sábado, 19 de febrero de 2011

LAIA LÓPEZ MANRIQUE [3.081]




Laia López Manrique 

(Barcelona, 1982) es licenciada en Filosofía y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universitat de Barcelona. Escribe poesía y relato breve. Ha publicado textos críticos, poemas, relatos y microrrelatos en diversos medios, revistas literarias y antologías colectivas, como Oficio de brevezas (Ediciones Acumán, 2004), Microvisions (Montcada Comunicació, 2005), Voces Nuevas-XX Selección (Ediciones Torremozas, 2009), Aldea Poética IV-SXO (Ediciones Opera Prima, 2009), Cartoemas (Catálogos de Valverde 32, 2010) o Primera escala (Paralelo Sur Ediciones, 2010). Deriva (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012)  y La mujer cíclica (La Garúa Libros, 2014) .



Lleva el blog http://www.palidofuego.wordpress.com





FE DE ERRATAS


No hay poema
sin simulacro
sin falla
sin la letra que no escribo
sin el ansia de lo que está por venir
y no viene
sin un cristal
que tuerce la mirada
sobre la carne incierta
del verbo.





COMÉDIE D’UN JOUR



Cuando la vida no contiene un nombre
en que reconocer mansamente al enemigo,
al otro, al que acecha o pasa indiferente por el lado
y posee un cuerpo tentado por la muerte,
los que estamos solos
amaestramos al fantasma obsceno
de la espera.

Como anfibios
desperezándose en una sala de hospital,
los que estamos solos
alejamos el velo sonoro del tiempo,
la adherencia fútil de un ayer palmario
y un mañana dibujado en calles que no existen.

Nosotros,
arrolladas cariátides
que a la brújula del azar
ruegan un norte,
nos sentamos en la escalera de la catedral
a oír cómo se deshace la tarde
y elegimos morir de un pretexto cualquiera
para que nadie sepa que morimos de olvido.

(Publicado en Voces Nuevas-XXII Selección)




TAUTOLOGÍAS



Un hombre triste en una estación de autobús
no es más que eso. A veces, ese mismo
hombre triste es un lacayo, se rasca
el cogote, miente,
sube en ascensor
o escucha un blues
en la intimidad de su cuarto de soltero.
Pero hoy no es más que un hombre triste
que espera. No está en la cárcel,
ni huelen sus botas a pescado
frío, ni su mano a conquistas
u obscenas rendiciones,
ni su boca a nombres
mendigados, a media voz,
tras los matojos de un parque
a las nueve, un lunes.
Es un hombre triste que espera.
Nadie lo ha visto. Si se sentara,
caería un mechón de su cabello
negro de orfebre deslucido
sobre uno de sus ojos
—el derecho—
y lo apartaría empujando furioso
el aire, como quien expulsa
a un mal espíritu.
Si se arrodillara, caería de rodillas.
Si quisiera gritar, se apagaría su voz
en el pálpito primero.
Si quisiera morir, renacería
en mitad del retablo de un martirio.
Pero el hombre no se mueve.
Por momentos parece
como si su cuerpo menguara,
como si su alma se tragase
el polen, la ceniza, los humores
mugrientos de la calle,
como si sus dedos
de endeble palmípedo
hubieran arraigado en el asfalto.
Cualquier apariencia es engañosa.
Es un hombre triste que espera.
Solo eso.




EL TEXTO QUE NO ENTREGARÍAS



El texto que no entregarías es éste: el del desprendimiento, el de la vigilia de todas las dudas. El que pregunta a los poetas por sus huellas gastadas, por aquello que dicen y no dicen, por aquello que cae de sus frentes delicadamente sucias. ¿Dice alguna verdad la poesía? ¿Dicen un gesto, una variz, un trago, más que la poesía? ¿De dónde sale el lenguaje que estás dejando asomar mientras escribes? ¿Por qué ese ritmo diletante, esas pausas? ¿Por qué el cálculo, el azar, la calificación, la devaluación, la ruptura? ¿No podrías dejar que corriera el aire? ¿No podrías? ¿Aire sin música, sin quiebra, sin alguien que vocea por detrás, rompiéndolo?

El texto que no entregarías es éste: el del gran interrogante, el de las raíces, el que no deja lugar para la asfixia porque el solo estertor ya sería indicio de la voluntad de un habla. Pues el habla no sirve si no tiene como materia el silencio, lo que empuja como una fatalidad a demoler el canto, a demoler el poso, a demoler los hedores vacíos y el aparato oval de las grandes palabras.

El texto que no entregarías es éste. Y, sin embargo, es el único que sabes escribir.




