domingo, 22 de enero de 2012

JUAN CARLOS OLIVAS [5.677]


Juan Carlos Olivas

Juan Carlos Olivas (Turrialba, Costa Rica, 1986) es poeta y profesor. Mereció el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía 2011, el Premio UNA-Palabra de poesía 2011, el Premio Academia Costarricense de la Lengua, el Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2013, otorgado por el Instituto Nicaragüense de Cultura, el Premio de Poesía Eunice Odio 2016, de la Editorial Costa Rica y el Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2017, de Ecuador. Ha publicado La sed que nos llama (2009), Bitácora de los hechos consumados (2011), Mientras arden las cumbres (2012), Los seres desterrados (2014), Autorretrato de un hombre invisible (antología personal), El señor Pound (2015), El Manuscrito (2016) y En honor del delirio (2017, de próxima aparición).




EL LAMENTO DE ERATO

Atado a los caballos de la muerte
este poema cruza la sed de los instintos,
atado a los ojos de un corcel herido en mi ventana,
esta es la luz primera
que ansía el galope de las banales cosas,
cuando dios es un pistilo de aire
en medio de las ráfagas,
y suenan como un acordeón oscuro
las voces de los ángeles que duermen,
y de mí sólo sé que he muerto y he nacido
y he vuelto a morir
en los racimos de polvo
que desprende la mañana.

Así es la belleza que me guía,
conozco el escarnio de mis hijos,
el cielo me reprende
con un batir de alas luminosas
y mi imperio es la lira
que entre los ojos del pecado sucumbe.

Limpia de culpa mi mano sangra,
se aferra a las crines del espíritu,
y no hay ritual, no hay ritual,
Dios mira a un Dios tardío entre mis ojos,
por un instante es la felicidad
la loca espada que atraviesa mi lengua,
por un instante es la mentira
un templo a mis pies y no hay ritual,
un ala tiembla y se rompe,
el ciervo brama entre los riscos,
una mujer desnuda los espejos,
y todos me nombran
cuando una flor oscura germina,
y del aroma se sabe
que fui yo quien la dio a luz
con la ferocidad de un niño.

No hay ritual,
soñé una vez resucitar a un poeta de fuego
que cantase mi belleza,
ordené la lascivia de los hombres
para que amaran mi sexo en todas las ciudades,
e incluso me derramé en un trueno de amor
que bastaría para vencer al fiero Luzbel
que habita entre los bosques buscando un corazón.

Mas nada llenó el odre de mi canto,
ni las notas de mi lira
donde la luz a si misma se perdona,
donde la sangre encuentra cerradas
las puertas de mi reino si no canto,
si no cierro los ojos y los abro
para que todos vaticinen de mi carne.

Nada pudo llenarme, no hay ritual,
contemplo el gran vacío del mundo que soy yo,
hay ciudades nocturnas y relojes,
la sombra se baña entre mis ciénagas,
y ya no queda nadie, ya todos me adoraron,
mis hijos se fueron anteriores al cielo
o al infierno inmaculado de los hijos ilustres,
y sólo puedo verlos en esa tumba
que los ciegos llaman luna, ahí están,
no hay nadie al lado de mi sombra,
no hay ritual,
todo lo que soy lo he soñado
y ya no queda nada.
Se han roto algunas cuerdas de mi lira,
las pirañas royeron mis vestidos,
lejanas víboras se han enrollado a mi pelo,
y sólo oigo los cascos de un caballo
perdiéndose en mi pecho o en mi luz
donde una vez até al poema,
mas no,
no hay ritual, no hay ritual.
Ay de mí que canto para siempre ante la ausencia
y vivo de las pesadillas.




VIAJE DE OQUEDADES

Yo no te di la fe
para que huyeras,
te la di para salvarme.

Aquí cada dios
hereda ausencias,
volcanes decayendo
en el bajo remanso de tu nombre.
Yo les ofrezco mi adiós
y los perdono,
los perdono porque fueron de tí
la oquedad sin más verdades,
que esta verdad con que cumples
las ciegas libaciones del olvido.

Yo te di la fe
y ahora debo de creer,
pero el poema es un viaje
de emboscada ceniza,
el revés de la muerte
cuando teje su visita ante la lucha,
la insistencia de niebla
en cada calendario
que borramos mintiendo.

