JORGE SOUZA
Nació en la Ciudad de Guadalajara, en México.
Nací el 30 de septiembre de 1950, casi a la medianoche. Desde entonces, tal vez, me gusta la oscuridad. Mi padre murió cuando tenía ocho años y mi madre, mi abuela y cuatro tías estuvieron muy cerca de mí; por eso, quizá, creo en las mujeres. Cuando fui niño me decían el niño eléctrico por inquieto y peleonero; yo, en ocasiones, estuve seguro que yo era la oveja negra de la familia. Una vez, en ese tiempo, miré al cielo y sentí el vacío, y desde entonces ando en busca sin encontrar del todo. Crecí, fui medio hippie, bailé, toqué en un grupo de rock, viajé de aventón, hice yoga, estudié filosofía y a principios de los setenta fui el primer tallerista con Elías Nandino. Un día, Ernesto Flores me consiguió trabajo como jefe de comunicación en el Fideicomiso Puerto Vallarta y me quedé por allá trece años; dirigí los diarios Vallarta Opina y el Diario de la Bahía y, bueno, hasta político fui. Luego dirigí en Tepic el Nayarit Opina durante casi tres años, y ahora, desde hace seis, ya de regreso en Guadalajara, trabajo en el periódico Público, desde donde me toca editar la sección internacional de una decena de periódicos del grupo Milenio. Tengo seis hijos y una mujer bella e inquieta; algunos amigos, libros y una gata que nos regaló el hijo de Gil Simoes. Me gusta el ron, el silencio, las cenas en casa de mi hermano con la madre al lado, y las reuniones de cada sábado en la casa del tío Víctor, con el chiquillerío y la bola de primos; cuando repartimos el postre cantamos “acitrón”... Sólo falta decir que Dios es Grande. Ah, tenemos una casita en Tapalpa; si quieren, se la presto.
Libros de poesía: Tela de araña, Guadalajara, Cuaderno Breve, 1983. Sabedores tristísimos de ningún remedio, Zacatecas, Praxis Dosfilos, 1985. Luz que no vuelve, Tepic, Fonca, 1995. Saliva de qué dioses, Guadalajara, Secretaría de Cultura, 1999. En las manos, la niebla, Guadalajara, Mantis, 2000. Cifras de fuego, Québec-Guadalajara, Écrits des Forges-Mantis Editores, 2001. Ceniza a la que no renuncio, Comancalco, Ediciones Monte Carmelo, 2003.
Vine de fuera quizá
VINE DE FUERA, QUIZÁ DE LA MAÑANA.
Yo recuerdo la luz incendiando los estorninos
el sol de piedra, sus verdes filamentos
el transcurrir del agua sin especie.
Mis huellas
en la sal de caminos antiguos.
Vine de fuera. Alguna vez la noche
extirpó mis párpados con su dedo afilado
grabó en mi cuerpo sus labios venenosos
y trazó en mi esqueleto su geometría de lluvia.
Vine de fuera, aún recuerdo
mis manos extendidas hacia el sol del poniente;
el llanto de los dioses disolviéndose
sobre la tierra abierta.
Vine de fuera, quizá de un espejismo
en el que alguien soñaba que era éste
y encontraba en sus sueños al otro que yo soy,
construyendo estos ojos, inventando esta luz,
estas palabras.
Alguna vez, lo sé, tuve una cara
A Luis Armenta
ALGUNA VEZ, LO SÉ, TUVE UNA CARA
un nombre gris, una memoria abierta
y una ciudad con pájaros.
Tuve una casa vieja y una luna repleta
como farol en alto sobre el techo del mundo.
Pero vino la niebla con sus manos deshechas
con sus vendas sonámbulas y escondió mis sílabas;
untó su vaho en mi piel, adormeciéndola
y entorpeció el arroyo de mis voces antiguas.
Vino la niebla con cristales de plomo
y cultivó en mis ojos negras malvas;
tendió cansadas telarañas
en mi rostro y mi piel, envejeciéndolos.
Me convirtió, al fin, en este hombre
que en sus manos perdió todos los ritos
y que convoca en azoteas nocturnas
el resplandor, las llaves, el milagro.
Doy un trago al café, miro mi mano
DOY UN TRAGO AL CAFÉ, MIRO MI MANO.
La cicatriz del dedo, su aspereza.
