Eugenia Cabral
(Córdoba, 1954). Poeta, ensayista, dramaturga. Ha publicado El buscador de soles (Ed. Municipal de Córdoba, 1986); Poesía actual de Córdoba – Los años ’80. Ediciones Mediterráneas. 1988); Iras y fuegos. Al margen de los tiempos (Último Reino, 1996); La almohada que no duerme (Del Boulevard, 1999); Cielos y barbaries (Alción, 2004); Un golpe de Dados, poema de Stéphane Mallarmé, versión en español de Agustín Oscar Larrauri, estudio preliminar por Eugenia Cabral (Babel, 2008); Tabaco (Babel, 2009); En este nombre y en este cuerpo (Babel, 2012); La voz más distante (Pan Comido, 2016).
Interior
Nadie me espere en miércoles ansioso.
Estaré sólidamente a solas
por regiones antediluviales.
Iré dibujando en los huesos de mis pies
las sandalias de caminar hacia la muerte.
Llevo el semblante sereno y solitario
como un árbol que aguarda en la planicie.
(De El buscador de soles).
Hay cuatro calles en la ciudad donde vivimos que, en sentido antihorario, son: al Sur, la calle del cementerio, de donde vienen los vientos fríos; al Este, la calle de las oficinas públicas, que nos veda la salida al mar; al Norte, la calle de los mercados, hacia donde parten las caravanas; y, al Oeste, la calle de los pecados, hacia donde crece la ciudad…
(De Iras y fuegos. Al margen de los tiempos.)
HUNDIR
lágrima de oro
en
carne de hermosura
La tristeza cae
igual a sí misma
Agua
de agua
PESADO ABISMO entre las flores
(bubble gum y estiércol,
olor dulzón, acre,
eh ! no veo nada,
la cabeza me va creciendo en el interior
de una placenta de polietileno,
dejen de agiytar esa bandera,
estreno el ombligo, bijoux de oro y plata),
amante es una palabra de género neutro,
SOLO
tus manos
trazaban el aura;
ese cisne y ese colibrí
que miran por el rabillo del ojo
están absortos en el sexo;
de las siete diademas
una
era el amor que has tocado,
paranoico,voilá
AIRE
ROSA MISTICA, Torre de David,
jugando con piedrecitas sobre baldosas
recalentadas por la siesta,
el gran frescor del jazminero es hondonada
secreta,
el barco mueve las aguas del horizonte,
pero sigue aquí, cabeza baja,
el juego transita por la cólera a causa
del barco- que no cesa de mover el
horizonte-;
no has venido a mí (más malvado que
Dios, el que siempre está mirando)
ESTRELLA DE LA MAÑANA
Altas van las voces de los pastores,
las criollas vencen el maíz en ondas
tardes cerriles;
el pueblo desciende el límite entre la
luz solar y los ramajes (imagino
caminar por sus calles tomada de tu
mano),
tu pelo va -fatigado- del wisky a la
ceniza,
un pañuelo ventrílocuo del remolino se
enreda en mi zapato,
humo de leña ragante;
los pechos se intensifican a medida que
voy soñando
TORRE DE MARFIL
Casa de Oro,
Príncipe sin tenedor ni mouchoir,
Medievo,
la rosa roja -prohibida por el eco de
los pasos de mi padre- bebe polvo de
plata lunar,
afrodisíaco,
la entierro bajo mis faldas,
exequias lunares, florales,
me lastimo las piernas hasta creer que he
dejado de ser virgen,
MAGO DOS VECES
Hijo y nieto de hechiceros
es el poeta
Lee
en el fuego muerto
la primera intensidad de la llama
Y adivina su rostro
en el más oscuro espejo
CARTA FECHADA EN VIERNES,DIA DE TRASMUTACIONES MAGICAS
En esta gris colgadura de viernes, huele a agua de lluvia conservada en cántaro de arcilla.
He acariciado la fotografía de mi madre, su collar de vidrios, he caminado por el patio hasta develar la razón de esta inquietud como se descubre un párrafo asombroso.
Urge preguntarte si las manos del poeta son hermafroditas…
Mi mano masculina ama los impulsos de la mano femenina, su exasperante ansiedad, su olor a flores.
¿Habrá de percibir algún amante polisexuales furias y voluntades?
¿Cuántos sexos tienen las manos, los ojos, que hormona vitaliza la filosofía?
Cuando éramos muy jóvenes el sexo era cosa de camaradas
Nuestra muerta canción nos instigó a pedir disculpas.
Hay una larga fila de mendigos aguardando a la orilla del mar
Tengo miedo, te confieso, de formar fila en la playa buscando en mi sombra el espejo del ser.
Toma por favor esta carta, cuando la leas, entre tu mano de morir y tu mano de existir.
Ars Erótica
En las primeras páginas del códice
se adiestra a la mujer en el arte de ofrendarse
y excitar la voracidad masculina.
Es la apertura hacia las arterias
que transportan el deseo y adormecen la racionalidad.
Esta es la fase lunar, femenina.
La mujer, dice el libro, debe ser vista por el varón
como la elegida que llegó casi fortuitamente,
en el momento preciso, pero sin hambre ni sed,
a una celebración concertada bajo la Luna,
desde alguna ocasión pasajera –poco gravosa-
para que el encuentro resulte provocador y no acuciante.
Será un período de aproximación y alegría
donde el antiguo Dionisos recibirá las primicias
como suaves melenas bañadas de luz selenita.
La sed progresará poco a poco y sin pausa.
Dionisos beberá el líquido de a sorbos.