Y sólo esto aprendí:
después de la fe
ya no queda la poesía,
quedan bandadas
que escuchan el dolor
para soñarnos.

(De Viaje de Oquedades)




LO SUCIO DE LOS ÁNGELES

Tú que tan solo me recuerdas
lo sucio de los ángeles,
no eres ya la herida
de una puerta cómplice y vana
que hiciste de la magia,
ese pleno pecado
entre las tardes borradas
de pequeñas desnudeces,
donde inocente
no sabe herirnos la muerte.

Tú que ignorabas
el peso de mi error en La distancia,
acumulaste chispas de azar
para tu nombre;
y te quedaste tardía,
amaneciendo
por los débiles recodos del insomnio,
aprendiendo que Dios no gusta
lamer las cadenas del invierno,
sino tu perdón por habitarte.

Tú que ya estabas muerta de mar
el silencio:
no te quedes a sangrar junto a mi furia,
no edifiques la batalla con tu asombro,
no reces más acariciando mis ventanas,
no inclines la fruta del suicidio
para que seas perfecta;
porque mi única opción es derrotarte.
Hasta que aullemos girando
ante el secreto del odio
y la sola cicatriz inevitable,
que vuelve y es poema
y nada más.

(De Lo Sucio de los Ángeles)




LA FE DESHEREDADA

A Rolando Merayo

“Voraces somos tus hijos”
Rafael Alberti


Créeme,
tu padre y mi padre mueren juntos
mientras tú y yo escribimos el poema.
Por eso huyeron,
buscando ciegos sus árboles de vida
y encontrando la cifra de su olvido
en esa voz inmadura, aún pobre,
en que la llama revive.

Ignoran que escribimos
por la oración que cada noche
tú y yo le canjeamos a la ausencia,
batiéndonos en este acto de fe
parecido al suicidio,
donde la herida empaña la sed
de puros, silentes epitafios.

Qué difícil es dudar hermano mío,
cuando duelen en la sombra
las fechas que nos guardan,
la ofensa del huérfano,
tanta saliva oscura
en el rostro que se quema
sin prisa tras lo mudo.

Pero la llama es dura
y nos oculta la verdad;
nuestros padres mueren juntos
no sé dónde,
y sus sombras nos dictan
sus propios crucifijos.

Solas como el recuerdo
de un solo negro río,
cada madre le enseña
a llorar a su poeta,
pero él miente, sueña o besa,
porque lleva demasiadas piedras
formándose en las manos
como ríos.

Pero tan solo créeme esta noche
de fuego pesándole al amor,
de muerte y silencio
pesándole a la infancia:
tu padre y mi padre
siguen muriendo juntos,
mientras tú y yo quizá,
escribimos el poema
entre las cosas que hieren,
se desdicen, y no vuelven
sino para sangrar.

(De La Sed que nos Llama)




Elegía hipócrita para Arthur Rimbaud

Quizás ya no importe
que seas una herida más ante mi puerta.
Todas las cosas te han vencido inútilmente
y sin embargo aún,
cuando miro tus pasos disecados,
sé que hay muchas formas
de mentirnos.

Cada poema es un gesto de duda,
y tú conociste el hastío de los hombres,
nos traicionaste hermosamente,
dejándonos en las manos
este fuego sin fe,
esta impaciencia de ganarle una faena
cada día a la muerte,
este cigarrillo imposible que fumamos
arrojando la ceniza entre la pólvora.

Por eso no me importa
que ahora seas tan precoz como el olvido,
que hayas mordido muchas veces
las manos que te dieron de comer,
o me hayas dado la vida,
hermano, padre o inconcluso enemigo.

Hoy el herido eres tú,
y caes a la vera de un umbral
que ya nunca abriré.