Alguna vez estuve en el principio
y mi ojo de ágata, quieto como una roca
retrató el amplio grito del relámpago;
la tierra del silicio y la ceniza.
Bajo mi piel ahora alguien recuerda.
Alguien habla del viento y sus paredes
alguien teje otra vez viejas palabras
sobre el veneno de la ruina.
Doy un trago al café. Todo regresa.
Todo vuelve de nuevo hasta nosotros.
La boca busca otra vez los nombres
que tuvieron las cosas algún día.
Todo se va de nuevo. Doy un trago,
Ninguna cosa es. Nada regresa.
Ninguna cosa fue: sólo este viento
levantando espejismos: esta arena
que se llama la vida, entre las manos
Abro en la niebla la botella
ABRO EN LA NIEBLA LA BOTELLA. BEBO.
Doy el trago profundo tras la espera.
Luego vuelvo a mirar, tranquilizado
el espesor de las ventanas
los cuadros que cuelgan como enormes escudos
en paredes que entretejió la sombra.
Siento el jalón el tiempo,
su golpe en las espaldas
lanzándome adelante.
Estoy cansado.
Abro de nuevo la botella.
Bebo.
Un segundo de paz luego la niebla
la cicatriz que nuevamente sangra
Desde acá
DESDE AQUÍ
cantina, yo, silencio
te voy buscando como loco sin cuerdas
por pasajes y tiempos que se fueron quedando.
Y sin pedirle peras a la vida
me subo en el tranvía más deshuesado
le recorro las trabes a la sombra
moqueo mi soledad y me apaciguo.
Pero tu voz
que germina y se expande
como un puñado de semillas dolorosas
aquí en mi lado izquierdo
me demuestra otra vez, querida Circe
que hay que buscar en otros laberintos.
Tú que desciendes a la última raíz
TÚ QUE DESCIENDES A LA ÚLTIMA RAÍZ, LA QUE DESCRIBE los nuevos hemisferios, no la mujer ahora, la espuma eres de la turbia marea que se alza en el destierro.
Tú que ofreces a mi frente el otro paraíso, el instante sellado, la llave de esplendores, el sueño del poder y del olvido; y a mis espinas, la luz y la esperanza, acércate de nuevo.
Amo ahora mi boca que es capaz de nombrarte. Mi lengua que repite tus sílabas como un bosque tendido sobre el agua
Amo mi piel que te retiene y mis manos que te construyen a ciegas cada noche.
¡Oh, tú!, que en la caída encontraste mi cuerpo sin aliento, mi tacto sin un eco que le alumbre, mis miembros encharcados, unta en mi ser tus bálsamos y marchemos; junto a mi oído nombra la otra ciencia, con tus palabras abre mi memoria y llénala de pájaros.
Dale a mi cuerpo el fruto codiciable, entrégale el veneno del hambre que no acaba, la sombra que al final logre vencerlo
Y ama en mi voz el alba y en mis ojos el mapa de los nuevos agostos; y déjame amarte a ti, en la amargura de esta hora final, cuando la tarde duele, mientras llega el olvido y nos levanta.
para Irma Gloria Pérez
La canción del amor y los amantes
I
CUMPLE
sus ritos el otoño: no amanece.
(Las cigarras tejen sus argumentos sobre la luz dormida).
El violeta destiñe la ventana y es una mancha que pierde sus contornos. La noche se abre, como un río, bajo una sábana de lluvia. Lo demás casi calla.
Afuera
el resplandor del alumbrado se encharca en las banquetas, traza sus vetas de oro sobre el piso.
Adentro
el mar tranquilo, la sensación de olores desterrados; y éste, tu cuerpo tuyo (y mío), desnudo y ahora en calma —isla en mi soledad— sigue durmiendo.
Ahora
habitas el instante, el minuto sin rostro: el perfecto ademán de los relojes. La hora que reposa en el corazón saciado. La paciencia perfecta de estar aquí, sin nombres y sin máscaras.
El alba
se aproxima. Abre los territorios de la sombra, y yo, en medio del camino, como un desterrado, miro tu cuerpo mío, bellísimo animal de carne y labios, cerrar las espirales de su sueño
: Perduras
como un hilo sostenido sobre la fina sucesión del tiempo.
