Christian Tubau Arjona nació el 11 de diciembre de 1977 en Montgat, Barcelona. Cursó estudios de Filosofía en la Universidad de Barcelona, y en el 2009 obtuvo el doctorado en la misma universidad con una tesis sobre el misticismo de Miguel de Molinos.
Ha sido premiado en diversos certámenes de poesía, como el José María Valverde (Barcelona, 1998), Voces del Chamamé (Oviedo, 1999), Luis Feria (La Laguna, 2001), Ciudad de Alzira (2002) o Ciudad de Benicarló (2006), publicando los siguientes poemarios: “Voz de nadie” (USCOB, 1998), “Canción demorada” (Asoc. Cultural Voces del Chamamé, 1999), “Cuando no aún el poema” (Univ. de La Laguna, 2001) y “Ecos y desvelos” (Bromera, 2002). Han aparecido algunos de sus poemas en distintas antologías, como Poesía Pasión: Doce jóvenes poetas españoles, a cargo de Eduardo Moga (Libros del Innombrable, 2004); El jaiku en España, de Pedro A. de Haro (Hiperión, 2003); 11-M: Poemas contra el olvido (Bartleby, 2004); Los poetas del silencio, de Juan Miguel Domínguez Prieto (adamaRamada, 2006). Es autor de diversos ensayos publicados en revistas como “Pou de Lletres” y “Escribir y publicar”. Ha realizado también traducciones literarias del inglés al castellano de los poetas imaginistas y de la generación beat, y trabaja en colaboración con artistas gráficos en diversos proyectos que combinan escritura y pintura. Actualmente se dedica profesionalmente a la traducción de textos educativos y medioambientales.
I
Desgajar un azul, una lámina
del cielo y desplegarla en el negro
de una noche callada, sin luna.
Pegar las aristas en el aire
con alfileres de cristal
y dejar que las estrellas calquen
su luz sobre la transparencia.
No poner marco.
II
Por el placer de desplazarme inmóvil
por un jardín de espejos líquidos
por allanar un muro de impaciencia
por deshabituar el hábito de oír
por inclinar un poco el marco
por encorvar el horizonte
por dar más cielo a una nube
más blanco a un trazo
más océano a una branquia.
III
Siquiera entonces
con la brasa de una hierba
alumbrando la garganta
devolver el humo
transformado en hiedra
en círculo que se abre
rendido hacia la nada
hacia la nieve de un papel
que como un pulso
se desangra.
IV
Cuando no aún el poema
sino una sola mano en verbo
mirando hacia los lados
extrañándose los dedos
bailando quieta atónita.
Cuando no aún el verso
sino el blanco que se llena
de azules y de ecos
de lanzaderas eléctricas.
Cuando no aún el sentido
sino crepitaciones de luz
precipitaciones
de luz en los oídos.
Cuando todavía no el final
sino una coma impúdica
ofrecida
que eternamente dice
aún,
(De Cuando no aún el poema)
I
Bajo la piel del roble, en sus descarnaduras,
mi corazón también desnudo, descortezado,
tienta la blanca caligrafía del olvido,
corta las venas del deseo en la sequía.
Bajo la piel oscura, bajo la luz más seca,
abro los cauces para tus caudalosos ríos,
sigo las huellas de tu florescencia
por senderos de un alma ya no mía.
II
Te busco aún dormida tras del alba,
mendigo alegre de tu luz más clara,
de collado en collado hasta tus valles.
En qué noche sin fondo. En qué vaso.
En qué clara pupila. En qué poso.
No me ciegan los velos de las luces falsas,
ni en mí resuellan, circulares, los relojes.
Dejó atrás las rosas póstumas y las alhajas,
el ascua de preguntas encendidas.
III
Las letras que con amor sembraste
en el erial de las páginas no escritas
serán verde tejido, renuevo erguido
en el nopal sediento de la soledad.
Como un tallo de vida se abrirán hacia lo alto,
hacia tu luz,
hacia el granero de las nubes.
Los silencios las notas blancas
que entreveras en los mimbres negros del poema,
las ventanas
que abres en su interior con suave gubia,
serán arteria íntima para tu savia sólo,
copa de pétalos para esperar tu lluvia.
Crece en el centro oscuro de mi sed
una imposible margarita,
collar de ojos o flores
recién nacidas.
IV
Me orientaré hacia el pájaro y el sol
para que mi voz sea cálida y sonora.
No revelaré tus nombres, los desconozco.
Sí la tierra en la que creces como un árbol.
Escribiré el poema cóncavo vacío
para que viertas en él la miel de tus ojos,
la sémola de tus oídos.
Esperaré tu lluvia sin moverme.
Anégame en las aguas de tu calma.
V
Caminaré de mí hacia ti sin cruzar puentes,
por derribados puentes caminaré hacia ti,
con los pies de la razón descalzos.
