Fernando Kofman nació en Misiones, Argentina, en 1947. Destacado poeta y autor deobras teatrales, publicó cuatro libros de ensayos:
Poesía entre dos épocas (1985),Polifonía en el páramo (1990), La cultura depende del lenguaje (1997, Ediciones TresHaches), traducido al inglés, y Poesía para la arquitectura (2000). Fue co-fundador en1980 de la revista de literatura Satura, que dirigió hasta su último número, publicado en1985. Entre sus libros de poemas hay que citar: Diez poemas y un aporte (1979),Tiempo de convulsión (1982), Caída de la Catedral (1987), Zarza remueve (1992), DeBell a Campana (1995). El penúltimo fue traducido al inglés. Tiene dos obras de teatroen verso inéditas: La tempestad en Florida y El Ferry, además de La insolación, ensayoque explora la inexistencia en nuestros medios masivos de la reseña de poesía comogran creación, y la oposición que se instaura con su ocultamiento.
Me llamabas “urraca”
por el gorjeo ronco que lanzaba
cuando me reía. Al desvestirme,
mi cuerpo apenas ondulado
como una pequeña palmera
mostraba mi vellón, mis tetas,
tan chiquitas como risas de bebé.
“Sé lo que estás pensando”, decía,
“soy tan triste para el amor
como una urraca”.
Pero además me llamabas:
“pañuelo”.
“Creo saberlo”, te decía. Pero
no lo sabía.
“Todos te llaman
en su soledad,
y te usan y se refugian en vos”:
—me dijiste—
Me confié a vos diciéndote:
“yo ante tu dolor sólo puedo
ofrecerte este espacio, entre mis dos tetas,
como otro pañuelo,
para que vos hagas lo tuyo,
para que vos digas lo tuyo”.
La insolación
La insolación es el efecto que produce tanta luz, tanto iluminismo que viniendo de los periódicos o la televisión, excluye a la poesía como inapropiada. Hay un rey sol en cada redacción, en cada espacio televisivo, que elige el comportamiento unívoco y dócil, de no reseñara la poesía, no pensarla, no abordarla. Se la omite o se la reflota en sus variantes más accesibles, aquellas que no exigen leer y releer, y luego pensar. Insolación es el cuerpo orgánico de todas las multitudes que compran su periódico y aceptan la propuesta narrativa más elemental, más digerible, casi imposibilitada de crear fisuras. Desde las sombras, los libros de poesía van formulando un circuito que son diversos circuitos, que ponen en evidencia que los soles se apagan, que su luminosidad se traga a sí misma, y que la poesía, como las arañas, está para atrapar lectores mostrarles sus vísceras, dejar que las palabras recorran como un vendaval sus objetividades.
El presente
Y es el forcejeo con el presente que nos exige una resolución. Nos propone preguntas a partir de lecturas que se instalan en uno. Preguntas que rechazan la insolación. ¿Cómo actuar frente a la normalidad que se propone? O también: ¿este presente no me involucra, no involucra mis lecturas? El presente propone diferentes redes de contención, sutiles e imperceptibles, porque ofrece la apariencia de mayor coacción. Los modos de evaluar ese presente son múltiples, y las resistencias a él también pueden ser múltiples. Pero lo más opresivo es el enorme velo metafísico que instaura, para la materialidad de las pequeñas resistencia se vuelvan ineficaces.
El presente es metafísico porque establece un orden de verdades universales que no tienen objeciones y admiten gran consenso. Se insiste, desde los sitios de la certeza, que la humanidad ha entrado en un futuro indetenible, transparente, porque los bienes adquiridos son la igualdad, la libertad. EL hombre asiste a su propia autonomía, y éste es un gran logro de la razón. Pero se trata de una razón opresiva, técnica, sin fisuras. Ella nunca se pregunta por su reverso, por sus iniquidades. El rostro despiadado de la razón lo muestra cierta literatura, lo desenmascara. ¿Cómo movernos en este presente de razones metafísicas? Siempre bajo la exposición, en la cornisa donde nos sitúan las lecturas. Todo acto es una ética y lo es más, en el sitio inadecuado.
El periódico puede ser poético
El periódico puede alcanzar dimensión poética, pero si renuncia a su finitud, a su contingencia, a la inmediatez. Más allá del diseño, que también es una exigente apuesta estética, el periódico tiene que reabsorber el espacio de la literatura. Un medio sería la reseña, el rescate de libros y autores. La reseña como obra literaria, como espacio del pensar, como sismo que interroga la lengua y su contexto. Si el periódico llevara día a día estás islas, conformaría la luminosidad de la contingencia diaria, todos esos despliegues que oprimen desde su repetición.
