en otras tantas batallas, en las cuales el Apóstol dio auxilio a los españoles, son enumeradas por el erudito D. Miguel Erce Jiménez; pero yo tengo por cierto que sus apariciones han sido muchas más, y que en cada victoria alcanzada por los españoles, este gran capitán suyo ha venido a auxiliarlos». «Santiago, dice otro escritor español, es en España nuestro amparo y defensa en la guerra; poderoso como el trueno y el relámpago, llena de espanto a los mayores ejércitos de los moros, los desbarata y los pone en fuga».
Aquella grande y secular pelea, que conmovía todos los corazones, halló también eco en la poesía. Entre el estruendo de las batallas, el resonar de las armas los gritos invocando a Alá y el tañido de las campanas, su voz llega a nuestro oído. Oigámosla, ora excitando al guerrero de la cruz, ora al campeón del Profeta, ya prorrumpiendo en cánticos de victoria, ya entonando himnos fúnebres.
Cuando los cristianos, en el año 1238, estrechaban fuertemente a Valencia, Ibn Mardaniš, que mandaba en la ciudad, encargó al poeta Ibn al-Abbar que fuese a África, a la corte del poderoso Abd Zakariya, príncipe de los hafsidas, a pedirle socorro. Llegado allí, el embajador recitó en presencia de toda la corte la siguiente qasida, e hizo tal impresión, que Abd Zakariya concedió al punto el socorro demandado, y envió una flota bien armada a las costas de España:
Abierto está el camino; a tus guerreros guía,
¡oh de los oprimidos constante valedor!
Auxilio te demanda la bella Andalucía;
la libertad espera de tu heroico valor.
De penas abrumada, herida ya de muerte,
un cáliz de amargura el destino le da;
se marchitó su gloria, y sin duda la suerte
a sus hijos por víctimas ha designado ya.
Aliento a tus contrarios infunde desde el cielo,
y a tu pesar, ¡oh patria! del alba el arrebol;
tu gozo cambia en llanto, tu esperanza en recelo
cuando a ocultarse baja en Occidente el sol.
¡Oh vergüenza y oprobio! juraron los cristianos
robarte tu amoroso y más preciado bien,
y repartir por suerte a sus besos profanos
las mujeres veladas, tesoro del harem.
La desdicha de Córdoba los corazones parte;
Valencia aguarda, en tanto, más negro porvenir;
en mil ciudades flota de Cristo el estandarte;
espantado el creyente, no puede resistir.
Los cristianos, por mofa, nos cambian las mezquitas
en conventos, llevando doquier la destrucción,
y doquiera suceden las campanas malditas
a la voz del almuédano, que llama a la oración.
¿Cuándo volverá España a su beldad primera?
Aljamas suntuosas do se leyó el Corán,
huertos en que sus galas vertió la primavera,
y prados y jardines arrasados están.
Las florestas umbrosas, que alegraban la vista,
ya pierden su frescura, su pompa y su verdor;
el suelo se despuebla después de la conquista;
hasta los extranjeros le miran con dolor.
Cual nube de langostas, cual hambrientos leones,
destruyen los cristianos nuestro rico vergel;
de Valencia los límites traspasan sus pendones,
y talan nuestros campos con deleite cruel.
Los frutos deliciosos que nuestro afán cultiva,
el tirano destroza y consume al pasar;
incendia los palacios, las mujeres cautiva;
ni reposa, ni duerme, ni sabe perdonar.
Ya nadie se re opone; ya extiende hacia Valencia
la mano para el robo que ha tiempo meditó;
el error de tres dioses difunde su insolencia;
por él en todas partes a sangre y fuego entró.
Mas huirá cuando mire al aire desplegado
el pendón del Dios único, ¡oh príncipe! por ti;
salva de España, salva, el bajel destrozado;
no permitas que todos perezcamos allí.
Por ti renazca España de entre tanta ruina,
cual renacer hiciste la verdadera fe;
ella, como una antorcha, tus noches ilumina,
en pro de Dios tu acero terrible siempre fue.
Eres como la nube que envía la abundancia;
la tiniebla disipas como rayo de sol;
de los almorávides la herética ignorancia
ante tu noble esfuerzo amedrentada huyó.
De ti los angustiados aguardan todavía
que les abras camino de paz y de salud;
Valencia, por mi medio, estas cartas te envía;
socorro te demanda; espera en tu virtud.
