sábado, 26 de febrero de 2011

HÉCTOR A. MURENA [3.166]


Héctor Álvarez Murena

Más conocido como H. A. Murena ( Nació en 1923, Buenos Aires - Murió en 1975) fue un escritor argentino. Ensayista, narrador, poeta y traductor, escribió unos 20 libros de todos los géneros literarios y fue habitual colaborador de la revista Sur y del suplemento cultural del diario La Nación. Fue un importante difusor del pensamiento alemán en español.


Realizó sus estudios secundarios en el Liceo Militar de la Nación y estudios universitarios incompletos en la Universidad Nacional de La Plata (ingeniería) y la Universidad de Buenos Aires (filosofía y letras).

En 1946 publicó su primer libro Primer testamento, un volumen de cuentos. Murena sostuvo que el escritor debía ser "anacrónico, en el sentido originario de la palabra que designa el estar contra el tiempo", denominando esa actitud como el "arte de volverse anacrónico".

Fue codirector de la Colección de Estudios Alemanes de la editorial Monte Ávila de Caracas, desde la cual realizó una importante tarea de difusión en español de pensadores como Jürgen Habermas, Theodor Adorno, Herbert Marcuse y Max Horkheimer, entre otros. Fue el primer traductor al español de la obra de Walter Benjamin.

Su producción ensayística es heredera de la obra de Martínez Estrada. En El nombre secreto intenta una aproximación heideggeriana a la esencia de la identidad argentina, a partir de las reminiscencias de las palabras que la nombran y de las condiciones en que surge a partir de la conquista española.
Estuvo casado con la escritora Sara Gallardo y murió el 5 de mayo de 1975.

Obra

Primer testamento, 1946
Fragmentos de los anales secretos, 1948
La fatalidad de los cuerpos, 1955
Homo atómicus, 1962
Ensayos sobre subversión, 1962
El pecado original de América, 1965
El nombre secreto, 1969
Epitalámica, 1969
La cárcel de la mente, 1971
La metáfora y lo sagrado, 1973

Póstumas

El secreto claro. Diálogos con D.J. Vogelman, Editorial Fraterna, 1979
Visiones de Babel, FCE, 2002



TRABAJO CENTRAL

El instante
en que la espada
de lo posible
súbitamente
se inyecta de sol,
gira,
a segar empieza
los limbos palpitantes.

Y más allá,
cuando como diluvio
de pétalos descienden
las tibias, las fuertes
y finas,
las iridiscentes palabras
recogidas
con ambas manos
antes de que se posen
sobre la realidad

Precisamente
libre de libertad,
lento vuelo
de pájaros
visto en un espejo,
rumor aciago,
fruta absoluta,
un cadalso cubierto
de polen.

Que se entienda
esta dicha terrible
que es cualquier barco
hacia todo naufragio.

de EL DEMONIO DE LA ARMONÍA





LAMENTO DE LA ALEGRÍA

Sin sombra
debería
marchar
como la rosa
que vuela

¡Querida
osadía
nula
de ser!





CÓMO, DÓNDE

Se miran
se huelen
las flores
para recordar
la flor.

La flor.

La flor
del espíritu.
¿quién sabe
cómo
dónde?





CAMINO ABIERTO

La página
en blanco
y
la caligrafía
que la invade.

Pero
yo no puedo
dejar
de amar.

Un silencio
redimirá mañana
el ruido
de mis pasos.





EXISTENCIA DEL LINAJE

Un cisne
invisible
besa
siempre
mi mano.

¿Sabe
el árbol
que existe?
¿Sabe uno
si existe?
El cisne
dice sí
que sí.

Solo
en lo invisible
de verdad
moramos.


de EL ÁGUILA QUE DESAPARECE



TENEMOS dos ojos
porque
no sabemos ver.
Tenemos dos manos
porque
nada logramos aferrar.
Tenemos dos piernas
porque
no nos sostenemos.
Tenemos una boca
para errar.
De rodillas en el suelo,
una mano cerrando
los labios,
la otra velando
los ojos:
es la forma de comenzar.

(Héctor Murena, en José Luis Gallero, 
Antología de poetas suicidas, op. cit.)


