Joaquín Brotóns
Nació el 16 de Febrero de 1952 en el número 6 de la céntrica y popular calle Real de Valdepeñas, en el seno de una conocida familia de bodegueros, dedicada a la elaboración, crianza, embotellado y exportación de vinos, entre otras actividades. Cursó estudios de Derecho y colaboró en las compañias mercantiles: "Matías Brotóns, S.A." y "Sucesores Hnos. Brotóns, S.L.". Tras el cierre de las empresas familiares trabajó en el Ayuntamiento de su ciudad natal, en el departamento de Prensa y Documentación. Actualmente está destinado en Cultura.
Ha publicado los siguientes libros:
Poemas para los muertos (1977).
Las máscaras del desamor (1978).
Amor, deseo y desencanto (1979).
La soledad de la luna (1980).
El espejo de la belleza (1982).
Poemas del amor ambiguo (1983).
La desnudez cómplice de los dioses (1985).
Reencuentro en el sur (1987).
Rosas negras (1998).
Poemas de Joaquín Brotóns (1998).
El vino de Valdepeñas en las tabernas de Madrid (1999 y 2003).
Selección (2002).
Poesía escogida (2002).
Joaquín Brotóns: 25 años de vida-obra(1977-2002), (2002).
Adiós, Muchachos (2005).
Joven Ilicitano (2007).
¿Regresar al Sur? (2007).
Espejo de sombras (2011).
Ha sido incluido en numerosas antologías y parte de su obra está traducida al francés por Francoise González-Rousseaux y al griego por Paris Bantudis.
Asiduo colaborador en los medios de comunicación. Entre 1993 y 2002 dirigió la Galería de Arte "Casa el Cojo". También ejerce la crítica de arte y literaria en revistas y periódicos especializados.
Su obra ha merecido una creciente atención por parte de críticos y lectores, prueba de ello es el número monográfico que la revista castellanomanchega "El Cardo de Bronce" le dedicó en 1988, en el que colaboraron las más importantes plumas del país. Sobre su obra poética se han dictado conferencias y se han escrito estudios, artículos, reseñas y críticas, entre las que cabe destacar las de José Hierro, Pablo García Baena, Francisco Nieva, Vicente Núñez, Luis García Montero y Luis Antonio de Villena, entre otros prestigiosos críticos y poetas, que elogian su personalísima voz y su sinceridad al tratar el amor homosexual, el amor griego.
LA WEB DEL AUTOR:
https://joaquinbrotonsblog.wordpress.com/
¿Regresar al Sur?
A Pablo García Baena.
Qué sentido tiene volver al sur. Muertos los amigos:
Rafael Pérez Estrada, Vicente Núñez, Rafael Medina...;
regresados a su Córdoba natal Pablo García Baena y José de Miguel,
nada es igual en la “Ciudad del Paraíso”.
Aquellos bares nocturnos de ambiente...,
donde encontrábamos radiantes a los viriles efebos sureños de piel
africana y labios de coral, ya no existen. Cerraron sus puertas:
”Arcos”, “La bubú”, “La rosa negra”, “Potros”..., en los que el alcohol
brillaba en los ojos negros de la pantera hambrienta-el leopardo
del deseo-, cuando el ron y el whisky tenían sabor a noche estival
y los cuerpos de fuego incandescente cubiertos de escamas azules,
de espuma y salitre, quemaban, abrasaban el gélido viento escarchado
que marchita las biznagas, que brotan en aquella tierra maravillosa
en la que el sexo es siempre grato, natural, espontáneo y gozoso,
sin ridículos prejuicios ni tabús de caducos burgueses de doble moral.
Qué habrá sido de aquellos hermosos muchachos bisexuales,
que compartían nuestras interminables noches de placer,
junto al pecho azul y arenoso de las playas de un Mediterráneo
que estrellaba sus olas contra los dorados torsos de mármol tallados
a gubia y cincel.
Que sería de Rafael, Miguel, Juan y tantos otros andaluces hedonistas
-muchachos venales-,
que endulzaron mis frías noches solitarias
en las que el sexo se convertía en amor,
ya que, nunca he podido desnudarme si no he sentido el rapto,
el arrebato de amor...
-aunque sólo fuera unos instantes, unos minutos-,
el temblor de la pasión recorriendo mi cuerpo,
que se estremecía al palpar la piel de terciopelo rojo de un mancebo
pleno de vida, lleno de vitalidad que brotaba de la fuente de su sexo
enérgico.
Qué sentido tiene regresar al sur, si ya todo es distinto.
