domingo, 22 de abril de 2012

FÉLIX FRANCISCO CASANOVA [6.567]


Félix Francisco Casanova

Nacido en la isla de La Palma, Canarias,  (1956 - 1976), era hijo del médico y poeta Félix Casanova de Ayala. Muy pronto llegó a la isla de Tenerife, donde se dedicaba a devorar compulsivamente sus muy seleccionadas lecturas (Rimbaud, Pessoa, Whitman, Breton, Eluard, Aragon, Joyce, Camus, Hesse...) y, sobre todo, a escuchar música, su auténtica pasión. Tal es así que no tardó en fundar un grupo de rock alternativo, Hovno (mierda en checo), bastante adelantado a su contexto (las Islas Canarias del tardofranquismo). Félix Francisco Casanova estudiaba el tercer curso de Filología Hispánica en la Universidad de La Laguna cuando falleció; en esos tres intensos años tuvo tiempo de mezclarse con la vieja y la nueva intelectualidad de la isla, como los filósofos José Luis Escohotado o Javier Muguerza, los poetas Carlos Pinto Grote o Arturo Maccanti, los escritores Agustín Díaz Pacheco o Luis Alemany, el catedrático de arte Fernando Gabriel Martín, etc. Según la versión oficial, su muerte se debió a un escape de gas mientras se bañaba en su domicilio.

OBRA

Félix Francisco Casanova, a pesar de la brevedad de su vida, tuvo tiempo para dejar una obra intensa, original y extraña, plasmada en logros de una asombrosa madurez en el campo de la poesía y la prosa experimental. A los diecisiete años consiguió con El invernadero (1973) el principal premio de poesía de Canarias, el Julio Tovar. A los dieciocho años ganó el Pérez Armas de novela con El don de Vorace (1974), una divertida parodia -a la par que desconcertante- de El túnel, de Ernesto Sabato, tal y como él mismo señaló en alguna ocasión. En una breve nota biográfica para la contraportada del libro, Casanova se definió en estos términos: Yo soy mi propio abuelo viendo a mi infancia jugar. A los diecinueve, un mes antes de su muerte, obtuvo otro premio, otorgado por el periódico La Tarde al poemario Una maleta llena de hojas, que constituye la segunda parte de La memoria olvidada (póstumo, 1980), una de sus más notables aportaciones en el campo de la poesía. Otros poemarios de Félix Francisco Casanova son: Espacio de hipnosis (1971), El sumidero (1972), Nueve suites y una antisuite (1972), Invalido las reglas (1973) y Ocioso en los amaneceres (1973). Con parte de este material, su padre, el poeta Félix Casanova de Ayala, confeccionó tres títulos: Cuello de botella (póstumo, 1976), Estampido del gato acorralado (póstumo, 1979) y Los botones de la piel (póstumo, 1986). Una buena parte de los versos de Félix Francisco Casanova está recogido en el volumen La memoria olvidada. Poesía, 1973-1976, publicado por la editorial Hiperión en 1990. Félix Francisco Casanova es también autor de un interesante diario, Yo hubiera o hubiese amado, escrito a lo largo del año 1974 y públicado en 1983; aquí reproducimos un extracto del mismo: Estos días oigo mucha música, mucha. Siempre estoy naciendo en la música, es inagotable mi sed y también su fuente es inagotable. Y me amansa y me derrama como un cántaro de sangre de montaña, y su amor me toca y soy lo más vulnerable a sus palabras, y mis heridas, mis llagas revenan como un árbol cortado, como el primer día en que amé o leí a Tagore. En la actualidad, su influencia en todo el ámbito español es creciente, tal y como demuestra que el poeta Francisco Javier Irazoki le dedicase el poemario Árgoma. Asimismo, el cantautor Jabier Muguruza puso música a un poema de Casanova (A veces, cuando la noche me aprisiona) en el disco Fiordoan. Uno de los premios literarios más importantes convocados en Canarias y dedicado al descubrimiento de nuevos creadores lleva el nombre de este poeta.

La editorial madrileña Demipage ha adquirido los derechos para publicar todas las obras del escritor canario.


POEMAS DE LA MEMORIA OLVIDADA, de Félix Francisco Casanova


¡Qué alivio!..
Eres un árbol y
no puedes seguirme

2-7-74.



Las cosas que dan placer
seguro vienen por el río
y en la cascada se lanzan
como ramos de flores
en una procesión,
y yo qué sé, afanarse
en recogerlas como un avaro
tiende su capa ante
las monedas de oro,
es, imagino, un error.
Mejor tomarlas como la lluvia
que moja sin querer,
al igual que el viento se lleva
las hojas de otoño,
alegremente

3-7-74



(Síndrome no 1)

Siempre tengo nostalgia
de lo que no he vivido,
la ventana se abre al frío
del ángel exterminador
y el año se llama invierno,
la sombra de mi cuerpo
flota como un cadáver.