Llegamos a tu puerto en nave bien guiada,
y escollos y bajíos pudimos evitar;
por los furiosos vientos la nave contrastada,
temí que nos tragasen los abismos del mar.
Cual por tocar la meta, reconcentra su brío
y hace el último esfuerzo fatigado corcel,
luchó con las tormentas y con el mar bravío,
y en puerto tuyo, al cabo, se refugió el bajel.
El trono a besar vengo do santo resplandece
el noble Abd Zakariya, hijo de Abd al-Wahid;
mil reinos este príncipe magnánimo merece;
el manto de su gracia los sabe bien cubrir.
Su mano besan todos con respeto profundo;
de él espera cuitado el fin de su dolor;
sus órdenes alcanzan al límite del mundo
y a los remotos astros su dardo volador.
Al alba sus mejillas dan color purpurino;
su frente presta al día despejo y claridad;
siempre lleva en la mano su estandarte el Destino;
aterra a los contrarios su inmensa potestad.
Entre lanzas fulgura como luna entre estrellas;
resplandores de gloria coronan su dosel,
y es rey de todo el mundo, y por besar sus huellas,
se humillan las montañas y postran ante él.
¡Oh rey, más que las pléyades benéfico y sublime!
De España en el Oriente, con brillo y majestad,
álzate como un astro, y castiga y reprime
del infiel la pujanza y bárbara maldad.
Lava con sangre el rastro de su invasión profana;
harta con sangre ¡oh príncipe! de los campos la sed;
riégalos y fecúndalos con la sangre cristiana;
venga a España tu ejército esta sangre a verter.
Las huestes enemigas intrépido destruye;
caiga mordiendo el polvo el cristiano en la lid;
a tus siervos la dicha y la paz restituye;
impacientes te aguardan como noble adalid.
Fuerza será que al punto a defendernos vueles;
España con tu auxilio valor recobrará.
Y con lucientes armas y rápidos corceles,
al combate a sus hijos heroicos mandará.
Dinos cuándo tu ejército libertador envías;
esto, señor, tan sólo anhelamos saber,
del cristiano enemigo para contar los días,
y su total derrota y pérdida prever.
A esta composición, que no carece de empuje, brillo y fogosa elocuencia, puede contraponerse esta otra en antiguo provenzal, donde el trovador Gavaudan convoca a los cristianos para una cruzada contra el muwahide Jacub al-Mansur.
«¡Ah, señores! por nuestros pecados crece la arrogancia de los sarracenos. Saladino tomó a Jerusalén y aún la conserva. El Rey de Marruecos, con sus árabes insolentes y sus huestes de andaluces, mueve guerra a los príncipes cristianos para extirpar nuestra fe.
Llama a las tribus guerreras de África, a los moros berberiscos y masamudes, todos juntos, y vienen ardiendo en furia. No cae la lluvia más espesa que ellos, cuando se precipitan sobre el mar. Para pasto de buitres los lleva su rey, como corderos que van a la pradera a destruir vástagos y raíces.
Y se jactan, llenos de orgullo, de que el mundo entero les pertenece; y se acampan con mofa, amontonados sobre nuestros campos, y dicen: Francos, idos de aquí, porque todo es nuestro hasta Puy, Tolosa y Provenza. ¿Hubo nadie jamás tan atrevido como estos perros sin fe?
Oye, emperador; oíd, reyes de Francia y de Inglaterra; oye, conde de Poitiers; tended una mano protectora a los reyes de España; nunca tendréis mejor ocasión de servir a Dios. ¡Oídme, oídme! Dios os dará la victoria sobre los paganos y los renegados, a quienes ciega Mahoma.
Se nos abre un camino para hacer penitencia de los pecados que Adán echó sobre nosotros. ¡Confiad en la gracia de Jesucristo! Sabed que Jesucristo, de quien dimana la verdadera salud, ha prometido darnos la bienaventuranza y ser nuestro amparo y defensa contra esa canalla feroz.
Nosotros, que conocemos la verdadera fe, no debemos vender esta promesa a esos perros negros, que se aproximan furiosos desde el otro lado del mar. ¡Sús, pues!, apresuraos, antes que la desgracia caiga sobre nosotros. Por largo tiempo hemos dejado ya solos a Castilla, Aragón, Portugal y Galicia, para que caigan entre sus garras.
