jueves, 24 de febrero de 2011
3131.- ROCÍO GONZÁLEZ
ROCÍO GONZÁLEZ. Juchitán, Oaxaca, México, 1962. Doctora en letras por la UNAM. Libros de poemas recientes: Azar que danza (Aldus/sco) y Lunacero seguido de Como si fuera la primera vez (Ediciones sin nombre), del 2006.
Mucho tiempo en este camino y cada vez más perdida en él, pero incapaz de renunciar a sus abismos.
Poemas
No hay unigénito en ti, amante
O cartografía del espejo
Carmesí enarbolado, extenso.
Podríamos seguir una ruta, decir aquí hay un nudo, un punto, una mesa donde tomar café. El mármol de la mesa exhibe estrías y la compulsión de la espiral, retórica azarosa, se despliega.
Azul cobalto: imago de casa.
La palabra humana es una multiplicación 7 x 9 LA FIGURA ES UN HECHO. Hablar y traerte a esta realidad momentánea que soy yo. Prohibida la autorreferencialidad, prohibidas las alusiones filosóficas.
La poesía como prohibición. La poesía: instrumento de un narcisismo fúnebre.
Amarillo, albur en que se juega la
felicidad.
(Azar que danza, 2006)
Debajo de la lengua un organismo produce horadación
y se multiplica en un beso incesante que destruye los labios.
El paciente llega con su yo depositado en simétricas bolsitas
perfectamente selladas. Sabe que pronto abrirá una de ellas
y se pregunta si la R de realidad cambiara de sitio:
liRa, daRá, daRía, Rea, laR, alaRido, deliRio...
(Azar que danza, 2006)
(el animal)
En el extremo ardor yo soy el animal
herido por la flecha sagrada
y él lame mi sangre en un festín
impúdico y vehemente. No hay combate.
Soy su presa y me ofrezco:
en su hambre está mi plenitud
(este hecho simple lo tambalea)
mi cuerpo, en su violenta floración
no duda, y él entiende. Cuando acepta
mi carne y se sacia, lo sabemos.
Cada uno ofrece su nombre.
el amor es un conocimiento anómalo.
(Como si fuera la primera vez, 2006)
El oscurecimiento de la luz
a la memoria de mi hermano Amadeo
Fueron testigos los muros de la casa
de las tardes en que cincelaste tu niñez
y pusiste en tus ojos los colores
que habrían de teñir, indelebles, tu destino.
No tuviste que emprender los viajes
que nos impone el desamparo, tu mirada
alcanzó todas las distancias, adentro
de esos muros comenzaba el mundo.
Allí te vimos sostener el tiempo
metido en un frasco de cristal,
en las vibrantes alas de una mariposa.
Éramos los huéspedes de la posibilidad,
obreros de nuestra memoria
trazamos un cíngulo de sangre
intentando resguardar a la inocencia:
gotas de agua sobre un columpio en el estío.
Tránsfugas del orden, una noche
llevamos nuestros diez años a dormir
al lugar de los arroyos, tendidos
en el vientre de una hamaca nos hallaron
y volvimos, simples y felices,
a la casa de todos, a jugar con los duendes
que en el rostro de mamá se dibujaban.
Rígida la memoria se detiene en esos días
cuando tú eras el héroe,
príncipe de las canchas y los llanos,
siempre corrí para alcanzarte y nunca pude.
Nunca gané, nunca pude tocarte
y testificar tu encantamiento,
tal vez porque no eras de este mundo,
de haberlo conseguido
me hubiera vuelto estatua, grano de sal, azogue.
Verte correr, mirar tus pies alados por la dicha
es suficiente ahora. Esa niña te amó tanto
como yo, que ahora destejo los recuerdos.
Quiero contarte que la casa de la infancia
es demasiado grande, no sé dónde buscar
tu rifle de madera para dispararle a la estupidez,
al horror de ser hombres:
aunque a veces hay luciérnagas
que alumbran el jardín,
ya no preside la veranda
el sagrado corazón que nos cuidaba,
se nos rompió a fuerza de golpearlo,
muchos años después las manos de tu hijo
intentan darle forma. Nuestro perro está muerto
y no encuentro el cofre donde guardaste
el silencio con que conversaron.