25-5-74



No hay instrumentos para esta música
ni un bello rostro que usar como careta,
hoy sentado entre dos sueños
soy como un secreto en el arcón.
El jinete se duerme en su caballo
que es a la vez un sueño del jinete,
los muñecos bostezan cada noche
y su aliento de fieltro dura un año.
¿Y qué significan esas lápidas
y estas partidas de nacimiento?
si somos velos transparentes
superponiéndonos,
una maleta llena de hojas
de mano en mano
por un largo corredor.

13-12-74



(A Jesús Cabrera Vidal)

De más allá del mar
vienes a contarme tu derrota
y esperas que yo te arrulle
y te preste un poco de viento.
Hoy, día de la carne abierta,
con tu olor a subterráneo
y tu pálida huella en las cosas,
amigo, urge saltar del tren
y dejar un disfraz vacío
velando el asiento:
así verás que eres tú el túnel
por donde los demás corremos.


3-74



El autobús de medianoche
pasará por aquí, frente a tu casa.
Sonará tres veces el claxon
y oirás las risas contagiosas
de sus pasajeros.
Tú morderás la cortina de la ventana
y aferrándote a los muebles
romperás a llorar.
Justo la noche en que decidas marchar.
Si faltara a la cita.

20-9-74.



La brisa mantiene
la pluma en el aire,
el ave, furiosa, escarba
en la arena, sus alas
dormidas, la sangre pesando
dentro de su cuerpo, el peso
de su cuerpo dentro del zarzal,
y la pluma subiendo
y la pluma subiendo...


1-75


A veces, cuando la noche me aprisiona,
suelo sentarme frente a una cabina
telefónica
y contemplo las bocas que hablan
para lejanos oídos.
Y cuando el hielo de la soledad
me ha desvelado, los barrenderos moros
canturrean tristemente
y las estrellas ocupan su lugar,
yo acaricio el teléfono
y le susurro sin usar monedas.

1-75.

Nota: Estos poemas fueron publicados en Fablas, revista de arte y literatura, nº 69, Las Palmas de Gran Canaria, junio de 1977.



El teléfono

A veces, cuando la noche me aprisiona,
suelo sentarme frente a una cabina telefónica
y contemplo las bocas que hablan
para lejanos oídos.
Y cuando el hielo de la soledad
me ha desvenado, los barrenderos moros
canturrean tristemente
y las estrellas ocupan su lugar, yo acaricio el teléfono
y le susurro sin usar monedas.

Enero 1975


La resurrección de Félix Francisco Casanova
Se reedita El don de Vorace del poeta canario


Fernando Aramburu dio el aviso. Fue en El Cultural, el 2 de octubre pasado, respondiendo a la pregunta: “Y un autor al que sería necesario reivindicar”?“Sin la menor duda -afirmó-, y aquí sí que no transijo, Félix Francisco Casanova Martín, poeta canario de una singular lucidez, un maestro del misterio, hondo y liviano al mismo tiempo, el cual, además, escribió una novela diabólica, inexplicable dentro de la tradición literaria a la que estamos acostumbrados. Es, en cierto modo, nuestro Rimbaud. [...] pienso que no necesita reivindicación ninguna; que somos nosotros, los desinformados, las víctimas de nuestra ignorancia, quienes deberíamos reivindicarnos frente a sus obras”. A partir de entonces, editores, medios de comunicación y escritores quisieron saber algo de la vida y la obra de este joven poeta, muerto a los 19 años y autor de una obra turbadora y de una calidad a la altura de los mejores. Tal vez sea, sí, el Rimbaud español, como ya se le empieza a conocer en el circuito poético, pero de lo que no hay duda es de que Casanova merece un reconocimiento mayor del que disfruta. Para ello, y más allá de lo publicado, El Cultural ofrece hoy, además de estas fotografías inéditas, los primeros tramos de la novela El don de Vorace, editada estos días por Demipage, un poema hasta ahora desconocido y pasajes del diario del poeta.