No bien las huestes de Alemania, adornadas de la cruz, y las de Francia, Inglaterra, Anjou y Bearn, con nosotros los provenzales, estemos unidos en un poderoso ejército, derrotaremos al de los infieles, cortaremos sus cabezas y sus manos, hasta que no quede nada de ellos, y nos repartiremos el botín.
Gavaudan el vidente os lo anuncia; los perros serán pasados a cuchillo; y donde Mahoma impera, será adorado Dios en lo futuro.
Pero la predicción del trovador no se cumplió, porque la batalla de Alarcos puso término a la cruzada, que él había convocado, con una terrible derrota de las huestes cristianas.
El mismo escritor árabe, de quien hemos copiado la historia de la aparición que anunció al rey mahometano la victoria durante la noche que precedió a la batalla, refiere la batalla de esta manera: «El maldito Alfonso, enemigo de Dios, se adelantó con todo su ejército para atacar a los muslimes. Entonces oyó a la derecha el redoblar de los tambores, que estremecía la tierra, y el sonido de las trompas, que llenaba los valles y los collados, y mirando a lo lejos, columbró los estandartes de los muwahides, que se acercaban ondeando, y el primero de todos era una blanca bandera victoriosa, con esta inscripción: -¡No hay más Dios que Alá; Mahoma es su profeta; sólo Dios es vencedor!- Al ver después a los héroes musulmanes que hacia él venían con sus huestes, ardiendo en sed de pelear, y al oír que en altas voces proclamaban la verdadera fe, preguntó quiénes eran, y obtuvo esta respuesta: «¡Oh maldito! quien se adelanta es el Príncipe de los creyentes, todos aquellos con quienes hasta aquí has peleado eran sólo exploradores y avanzadas de su ejército. De esta suerte, Dios Todopoderoso llenó de espanto el corazón de los infieles, y volvieron las espaldas y procuraron huir; pero los valientes caballeros muslimes los persiguieron, los estrecharon por todos lados, los alancearon y acuchillaron, y, hartando sus aceros de sangre, hicieron gustar a los enemigos la amarga bebida de la muerte. Los muslimes cercaron en seguida la fortaleza de Alarcos, creyendo que Alfonso quería defenderse allí; pero aquel enemigo de Dios entró por una puerta y se escapó por otra. Luego que las puertas de la fortaleza, tomada por asalto, fueron quemadas, todo lo que había allí y en el campamento de los cristianos cayó, como botín, en poder de los muslimes; oro, armas, municiones, granos, acémilas, mujeres y niños. En aquel día perecieron tantos millares de infieles, que nadie puede decir su número; sólo Dios lo sabe. A veinte y cuatro mil caballeros de las más nobles familias cristianas, que en la fortaleza quedaron cautivos, mostró su piedad el Príncipe de los creyentes, dejándolos ir libres. Así ganó alta fama de magnánimo; pero todos los muslimes, que reconocen la unidad de Dios, censuraron esto como la mayor falta en que puede incurrir un rey».
Oigamos ahora un cántico triunfal de los árabes, en el cual se celebra, no esta victoria de las armas muslímicas, sino otra casi tan brillante. Cuando Abu Yusuf, después de la batalla de Écija, entró en Algeciras, recibió del príncipe de Málaga, Ibn Ašqilula, la siguiente qasida, felicitándole:
Los vientos, los cuatro vientos,
traen nuevas de la victoria;
tu dicha anuncian los astros
cuando en el Oriente asoman.
De los ángeles lucharon
en tu pro las huestes todas,
y era su número inmenso
la inmensa llanura angosta.
Las esferas celestiales,
que giran majestuosas,
hoy, con su eterna armonía,
tus alabanzas entonan.
En tus propósitos siempre
Alá te guía y te apoya;
tu vida, por quien la suya
diera el pueblo que te adora,
del Altísimo, del único,
has consagrado a la gloria.
A sostener fuiste al campo
la santa ley de Mahoma,
en tu valor confiado
y en tu espada cortadora;
y el éxito más brillante
la noble empresa corona,
dando fruto tus afanes
de ilustres y grandes obras.
De incontrastable pujanza
Dios a tu ejército dota;
sólo se salva el contrario
que tu compasión implora.