El olvido

A terrible beauty is born
W. B. Yeats

Bien sabes que la sombra no alcanza,
olvidarás mi nombre
y la miseria caerá de sus colinas,
y sólo escucharás
a ese niño que desciende
a los ríos impuros
que soñamos de jóvenes,
a la robusta caricia
de un Dios viéndose solo
en la mansión del fuego,
entre las multitudes que tú y yo
construimos al azar,
irreales camposantos
que maduraban en ti,
distraídas llamas,
flores baldías,
sonámbulos dolores
que maduraban en ti
y me escupían la verdad
como una sombra.
Bien sabes cuánta grieta socava tu miseria,
los bordes de la memoria
te prohíben besarme
y eres pura entre la lentitud.
Yo te entrego la luz
e inútilmente descorro
las blasfemias del mundo.
-Dios no tiene la culpa de soñarnos-,
un día pasará, un mes,
cerraremos los ojos
y oirás la eternidad inevitable,
y así olvidarás mi nombre,
un mes, un año, lo que dures,
y pasarás junto a mí
como un corcel,
encaneciendo las calles
que llevo entre mis pasos.




DEDICATORIA

Madre,
perdóname por este libro oscuro;
tú que siempre me incitaste a la luz
y llenabas mi sangre
con el sucio talismán del porvenir.

Aquí en estas páginas
yace tu hijo acribillado por las palabras
y los pájaros que enciende la derrota.
No pudo acercarse a aquello que quisiste para él.
Su juventud la dedicó a perderse,
a sembrar cardos en la sal del sueño,
a desmembrar su carne para dársela a las bestias;
pero antes de partir, hizo asamblea,
y escribió en las paredes de su claustro
un mapa para viejos fumadores de opio,
una elegía para las dalias
que crecen en la tumba de un Rey,
el soto, el tomillo y la argamasa,
los ladrillos que construyó con tus huesos, madre,
el muro y la más alta torre
de todas las mitologías.

Ahora ha creado el mundo
y el mundo ya no le pertenece.
Acércate a él y respira;
toca con claridad su bosque umbroso
donde habita la serpiente
y afina el paladar,
sé precisa al llamado del sauce
y la hiedra que te mece en su veneno.

Perdónalo,
por este libro
escrito bajo un siglo que perece.
Perdónalo, perdóname, madre,
por decirte que la memoria
es ese pez que salta de la luna al sol
y cae entre tu rostro
como un ángel, al fin, hecho ceniza.




LEPRA DEL ALMA

Eran los tiempos de la lepra del alma.

En mi rostro caían las burlas de los héroes.
El sol se disecaba lentamente
como un insecto en los alfileres de disección.

Tenía frío, o algo parecido al frío
me inundaba en las oraciones de la tarde
cuando sonaban trompetas momentáneas
desde el atalaya de una ciudad inexistente.

Las doncellas pasaban a mi lado
como sauces vacíos, volvían sus caras y tosían,
y exhalaban palabras en el instante de su desfloración.

Empezaba a recordar el cielo como un grito.
Masticaba con mi boca de niebla
la última raíz del paraíso.
Estaba solo
y entonces me dije
que esto era una alucinación:
en mis manos, los ángeles y los demonios
leían poesía postmoderna,
la mantis religiosa llevaba el rostro
de San Juan de la Cruz,
una mujer blandía el nombre de Helena
grabado en su frente
y fornicaba con los caballos de la ausencia;
sus senos comenzaban a llover
y el agua silente me dolía.
Traté de refugiarme en los escombros
y los hijos del cielo me dijeron: vete de aquí,
no eres más que una sanguijuela,
un personaje de El Bosco
que se escapó del jardín de las delicias.

Así entonces se me escurría más la lepra
y grité: si en 24 horas no viene nadie a salvarme
daré mi cuerpo a las aves de rapiña,
si en 24 horas no desciende un carruaje de los cielos
mi boca será el Purgatorio del espíritu,
si en 24 horas no se publican mis libros
llenaré mi corazón de cardos
y haré pasar por él los ojos desnudos de mis editores,
si en 24 horas no me vuelve la fe
diré los secretos más vergonzosos de Dios,
si en 24 horas mi piel no vuelve a ser la de un niño
envenenaré el agua del recuerdo
y la daré a los pobres,
si en 24 horas no vuelvo a ser aquel
que reinó sin un trono en el milagro del alba
obligaré a la esperanza a leer en voz alta
los titulares de los periódicos.

Todo esto iba pensando
mientras mi carne hedía
y de pronto
tuve un recuerdo del errante paraíso,
cayó a mis manos el cadáver de una mariposa
y la lepra empezó a desaparecer
para darle paso a la nostalgia.