Perduras
aún cuando el calidoscopio gira y el líquido precioso de la vida disuelve las estrellas en tus
manos. Perduras más allá del fragor de los amantes; cuando se eleva la escritura que reposa
en la piel y extiende sobre el cuerpo sus oleajes de letras.
2
No amanece
pero en la habitación el tiempo, hecho polvo, brilla sobre nosotros y nos ata,
y tú
aún dormida enciendes la retina de mis ojos,
y yo,
que permanezco. Que velo. Que retengo de ti la mordedura. Que te he sentido arder, sé que los precipicios de la niebla sólo se cruzan cuando dos se aman, y que la potestad de los demonios nada es ante la sabiduría de los amantes.
La mesa
ahí, con esas flores tuyas y las copas tras el último trago, ¿no demuestran acaso que existimos? Las paredes, lisas como una cántara abierta, como un lazo, tensas como tu aparición, ¿no son los argumentos de que el tiempo nos toca y nos conduce?
La ventana
está abierta. Las luces de la calle siguen lloviendo tiempo. Un chasquido de autos brilla en la madrugada. Todo puede escucharse. Tú respiras. Tú persistes. Tú lates. Tú navegas sobre la soledad y el sueño.
Permaneces
y hay una voz que toma la palabra y habla en nosotros aunque nadie la entienda. Una voz que describe este momento, que nos describe ahora, aquí, desnudos, como dos velas que se consumen iluminando el espacio en el que habitan. Una voz que nos traza en su lienzo y nos deja amarrados para siempre.
4
La cálida
saliva del amor unta tus bordes. Tus lindes, tu húmeda entrepierna, donde germina el musgo de la noche. Su tacto nos marcó y permanece en tu cuerpo y mi cuerpo como una sombra nueva.
Todo
ha pasado ya. No hay cigarros ni copas. El tocadiscos está apagado. Nada se mueve, sino la
piel brillante, el latido del cuerpo, y la respiración, más allá de la angustia, la culpa y la caída; más allá de la ruina que siempre nos persiste, y se aquieta mi cuerpo, que sabe estar contigo, y que busca vivir y respirar y abrir los ojos.
El ventanal
se abre a las jacarandas. A las hojas que brillan en esta noche húmeda. Pasa un poco de luz entre rendijas y cae sobre tu muslo, tu cintura y tu costado izquierdo.
Tú,
mientras tanto, sueñas. Navegas hacia ti entre la bruma. Bebes de nuevo la primera leche.
Descubres
con tus manos dormidas las velas milagrosas, los vestigios del alba. Yo te miro latir como una llama apacible entre sábanas, y te amo como a una tierra turbada por el rescoldo y la ceniza.
5
Yo
retengo como herida la marca de tu cuerpo: su claridad, sus tonos, sus armónicos timbres, sus bemoles. Retengo la marea con que me arrastras y la quietud que alumbra adentro de la sangre.
Floto
sobre las cuerdas de los siglos, destruido por la paz y la esperanza. Como si atrás del párpado, ángeles disputaran algún despojo mío.
Respiro
como si mis pulmones fueran los de un animal incandescente. Como si mi nariz, despojada del fuego, recuperara el aire, sus filtros; como si mi cuerpo lo habitara algún ser prodigioso.
Mi cuerpo
sigue pleno de ti, de tu gemido, del golpe de las sendas que engarzaron a mis manos tu piel y a mis esperas tus múltiples terrenos navegables.
Amas
el espesor oculto en la caricia; la lengua que aniquila con su tacto profundo. La penumbra, el placer en las manos, derramándose.
Acuchilla
la sombra tu rastro entre las sábanas. Tu luz, que da su forma a la raíz del mundo. Tu voz, que no surge en realidad de ti, y que sabe decirme quiénes somos.
Crece,
una presencia entre la noche y la nostalgia, y nos concede esta certeza: a lo demás hemos renunciado, pero maduramos como frutos, hinchados por el viento en las ramas del mundo.
Despiertas.
El borde colorado de tu lengua humedece tus labios. Bostezas. Cubres tu cuerpo a medias. El vello acariciable, que ha sembrado la vida en tus rincones húmedos.
Yo
Lo sé. Amaneces en ti, junto al goteo del tiempo. En mi sueño descubro otra vez tu rostro, el manchón de tus labios, las rayaduras de tus ojos cerrados, tu nariz en calma.