De ti hacia mí caminarás sin desplazarte,
quieta te mostrarás donde ya estás;
desnuda
en el último labio de la noche.
Dentro de mí resonarás
como en el hueco de una flauta.
No más por ti sino contigo.
Seremos aire.
(De Bajo la piel del roble)
BLANCO
Nunca faltaba el blanco, la meseta,
el suelo adivinando las huellas,
nunca quisimos despojarnos del desierto que esperaba,
como un mármol atento, unas manos vivas,
los cuerpos tendidos, cordilleras manchando la planicie
de una sábana o un silencio,
con pasión de primer trazo sobre un lienzo virgen.
Volvíamos al blanco cuando nuestros nombres pesaban,
cuando los ojos, cansados del fulgor de la retina,
reclamaban el azar de una deriva,
la tranquilidad de un fondo desvaído.
En él veíamos sin mirar,
de una vez en todas direcciones,
como un una gota de sangre diluida en la nieve.
El blanco nos unía en una piedra líquida,
en una luna ilimitada donde no estábamos tú y yo,
y todo lo demás faltaba,
en una luz difusa que no indicaba aún.
En ese mar limpiamos las heridas del espejo,
las aristas profundas, las sombras;
nadar en él era desvanecerse a tiempo,
volver al punto de partida,
volver a acostumbrar las manos a tocar,
a distinguir las olas, a señalar las dunas,
con una piel de nuevo inmaculada, fértil.
AZUL
Ofréceme un azul que no tiemble en su designio de agua,
muéstrame los ríos anchos y los de angosto camino,
dime el lugar de las fuentes enterradas.
Que siga siendo tu voz ese azul que se derrama,
ese aliento húmedo y limpio como un caudal de aire.
Seguiremos el curso sin movernos,
tal vez huyendo de una tierra yerma
o de un palacio en llamas,
tal vez como una fuente adentro,
colmando nuestros huecos
o acaso oyendo la llamada última,
un rumor de mar que espera.
Ofréceme también ese mar, la estepa inmensa,
el cuerpo líquido que escondes en tu sombra
como un sueño muy lento, acompasado.
Déjame dormir en tus párpados caídos,
en ese cielo que reflejas profundo de corales,
como una ola única que se extiende.
(De Lienzos)
DESPERTAR
Cuando rompe el alba, todos los sentidos de la página se afinan.
Observa, con los ojos en ascuas, la lenta caligrafía de la hiedra, la recia nervadura que sostiene sus anchas alas verdes, la abeja que liba el néctar lila de la lavanda, el sol enluciendo los muros desconchados, las pinceladas de la luz desplegándose, como lamas de una lenta persiana, calle abajo.
Escucha, desde sus altas caracolas, el aleteo fugaz bajo las hojas, los silbos agudos, intermitentes, de los trigueros, el gorjeo politonal de la golondrina, su estrofa larga, compleja, flautín que se encabalga al rumor sordo, amortiguado, de las faenas del campo.
Hincha sus pulmones blancos y aspira el aire fragante y salobre, zahumado de resinas y retamas, ebrio de hinojo y de romero, que llega de la mar y de los encinares, barriendo los fríos inciensos de la noche.
Y siente, en la piel recién salida de los arrecifes del sueño, el hielo duro de la mesa de mármol, húmeda aún de rocío, la respiración de la brisa que pasa como un ave de frescura y, al fin, la mano cálida del sol, su lenta y ancha caricia.
La página del alba es un cuerpo que despierta.
EL ISTMO
A veces la página del alba camina por el istmo de la duermevela.
A uno y otro lado rompen las olas fractales del sueño, emergen paisajes blandos, figuras corcovadas como viejos olivos. Las siluetas se rizan y afiligranan, se llenan de innumerables zarcillos y largas fimbrias, se retuercen como la hoja del cerezo enrojecida por los pulgones.
(Sobre la página adormecida se afanan todavía las hormigas de la noche. Pequeños cráteres de tierra suelta, disgregados, perforan su pálida superficie).
Los ojos, sonámbulos, se pierden en la textura irrepetible de los viejos muros, entre la pululación glauca, miniada y celeste de los líquenes, por las arborescentes vetas negras en el mármol, quietas como algas bajo el hielo, o entre los mil rostros cambiantes de los nublos y sus blancos lóbulos colgantes, pesados vientres de metal oscuro.
El sol abre sus párpados hasta su más luminoso escorzo y se desangra sobre la nieve azul del mar: sus líquidos rubís lacran el horizonte. Las sombras de las ramas se espesan y gotean.
La página del alba, arrobada, camina hacia la tierra firme, hacia las cálidas riberas de la luz. El día va dejando atrás los últimos farallones del sueño. Las gaviotas otean desde el faro cercano de la vigilia.
(De La página del alba)
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