Había terminado la alucinación
y al día siguiente
mi mano limpia
apagaba el reloj despertador,
el sol
era un hermoso insecto
                        en las cortinas.




LA LEYENDA DEL VOLCÁN

Nos desnudamos tanto
que los dioses temblaron,
que cien veces mandaron
sus lavas a escondernos.
Fabio Morábito


Solíamos dormir dentro del cráter de un volcán.
Íbamos en vacaciones a recoger arbustos,
a picar con guadañas la piedra del azufre.

La niebla se travestía en los muros naturales,
era una muchedumbre en las palabras frágiles
mientras tú y yo hilábamos la música del páramo,
nos daba por perdernos entre las fumarolas
hasta volver de noche a la misma tienda de campaña.

Ahí hacíamos el amor
hasta masticar la sangre,
hasta tenernos miedo y apartarnos
y la ceniza que éramos –no el polvo-
se mezclaba en el tiempo de otras fluctuaciones;
nos dejaba impregnados de una sal milagrosa,
nos desnudaba tanto hasta petrificar
lo que ahora llamamos memoria.

Fuimos dueños de lo voraz
y de la gracia trémula
de alguien que vuelve intacto a su niñez
y trae noticias de sus vidas pasadas,
un trozo de madera preciosa,
una punta de lanza
que se incrusta en la piel
de los animales muertos,
una rama de olivo
que se meció en los picos de las aves.

Desde aquí ya no hay rastro del diluvio;
sin embargo, al verte
la lluvia se te escapa
y cuando pones tu mano en mi pecho
tu puño es la piedra que se hunde
en medio del estanque
y desciende en zigzag,
más su sonido no lo puedo describir: es la poesía.

Su verbo es tan real
como el magma que habita bajo nuestros pies
y que ya viene a mudarnos la vista en el paisaje,
a invitarnos a ser parte del volcán y perecer,
o salvarnos
            en el misterio de los cuerpos
                                    que son uno
y viven para contar su historia.

Un día hablaré de ti y no me creerán,
un día dirás mi nombre
                        y se echarán a reír.
Pero vendrán las lavas
y todos moriremos,
pero vendrán las lavas
y de nuevo tus ojos
me harán creer
en la ceniza.




HALLAZGO EN ALTAMIRA

Le hablo al hombre
que dibuja bisontes
en la cueva de Altamira.

Le digo que se detenga,
que no vale la pena
dejar registro
de existencia humana alguna,
que los cazadores
nos cazamos a nosotros mismos,
que fracasamos en un intento de futuro,
que no aprendimos a remendar
las hilachas del corazón
y a la forma del círculo
solo la utilizamos
para forjar monedas.

Le insisto en que no somos dignos
de contar nuestra historia,
que dejamos sobre mesas de fuego
el papel de la creencia,
de lo que conscientemente
nos hacía discernir
entre un atardecer
o el incendio en la casa de la misericordia.

Le digo que ya basta,
que no se atreva,
que para qué tanta lata
en sobrevivir más allá de la memoria.

Pero el hombre de Altamira me da la espalda,
finge no escucharme, no saber que estoy ahí,
y sigue dibujando
sus bisontes.





TANATOSIS (o el arte de hacerse el muerto)

Sentado en la mecedora
del patio de mi casa leo a Cioran,
a Borges, a los poetas chinos
de una dinastía de casi 2000 años atrás.

La belleza aún sigue latente en sus textos,
también el hastío, lo solitario y lo abyecto
que se traduce en las sílabas que conforman mi mundo.
Estos poetas tuvieron pánico a la muerte.

Me pregunto si hay dolor, si vienen por nosotros,
si uno sube y desciende por un túnel escarchado
en la más fiera luz que hayamos visto,
si se siente el frío que dicen que se siente
o es como quedarse dormido
entre lunas de espuma y sábanas de opio.

Yo también viví mis días
como si nunca fuera a morir
y ahí estuvo el error.

Escribí porque tuve miedo y arrogancia
y ahora la verdad me golpea
como un trapo en la cara;
quizás no viví lo suficiente,
quizás me fui perdiendo
en el bosque sagrado de la procrastinación,
dejando para última hora las cosas esenciales:
mi hijo que sopla un diente de león,
el vecino que grita gol desde lo eterno,
la canción que mi esposa tararea,
el hombre o la mujer que cede ante la noche
y lee a Cioran, a Borges, a los chinos,
un libro de poesía
como un paliativo real
contra la muerte.