Y, sin embargo,
sigo volviendo cada año fiel a la cita con la belleza efébica,
el contacto carnal que, cual río de lava baja embravecido,
furioso, desbocado, enloquecido,
como una yegua salvaje que relincha a la luz cegadora de la luna llena,
buscando en la oscuridad estrellada la nieve y el perfume a violetas
y azahar del amor que rueda por la montaña escabrosa
y recorre impetuoso el inmenso campo lunar de rocas de nácar y marfil,
el bosque de espaldas de bronce, hierro y acero,
la selva de esculturas de piedra y afiladas navajas de empuñadura
de asta de toro, que se derriten ante la belleza de los dioses
del Olimpo terrenal.
Por qué vuelves donde fuiste feliz,
si sabes que has envejecido y tu tiempo pasó,
que sólo quedan rescoldos que carbonizan, hieren mortalmente
y el sol ya no ilumina tu amplia sonrisa de ayer,
en la que se dibujaba los gruesos y sensuales labios de la pasión amorosa.
Por qué regresas, si ya todo es diferente y tu mundo ha muerto,
caducado, olvidado entre las rotas tumbas del desamor,
en las que crece la maleza, desaparecido entre las amarillentas sábanas
de encaje que adornan el pasado esplendoroso, cálido, que trepa
por las alas de un gigantesco ángel de bronce cubiertas
de laurel-hiedra y crece junto a las acequias y los estanques
rebosantes de agua perfumada con pétalos de rosas rojas y blancas,
que inunda los espejos isabelinos que decoran tu casa, en la que
duermen los polvorientos sillones art- decó junto al aparador alfonsino
y los relojes “Ojo de buey” centenarios,
que franquean las amarillentas fotos color sepia de tus antepasados,
que contemplan los retratos de tus jóvenes amantes,
siempre bellos, narcisos e infieles compañeros,
jóvenes soldados en la batalla..., hermosos,
como buganvillas azules y moradas en flor que recorren el muro
impoluto del amor.
Ya nada es igual y las ensordecedoras trompetas de plata repujada
tocan retirada.
Vuelve a tu celda de ermitaño, poeta, y añora en soledad los días
dorados del amor juvenil, pleno de luz celeste, que se filtraba
por los huecos de la pasión que viviste intensamente, cuando eras
feliz y acariciabas los sensuales labios del placer oscuro,
proscrito por la sociedad bienpensante...,
aquellos labios frescos, húmedos, hoy resecos y fragmentados,
en los que la piel dibuja un extraño mapa de cuevas y cavernas vacías,
abandonadas por el hombre y habitadas por alimañas voladoras.
No vuelvas más al sur, poeta, que tu tiempo feneció.
Y las nuevas generaciones, que ayer buscaban tu compañía,
hoy huyen despavoridas ante el viejo escéptico, solitario y dipsómano
que, en soledad, en la alta madrugada, agota la última copa -ya
prohibida por los médicos-, mientras contempla la anhelante belleza
que debe dejar pasar, aunque la desee inmensamente, apasionadamente,
como cuando era más joven y se entregaba en sus brazos de granito rosado,
en las fuertes ramas que brotaban del atlético torso del cuerpo deseado,
cuya delicada y tersa piel de Hermes acaricia las finas y delicadas
aristas de un sueño;
el sueño del amor sureño que, tantas veces poseíste entre tus manos,
haciéndolo realidad, besándolo, acariciándolo dulcemente,
mientras la luna llena vigilaba la agitada respiración del viento huracanado,
que esculpía enigmáticas sombras sobre la fina arena la playa
que la marea devolvía al fondo del mar, junto a los galeones
y sus tesoros hundidos, envolviéndolas entres la niebla y el rumor
atronador de las gigantescas olas que arrojaban viejos troncos, algas
y raíces contra el malecón del desamor, el destartalado muelle
de madera podrida en el que se estrella el barco de los sueños,
la frágil nave en la que jóvenes y musculosos marineros de torso
desnudo beben vino y vermut en grandes caracolas con olor a mar
revuelto, enfurecido…, que excita sus instintos sexuales,
cuando las estrellas son cómplices de los cánticos con que, ebrios
y medio desnudos, saludan al nuevo día que iluminará su vida sureña.
Málaga, 2006-Valdepeñas, 2007.
ADIÓS, MUCHACHOS. 2005.
Adiós amigo.
Yo creí haber encontrado en ti
el amigo ideal, soñado,
el compañero con el que compartir
la vida-sueño,
el amor que ya se atreve a decir su nombre.