Sin recelar tus guerreros
ni peligros ni derrota,
a la lid fueron alegres,
apenas nació la aurora.
Magnífica de tu ejército
era la bélica pompa,
entre el furor del combate,
teñido de sangre roja,
y el correr de los caballos,
y las armas que se chocan.
Alá tiene fija en ti
su mirada protectora;
como luchas por su causa,
Él con el triunfo te honra.
Y tú con lauro perenne
nuestra fe de nuevo adornas,
y con hazañas que nunca
los siglos, al pasar, borran.
Justo es que Alá, que te ama
y virtudes galardona,
la eterna dicha en el cielo
para tus siervos disponga.
Alá, que premia y ensalza
y que castiga y despoja,
en el libro de la vida
grabada tiene tu historia.
Todos, si pregunta alguien,
¿quién los enemigos doma?
¿Quién es el mejor califa?
Te señalan o te nombran.
No sucumbirá tu imperio;
deja que los tiempos corran.
Y que el destino se cumpla
en la señalada hora.
Álcese, en tanto, en el solio
con majestad tu persona,
y ante su brillo se eclipsen
las estrellas envidiosas.
Pues eres de los muslimes
defensa, amparo y custodia,
y su religión salvaste
con la espada vencedora.
Que Alá te guíe y conserve,
y haga tu vida dichosa,
y de todo mal te libre,
y sobre tu frente ponga
el resplandor de su gracia
y sus bendiciones todas,
para que siglos de siglos
se perpetúe tu gloria.
La siguiente composición contiene otro llamamiento a la guerra santa, cuando ya los cristianos se habían enseñoreado en la mayor parte de la Península. La escribió, por encargo de Ibn Ahmar, rey de Granada, su secretario Abu Omar, a fin de avivar más el celo de combatir contra los enemigos de la fe en el corazón del sultán Abu Yusuf, de la dinastía de los Banu Merines, a quien entregaron los versos en Algeciras, en el año de 1275:
Camino de salud os abre el cielo
¿quién no entrará por él, de cuantos vivan
en España o en África, si teme
la gehenna inflamada, y si codicia
el eterno placer del paraíso,
sus sombras y sus fuentes cristalinas?
Quien anhele vencer a los cristianos,
la voz interna que le llama siga;
llénese de esperanza y fortaleza,
e irá con él la bendición divina.
Mas ¡ay de ti! si exclamas: «¿Por qué ahora
ha de volverse a Dios el alma mía?
Será mañana». ¿Y quién hasta mañana
te puede asegurar que tendrás vida?
Pronto viene la muerte, y tus pecados
la penitencia sólo borra y limpia.
Mañana morirás, si hoy no murieres;
la jornada terrible se aproxima,
de la que nadie torna; para ella
provisión de obras buenas necesitas.
La obra mejor es ir a la pelea;
ármate, pues, y ven a Andalucía;
no pierdas un instante; Dios bendice
a todo aquel que por su fe milita.
Con las infames manchas del pecado
llevas toda la faz ennegrecida;
lávatela con lágrimas, primero
que a la presencia del Señor asistas,
o siguiendo el ejemplo del Profeta,
arroja del pecado la ignominia,
y, por la fe lidiando, en las batallas
el alma con la sangre purifica.
¿Qué paz has de tener con los cristianos,
que niegan al Señor, y te abominan,
porque, mientras adoran a tres dioses,
que no hay más Dios que Alá constante afirmas?
¿Qué afrenta no sufrimos? En iglesias
por doquiera se cambian las mezquitas.
¿Quién, al mirarlo, de dolor no muere?
Hoy de los alminares suspendidas
las campanas están, y el sacerdote
de Cristo el sacro pavimento pisa,
y en la casa de Dios se harta de vino.
Ya en ella no se postran de rodillas
los fieles, ni se escuchan sus plegarias.
Pecadores sin fe la contaminan.
¡Cuántos de nuestro pueblo en las mazmorras
encerrados están, y en vano ansían
la dulce libertad! ¡Cuántas mujeres
entre infieles también lloran cautivas!
¡Cuántas vírgenes hay que, por librarse
del rudo oprobio, por morir suspiran;
y cuántos niños cuyos tristes padres
de haberlos engendrado se horrorizan!