Se entretejen allí otros silencios
y otras voluntades. Ya no nos pertenecen la casa
ni sus huéspedes, las hormigas devoraron
la belleza. Ahora tenemos deudas,
enfermedades, hijos que no son nuestros,
el tiempo circular toca sus puntas
y anuda definitivamente en su incomprensible redondez.
Yo te ofrezco mis brazos para cuidar tu sueño.
Dios estuvo buscándote, te encontró
donde habías estado siempre: contigo,
desprevenido acaso, sabiendo que tu dios
alguna vez vendría.
El mundo entero se cubrió de polvo,
en los ojos de los niños, polvo;
en la baba del demonio, polvo;
en el sol que se caía, polvo.
Tú, el despierto, te diste tiempo de soñar,
te ibas, la ceremonia de morirte duró poco,
¿quién sabe cuánto?, el tiempo
es una espada en las entrañas.
¿Por qué sacrificarte? El silencio
es cielo que me aplasta. Se asfixia
en un instante el universo y se rompe
para dejarnos ver el rostro del infierno.
¿Por qué no me deja el amor reconocerte
en la respiración del aire, en las violentas
flores del sepulcro que te ciñe?
Hace falta que nombres las cosas esenciales,
repetirlas mil veces, aprendernos tus gestos
de memoria, darle al vacío tu rostro
y tu voz a la noche, que se está devorando
la esperanza. Hace falta que seas como fuiste:
un hombre bueno.
¿Cómo será morirse, desprenderse
del invento que somos, dejaremos
de amar, perdonaremos?
La palabra, la dulcísima tez de la palabra
nunca sabrá del júbilo con que el silencio
te acaricia. No puedo resignarme.
Quiero atarme al relámpago,
hundirme en la ceniza,
beberme el agua de tu muerte,
morirme de tu muerte.
¿Por qué no pudimos detener
a las hormigas?
La verdad interior
Mi hermana soñó con un delfín
agonizando en un huevo de vidrio.
Esa noche el relámpago fue una interminable
dentellada sobre el viscoso cuerpo
de un delfín grisáceo. Un gesto,
el gesto grávido de la violencia.
Mi alma, donde nos hincábamos de amor
atendiendo otra voz, conocimiento de un cielo
sin atributos, las formas suaves con que la niñez
nos embiste y desprotege y nos obliga
a buscarla en cada nuevo relámpago.
Buscarla como buscamos en el patio
del almendro la última gota de lluvia,
la más reciente gota que chupamos
como tiernos vampiros, en la punta del dedo.
Tu corazón se ha roto, está hecho pedazos,
como el mundo.
¿A qué se sobrevive? Uno termina siendo
el que no quiere, el que odia y se acostumbra
a escupir sobre los otros, el que grita y precisa
del orden para ejercer su poderío y su asco.
Ya no soy yo, ¡ah! en la era de Narciso
el espejo se ha roto, tenemos sólo fragmentos
de la gran caricatura.
Ven, le digo a Narciso, invoco al placer,
convoco a los demonios para que jugueteen
sobre mi cuerpo, hay que vivir sin ataduras,
revolcarnos una vez y otra vez
sobre la piel pantanosa de la felicidad.
El mundo es un bello adolescente
restregando una fresa sobre una pantera,
al fondo anuncios de ecología,
regresiones, partos en agua. Ya no soy yo
y mi dolor no es mío. ¿Es importante
que haya alguien, que sea yo?
Mi hijo toca la puerta de mi banalidad,
de mi placer con precauciones,
de mis lecturas del I Ching;
quiero abrirte, le digo, pero no hay nadie
y abro, tengo sólo en la manos
el sueño de mi hermana:
un delfín moribundo.
[De Las ocho casas, 1998]
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