Las yemas de los dedos sumarán células sensibles
milímetro a milímetro,
hasta cerrar la cifra de la erección.
Los labios entreabiertos irán derramando
el tibio maná de la saliva con mesura,
como abonando la tierra para que brote
del mismo maná en la otra boca,
la boca del hombre cuya carnadura comenzará a tensarse
desde las plantas de los pies hacia la nuez de Adán
y, del mismo modo que el bíceps o el dorsal,
el pene se irá dilatando al tiempo que roba calor
del cuerpo que lo roza con la pierna, con la mano, el pubis,
en un deslizamiento natatorio,
puesto que el bullente oxígeno de origen salival
irá humectando el aliento que de ellos emane.
La exultación dionisíaca culmina ahí.
El varón, ya enhiesto su falo
por gestión de la caricia que simula
no reclamar resolución ni satisfacción
entrará en la fase apolínea, la etapa viril.
La exigencia masculina, los designios de Apolo
serán el motor de las prácticas.
El calor se tornará apetencia,
la erección irá encendiendo la sed.
Durante este lapso, según el texto citado,
las fobias tienden a convertirse en enemigas potenciales
de la armonía entre los amantes.
Ninguna astucia alcanzará a disimular
los profundos rechazos –rayanos en desprecio-
y, no obstante, involuntarios, que pueden llegar a producirse
mutuamente el hombre y la mujer.
El ano decidirá la suerte de la supremacía.
El semen querrá penetrar más como violador
que como enamorado; si penetra o es repelido,
igual habrá presentado su moción.
Hasta el clímax, la mujer irá optando –señala el texto-
entre el esclavismo y la cooperación;
durante el orgasmo, el varón habrá de pagar
en moneda corriente y de contado.
Los dioses y semidioses, asomados a sus respectivos palcos,
observadores desde el panteón olímpico, el Hades,
la orilla de la laguna Estigia o los campos Elíseos,
apostarán por turno a su campeón preferido;
ellos serán los idólatras y los amantes sus divinidades.
Con los jugos dionisíacos, las articulaciones de la pelvis
se habrán aceitado a manera de mecanismos psíquicos;
durante la agonía regida por el dios de las flechas
los plexos solares sufrirán embates más o menos ecuánimes.
Las neuronas que gobiernan la maquinaria
oprimirán las coyunturas ejerciendo mayor o menor presión
a medida del proyecto hegemónico
o el ansia de placer que las domine.
De ahí en adelante, la posición de los miembros,
la cabeza, la posición decúbito dorsal o ventral,
constituirán el resultado de una transacción
o la admisión de un acceso indeseable.
Llegados a esa instancia, puntualiza el libro,
la grosería de las demandas y la compulsión de los actos
llenarán la escena de humanidad.
El reinado de Apolo habrá exhibido
-en progresión constante- sus atributos castrenses:
la apolínea verga, el peto defensivo,
los brazos combatientes, los pies que hienden la arena.
Ella, entretanto, habrá preparado la fase
que el apologista denomina de la Sirena:
la partición de las piernas que hará del sexo indiviso
mitades conexas por el canal vaginal.
De la antigua unicidad sólo ha de sobrevivir
la huella del clítoris, esa breve prominencia
donde acechan el gemido y el bramar.
Apolo, que no es Ulises,
doblegará a la Sirena haciéndole parir de sí misma
a una mujer, a cuenta de los partos venideros.
No habrá seducción posible mediante la voz ni los gestos
de la anti-hembra mitológica.
El macho intuirá claramente la amenaza de castración
y antes matará a la que pudo haber sido su madre
que ceder ante melindrosos requiebros
de quienes, por dulces, no son menos peligrosas.
El anti-Edipo se volverá contra Yocasta
y presentará disculpas a su padre.
Aguerridas, las flechas traspasarán los velos.
La agresión será la forma de la castidad y de la ley.
Todavía obnubilada, esa mujer recién nacida
escuchará la orden que la expulsa de la histeria sin remisión.
Será una desalojada de su mansión familiar.
El murmullo de la verdad emergerá impertinente hacia la luz.
Los dioses, colmados, se retirarán a sus templos.
El último capítulo de esta pedagogía
describe el cuadro donde la que otrora fuese Diana
y devino Afrodita se convierte en Eloísa razonable.
Junto a la ventana, contempla la ciudad donde residen
(aunque él en realidad está de paso, rumbo al Norte)
y que fue contexto de esa noche;
luego, mira al semidiós
que abandona el aquietado oleaje de las sábanas,
la toma por la cintura y besa levemente sus hombros.
Él ya no es aquel fauno que horas antes
celebraba danzando y bebiendo,
pero tampoco ha de volverse un Ares
puesto que es hijo de Prometeo.
Los dos seres humanos se abrazan,
ya entregados a la polis y a Mercurio;
de mañana, ella hará de Palas Atenea
para complacer a su Abelardo
y él mudará de Jaguar en Quetzal.
Otras muchas metamorfosis han de imponerles
a posteriori nuevas gradaciones y degradaciones.
A pesar de ello, seguirán llamándose
con el mismo nombre
y no habrá cambios visibles en sus cuerpos.
Bajo cada apariencia persistirán tatuajes,
heráldicas subcutáneas. Rastros adorables
de revelación y lucidez; del amor, en suma: del erotismo.
Sólo la muerte será dueña de transformar
sus figuras y verter sus nombres en el olvido.
Ellos perecerán y el deseo habrá de trascenderlos.
“Amor constante más allá de la muerte”,
la princesa y el plebeyo,
el deseo en flor, en vuelo, por siempre jamás.
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