Los varones piadosos, que en cadenas
yacen entre las manos enemigas,
no lamentan el largo cautiverio,
lamentan la vileza y cobardía
de los que a darles libertad no vuelan;
y los mártires todos, cuya vida
cortó la espada, y cuyos santos cuerpos,
llenos de sangre y bárbaras heridas,
cubren los vastos campos de batalla,
venganza de nosotros solicitan.
Un torrente de lágrimas derraman
desde el cielo los ángeles, que miran
tanta desolación, mientras del hombre
las entrañas de piedra no se agitan.
¿Por qué, hermanos, no arden vuestras almas
de indignación y de piadosa ira,
al saber cómo triunfan los infieles,
cómo la muerte aclara nuestras filas?
¿Olvidados tenéis los amistosos
lazos que antiguamente nos unían?
¿Nuestro deudo olvidado? ¿Son tan viles
los que adoran a Cristo, que no esgriman
el acero en defensa del hermano
y por vengar la injuria recibida?
Se extinguió el vivo ardor de vuestros pechos;
la gloria del Islam está marchita;
gloria que en otra edad os impulsaba,
mientras que ahora el miedo os paraliza.
¿Cómo ha de herir la espada, si desnuda
en una diestra varonil no brilla?
Mas los Banu Merines que más cerca
de nosotros están, ya nos auxilian;
la guerra santa es el deber supremo,
y en cumplir el deber no se descuidan.
Venid, pues; la pelea con laureles
o con la palma del martirio os brinda.
Si morís peleando, eterno premio
el Señor de los cielos os destina;
os servirán licores deliciosos,
del Paraíso en la floresta umbría,
las hermosas huríes ojinegras,
que anhelando están ya vuestra venida.
¿Quién, pues, cobarde, a combatir no acude?
¿Quién su sangre no da por tanta dicha?
Alá promete el triunfo a los creyentes,
y su promesa se verá cumplida.
Venid a que se cumpla. Nuestra tierra
clama contra los fuertes que la olvidan,
cual clama en su aflicción el pordiosero
contra el que el oro en crápulas disipa.
¿Por qué están los muslimes divididos,
y los contrarios en estrecha liga?
Liguémonos también, y pronto acaso
de todo el mundo haremos la conquista.
¿Qué ejército más fuerte que el de aquellos
a quienes el Altísimo acaudilla?
¿Cómo, en vez de suspiros y de quejas,
por nuestra santa fe no dais la vida?
Delante del Profeta, ¿con qué excusa
lograréis disculpar vuestra desidia?
Mudos os quedaréis cuando os pregunte:
«¿Por qué contra las huestes enemigas,
que a mi pueblo maltratan, no luchasteis?»
Y estas palabras de su boca misma,
duro castigo, si tenéis vergüenza,
serán para vosotros; y en el día
de la resurrección, que no interceda
justo será por vuestras almas míseras.
A fin de que interceda, a Dios roguemos
que al gran Profeta y a su ley bendiga;
y por su ley valientes combatamos,
a fin de que las fuentes dulces, limpias,
que riegan el eterno Paraíso,
nos den hartura en la región empírea.
En contraposición de estos versos, citaremos aquí otro llamamiento poético a la cruzada. Parece que el trovador Marcabrún le escribió, cuando Alfonso VII preparaba una expedición contra los moros andaluces, y que se cantó en España, en cuya parte de Oriente la lengua provenzal era entendida:
«Praxim nomine Domini. Marcabrún ha compuesto este canto, música y letra; escuchad lo que dice: El Señor, el Rey del cielo, lleno de misericordia, nos ha preparado cerca de nosotros una piscina que jamás la hubo tal, excepto en ultramar, allá hacia el valle de Josafat; y con ésta de acá nos conforta.
»Lavarnos mañana y tarde deberíamos según razón, yo os lo afirmo. Quien quiera tener ocasión de lavarse mientras se halla sano y salvo, deberá acercase a la piscina, que no es medicina verdadera, pues si antes llegamos a la muerte, de lo alto caeremos en una baja morada.
»Pero la avaricia y la falta de fe no quieren acompañarse con los méritos propios de la juventud. ¡Ay! cuán lamentable es que los más vuelan allá donde se gana el infierno. Si no corremos a la piscina antes de que se nos cierren la boca y los ojos, ninguno hay tan henchido de orgullo, que al morir no se halle con un poder superior.