Por BLANCA BERASÁTEGUI 




"Una imagen bellamente escatológica", dice su hermano José Bernardo Casanova, autor de la foto

El entusiasmo de estos días por la figura y la obra de Félix Francisco Casanova contrasta con el silencio atronador de treinta y cuatro años ya. Demasiados e inexplicables para un talento y una vida (y una muerte) como la del joven poeta canario. El Rimbaud español, como lo comenzaron a llamar los fervorosos conocedores de su poesía, nació en la isla de La Palma en septiembre de 1956 y murió en Tenerife un día de enero de 1976, en la bañera de su casa, por inhalación de gas. Nadie puede afirmar cómo ocurrió. Lo encontró su padre que, tras romper la puerta, lo sacó de la bañera, y desnudo y en brazos lo llevó al hospital, donde nadie pudo hacer nada por su vida. El hermano menor del poeta, José Bernardo, reveló al editor de Demipage, David Villanueva, que “antes de meterse en el baño, Félix me dijo que yo tenía algo muy importante que hacer en mi vida y era seguir aumentando la colección de música”.

Porque en el principio fue la música. Félix Francisco Casanova vivía para ella. Sus primeros versos fueron, en realidad, la traducción del inglés de las letras de sus canciones. En mayo de 1974 dejó escrito en su diario: “Estos días oigo mucha música, mucha. Siempre estoy naciendo en la música, es inagotable mi sed y también su fuente es inagotable. Y me amansa y me derrama como un cántaro de sangre de montaña, y su amor me toca y soy lo más vulnerable a sus palabras, y mis heridas, mis llagas revenan como un árbol cortado, como el primer día en que amé o leí a Tagore”. 

Obsesiva colección de música

No era siquiera adolescente y el bello Casanova, de aspecto melancólico y espíritu rebelde, se movía entre Kafka y Baudelaire, entre Borges y Hesse, como pez en el agua. Tenía una cultura vastísima, tocaba la guitarra, formaba parte del grupo de rock y el equipo literario Hovno (mierda, en checo), coleccionaba vinilos con pasión obsesiva y escribía versos. El poeta Francisco Javier Irazoki le sigue el rastro desde entonces: “Yo descubrí su nombre en las páginas de Disco Express, donde publicaba mis críticas de música; él comenzó a enviar opiniones (siempre inteligentes) y poemas de calidad. Amaba el rock, pero no más que el jazz o la música clásica”.

Por otro lado, con su mejor amigo, ángel Mollá, escribía manifiestos donde expresaba su rebeldía frente a la literatura convencional. Escribía, por ejemplo: “¿No es cierto que te entran ganas de palpar otras dimensiones y hacer correr por ellas tus tintas hasta secar el tintero y seguir pulsando notas con esos dolores que se nos han concedido? A Hovno le gusta el chasqueo del campesino entre sus judías el hombre que se duerme ante el telerrompevisor cansado de trabajar el que cierra el volumen de un portazo y espera paciente que se derriben los autobombos para ver si le conceden permiso para entrar a rascar algo del fofo estómago universal”.

Muchos de estos textos los publica la Prensa canaria. Félix Casanova tiene 15 años y el diablo de la poesía se enseñorea ya de sus palabras. Un año antes, a los 14, “con la brisa fumando su fiebre”escribió “Muro”, uno de sus poemas más tempranos y que hoy rescatan del olvido las páginas de El Cultural. “Los primeros poemas que Félix Francisco escribió eran de una impresionante exuberancia verbal”, señala Irazoki. “Tenía, dice, una capacidad extraordinaria para crear imágenes inesperadas. Sin embargo, a partir de los 17 años, se despoja de casi todo excepto de la poesía”. 

La muerte, siempre presente

Los diecisiete años de Félix Francisco Casanova fueron claves. En ese 1974 publicó su primer libro de poemas El invernadero, que recibió el premio más prestigioso de la isla, el Julio Tovar. En cuarenta y cuatro días de ese año (entre el 9 de junio y el 23 de julio, según anota en su diario) escribió la novela El don de Vorace, (editada en la isla por el poeta Manuel Padorno en la pequeña editorial JB), que estos días reedita bellamente Demipage, y cuyos primeros tramos ofrecemos también en estas páginas. Además de centenares de poemas, recogidos más tarde por Hiperión en el libro La memoria olvidada (1990), Félix Francisco escribe durante 65 días un diario lúcido, morboso y estremecedor,Yo hubiera o hubiese amado ésta es su primera anotación, del 1 de enero:“Aquí comienzo el modelaje de una serie de poemas de agua, cuyo fin no intuyo. Es la primera poesía que escribo tras El invernadero, fabricado en el verano pasado”. El 18 de septiembre, al borde de sus 18 años, escribía: “Hace dieciocho años que estoy aquí. Un día en que estaba muy triste vi un blues pequeñito paseando solo por la carretera. Corrí a su encuentro y le tendí la mano, pero me rechazó. Lo intenté varias veces, mas no aceptaba. Entonces lo seguí con la vista, agazapado entre los matorrales. De repente la carretera se acabó y, justo en el momento en que caía al abismo, me arrastró con su mano”. Y el 12 de junio: “He sufrido un sueño en el que me arrancaba la piel y tenía otra debajo, me crecían pelos en la lengua… ¡Horrible!”.

