lunes, 5 de septiembre de 2011

4613.- RADHAMÉS REYES VÁZQUEZ


RADHAMÉS REYES VÁZQUEZ
Nació en Monte Plata (República Dominicana), el 9 de diciembre de 1952. Pertenece a la Generación de Postguerra. Ha publicado varios libros de poesías que lo sitúan en un puesto especial en el panorama de nuestra literatura, por la ductibilidad de su acento, que despliega con naturalidad una gama de inquietudes entre las que se hallan la antipoesía, y un verso cincelado a la manera de Luis Cernuda, siempre mirando hacia el ideal de la poesía inglesa. De ahí el acierto de su poema más importante de sus inicios, «El crepúsculo de Ezra Pound». Obtiene en 1985 el Premio Biblioteca Nacional de Poesía con Las memorias del deseo, y en 1986 el Premio Anual de Poesía. Realiza una abundante labor periodística en diferentes órganos del país.

OBRAS PUBLICADAS:
La muerte en el combate (1973), Sobre el tiempo presente (1974), Las memorias del deseo (1985), Si puedes tú con Dios hablar (1992), El bolero, memoria histórica del corazón (1994).






EL CREPÚSCULO DE EZRA POUND

He aquí la patria que nunca conoció.
He aquí los matorrales, las montañas,
el riachuelo dividiendo caminos,
los ojos perdidos en inmensa polvareda,
la dura piedra y la mirada gris
Usted no puede irse,
no puede marcharse tan callado
como pájaro que abandona la rama
de tanto esperar.
Ezra Pound,
burgués,
traidor,
amigo mío,
alguien ha cortado su canosa barba.
Ahora tiene suficiente paz.
No puede ver los crepúsculos caer
desde algún asiento del parque,
no puede confundirse entre las gentes,
ni dejar el corazón en una esquina.
Gesticule.
El mar es azul aun sin su presencia.
Avance y calle.
Demasiado se habla de usted en los periódicos.
Muera interminablemente.
No se juega con los pájaros
si necesitan libertad.
He aquí la voz del viento
trepando paredes y derribando cocoteros,
las manos húmedas sobre las piernas
y el corazón callado.
Ezra Pound,
multifacético;
de pequeños ojos luminosos
siempre mirando para el mar.
Aquí están las lavanderas,
los insatisfechos, los recién casados.
Viejo caminante, amigo mío,
no estreché su mano.
No deje su bandera en esta tierra,
no deje su chaqueta.
Un pueblo que no es el suyo pregunta por usted:
¿Por cuáles caminos andará?
¿Cuál pájaro impide el crecimiento de la flor?
Apenas divisamos el sol entre la niebla
y yo temo a su voz en las soledades.
Vamos pisando hojas por un camino largo,
celebrando la llegada de la tarde
con un crepúsculo gris en la floresta.
y usted no puede compartirlo.
Nos acercamos un poco más hacia la muerte.
Traté de conocerle y de que me entendiera.
Como hojas rodaron mis palabras sin que tocaran sus oídos.
Estuve en su país y usted no estaba allí.
¿En cuál ciudad estaría perdido?
¿Cuáles palomas verían sus ojos?
Suicídese en su morada
lento caminante de la tarde,
estatua de hondos ojos debajo de la tierra.
Que allá llegue el viento y desorganice sus cabellos.
Allá lleguen los burgueses y los pobres,
los injustos, los afligidos de corazón,
los desvalidos y los desamparados.
(Que su nombre quede sobre usted, Ezra Pound.)
Maldiga la vida que amamos,
el licor que despreciamos,
maldiga a los pueblos que odian.
Maldiga a los indiferentes,
maldiga a los usureros.
Los que quedamos se lo pedimos.
Su cuerpo se hace más delgado,
la lluvia empaña sus músculos,
la pradera es verde y bella.
Solamente estuvo de pasada en esta tierra, siga su camino
de madrugada y de tarde, extraño extranjero
de hermanos sin gracia y sin conciencia.
Los árboles y los niños
aún siguen creciendo.
Tomemos una cerveza, Ezra Pound,
extiéndame su mano,
miremos el crepúsculo,
vayamos a otro lugar para esperar
la muerte verdadera.
Yo le vi pasar por esta esquina.
Con sus cabellos de árbol, triste
y mortecina mirada en ojos de lagartijo inofensivo.
Ya no le miran asombrados los amantes,
ni Venecia se acuesta con las palomas
delante de sus ojos.