»El Señor, que sabe todo cuanto es y cuanto será y cuanto fue, ha prometido el honor y nombre de emperador... ¿y sabéis cuál será la belleza de los que irán a la piscina? más que la de la estrella guía-naves, con tal de que venguen a Dios de la ofensa que le hacen aquí, y allá hacia Damasco.
»Cundió aquí tanto el linaje de Caín, del primer hombre traidor, que ninguno honra a Dios; pero veremos cuál le será amigo de corazón, pues en la virtud de la piscina se nos hará Jesús amigo, y serán rechazados los miserables que creen en agüero y en suerte.
»Los lujuriosos, los consume-vino, apresura-comida y sopla-tizón quedarán hundidos en medio del camino y exhalarán fetidez. Dios quiere probar en su piscina a los esforzados y sanos. Los otros guardarán su morada, y hallarán un fuerte poder que de ella los arroje, con oprobio suyo.
»En España, y acá el Marqués (Raimundo Berenguer IV) y los del templo de Salomón sufren el peso y la carga del orgullo de los paganos, por lo cual la juventud coge menguada alabanza; y caerá la infamia, a causa de esta piscina, sobre los más poderosos caudillos, quebrantados, degenerados, cansados de proezas, que no aman júbilo ni deporte.
»Desnaturalizados son los franceses si se niegan a tomar parte en la causa de Dios, pues bien sabe Antioquía cuál es su valor y cuál su prez. Aquí lloran Guiena y Poitú, Señor Dios junto a tu piscina. Da paz al alma del Conde y guarda a Poitú y a Niort el Señor que resucitó del sepulcro.»
Mientras que la poesía provenzal podía competir así con la arábiga en brio y rapto lírico, para animar a la guerra santa, la castellana, que ya desde el siglo XII se había atrevido a dejar oír su tímida voz, no podía aún entrar en competencia. Pero, no bien esta poesía encontró un órgano adecuado en la lengua que poco a poco iba formándose de la latina, tomó también por asunto de su canto las expediciones guerreras contra los enemigos de Cristo. Estos comienzos, aunque briosos, todavía rudos y poco hábiles, de una poesía que estaba en la infancia, no se podían comparar con el arte de los árabes, llegado ya a su madurez; su torpe tartamudear se ahogaba entre el sonido de las trompas de los poetas mahometanos; los severos contornos de su dibujo palidecían ante el brillo del colorido deslumbrador de la poesía oriental. Sin embargo, éste es el lugar de presentar en el espejo de las noticias arábigas al héroe que ensalza el canto más antiguo escrito en lengua castellana tanto más cuanto que el cuadro de estas noticias encierra algunas poesías que iluminan a dicho héroe con una luz completa. Nadie se admire de que el famoso Cid Rui Díaz el Campeador, a quien la tradición nos pinta como un modelo ejemplar de piedad, de lealtad y de todas las virtudes del caballero aparezca de un modo menos brillante en las descripciones de sus enemigos. Si aquélla le retrata como un varón excelente, fiel a su injusto rey, aunque hablándole con severa franqueza, éstas nos le hacen ver como un cruel tirano, quebrantador de la palabra dada, y que no pelea por defender a su rey y a su religión, sino para servir a pequeños príncipes mahometanos. La narración arábiga nos coloca en el momento en que el príncipe de los almorávides, Yusuf Ibn Tašufin, ha invadido a Andalucía con sus hordas africanas, y amenaza derrocar los tronos de los príncipes mahometanos españoles. «No bien, dice, Ahmad Ibn Yusuf ibn Hud, el que en estos mismos momentos se agita en la frontera de Zaragoza, se cercioró de que los soldados del emir al-Muslimin salían de todos los desfiladeros, y se subían por todas partes a los puntos elevados, excitó a un cierto perro de los perros gallegos, llamado Rodrigo y apellidado el Campeador. Era éste un hombre muy sagaz, amigo de hacer prisioneros y muy molesto. Dio muchas batallas en la Península, y causó infinitos daños de todas especies a las taifas que la habitaban, y las venció y las sojuzgó. Los Banu Hud, en tiempos anteriores, fueron los que le hicieron salir de su oscuridad. Le