LADRONES DE LIBROS

Todo es mío y nada me pertenece,
nada pertenece a la memoria,
todo es mío mientras lo contemplo.

WislawaSzymborska


Loado sea el ladrón de la cultura;
el que no puede comprar libros, pero los ama
y siente un escalofrío que le sube al espinazo
cuando abre las páginas vetustas y las huele.

Bendito sea el amigo que deja pasar a su amigo
a su biblioteca personal y presta sus libros
sabiendo que el otro no los va a devolver y no le importa.
Más bendito aun aquel que los devuelve
y se da cuenta de que arranca un pedazo de su piel
u otra extremidad y lo otorga como un pan
al dueño que no entiende lo que pasa.

Alabado sea el coleccionista de rarezas,
el vigía de las primeras ediciones firmadas,
el que deja una lágrima de felicidad
sobre las tapas de cuero;
al que conoce aún el papel biblia
y desprecia hasta las heces los libros digitales.

Que nunca le falte el sustento
a los muchachos que sedujeron a las bibliotecarias de la Universidad
para obtener ciertos favores en pro de la lectura
y llegaron a enamorarse realmente,
hicieron el amor entre los anaqueles del mundo
y en cada idioma que aprendieron dejaron un orgasmo.

Que nadie olvide las librerías de segunda mano
donde dos aprendices de poetas
se las ingeniaban para distraer al vendedor
y en sus mochilas escondían los libros de Shelley,
de Szymborska, de espíritus cuyos nombres
fueron escritos sobre el agua,
o alucinaron en baratos hoteles de una noche,
o se tendieron a la piedra del sol
a ver pasar ovnis de oro bajo la noche estrellada.

Que nadie los ofenda a los lectores,
que los dejen ahí, con sus libros,
en un instante del paraíso,
pues el infierno que les espera –según Dante-
es tan sólo vivir sin esperanza.

Al final, después de todo,
no nos saldrá tan caro delinquir
y la belleza más grande consiste
en llevarnos a casa
lo que nos fue prohibido.




MEMORIA DEL PARAÍSO

Yo jamás he perdido el paraíso.

No me vieron crecer los rosales de la muerte.
No hube devastado la neblina
que se posaba como un animal
al pie de la inocencia.

Para mí fue la dicha
y las arboledas del amanecer;
sin embargo, en mis ojos se elevaban
los ladrillos de un muro,
pintaba bisontes con mi sangre en la pared,
escribía mensajes del más allá
en pequeños aviones de papel
que resistían la inclemencia de la lluvia,
los arrojaba como un hueso al otro lado
y de vez en cuando afuera
había voces que preguntaban si aún estaba ahí,
cuál era mi nombre,
si tenía hambre o sed,
o la necesidad de un cuerpo
que cupiera en mi sombra.

Yo nunca contesté ni tuve ganas.
El paraíso era estar solo
en un diván de libros polvorientos,
el paraíso era mentirme noche a noche
y fingir que volvía
a cada instante a la niñez,
el paraíso era pasearme ebrio
de una antigua belleza
parecida a la calma que se siente
antes de la destrucción.

Descreí de mi muerte pese a todo,
el caos también fue mi otra forma de vida
y me acostumbré a robar las flores del camposanto,
salía a jugar a las escondidas en los pisos minados,
creí en la existencia de los monstruos
porque los conocí, y eran reales
como lo que pienso o me persigue;
a veces ellos ganaban
y me mandaban a llorar debajo de la mesa,
otras veces me temían
y arrimaban a mi fuego sus chivos expiatorios.

Solía ser ese niño cruel y compasivo
de los cuales no hablan los libros de la felicidad.
A mi diestra yacían los ángeles dormidos
de un paraíso que el tiempo no pudo arrebatarme
y ahora es la hora de partir,
de abordar una nube y descender por el mar
que de noche refleja un cielo sin estrellas,
mi osamenta le indicará el rumbo al horizonte
y mi epitafio será la espuma
que los peces dejarán tras de sí
cuando salten serenos
en las puertas del agua.