Aquella góndola que cruza la tristeza de los periódicos
Se va abriendo paso solitaria, en la ciudad de las luminarias, entre aquellos textos estridente que maniatan, imponen un orden, centellean en su propio espectáculo. Así va la reseña, muchas veces incluida en la página de los discursos consolidados. Como góndola impone su artificio, mostrar cuánta opacidad, cuánta pobreza hay en esas luces, para otorgar el don de un breve momento exaltado.
El desplazamiento perpetuo
Lo que la reseña intenta es no fijar sentido, aunque en definitiva lo hace. Por eso actúa como el poema o el ensayo, trabaja sobre lo que no dice; aquellos espacios en blanco entre línea y línea, que completa el lector con su imaginación y sus lecturas. La reseña nunca es definitiva, por eso es sísmica, dentro de un órgano como el periódico, repleto de sentidos fijos. Ella es indeterminada, abierta no clausura nada. El sentido queda en suspenso, contiene poca lógica. Hay un desplazamiento perpetuo, que equivale a la vida, porque si en la escritura no nos corremos permanentemente de lugar, quedamos atrapados por una sola identidad. Es como estar congelados, muertos.
Paisaje invernal
Cuando el frío azota y la noche vuelve desierta la ciudad, todos los faroles, todos los carteles de neón despliegan su luz restallante, mortuoria, sobre las grandes avenidas, sobre las calles custodiadas por árboles. Los negocios fulguran con sus vidrieras: vestidos, libros, electrodomésticos. Vidrieras cubiertas de televisores que repiten una sola imagen: un robo, un secuestro, un festival de cine, un discurso presidencial. Las luces encandilan en esta puesta en escena espectral. Los bares, que podrían ser un refugio, vuelven con su avalancha de imágenes y televisores. Hay como un dominio virtual donde el control no esta manifiesto pero se propaga como discurso. Es propagación de la información hasta el hastío. Y esta desolación contamina las artes: pintores, dramaturgos, músicos, escritores cineastas quieren la irradiación de esta luz. Gesticulan, se quejan, dicen que su arte no debe morir, que el Estado tiene que prolongarlo. Sólo cierta poesía se le atreve al paisaje invernal. Reduce la múltiple luz a las sombras de su escritura. Habla de sojuzgamientos donde las pantallas vaticinan una fiesta.
La soga en la casa del ahorcado
Si hay una sociedad de control, es aquella que estimula y explica que no hay controles, que se goza de toda la autodeterminación para acudir a las distracciones, a todas las actividades fijadas por ella. Dentro de esta disposición, el poeta, el libro de poesía, y su reseña, no tienen lugar; porque una sociedad de control no puede admitir dispersiones y reflexiones que inauguren una diagonal en su estructura. Una diagonal en su estructura. Una diagonal poética es hablar del control donde se dice que no lo hay. Es hablar de la soga en la casa del ahorcado. Es intolerable, y lo intolerable se lo omite, o se lo domestica, poniéndolo dentro de un molde, parcelándolo, mutilándolo.
EL HALL DE CONSTITUCIÓN
El kiosco se extiende con la noche,
como una gran pecera que exhibe a un coreano.
Recibe todas las luces del Hall:
“Coca Cola”, “Remington”, “Bieckert”,
mientras la voz solemne anuncia el tren a Glew
y la rubia educada opina: “Parece Victoria Station”.
Los mármoles se amplían, las baldosas se agigantan,
los baños del subsuelo quisieran emerger
con la música que lanza el altavoz:
un rock sinfónico que contrasta las siluetas
del bancario respetable y su portafolios,
de dos negros brasileros tomando mate.
Por un costado, quise alejarme del estruendo,
hacia un rincón, un pequeño bar,
pero el olor del marisco frito pudo más,
cayendo certero sobre mi café
desde un puesto con decorado de restorán chino
y láminas arrugadas de “Play Boy”.
Hinchado como una araña, el coreano
vigila la mercadería: los forros y
los analgésicos, la cerveza y los cigarrillos,
y desciende hasta la seducción
cuando dos francesas piden,
o se eleva hasta el odio, cuando un ratero amenaza.
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