Héctor A. Murena: una nota y cuatro poemas

Tarea muy distinta me disponía a emprender cuando escribí los poemas que siguen. Un par de meses antes había tomado los pocos poemas hasta entonces no reunidos en libro y los había publicado. La mañana del 26 de noviembre de 1958 no tenía intención alguna de acercarme a la poesía. Carecía, por otro lado, de cualquier idea o nota para escribir poemas. Destiné precisamente esa mañana a proyectar un ensayo al que me proponía dedicarle los días inmediatos. Lo que ocurrió por la tarde no figuraba en mis proyectos. Pues repentinamente me puse a escribir poemas. Aclaro que, por lo común, debo trabajar unos diez días para dar término a una poesía: esa tarde, de dos a cuatro, escribí catorce poemas. Los escribí de un solo impulso y no requerían retoques de ninguna especie. Me llamaba la atención que apenas tuviesen vínculos con mis poemas anteriores. Pero supuse que era un incidente concluido: estaba determinado a escribir un ensayo, no poemas. Me vería contradicho pronta y reiteradamente. En los siete días que corrieron hasta el 4 de diciembre sólo pude escribir poemas. Los escribí andando por las calles y en los cafés, en este cuarto y en una plaza bajo la lluvia. Es preciso decir que, siendo lo único que me interesaba, los poemas de algún modo no me interesaban. Me hallaba absorbido por el estado que de improviso se había adueñado de mí: mi relación habitual con la realidad se había trastornado debido a que cada fragmento de la realidad cobraba ahora un valor absoluto. Un objeto cualquiera, una frase oída al pasar, un rostro desconocido, se expandían en forma infinita, provocaban en mí tensiones sucesivas y sin precedentes que se resolvían en seguida en poemas. Diríase que había tomado una droga, con la diferencia de que no había tomado droga alguna. ¿Debo hacer notar que todo ello constituía una experiencia angustiosa? El corazón no bastaba para beber lo que se le ofrecía. Pero acaso era peor el sufrimiento de los intervalos en que la tensión amenguaba: me sentía abandonado por algo precioso, insustituible. Al cabo de ocho días el proceso tocó a su fin. Como vestigios —pálidos vestigios— quedaban alrededor de sesenta poemas cuya versión definitiva difiere de la inicial sólo en contadísimas palabras. A tal experiencia no deseo aplicarle nombre alguno. Sé que si alguien me la narrase de un tercero, me infundiría la mayor desconfianza. Ocurre empero que, en este caso, me corresponde más narrar que desconfiar. Quiero asimismo que conste que todo comenzó en el cielo más despejado que haya conocido en mi vida, en un momento en que me sentía libre de problemas particulares y, por así decirlo, feliz. Para quien, como yo, no está habituado a escribir al correr de la pluma, para quien cree fundamentalmente en el trabajo lento y sistemático, esta violenta irrupción constituyó por lo menos una singular enseñanza. Y el estupor causado por dicha enseñanza es lo que me decide a publicar estos poemas en cierto modo como si fueran de otro.



I

Una noche mordí
aquella pepita,
el inconfundible
gusto de mí mismo.
Desde entonces huyo.
¿Qué es ese temblor
hacia el que corro,
ese viento del que no sé
si es el ser o el no ser?
Cuando me vuelvo
lamen mi cara
las llamas
de la ciudad incendiada.


VI

Si acabas de nacer,
escoge sin tardanza
tu cántaro.
Agua de la fuente
que mana para todos
hay en el que te corresponde.
El otro cántaro es idéntico,
pero está henchido de veneno.
Escoge: rápido.
Después acierta
o equivócate.
Será en vano.
Eres libre
en el instante eterno.


IX

¿Quién soy
en este cuarto
silencioso y solitario,
quién es el que se queja
mientras yo permanezco
callado, quién
se agita, se estremece,
como si quisiese nacer en mí,
en mi alma,
para cambiarme en monstruo
o en ángel,
feto de fuego
de mi víctima
o mi verdugo?


X

Y esas caras que veo
en los sueños,
la iguana del tiempo
que baila erguida
al claro de la luna,
las voces que susurran
al oído del hombre
tendido
en su estrecha cama:
mientras sea de día
haremos lo que debamos hacer
y mientras tengamos fuerzas
no cederemos ante el mal...
Mis magias. Mis magias.

(De: H. A. Murena. El escándalo y el fuego. Buenos Aires: Sudamericana, 1959).