Ars poética

Cuando vas cruzando un desierto
y alguien con sus manos
se acerca y te ofrece un poco de agua,
no le preguntas a ese errante
de cuál pozo de inviernos
ha obtenido esa magia,
simplemente lo aceptas,
lo bebes,
y te sacias.
No vaya a ser que todo sea un espejismo
y el polvo que ya eres
se deshaga en la arena.




La puerta frente al mar

Detrás de esa puerta
ella aún escucha el crujido de las olas.
Cree que es un león que ha sido herido
por un rayo de melancolía.

Ella habla en voz baja
de cosas que llevan su verdad
a lomos de una bestia sin nombre,
puede que sea una trampa
el bramido del mar
y que alguien la esté llamando a la puerta.

Aún así es invierno
y ella no se atreve a tocarla todavía,
sino que imagina los faros de la desolación,
su hora futura frente a la arena tibia,
como una madona que recoge su canto del olvido
y empieza a recapitular
aquel idioma de orquídeas,
la brisa de una fabulación que repetía
el placer de la carne de sus amantes muertos,
el origen del dolor entre su pecho
y esa puerta que frente al mar se mantenía,
como un punto lejano que los viajeros miran
cuando tienen tristeza.

Y es que el tiempo ya ha urdido
sus gaviotas en la brisa,
y por debajo de la puerta
el sol ha rasgado su imperio;
alguien ha llegado y ruge frente al faro,
el alba bebe la sangre del león
y a pesar de que ahora
ella ha puesto barro en sus oídos,
detrás de esa puerta escucha un manojo de llaves
como gaviotas negras:
la memoria sin más abre sus brazos
y alguien gira al fin la cerradura.




Arrullo funerario para Eunice

Llegaré borracho a tu funeral Eunice,
aunque no haya alguno,
aunque el viento desarme las letras de tu tumba
hasta anegarlas en los jacintos de mis labios.
Llegaré a tu funeral, borracho,
y estaremos ahí,
diciéndonos tan sólo esas palabras
que los hombres olvidan cuando mueren,
cuando han sido vedados los caminos
y uno mira atrás, sin nombres,
o sin más nombre que el presagio
de algo que sabemos no vendrá.

Llegaré borracho
y te diré mi nombre es Nada,
y beberás conmigo los huesos de los hombres,
vendrás con la antigua presunción
de quien no muere,
de quien juega esgrima en el espejo
y siempre gana la partida.

Llegaré borracho Eunice
y me perdonarás,
tú que nunca conociste la embriaguez,
y llevaré el mirto de mis últimos días junto a ti,
para que duermas cálida, al fin,
tan sin mí, tan fugaz,
tan dulcemente.




El día dudoso

Y los niños vieron el rostro de Mallarmé
y le conocieron,
bajando por el hato de lágrimas.
Tomaron sus bicicletas
y fueron hasta el sur de una colina
amparados por el ángel del misterio.
Sus padres descreyeron aquel día,
lavaron a sus hijos en la piedra;
luego quemaron sus ojos
con la astilla de un espejo.
Dijeron:
“La poesía no será sino esa copa concurrente
que fingirás llenar de lágrimas.”
Mallarmé lo vio todo desde una nube,
alguien robó las bicicletas
y en el valle hay muchos padres
que aún no pueden llorar.




Mundo en calma

All manner of thing shall be well
when the tongues of flame are in-folded
into the crowned knot of fire
and the fire and the rose are one.
T.S. Eliot

“Little Gidding”
The Four Quartets


Aunque Eliot diga
que todo irá bien
y toda clase de cosas irá bien,
continúo atado al borde de una mesa
y batallo contra los elementos
que mi sombra domestica:
el pan ácido del mundo,
este corazón que va secándose
en cada cumpleaños
frente a televisores que dibujan
mis historias mínimas,
y que pueden ser la historia
de un joven en un café
escribiendo sus mentiras,
un despilfarro de fe para salvarse.