Apenas rastro de la muerte en su diario, tan obsesiva en su obra. Félix Francisco Casanova era un joven vital, extrovertido, entre amigos y ruidos siempre y, sin embargo, burlaba continuamente a la muerte, como el protagonista inmortal de su novela. El último poema que escribió lo tituló “Eres un buen momento para morirme”, dedicado a María José Sánchez Pinto, la que fue brevemente su novia. 

Intensa relación con su padre

El joven poeta era un lector voraz, gracias en parte a la biblioteca de su padre, Félix Casanova de Ayala, con quien mantuvo una relación tensa e intensa. Se tenían una admiración mutua que no esquivaba las continuas y acaloradas discusiones sobre poesía. Firmaron juntos el poemario Cuello de botella. La personalidad del padre merecería un capítulo aparte en este relato. Poeta de la generación postista, odontólogo, comunista, muy conocido en la sociedad canaria, fundó con otros colegas el partido Unión del Pueblo Canario. Según su único hermano, cuando surgió la conciencia poética de Félix Francisco, el padre no escribió más. 



El don de Vorace
Por Félix Francisco Casanova


En primer plano, María José Sánchez Pinto, su novia, a quien dedicó "Eres un buen momento para morirme". Detrás, el poeta. Foto de Alfonso Delgado

Me siento realmente mejor. Las vírgulas de agua en la ventana desdibujan el paisaje, o quizá son mis ojos los que despliegan esta cortina de lluvia a mi alrededor. Creo que he sonreído justo como los moribundos alegres, pero tampoco en esta ocasión termino de morirme. Estoy llegando al colmo de lo grotesco. 

Cuento hasta diez y me impulso hacia adelante. Mi espalda parece pegada con chicle al colchón, las sábanas son la continuación de mi piel y este sudor de animal enfermo recorriéndome el cuerpo como un pecado. Comienzo a enjaezar a la bestia de mi cerebro: la montura del razonamiento, los estribos de la lógica. Me desembarazo de la blusa del pijama como si se la quitara a un muerto. Arrastro mis pies desde el fondo de la cama, nunca pensé que fueran tan pesados. No dudo de que alguien me confunda con un zombie abandonando el ataúd. La disnea disminuye. De repente me encuentro de pie, temblando intento asirme a la cómoda, pero ya no hay cómoda sino un pequeño taburete con frascos medicinales. Atrapo uno que tiene forma de botella y lo alzo hasta mis ojos, pero no consigo unir más de dos sílabas. ¡Rayos, esto es indescifrable! (No sé si lo pienso o lo hablo). Quizás haya olvidado leer, amnesia total. Por un momento esto me parece maravilloso: saber nada y empezar de nuevo. Pero, vana ilusión, la memoria comienza a desandarlo todo y las imágenes, voces, nombres acuden a mí como la gente a la salida de un cine. Por fin acabo de leer el dichoso rótulo, pero ya las primeras sílabas se me han olvidado y no tengo ánimos para recomenzar. Con tenaz esfuerzo devuelvo el frasco al taburete y noto estar erguido, sin apoyarme en objeto alguno. Una cucarachita trepa por mi pie descalzo, la escupo con alegría, mientras se ahoga, los muebles van recuperando su color habitual e inmediatamente observo que los han cambiado de lugar. Casi a tientas busco la consola de caoba. Está justo en la otra pared, frente a la que antes ocupaba, y en seguida pienso (o digo) que es un cambio absurdo. Abro la gaveta y con un suspiro recojo mi agenda. Es preciso saber cuánto tiempo he delirado en ese horrible camastro, así es que acudo a la última página escrita. Una fecha: 2-diciembre y, con letra que cualquier grafólogo calificaría de melancólica y pesimista, leo: “Hoy es mi último día con vida (ojalá). Esta noche bajaré el telón… El demonio quiera que no se vuelva a subir”. Luego vienen toda clase de detalles sobre el revólver con que me ejecuté y algunas estrofas sarcásticas referidas a lo que en realidad ha ocurrido y que ya intuía con cierta seguridad. Más adelante, una serie de recuerdos mal hilvanados, mis libros, padres, infancia… Un beso final para Marta y la firma completa, con letra de molde: BERNARDO VORACE MARTíN. 