Sobre el "suicidio" de mi padre

Por Sebastián Álvarez Murena Para LA NACION - Roma, 2002


Es difícil escribir sobre su propio padre con imparcialidad, pero cuento lo que sigue con relativo candor, pues empecé a leer la obra del mío hace muy pocos años, y puedo decir que fue para mí una gratificante sorpresa, como descubrir a un nuevo autor, sobre el que no se sabe demasiado. El aniversario de los veinticinco años de la muerte de mi padre, Héctor Alvarez Murena, ha traído consigo, como por algún oscuro designio alquímico, muchas novedades referidas a su obra y su persona. Por lo pronto, ha renacido un interés por su obra literaria, que se manifiesta en una serie de nuevas ediciones.

Contrariamente a lo que se podría pensar, este renacimiento editorial no surgió en la Argentina sino en Italia y de manera adecuadamente modesta, cuando Mondadori publicó una traducción de "La sierra" (un cuento de El coronel de caballería ) en una antología de autores argentinos. Luego el interés volvió a manifestarse en la Argentina, donde Guillermo Piro, escritor y fervoroso lector de mi padre, se ocupó de hacer publicar dos novelas ( Folisofía , Eudeba, 1998, y Polispuercón , Corregidor, 2001) y una antología ( Visiones de Babel , Fondo de Cultura Económica, 2002). Actualmente está en preparación un libro de poesía ( Obra poética de Héctor Alvarez Murena , Corregidor). Casi al mismo tiempo, la editorial valenciana Pre-textos decidía editar Los penúltimos días , una serie de ensayos que en su momento fueron publicados en Sur, y una editorial de Barcelona publicó recientemente una nueva edición de Ensayos sobre subversión (Octaedro, 2002).

Tras veinticinco años de silencio, había en curso siete reediciones de obras de mi padre, además de una traducción al italiano de Homo Atomicus (Irradiazioni, Roma, en preparación). Especifico esto ya que mi satisfacción es aún mayor por tratarse de libros de difícil valor comercial. ¿Cuánta gente lee ensayos hoy en día?, ¿y poesía? Las nuevas ediciones son fruto de la voluntad de personas jóvenes, que no conocieron a mi padre más que a través de sus libros, y el nuevo interés se presenta de las maneras más sorprendentes, como en el caso de Patricia Esteban, una joven investigadora de la Universidad Complutense que está preparando una tesis sobre mi padre con una dedicación digna de un monje cisterciense en la Edad Media.

Un solitario entre el caos y lo absoluto

Este renacido interés trajo también una nueva serie de artículos y, una vez más, no todos estaban escritos por viejos amigos; algunos estaban firmados por nombres para mí nuevos, de estudiosos y aficionados. Para mi estupor, en algunas de estas publicaciones hasta pude enterarme de un hecho totalmente nuevo para mí: el suicidio de mi padre. La primera vez que oí hablar de esto fue hace unos dos o tres años, en una nota de Griselda Gambaro sobre mi madre, en la cual se mencionaba el "suicidio de Murena".

Debo decir que antes de reaccionar, consulté a mi familia cercana y a amigos; ¿había habido circunstancias de la muerte de mi padre que me habían sido ocultadas a causa de mis cuatro años de edad? ¿Tal vez a los treinta años estaba yo lo suficientemente maduro como para conocerlas? Nada de esto me fue confirmado (en cuanto a las circunstancias, no a mi madurez). Sin lugar a dudas, me dijeron, mi padre había muerto de las consecuencias de sus excesos alcohólicos y probablemente sus últimos días se caracterizaron por una exacerbada actividad etílica. Pero nadie me habló de "suicidio" en el sentido propio de la palabra. Es verdad que la Real Academia da, como segunda acepción de "suicidio", "acción que perjudica a aquel que la realiza", pero si nos ceñimos a esto, nadie queda exento del rótulo de suicida.

No pudiendo considerar una "conspiración del silencio" para conmigo, mandé una carta en que explicaba mis razones y obtuve una corrección, tras la cual todo cayó en el olvido. Pasaron los años y pocos meses atrás recibí copia de un artículo publicado recientemente en El Ciudadano , un diario de Santa Fe; también allí se hablaba del "suicidio" de mi padre. Se agregaban además otras inexactitudes, por ejemplo, una nueva fecha de deceso y la aparición de un nuevo hijo de mi padre (en realidad, mi hermano por parte materna). Como hacía notar el autor de la nota, las inexactitudes se justificaban (hasta cierto punto) por la muy real dificultad de conseguir informaciones ciertas sobre la vida de Murena. Una vez más, mandé una carta y obtuve una amable corrección.