No tengo más que esta ciudad
que me rompe los labios
y puede que todo vaya bien
según Eliot,
puede que el drama del hambre
no sea más que una excusa
para seguir reuniéndonos
y pasar el recuento –noche a noche-
de un holocausto personal
que a nadie importa,
puede que la tristeza no sea más que sequía
y nuestros ojos busquen
el pasto de un cuerpo inalcanzable,
y ya para entonces asistamos a la vida
con profesión, familia
y sonrisa insoportable;
dirían las abuelas que crecimos demasiado
y nos daría miedo marcharnos de repente
sin antes ver nuestro rostro reflejado en el agua.

Toda clase de cosas iría bien,
incluso aquello que dejamos incompleto:
no barrer tanta ceniza debajo de la lengua,
acomodar los libros, las mañanas, el cansancio,
y dejar puertas abiertas como brazos,
saber que la noche puede ser molida a palos
y nuestra carne vendaría sus heridas.

Podríamos querernos de otra forma,
levantarnos temprano
y escuchar el llanto de la luz cuando amanece,
o sinceramente abofetearnos
con el rocío, la esperanza o la ignorancia
de quien sabe que esto podría ir bien
y toda clase de cosas iría bien,
si alguien nos hubiese dicho
que la vida era esto.
De Mientras arden las cumbres




Malos hábitos

Mis culpas nunca fueron las mismas.
Hoy doy cuenta de mis actos
en lugar de vivir,
de alucinar en el cuadrilátero
el paso de los días,
alzar las manos,
esquivar el golpe,
y dejar al poema
una vez más sobre la lona.
El aplauso me causaría tristeza,
una ráfaga de luz
me llevaría de nuevo hacía las cuerdas,
los camerinos olerían
a un tiempo que no llega,
a palabras soberbias,
a nombres de mujeres
que persiguen sombras
por amor a mi nombre,
a falsos amigos
que sin dudar me salvarían.
Cuando la campana dejó de sonar
ya mi alma se caía por los poros,
y supe que para otros
siempre fueron las medallas recibidas.
Pero hoy, me detengo ante mis ojos
y me pido perdón,
miro los raídos guantes del pasado
colgar de la pared
como una profecía,
mis fingidos vestigios de gloria,
y me decido a terminar
este combate de doce pesadillas
que dieron en mi rostro,
sabiendo de antemano
que mi cuerpo será
esa metáfora extendida sobre el ring.
La muerte dirá en los altavoces
que mi tiempo ha pasado,
cesará el bullicio,
y entonces la poesía, victoriosa,
aplaudirá con soberbia
desde la última butaca vacía.




El ángel de la casa

Una mesa de noche jamás será un altar,
pero a esta hora,
la fotografía de Virginia Woolf
arde como un presagio que se cumple,
sus ojos disparan su ponzoña
en contra del ángel de la casa,
mas éste olvida sucumbir.
Yo también le odio y le acompaño,
sufro sus aversiones cotidianas,
su forma de ser madre,
la absurda amiga
de lo incierto y lo trivial
cuando así lo deseo,
amo de sus reconvenciones.
Mi condena es saber que no puedo matarle,
que a esta hora
la fotografía de Virginia Woolf es devorada
en una esquina de mi casa,
y empiezo a descreer de lo divino.




Casa

Mi casa no da al Mar Mediterráneo
ni posee la brisa de los lagos de Pocara.
Más bien es fría
como la osamenta infiel del horizonte
y pequeña como una uva de ira.
A veces suele amedrentarme
el sonido de mis pasos solos,
el eco de mis poemas solos,
el estruendo de una moneda
llorando en los círculos concéntricos del piso.
Amanezco pensando en un huésped de sombras
que me hará compañía entre las sábanas,
mas no procuro nombrarle.
Soy más cobarde que lo que mis manos dictan:
lloro una blasfemia en la ventana,
tomo un libro del confuso anaquel
y con desgano leo un poema de José Hierro:
Cuando todos se fueron, yo
me quedé a solas con mi alma.

Lo comprendo perfectamente
y eso, lo sé, no es buena compañía,
especialmente si mi casa
no da al Mar Mediterráneo,
ni posee la brisa de los lagos de Pocara,
y el único balcón que existe
es la memoria.





De Bitácora de los hechos consumados

A quien honor merece

Honor a aquellos que vieron
a la ciudad arder
y en cobardía se escondieron en los sótanos.
A aquellos que callaron cargados de razón
y aceptaron ser la oveja del matadero;
a aquellos que vendieron a su Cristo
por treinta cervezas
y predicaron de su vida entre los bares.