¿Qué será de usted, Ezra Pound,
introvertido,
fascista,
poeta...?
De blanca, canosa barba y límpida piel.
El día se le acuesta en las paredes
y le sorprende en los aleros con una multitud de recuerdos.
No tema.
Millares de razas y apellidos
se confunden en su pueblo.
No derrame sus lágrimas.
Usted será polvo gris, amarillento,
palabra inquisitiva, eterna quietud en su ladera,
crepúsculo muriendo sobre el parque.
Y no vendrá el olvido.
¡No vendrá la muerte verdadera...!






Marea de tempestad

Si piensas regresar al barrio
donde viviste más de la mitad de tu vida
y pretendes recorrer las calles y los patios
donde encontraste cuerpos jóvenes, labios
lozanos y sexo púber,
deja en tu casa todo en orden y despójate
de prendas y artificios.
Guarda bien tu sombra como si guardaras
una espada, un mástil o un lucero.

No regreses de noche
ni cuando despunte el alba.
No temas a los demonios ni a los fantasmas
de tu lejana infancia,
no discutas con nadie ni te demores
en los caminos.
Trata de evadir billares y tabernas,
los prostíbulos donde por primera vez
tocaste un cuerpo desnudo,
el acantilado gris donde echabas a correr
plásticos potros salvajes que no pudieron
nunca ganar una batalla.

Ya las calles y las tiendas están muertas,
Adolfo, Niño y Manolo están muy viejos.
No se oyen ahora las guitarras que Quírico
tocaba a medianoche
ni el ebrio bandoneón podrá romper como antes
las olas de aire en la penumbra.

Irás desenterrando épocas
y nombres, como quien no existe,
buscando eternidad entre la sangre
de apacibles rumores.
Te detendrás en la oscura tarde
de vientos áridos y lluvias dóciles,
alucinado entre músicas malditas
y crujientes escarabajos.
Inventarás abismos, víboras
y ancestros
a la luz de un relámpago que dividirá
a la noche en un antes y un después.

Quedarán las mismas calles
por donde pasaba el tiempo destilando
golondrinas,
el día que sostiene a los bambúes
y los naranjos que cuelgan, frágiles
como las tentaciones:
inquietudes y lumbres calcinadas,
sombras y chillidos de alondras
sobre la fuente en vigilia.

Fijos los horizontes debajo de los párpados,
verán volar espigas como flautas
y ebrias luciérnagas
en el temblor rojo del cielo.
Comprenderás que gemidos y rumores
inundan la muerte de las eras y los mármoles
dolientes,
frágiles alondras desatadas entre anillos púberes
y peldaños anudados y mudos como lumbres desgajadas.

Los hombres, como las ciudades, se inventan
y se desgantan.
Los inútiles designios del ocaso vagan como escarabajos
entre jardines ayer inexistentes.
La vida inventa al mundo y los besos al follaje.
El ojo inventa paisajes y la muchacha devuelve
lo que en sus labios han dejado
como una luz que hace brotar himnos y semillas.

Te desvanecerás en alguna esquina,
junto al humo que dejan las palabras,
entre astros, espigas y volcanes
fugándose henchidos en lejanías y lámparas
de inmutable llama:
pesadumbre del espejo estrellado, piel de durazno
muslos donde la luz oculta objetos
y brillan las piedras del zodíaco.

Sollozarás cuando vuelvas a escuchar
la música de las velloneras y los bares,
cuando busques los patios
en los que perseguías mariposas.
Ya no existen y nadie tampoco te conoce.
Ahora eres el déspota,
el hombre por cuya muerte
claman las multitudes.
Dirán que arruinaste los más bellos días
de tu juventud.
porque no mordiste la mano envenenada
que te extendieron
y tampoco pudiste retenerla.