Casi simultáneamente recibí varios ejemplares de la nueva edición de Ensayos sobre subversión , con muy buenos prólogos y una gráfica muy atractiva. Todo impecable, salvo la contratapa, que reza: "Murena se suicida en 1975". Carta mía al editor, estupenda persona, que se disculpó y me explicó que había conocido la obra de Murena a través de su poesía y, más exactamente, en una Antología de poetas suicidas (Ediciones Fugaz, Servicio Unahe) publicada en Madrid a finales de los años 80. Esta antología contiene una descripción del método utilizado por los poetas para quitarse la vida y en el caso de mi padre, relata cómo "después de aprovisionarse de varias cajas de vino, Héctor Murena se encierra en el cuarto de baño de su casa de Buenos Aires, donde será hallado sin vida".

Los rumores, por cierto, suelen ser mucho más apetecibles que la realidad, y en este caso pueden reforzarse en episodios y personajes de las novelas mi padre, uno de los cuales, por ejemplo, muere de "tuberculosis, alcohol y desorden, pasiones fatales que su alma secretamente eligió e impuso a su cuerpo como vías de escape final".

No creo que los rumores nazcan forzosamente con mala intención; una gran amiga mía italiana, apasionada lectora de mi padre, indignada cuando se enteró de la novedad del "suicidio", exclamó que "Bien se sabe que Murena murió quemado en una hoguera". No se trataba de una metáfora sino de una confusión entre su muerte y un incendio que se había producido en su casa años antes.

Aun así, creo que existe un deber de justicia para con quienes no pueden hablar por sí mismos (en este caso, los muertos). De ninguna manera considero el suicidio una característica infamante del recuerdo de una persona; al contrario, creo que este hecho debe suscitar compasión por quien lo comete y comprensión por quien en un determinado momento decide que no puede seguir viviendo. Por estos motivos, apelo a la paciencia del lector y aprovecho para esclarecer lo más objetivamente posible algunas circunstancias de la vida mi padre.

H. A. Murena se casó dos veces. Su primera mujer fue Alicia Justo; la segunda, mi madre, Sara Gallardo, que tenía ya dos hijos de su primer matrimonio, Paula y Agustín, de hecho mis medio hermanos, pero afectivamente mis hermanos. Durante toda su vida él bebió mucho, probablemente demasiado. Y por cuanto yo sé, bebió aún más durante sus últimos días, en su departamento de Buenos Aires, en la calle San José. Allí fue a buscarlo mi madre un día y lo llevó a nuestra casa en la calle Carlos Pellegrini, donde el cinco de mayo de 1975, a las diez de la noche, murió de un paro cardíaco.

Por lo que yo y cuantos estaban presentes en el momento de su muerte sabemos, no se trató de un suicidio. El suicidio se define como un acto letal y voluntario cometido sobre uno mismo en un período de tiempo relativamente breve. Así, el fin de Edgar Allan Poe ( muy admirado por mi padre, por cierto), quien fue hallado borracho e inconsciente en las calles de Baltimore pocos días antes de morir sin recuperar la conciencia, no suele ser calificado como suicidio.

Acercándonos un poco más en el tiempo, la muerte de Dylan Thomas (cuyas últimas palabras fueron "I´ve had eighteen whiskies I think that´s a record") es descrita en sus biografías como consecuencia de "una sobredosis de alcohol" o un "envenenamiento de alcohol".


Es humana la tendencia a mitificar a los artistas, más aún en el caso de Murena, autor de una obra compleja y atormentada que fácilmente puede inflamar la imaginación, así como es comprensible la tendencia a convertir la realidad, a veces indescifrable, en un mito más simple y atractivo. Sin embargo, creo que el mínimo epitafio debido a un escritor al relatar su muerte es el de hacerlo con precisión de lenguaje y, en particular, intentar que la luminosa verdad que Murena persiguió no degenere en su antítesis, la cómoda penumbra del mito.






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