pidieron su apoyo para sus grandes violencias, para sus proyectos viles y despreciables. Le habían entregado en señorío ciertas comarcas de la Península, y puso su planta en los confines de sus cinco mejores regiones, y plantó su bandera en la parte más escogida de ellas, hasta el punto de robustecer su imperio; y semejante a un buitre, depredó las provincias cercanas y las más apartadas. Entre tanto, Ahmad, temiendo la caída de su reino y notando que iban mal sus asuntos, trató de poner al Campeador entre él y la vanguardia del ejército del emir al-Muslimin, y le facilitó el paso para las comarcas de Valencia, y le proporcionó dinero, y le mandó después hombres. El Campeador sitió entonces la ciudad, en la cual había grandes discordias, y el cadí Abu Yahaf se había apoderado del mando. Mientras que las parcialidades ardían en lo interior, Rodrigo continuó el sitio con vivo celo, persiguiendo su objeto como se persigue a un deudor, y estimándole con la estimación que dan los amantes a los vestigios de sus amores. Cortó los víveres, mató a los defensores, puso en juego toda clase de tentativas, y se presentó sobre la ciudad de todas maneras. ¡Cuántos soberbios y elevados lugares, cuya posesión había sido envidiada por tantas gentes, y con quienes no podían competir ni la luna ni el sol, cayeron en poder de este tirano, que profanó sus misterios! ¡Cuántas jóvenes, cuyos rostros daban envidia a los corales y a las perlas, amanecieron en las puntas de las lanzas, como hojas marchitas por las pisadas de sus viles soldados!
»El hambre y la miseria obligaron a los habitantes de la ciudad a comer animales inmundos, y Abu Ahmad no sabía qué partido tomar, y no tenía dominio sobre sí y se culpaba de todo. Imploró el auxilio del emir al-Muslimin y de los vecinos que rodeaban sus cercanías, mas como aquél estaba lejos, demoró su venida, unas veces porque no oyó sus quejas, otras porque le impidió venir algún inconveniente. Sin embargo, en el corazón del emir al-Muslimin había piedad, y se condolía de sus males prestándoles oído, mas fue tardo en dar socorro, porque se encontraba muy distante de la ciudad y sin poder para otra cosa. Cuando Dios dispone un suceso, abre las puertas y allana los obstáculos.
»Mientras que Valencia estaba en el mayor apuro, se dice que un árabe subió a la torre más alta de los muros de la ciudad. Este árabe era muy sabio y entendido, e hizo el siguiente razonamiento:
¡Valencia, Valencia mía,
cuán terrible es tu desgracia,
muy cerca estás de perderte;
sólo un milagro te salva.
Dios prodigó mil bellezas
y bienes a tu comarca;
toda alegría y deleite
dentro de ti se guardaban.
Si el Señor tiene del todo
tu ruina decretada,
por tus enormes pecados
y tu soberbia te mata.
A fin de llorar tus cuitas,
ya por juntarse se afanan
las piedras fundamentales
en que tu mole descansa;
y los muros, que en las piedras
con majestad se levantan,
se cuartean y vacilan.
Porque el cimiento les falta.
A pedazos se derrumban
tus torres muy elevadas,
que alegrando el corazón,
a lo lejos relumbraban.
Ya no brillan como antes,
por el sol iluminadas,
tus almenas relucientes
más que la cándida plata.
Al noble Guadalquivir
y a todas las otras aguas
del útil y antiguo cauce
los enemigos separan;
y sin esmero y limpieza,
se turban y se encenagan
las acequias con sus ondas
tan cristalinas y claras.
Ya en tus fértiles jardines
ni flor ni fruto se halla,
porque los lobos rabiosos
todo de cuajo lo arrancan.
Ya se agostan las praderas,
do el pueblo se deleitaba
con el canto y el aroma
de las aves y las plantas.
Tu puerto, que era tu orgullo,
con las naves no se ufana,
que riquezas te traían
de mil regiones extrañas.
El vasto y ameno término
en qué tu trono se alza,
en humo denso te envuelve,
devorado por las llamas.
Grande dolencia te aflige;
perdiste toda esperanza;
ya para ti no hay remedio
los médicos te desahucian.
¡Valencia mía, Valencia!
al decir estas palabras,
el dolor me las inspira
y el dolor me parte el alma.