Si, en verdad, deseas regresar al barrio
con todas tus experiencias y tus goces,
es bueno estar consciente:
el cuerpo y la memoria son templos
diáfanos y tibios.
Tú no inventaste prostitutas, parias
ni los lúmpenes,
mortales que entran y salen de las tiendas
o las iglesias,
ni los que se detienen en las estaciones de expendios
de combustibles
o a la puerta de un supermarket.
Ni los que leen los diarios sentados en sus balcones,
los que almuerzan o se rasuran
a estas horas.
Todos estaban cuando tú llegaste
y viste el cielo cuajado de presagios.
Todas las épocas y todas las creencias
en la ciudad decadente y, sin embargo, erguida,
donde, desgarrado y pecaminoso, el hombre
se alejó de Dios.

Un río de transeúntes se disipa.
Miras a las muchachas de gordas pantorrillas.
Estás aquí, mudo y atado,
jadeando como un náufrago,
con la voz quebrada y los hechizos
ardiendo en la sangre dúctil
sabiendo que tu barrio ya no existe.


2
Barrio ahora bullicioso y ayer íntimo
en cuyos callejones colgaban cielos y enjambres,
sutil como un ángel temible.
La intimidad persiste y se desborda,
perduran todavía las voces
de antepasados inmediatos.
Mis ojos mudos que buscan otras calles
y en las esquinas de ayer parecen náufragos:
un fulgor de huellas hondo como un relámpago,
los días que, de tan numerosos, no caben
en el tiempo,
el brillo inalterable de la espuma,
el ímpetu furioso de algún viento.
Nombras el patio, la lluvia y las calles
de tu infancia.
La sangre está en su cárcel
mutilada y profunda en el último
poniente,
cuaja los estíos y las enredaderas,
la nada que habita en la penumbra.
La luna se dispersa como una cicatriz
o un espejo,
se enreda en el cuello de los ahogados
cuyos cuerpos nadie busca.
Aún eres la multitud y el espanto.
En la encrucijada del alba y el follaje
tus manos buscan otros patios.
Eres una humilde plenitud de espejos empañados
terriblemente desconfiada como un ciego.
Nadie te ha mirado como yo.
Nadie se detuvo
en la noche íngrima cuando te desgarrabas.
La memoria engendra estatuas y zaguanes
en la intimidad cómplice y terrible.
No obstante la lejanía y el espanto,
el aire te dice que, de algún modo,
tu destino y el mío están unidos.
Tú, el barrio y yo:
juntos habrán de condenarnos.






La Tarde

En el patio cae la tarde como un destino frágil.
Delgado puñal que domina la quietud del paisaje
en la extensión vasta del sueño y la llanura.
Cada instante
una multitud de palabras se desvanece
y el mundo se vuelve una catástrofe.
Hay un destino ignorado
en el centro de la penumbra,
los ocasos que me conmueven y la fiambre
certidumbre de las mareas,
los espejos de geometrías delirantes,
el hecho de que el mundo exista
y sea indefinible,
la llamada que aturde y el rencor inaplazable
de saberse desdeñado.
Como una herida abierta
el cielo se desangra en el poniente.







Follaje Nocturno

La noche discurre igual que la agonía de un jardín
y desgarra la palabra en labios de otros cuerpos.
Un follaje de espejos se desborda,
el mar terrible como el brillo de una espada,
el orden de las olas y la música,
el paraíso que rige las leyes del deseo
y las costumbres.
Esas nubes dispersas y esos presagios
son la diáfana constancia de que el amor existe
y son también la certeza numerosa
de las noches que contiene el día.
Entre nosotros, los pretéritos difusos,
el cielo unánime que prescinde del lucero,
sombras que se multiplican y traducen
la ligera quietud de algunos patios.
Sólo existe la mirada
y el aire dócil que a la roca hiere
como la luz minuciosa de una angustia.