VERAMENTE, OGGI NON HO LA VOGLIA



(I)

lo que dicen los otros
no es más que un grito
sin forma
oyes las voces
que templan
la sangre
tú estás debajo
sabes rebozar los adoquines
que te encierran
el techo que te arma
la carcasa de odio
que te cubre

(II)

dirías que hoy odias la vida
con el más rotundo de los síes
no conoces el amor fati
no te hicieron probar
sino el desprecio
la vida es vertical
como una regla
y tú
apaisada
la frunces
bajo el arco

(III)

te manchas
y la voluntad no vuelve
tú extienes los dedos
en perfecta sincronía
con el tiempo
con sus marcas
con su crujiente
circular
desatino

(IV)

¿supiste alguna vez responder
a la única pregunta que cuenta?
las preguntas no son redes
las preguntas
son formas coriáceas
lo sostienen todo
en inestable equilibrio
como un amarre
a punto de ser soltado

(V)

las palabras pesan bajo los párpados
rellenos de savia
de arena
la vida pesa
como un cadáver
reciente
con la lengua adobada
en sus contornos
con las manos
abiertas
y vacías

[http://www.dvdediciones.com/firmas_laia_lopez.html]


"Canción de la mujer liviana"

Perpleja,
instantánea,
tan semejante a sí misma
como a nadie,
ella dobla los codos,
ahueca la cintura,
camina.
La sombra oval de los párpados
es un calco de las cosas quietas,
del paso de las formas
vivas
ante el rostro.
Ella resbala,
se accidenta
entre los objetos,
entre los coches aparcados,
entre la gente
a la que no conoce.
En la distancia
queda
la ligereza armada
de su cuerpo,
su espesor de surco
que transita
y descubre
a sus espaldas
la terrible
fragilidad de las sienes.



Canción de quien proyecta

La longitud de la página,
la campiña desnuda
donde el tiempo
aún no señala
lo que no ha sucedido,
donde el fardo engorroso
del recuerdo
no dice palabras,
donde el futuro dibuja líneas
torcidas
y recrudece la piel
blanca
de la hoja.

--

tú no eres tu madre
tu padre
tu hija
no eres
un bloque sólido
una estirpe
la seca
jurisdicción
de cuerpos
vivos
tú eres
la ciudad inconexa
en la memoria
los pasos
bajo el fluorescente
lo que alcanza
a rozar
la lengua
bajo el labio
el frío
la pezuña
el eco
la saturación
del color
en la retina
todo
lo difuminado
todo
lo aproximativo




Reseña de “La mujer cíclica” en la Revista Quimera, por Isabel Mercadé

 El deseo de la palabra

Desde el origen del mundo, o por lo menos desde los orígenes bíblicos, la mujer ocupa en el inconsciente colectivo el lugar de lo torcido. Y es precisamente ese lugar el que ahora conscientemente elige Laia López Manrique: “Elegí hablar desde una fractura, desde lo torcido”, porque también eso, hablar, es lo que la autora ha decidido, a pesar de esa ofrenda inicial: “Todo este silencio es una ofrenda./Un reflejo./Estoy viviendo una vida que no me pertenece.”, silencio que no es exactamente el suyo, o no solamente, sino el acumulado involuntariamente por un género durante siglos. Y López Manrique lo hace, habla a través de unas imágenes impecables y precisas que casi alcanzan aquello que, según Wittgenstein, puesto que no era posible decirlo, valía más callar, y  que Lacan llamó lo Real. Imágenes, pues, que golpean el inconsciente hasta abrir o encontrar esa fractura, esa brecha necesaria para recuperar un atisbo de significado.

Si Lacan lo llamó lo Real, López Manrique, siguiendo la estela junguiana, lo llama la Sombra. Y con ese nombre rinde homenaje en la segunda parte del libro a aquellas que anteriormente intentaron, aunque fuera fracasando (pero ya sabemos, como advirtió otro experto en silencios, que no era tanto el triunfo, sino el fracasar mejor lo que podíamos perseguir con cada nuevo intento), encontrar ese resquicio desde el que articular algo más que un balbuceo.

Ese homenaje no se da solo en la segunda parte, “A las que abrieron la sombra”, sino que también la primera, “La mujer cíclica”, constituye un tributo a las voces que han intentado ese fracasar mejor y que, reconoce la autora, se encuentran en ella del mismo modo que pueblan a todos y cada uno de los yoes que conforman al personaje múltiple y fragmentario que somos, perdida desde hace ya décadas la ilusión de una individualidad unívoca.

Pero el libro de López Manrique no es solo un homenaje, es, sobre todo, un poemario iniciático, la historia de una iniciación femenina en todo aquello que como tal le concierne: la infancia: “Cuando digo «infancia» mi cuerpo ya no tiembla, mis garras no se encogen”, la identidad: “Apenas. Ser lo (…). Criatura que no llena un sintagma, que solo araña sus esquinas.”, el amor: “Y sin embargo, el amor a través de ti quiso ser carne. Tacto hacinado. (…) Eso es mi amor. El amor de los traidores y de los suicidas.”, el deseo: “La noche me invita a bajar la escalera babélica del deseo. Soy torpe. (…) Qué suerte que los zapatos no son de cristal.”, el cuerpo: “Eres la multiplicación de un cuerpo de la infancia en ti coinciden los ángulos las quiebras el derrame que retuve no sin dolor no sin rabia”, las palabras: “En la casa había una herida abierta. Un surtidor. De allí recogí las palabras para hacer más visible la grieta que me funda.”, la voz: “comprender la voz y no lo que se escribe”, la escritura: “Lo que me asusta no es callar, es no saber encontrar la palabra que atenaza mi deseo”.