No puedo por menos que carcajearme de este nuevo intento fallido o llorar como sólo yo he llorado. Opto por enmudecer los pensamientos y andar sonámbulo. El demonio alzó el telón. Llego a la sala de estar, que ahora es cuando realmente merece este nombre, pues antes era, en todo caso, la sala de no estar, con docenas de libros y discos a modo de alfombra y las huellas de mis vicios entecho y paredes. Ahora todo rezuma limpieza, los discos como los colocaría cualquier pulcro aficionado ylos libros en orden, según editorial o autor. El gran sofá aparece acondicionado en forma de cama: almohada, sábana, manta. A su lado mi mesilla de noche con Las Flores del Mal que yo había comenzado a leer antes del último suicidio. 

Lo hojeo y observo numerosos versos subrayados con carmín, los que comparan al poeta con el pájaro albatros: “El poeta es como este príncipe de las alturas/ que asedia la tempestad y se ríe de las flechas,/ desterrado en el suelo, entre burlas,/ sus alas de gigante le impiden andar”. Pero creo que mi caso es aún más triste. Junto a Baudelaire están un vaso con agua y el tubo de cápsulas rojas. Oigo abrirse la puerta, giro la cabeza… Y ahí está, vestida de vaquera, bolsa de supermercado en mano. 

- ¡Mi pequeño inmortal! -Marta con ojos llorosos- . ¡Nunca lo conseguirás, eres Dios, eres Dios! La tengo en mis brazos, los cuerpos amarrados, gritos en mis oídos. -¡Mi linda bestia ensangrentada, eres un Diablo! 

Mientras me recuerda una y otra vez que no puedo ser aplastado como araña bajo zapato, me derramo de rodillas con mi rostro en sus rodillas… Lloro torpemente, como si fuese la primera vez que no muero. 


Eres un buen momento para morirme

A María José

Amaneciendo y anocheciendo
a un mismo tiempo,
cariño, ¿no es ésta la forma
en que te gustaría vivir?
En mi cabeza hay un álbum
de fotos amarillentas
y lo voy completando con mis ojos,
con los más leves ruidos,
atrapando olores en el aire
y en cada sueño que sueño.
¿Sabes una cosa, pequeña?
La última página de mi álbum
tiene tu boca lluviosa mordiéndome un labio,
un disco de rock'n'roll
y calcetines de colores.
Mis ojos han sido rápidos,
te he hecho el amor con la ropa puesta
a través de una
larga pajita dorada
mientras cruzabas la calle
con el cabello ardiendo.
Pero ahora son tus pies
quienes dan mis pasos,
¡así que no te equivoques
pues me caería!
Te bebo en cada vaso de agua
que sacia mi sed,
mis palabras son claras como niños pequeños
o espesas como semen empapando cortinas,
pero hoy tengo que inventar
un nuevo idioma
para conversar con tus tiernos maullidos eléctricos
y los gritos de euforia
de la gente que vive en tu cabeza.
Debes saber que a veces
soy como un entierro interminable,
siempre triste y azul
subiendo y bajando
por la misma calle.
Pero otras veces soy un río de risa 
corriéndome por toda la ribera,
haciendo el amor a la mar,
una felicidad contagiosa,
un revólver de amor, nena,
y voy a disparar justo a tu corazón
¡bang bang!
¿te di?
Quiero arrollarte, enrollarte y arrullarte,
montaña de aguardiente 
y tarde rojiza.
Eres un buen momento para morirme.

(14 de diciembre del 75. último poema)


A veces cuando la noche me aprisiona

suelo sentarme frente a una cabina
telefónica
y contemplo las bocas que hablan
para lejanos oídos.
Y cuando el hielo de la soledad
me ha desvenado, los barrenderos moros
canturrean tristemente
y las estrellas ocupan su lugar,
yo acaricio el teléfono
y le susurro sin usar monedas.

(Enero de 75) 


Muro

Cargado de ausencias, de sabios y grillos,
el hombre se estrella en la hueca noche
con el olfato averiado y la brisa fumando su fiebre.

En el volumen del tiempo,
la fe se tropieza arruinada
y el turbio gemido de las cloacas se extiende
con la sed en el rumbo plúmbeo.
Sin trabajar el sudor,
sin que tus visiones te ingieran,
así se espera el nuevo amanecer
(con algo más de fuego en los bolsillos).

Luego, en el séptimo despertar,
las eternas ojeras te calumnian
y las orugas siguen presas en el muro.
Este viejo sol está harto de brillar. 

(Este poema no ha sido editado en ningún libro. Lo escribió Casanova a los catorce años)





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