«El tirano Rodrigo logró, al fin, sus vituperables designios con su entrada en Valencia, en el año de 487, hecha con engaño, según su costumbre, y después de la humillación del cadí, que se tenía por invencible a causa de su impetuosidad y soberbia. El cadí se sometió a Rodrigo y reconoció la dignidad que le daba la posesión de la ciudad, y contrató con él pactos, que, en su concepto, debían guardarse, pero que no tuvieron larga duración. Ibn Yahaf permaneció con el Campeador corto tiempo, y como a éste le disgustaba su compañía, buscó un medio de deshacerse de él, hasta que pudo lograrlo, dícese que a causa de un tesoro considerable de los que habían pertenecido a Ibn Du-l-Nun.
»Sucedió que Rodrigo en los primeros días de su conquista preguntó al cadí por el tal tesoro, y le tomó juramento, en presencia de varias gentes de las dos religiones, acerca de que no le tenía. Respondió el cadí, jurando por Dios y sin cuidarse de los males que debía temer de su ligereza. Le exigió Rodrigo, además, que se extendiese un contrato, con anuencia de los dos partidos, y firmado por los más influyentes de las dos religiones, en el cual se convino en que si Rodrigo averiguaba el paradero del tesoro, retiraría su protección al cadí y a su familia, y podría derramar su sangre.
»Rodrigo no cesó de trabajar para descubrir el tesoro, valiéndose de diferentes medios. Al fin llegó a conseguirlo, poniendo al cadí y a su familia en el colmo de la desesperación. Después hizo encender una hoguera, donde el cadí fue quemado vivo.
»Me contó una persona que le vio en este sitio, que se cavó en tierra un hoyo, y se le metió hasta la cintura para que pudiese elevar sus manos al cielo, que se encendió la hoguera a su alrededor, y que él se aproximaba los tizones con el fin de acelerar su muerte y abreviar su suplicio. ¡Quiera Dios escribir estos padecimientos en la hoja de sus buenas acciones, y olvide por ellos sus pecados, y nos libre de semejantes males, por él merecidos, y nos impulse hacia lo que se aproxima a su gracia!
»También pensó Rodrigo, a quien Dios maldiga, en quemar a la mujer y a las hijas del cadí; pero le habló por ellas uno de sus parciales, y después de algunos reparos, no desoyó su consejo y las libró de las manos de su fatal destino.
»La noticia de esta gran desgracia cayó como un rayo sobre todas las regiones de la Península y entristeció y cubrió de vergüenza a todas las clases de la sociedad.
»El poder de este tirano creció hasta el punto de ser gravoso a los lugares más elevados y a los más cercanos al mar, y de llenar de miedo a los pecheros y a los nobles. Y me contó uno haberle oído decir, cuando se exaltaba su imaginación y se excitaba su codicia: -En el reinado de un Rodrigo se perdió esta Península, y otro Rodrigo la libertará; -palabras que llenaron de espanto los corazones, y que infundieron en ellos la certeza de que se acercaban los sucesos que tanto habían temido. Con todo, esta calamidad de su época, por su amor de la gloria, por la prudente firmeza de su carácter y por su heroico ánimo, era uno de los milagros de Dios. Murió a poco, de muerte natural, en la ciudad de Valencia.
»La victoria, maldígale Dios, siguió constante su bandera, y él triunfó de las taifas de bárbaros, y tuvo varios encuentros con sus caudillos, como con García el de la boca torcida y con el príncipe de los francos. Desbarató los ejércitos de Ibn Radmir, y con pequeño número de los suyos mató gran copia de los contrarios. Cuéntase que en su presencia se estudiaban los libros y se leían las memorias heroicas de los árabes, y que, cuando llegó a las hazañas de Muhallab, se exaltó su ánimo y se llenó por él de admiración».
En aquel tiempo, Ibn Jafaya dijo sobre Valencia lo que sigue:
«¡Cómo ardían los aceros
en los patios de tu alcázar!
¡Cuánta hermosura y riqueza
han devorado las llamas!
Profundamente medita
quien a mirarte se para,
¡oh Valencia! y sobre ti
vierte un torrente de lágrimas.
Juguete son del destino
los que en tu seno moraban;
¿qué mal, qué horror, qué miseria
no traspasó tus murallas?
La mano del infortunio
hoy sobre tus puertas graba:
«Valencia, tú no eres tú,
y tus casas no son casas».
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