Escritura

Tan probable como un destino
o golpe de aire fértil,
las escrituras son las pieles intangibles
del deseo,
el tacto del hechizo y la premura.
Bello es el paisaje,
los tibios talismanes de piedra,
el mar que existe afuera
y la fuga del crepúsculo en las plazas.
Algo se detiene en mi sangre,
el nombre de alguien, la mirada ciega del espejo.
Digo madre y mis labios tiemblan
al alba tenue, compartida
y pertinaz como la lluvia.
En los espejos cesa el tiempo
trémulo en el farol impreciso de la vaga luz
inhabitable que limita las cosas del instinto
y la razón.
Breve como los ocasos y el relámpago,
roja e inasible, tiembla la eternidad.







Vigilia del juglar

Cada tarde
la tarde cae en gotas pálidas,
el viento ligero se detiene
en las banderas del navío.
Tarde bermeja y petrificada,
gota de agua suspendida en el aire,
crucificada en el regazo de la hora
poblada de mundos tan diversos
y calles sin transeúntes
Catálogo
rotas memorias como pulpas de elíxires,
huesos de una ciudad inhabitable,
piedra de equilibrio y fundación.

Cielo desmoronándose
petrificado en la mirada,
parpadeo de nubes
e imágenes desterradas.
Jadeo de piedras
y piernas que se rozan
suscitando una música tenue,
polvo de astros disecados.
Pálido reflejo de afilados murmullos
furiosamente ardiendo en los balcones,
precipicio de inminencia
rodeado de peñascos y de algas.
Pálida
mansedumbre de un instante:
batir de hojas, unas voces,
chirridos de automóviles lejanos,
compactadores recogiendo desperdicios.
Del tendido eléctrico
cuelgan las ideas,
pobres palabras,.
y una ciudad inhabitable.
Oleaje de algas resplandecientes
como cuerpos,
nalgas y senos al aire,
minifaldas y escotes
o llanura en el cielo indescifrable
resuelta en signos
y geometría inacabable
que se disipa en la memoria del espejo
en sus paredes sólidas pero intangibles.

En el impalpable follaje
el sol dibuja espectros
se alza la marea de colmillos afilados.
Brotan peces y alcatraces,
sombras sobre el agua.
Salen a la calle
los beneméritos que sirven al Estado
y las honorables prostitutas,
los nómadas y los perros sin dolientes,
los apóstatas y los alabarderos,
congregación de transeúntes.

Tarde,
escritura pálida en la arquitectura celestial,
gruesas gotas pálidas de cielo,
un batir de peces o de náufragos,
sol en la cascada,
serpiente de transeúnte.

En la mesa del bar más próxima al ventanar,
dos poetas y un maricón
curados de espanto.
Tres nubes cómplices
tres sombras mudas
tres colibríes sin alas
huesos desterrados
ángeles endemoniados
gaviotas sin chiullidos
ni huellas en la arena
cómplices de ideas estúpidas.
El bar el es pequeño
y en él sólo hay penumbras
El más flaco habla con palabras de aire
el otro es retórico
y el maricón contempla la tarde.
Tres nudos de abismo
sólo construyen patíbulos
que son sus propias tumbas.
2
Nuestro cuerpos
desnudos y fragantes
son relámpagos, plazas, mediodías
perros que aúllan, caderas que cantan
vasijas para recibir la vida.
Nuestros cuerpos
ahora son lámparas y geranios
gaviotas degolladas
gotas de sol resbalando en los metales.

Tu mirada es una lámpara,
una gota de noche, un geranio flotante,
un pájaro burbujeante de alas plateadas,
gladiolos y petunias, lirios y begoñas
ahogados en un puerto.
Ciegos leopardos y mudos jaguares
se reflejan en tus ojos
y luego van hacia el follaje.

Nombrarte después de tantos años
es demorarse otra vez en tus labios
mientras las manos sienten
el húmedo rumor de tus vellos púbicos
-tempestad y quietud, alba sobre arena cálida-
caminar gozoso y atravesar un follaje de sílabas
en Torremolinos, junto al mar de Málaga.