En ese recorrido, la autora ofrece un dominio sorprendente de la imagen, la metáfora, la metonimia, el ritmo, las repeticiones, todos los recursos literarios de que se sirve para alcanzar esa difícil fluidez de la escritura tras la que se oculta –el lector más avisado lo sabe- un enorme trabajo de elaboración y reelaboración. Y el resultado es esa precisión punzante, esa voz poética que dice, y dice tan bien, la condición femenina.

Los siguientes poemas pertenecen a  La mujer cíclica.  (La Garúa Libros, 2014)





(Lo)


Estar dentro del grito. No traspasarlo. No ir hacia él. No abrirlo en canal: estar ya dentro. Como una criatura minúscula y febril. Un demiurgo. Agitar las voces dentro del grito. Cambiar la dirección del sonido. Que no entre en el cuerpo, que no entre: que salga del tímpano, que lo abandone. A veces. Que el grito a veces salga, sin garganta, del tímpano. Que el grito resuene entonces hacia el cuerpo como una pequeña onda desventrada. Que entre así en la garganta. Que desde dentro la captación del grito sea, al menos, triple. Que se sienta, cuerpo abajo, cómo el grito sufre, cómo es enroscado sobre sí, cómo cada pliegue ruge, choca y se desborda entre los órganos.

Ser (lo). Criatura impenitente, cubierta por el vello leve de un polluelo. Animal aterido y múltiple como el plancton. Sin unidad, sin composición, sin lazos de familia. Apenas. Ser lo (que está dentro del grito.) Lo (que no tiene un solo nombre), lo (que no tiene, porque tener no es su posibilidad ni su atributo.) Criatura que no llena un sintagma, que solo araña sus esquinas. Criatura seca y virgen. Desdibujada para sí. Ausente para otros. Observada por el grito como su asesino. Observada por el grito como su parásito. Observada por el grito jamás como su núcleo: como una parda extremidad, un antebrazo, el enigma planteado por la esfinge. El gran desgarramiento.



Permutaciones


“Un pobre perro cerebral. Sobrecargado con Dios.”
Gottfried Benn



Digo palabras: res, ave, gato, zarzal, floración. Infancia, recoger moras, pincharse los dedos. Sangre, rueca, tela de araña.

La loca de la casa. Voces que son nido en los altillos. La loca de la casa. Si se enciende dos veces la luz sabré que Dios existe. Si mi útero roza la sábana sabré que Dios existe. Si Dios existe sabré. Un haz de voces rojas contra el cuarto: ¿existe Dios?. Digo palabras. Soy niña, dos niñas, me pincho los dedos. (No hay ergo que interfiera en esta frase). La casa en la loca, voces, útero, floración de su casa en la cabeza goteante. Puntea la casa, la sangre, puntean los dedos. Ave res, Dios zarzal, sangre. El gato roza la rueca. Desde el altillo, vocea la luz. Dos luces saben. Dos dioses se encienden en la voz.

Mirar cómo la araña caza a su presa. Mirar y detenerse en el marco gris de sombra de la pared desconchada. Desconchar a la araña en la pared, a la niña. Voy hacia ti para salvarte. Condición de res de indicio: la loca de la casa. (No hay ergo que interfiera en esta frase). Con mis dedos te salvo, me devuelvo a la angustia. Devuelvo la angustia a su marco gris. A su sombra. La araña salva los dedos de la presa en el nido. Me pincho en la rueca, la araña salva mi sombra, yo salvo a la res, la mora recoge mi sangre, voy hacia el punteo goteante, florezco en la sábana. Indicio de Dios: su floración en la tela de araña. Indicio de res: la caza de la presa. Indicio de infancia: miro el zarzal contra el cuarto, miro el haz de voces rojas, el gato detenido en la pared existe. Hacia mí. No hay ergo que interfiera en esta casa. No interfiere Dios.




Nora Flood y Robin Vote


Perdonadme, pero tengo que irme
Djuna Barnes



La risa de una mujer puede ser el infierno. La/la risa/risa de/de dos/dos mujeres/mujeres juntas/juntas puede/puede ser/ser la/la puerta/puerta vacilante/vacilante de/de un/un refugio/refugio entreabierto/abierto antesala/antesala de/de un/un rictus/rictus cautivo/cautivo. La risa de dos mujeres separadas-roto el lazo-cubierta la mandíbula de hierba y blancas floraciones- es igual al llanto.










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