Amo
tus montes, tus caminos, el grito de tu espalda, el trazo de la línea central que desciende y se agota, y luego, al frente, la locura del vientre, la ondulación musical de las costillas, el pezón que despierta y la cintura que aún duerme.
Amo
la superficie triangular, ahora relajada, que anida entre tus muslos y es un hermoso pez que a mí solo responde.
Volteas.
Me miras. Sonríes desde el lugar que ahora llenas. Luego sacas el brazo de la almohada, tomas mi mano y la llevas a ti, tan navegable. Ahora tú me abrazas. Subes tu pierna en mí, tu muslo tibio.
El amor
con sus fuegos abiertos se despierta. Se derrama, como un pomo de luz, sobre la carne.
La noche
desmenuza los telares del alba. Las jacarandas tienen sus bordes cada vez más verdes.
Un automóvil
cruza con el estéreo abierto, a lo lejos comienza la madrugada a edificar la vida con sus manos de asombro.
para Irma Gloria Pérez
Alguien dentro de mí por mí pregunta
LLEVO UNA LISTA DE PENDIENTES EN LA BOLSA DEL CHALECO
y unas cuantas monedas adquiridas en la madrugada con artes de los hombres.
Me muevo como sabio apaciguado que aprendió con los años
A vestir su corbata y trazar memorandos.
Sé al fin vivir mi mundo, mi recorrido diario
Mi destino de cada hora, mi trago de cada día.
Habito un edificio tenaz, me muevo entre paredes utilizando el tacto
Avanzo por musgosos pasillos donde viven seres de cal, personas de salitre
Y cumplo con mi parte sin parar un momento, sin esconder el rostro.
Pero bajo mi piel, un puñado de hormigas excava sus cavernas
Y un entumecimiento me apacienta.
En el espejo miro a mi propia figura alzar los brazos, balancear
La cabeza, elevar una pierna, inclinarse.
Oigo girar el mundo. Adivino
A distancia sus naves portentosas, sus habitantes rotos.
Observo la maraña, la multitud de gestos, que envuelve y arrebata
Este río silencioso que corre entre la carne.
Otras veces padezco la locura del viento.
Me sorprendo
Soplando sobre letras apenas comprensibles
O cayendo al abismo de los signos, tras de bardas oscuras
De casas olvidadas. Me sorprendo
Trayendo no sé de qué distancia algunos nombres
Las figuras de seres ya perdidos, yelmos y escudos viejos, trastos desgastados
Armas de caballeros cuyos restos reposan en los campos de la guerra.
Y alguien dentro de mí, habitante del humus, me pregunta
Por alguien que ya no sigue aquí, bajo las ramas
Del durazno sembrado por la noche.
Alguien que ya no está me está mirando
Con ojos apagados por el humo
Desde una hoguera fragmentada.
Tampoco encuentro aquel baúl en donde duerme la pequeña Emilia,
Desde que aquel avión estalló en pleno vuelo.
Ni rayo
O levadura que pueda esclarecer dónde quedó mi tío
Con su cáncer mordiéndole el esófago.
Yo, en tanto, considero que en esta bolsa del chaleco
Hay una lista de pendientes. No son nombres terribles
Sino de cosas simples, unidas por un hilo, que deben ser cumplidas.
Es un puño de letras que me dicen
Hacia donde la noche, esta infinita noche
Ha de llevarme a cuestas
Con su siguiente paso.
Epílogo
A Hugo Gutiérrez Vega
ÉSTE ERES TÚ —DIJO— Y ANTE TI LA DERROTA, la mariposa del terror, ardiendo, revelándose; el guarismo de la incisión que te levanta como espuma del alba hacia las horas vegetales.
Éste eres tú y éste tu rostro. Y ante ti la visión, la doble luna derramándose sobre tus hombros, sin descanso, haciéndote girar sobre la última raíz, carbonizada, de un designio tenaz que no termina.
Ésta es tu mano cruel, tu voz enemiga, manejando los botones del mundo, el mecanismo inagotable de la materia poderosa, las fibras y la retícula del tejido terrestre.
Y éste, el centro del fuego, oscuro y líquido como la sangre de las bestias primeras, en donde has de calcinar tus ojos para que, puros, al fin, logren mirarte.
Éste es tu triunfo único, hijo del hombre —dijo: que tus pasos, más allá de ti mismo, encenderán las piras de la noche absoluta, como si fueran ascuas en busca de otro sol, para perderse.
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