Honor al payador de los toros del hambre
que en sus lomos recibe la impronta del destino,
a aquellos que no tenían oráculos
y aun así escucharon a un ángel hablar
desde el fondo de un vaso
y después siguieron sus caminos.

Honor al paria que en las gradas del congreso
pide limosna a los poderosos y ríe
porque sabe que nada necesita,
a los aficionados de un equipo de fútbol
que perdió la final al último minuto
e intercambiaron camisas sudadas de amargura.

Honor a la secretaria del bastardo
que resta números al salario del pobre
y sumisa entrega informes a las sombras,
a aquellos que se fugaron de los hospitales
con una herida abierta que aún sangraba
las humildes estrellas de sus campos.

Honor a aquellos que de pie
fueron forzados a cantar, día tras día,
el himno nacional de la tristeza,
a los que aun así se sintieron patriotas
y se indignaron cuando alguien escupía su bandera.

Honor al hombre que dejó en el altar tantas esposas
y se revolcó en los cañales con la más fea del barrio,
a la cuál le negaron hasta el aire;
a aquel que soterrado por el hambre
otorga su pan a quien todo lo tiene
y devoran el banquete frente a él y no se queja.

Honor a quien hace del guajiro una montaña
y tiene por sexo una orquídea invisible
cuyo aroma sólo es ferocidad;
a aquellos que pierden los aviones en la madrugada
y abren con premura su equipaje
buscando en vano la luz de un nuevo día.

Honor a quienes escriben posdatas
con la luz de su cuarto apagada
y transitan como topos en cuerpos de una noche;
a aquellos que escogen el árbol sensitivo
y al ahorcarse iluminan el paisaje.

Honor al caballo, al cine, a la moneda,
a tantos que fueron y recuerdo todavía,
a los que son y especialmente a los que no,
honor, honor y salud,
hermanos míos.




La medalla

Cuando niño, en la escuela,
robé a un compañero su medalla.

La había ganado en una carrera de atletismo.
El muy cabrón era el más popular entre los niños
porque nos perseguía con un chile picante
y se lo ponía en la boca a quien tomaba.

A mí me agarró más de tres veces.
Para entonces yo era el flaco de pelo rizado,
las niñas no eran mi fuerte
y los deportes me resultaban sonsos.

Fue en el patio de la inocencia devastada.
Ahora me recuerdo, estando ahí, frente a su casillero,
atisbé un descuido en la maestra
y saqué con destreza la medalla.

Pasaron buscándola toda la tarde
y yo la lucí en soledad, en mi habitación.
Frente al espejo me pareció brillar desde otro mundo.
Me sentí un Goliat, un romano, un pirata,
pero esa excitación fue tan fugaz como un orgasmo.

Mi madre, serena, preguntó por la medalla.
Yo aún no sé por qué lo confesé,
y me obligaron a devolverla a su dueño,
pedir perdón al paria, al abusador,
al pequeño tirano de mi escuela.

Mis compañeros al unísono rieron.
Descubrí por vez primera
que en todas esas historias que me contaron
sobre Goliat, los romanos, los piratas,
todos los tiranos, sin excepción, acaban muertos.

Así terminaron mis sueños de victoria;
contemplando las cenizas de mi consumación,
anhelando, más que a una medalla,
el pulso de los días tranquilos
que ya nunca volvieron.





Variaciones de un poeta recién casado

Justo cuando el poeta
cree tener una respuesta,
y ha escrito en metáforas exquisitas
lo que antes otros no pudieron,
aparece una mujer frente a la puerta del salón
y lo interrumpe.

Le dice que hay que pagar cuentas,
que la luz y el agua no dan abasto,
que el kilo de la cebolla y de las papas
es algo inaguantable,
que al niño le pidieron un disfraz
para la feria de la escuela
y cuotas para fiestas de fin de año.

Todo esto pasa amigos, ante la mirada atónita
del público que espera.

El poeta entonces,
que estaba a punto de decir
la metáfora que salvaría al mundo,
toma todos sus papeles y libros de la mesa,
los pone en su viejo maletín,
se disculpa con el público que escucha,
y sale de la mano de esa mujer
hacia la vida.





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