Mamá también cantaba boleros

«Por mi madre, bohemios!»
Mamá empezó a morir veinte años antes,
cuando cubrimos con tierra el ataúd del hijo menor.
Fue de tarde y en verdad llovía.
Su foto no apareció en los obituarios
y de tan buena suerte
el cura párroco olvidó su nombre
el día de la misa,
pero extendieron como si nada
la cesta para recoger el diezmo.
Juro por las cenizas que hablan demasiado:
mamá no murió de muerte natural,
tampoco murió de tiempo ni de vida
sino de soledad
y es así como en verdad
se muere.
Mi pobre vieja no tuvo nietas que le hicieran trenzas
ni le esmaltaran las uñas.
Su memoria estaba siempre abierta.
y era fértil
porque siempre veía fantasmas
y escuchaba los pasos de los muertos
en los pasillos de la casa.
«¿No oyes los pasos?», me decía, «ya se acercan.»
Tiempos después soy yo quien oye los mismos pasos
porque sucede que mamá también ha muerto
sin conocer el Central Park
ni Madison Avenue,
sin ver los álamos brillantes de Whasingthon,
sin enterarse de las masacres de Iraq
ni de la manera en que se muere en Bagdad.
Mamá no anduvo nunca por la Alameda
donde fui condenado por la artritis,
pero conocía al dedillo a los mariachis
y era loca con Miguel Aceves Mejía.
La vieja nunca fue de carne y huesos.
Era un pedazo de pan y una ternura
que tarareaba boleros y conversaba
con los duendes.
Miraba demasiado lejos
y sus dedos eran mástiles para sostener
la vida,
en el pozo grisáceo de sus miradas
había puertas que se abrían
y provincias distantes.
Era ella una soledad muy honda,
una pena demasiado callada
que tampoco conoció el apartamento
donde ahora escribo y muero.
Su mirada parecía un deseo petrificado y acuoso,
una piedra de melancolía,
una sombra húmeda, un abismo colgante,
un pasto,
un metal que poco a poco iba desgastándose,
una lluvia caída hacía milenios.

La muerte tiene la forma del dolor y del recuerdo,
el agua misma adquiere la forma del cántaro.
Un sábado por la mañana, mientras me desplazaba
en un Nissan Sentra por las calles nubladas
timbró mi teléfono celular en el bolsillo.
«Tu madre ha muerto», me dijeron.
De eso hace ya un año
tu primer año, madre,
y, sin embargo, oigo aún cuando me llamas
o tarareas un bolero,
tus alpargatas aún suscitan
la ligera música de tu presencia.
En tu balcón no hubo petunias ni begonias,
aves del paraíso ni madreselvas.
Sólo lirios calas y claveles, me han dicho,
sobre el ataúd que me negué a ver.

Mientras yo languidecía
en lúgubres habitaciones alquiladas
o quizá mientras andaba mudo
entre las tibias luces de un ocaso,
tú te ibas muriendo.
Yo andaba mudo como sombra petrificada,
caminaba por las calles mojadas
y estrechas de la noche
quizás buscando algo de la infancia que no tuve,
o entraba a los bares y los restaurantes
pálido y muerto de hambre,
vestía ropas ajenas y me sentaba en los parques,
conversaba con meretrices y homosexuales,
vendedores ambulantes y presumidos astrólogos
Mi casa era la noche o la puerta de un prostísbulo
el banco de un parque o un zaguán.
Dormía entre desterrados y prostitutas,
me acostaba sin cenar en huerto ajeno
donde apenas diez minutos antes hubo sexo y gemidos
palabras de amor o maldiciones.
Habitaba yo en abismos tan profundos
e ignoraba lo que a tí te sucedía.
De mí huían los niños y las aves
De mí huían la calma y nubes lejanas
y hasta las meretrices que ahora son llamadas
trabajadoras sexuales.

Me negué a verte tendida en el ataúd.
Te vistieron de blanco, me dijeron,
criatura engendrada en la salobre corteza
de las lámpara recién encendidas,
tatuada en la memoria marítima del arrecife
o de las piedras.
De tí no queda más que cenizas dolientes
y la habitual fotografía enmarcada en cañuelas
y colgada en la pared del cuarto
donde escribo tus insomnios y los míos.
Estás rodeada de noche y de náufragos.
Ya no será la tierra
un cántaro para recoger los sueños,
una promesa,
una araña crepitando en el fuego
sin nombre de los tiempos,
ni luna que se esconde con destreza
en el follaje
antes que el amanecer se abra como
un campo de batalla.

Aún quedan destellos para iluminar la vida,
manos que han fundado amores
entre cuerpos tibios
o húmedos,
tal vez recién salidos del agua
o tendidos en la playa.
Alza entonces tu lámpara
fatigada y esbelta como un cáliz.
Ninguna mano habrá como la tuya
Muerta está la casa desde entonces,
muda como las mareas del alba y el conjuro,
el ojo ciego de la luna en la alcurnia de la rosa,
tus manos asidas a los muebles y a los cántaros,
tu respiración sonora en la penumbra.
Majestuosos son los mundos más allá de la noche,
la vastedad de cielos y vientos presentidos,
naufragios y catástrofes:
plenitud de peces y de astros,
vastedad de abismos,
vértigo de las constelaciones,
impenetrable gorjeo de galaxias,
silencio que se enreda
al musgo y a los mástiles.
Una hoja se desprende y cae
como si en su corteza rodaran
gotas de muerte o de aluminio.
Yo recojo la hoja y la contemplo
como si fuera una sortija.
Eras la mano que se convierte en vasija
para recoger el alba,
cesta de frutas para el hambre,
agua sobre la piedra lacerada,
cielo de los destinos truncos,
mariposa de agua en el crepúsculo.
Tú, la nacida de un costado de Dios,
sonido de tambor sobre la arena,
chaspoteo insomne de las olas y el violín.
Una pálida mano se extiende
y se oye un crepitar de llamas
como gotas de agua resbalando
en las esquinas de la tarde,
ahogado chillido de gaviota
en la mojada certeza de la arena.

Yo soy tu hijo y no te invento.
Te llamó la mañana nublada
y los vientos que al alba en las ventanas se anudan,
la ola insomne en complicidad con algún mástil,
la dignidad fingida de la muerte,
la lumbre descalza de lejanísimos rumores,
los callados jaguares de tristezas metálicas,
el venenoso colmillo de las despedidas.
Te llamaron y quisieron
que anduvieras por callejuelas gastadas.
Junio caía como una gota de acero
en la ciega bahía del crepúsculo
y navegaban las horas nubladas de espanto
cuando también te procuraron astros ligeros,
aves migratorias cuyos nombres no recuerdo,
tierras profunda detenidas en túneles
donde silbaba un aire oloroso a frutos y alimentos,
una mano escondida en la espesura de un árbol,
un mundo de llamas dolientes y de musgos,
una serpiente de agua, una araña,
una vasija con mariposas tatuadas,
una ráfaga, el tacto de un ágel en la penumbra,
el gesto de una mano salida de un alféizar,
una piedra de mármol sobre la que ahora flota un clavel,
la llama de una cortina, las cenizas de un árbol
y la ligera resina donde temblaban las noches
mudas de la memoria en vigilia,
la ráfaga de un jazmín que entre los huesos fugaces
interrogaba al destino.
Te procuró una alondra enlutada
y herida por la luz del día lluvioso,
una alondra sangrante que se arrodillaba en la tarde
apoyada en un velero,
un ágata, una breve estrella ahogada en el sur.
Te sostenías en la espiga frágil
de los instantes perdidos:
relámpago perpetuo,
palpitación del pez en los escaparates,
brillo de una mirada, polvo sobre la sangre
inocente del condenado,
parpadeo perpetuo entre los abismos trémulos,
colmillos de leopardo,
estanques donde la pesadumbre
se esfumaba
como un cuchillo oxidado en el crepúsculo
mientras la eternidad colgaba ligera
entre mudas montañas.
Ahora tu nombre es una antigua y secreta ternura
interrogando a los astros y alcanzando azahares,
un nenúfar que tiembla en las manos del viento,
una ciega gota de sangre sobre un césped
como la ruidosa penumbra del espectro
o la bisagra que cruje coronada de espanto.
En la punta del jazmín el día flameaba
como un pájaro enfermo,
como el deseo que vuela en el viento nocturno,
áspero igual que la piel del durazno
en un despertar de furias contenidas.
Ahora, madre, eres la llama y la ceniza.


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