Pero todo fue un fracaso,
un error.
Tú nunca darás el paso,
vivirás oculto, como tantos otros,
tras tu frágil máscara de cristal ahumado,
escondido entre la fina escarcha lunar
de tu timidez…,
ocultándote a los ojos azules de la vida,
negándote a ti mismo.
Adiós, amigo.
que los dioses te concedan
el don de la felicidad.
Said.
La vendimia ya había comenzado y toda Valdepeñas era un gigantesco lagar que olía a mosto fermentado y que inundaba, con su perfume, mi amada ciudad, mi ínsula báquica.
Yo estaba degustando una copa de vino en el mostrador de una vieja taberna solitaria cuando un joven y guapo árabe, de ojos negros y piel cobriza, se me acercó para pedirme trabajo. Lo invité a una botella de agua –tenía mucha sed- y le dije que yo no tenía tierras, pero que intentaría ayudarle a encontrar trabajo.
Aquella noche hablé con un amigo agricultor que lo contrató como vendimiador.
El jornal era normal e incluía manutención, pero no tenía donde dormir y las pensiones y hostales eran caros para su magrísima economía así que, como me pareció buen muchacho, le ofrecí la vieja casa familiar, que permanecía cerrada y abandonada, pero en la que aún no se había cortado la luz ni el agua y tenía un dormitorio completo que, todavía, no se había desmontado. Said aceptó agradecido mi ofrecimiento.
Pasaron varias semanas sin verlo hasta que un día, cuando el sol era más abrasador, lo vi encima de un tractor cargado de uva blanca, y su torso desnudo, broceado por el sol, brillaba como un astro en plena noche oscura como anunciándome el placer que recorre con su escalofrío la espina dorsal de los amantes furtivos, mercenarios…
Finalizadas las faenas de la vendimia, la tarde que cobró su trabajo, me llamó al móvil y me dijo:
–Ya me voy y quiero que tengas un recuerdo mío. Ven a tu casa sobre las diez y te entrego la llave.
Así lo hice. La puerta estaba entreabierta y sólo fue necesario empujarla. Crucé el zaguán, subí la escalera y al llegar a la primera planta lo llamé varias veces:
–¡Said, Said! ¿Dónde estás?
Nadie contestó y pensé que se había marchado ya, sin despedirse, como tantos otros, aunque una extraña esperanza me embargó mientras recorría, nervioso, las distintas dependencias de la morada familiar hasta llegar a la alcoba amueblada. Toqué con los nudillos a la puerta y escuché su cálida voz insinuante diciéndome:
–¡Pasa! ¡Pasa!
Estaba casi desnudo –sólo un pequeño calzoncillo blanco lo cubría- sobre la colcha, oferente, bellísimo, como un dios griego e inmortal, como un “ángel terrible” me espetó:
–Sé que te gusto.
Allí nos amamos, media hora después nos duchamos juntos, sonrientes, plenos de felicidad. No he vuelto a saber nada más de aquel chico de mirada enigmática pero aún no he conseguido olvidarlo, especialmente el perfume de su cuerpo desnudo, su piel finísima, sus labios húmedos, sensuales, su sexo espléndido, magnífico, rotundo…
Cada vendimia, cuando el crepúsculo se tiñe de rosa pasión, me acuerdo de Said ¿Qué habrá sido de su vida? Tenía veinticuatro años y en su país jugaba en un equipo de fútbol muy pobre. Su sueño era ser futbolista en España.
Joven obrero.
Regreso, tras más de quince años de ausencia, al barrio marginal de mi ciudad natal; en él, tuve mis primeras relaciones homosexuales con un joven y varonil obrero de dieciocho años que vivía humildemente y vestía ropa interior de color gris, que cubría un “mono” de trabajo tintado en color azul ¿Qué habrá sido de aquel bello y fibroso muchacho? ¿Vivirá aún en la gran ciudad a la que se marchó? Sé que se casó y fue padre de varios hijos, pero que tampoco fue feliz.
Ahora, cuando visito de nuevo aquella barriada del extrarradio de mi ciudad-isla –en la que el paro, la droga, la pobreza y la marginación siguen haciendo estragos-me emociono al recordar aquella época de juventud, oscura y represora, reprimida, de rosario y sacristía y que apestaba a franquismo inquisitorial… pero en la que nosotros, jóvenes atrevidos, llenábamos de luz y sexualidad.
Ya nada es igual en esa zona apartada y postergada de la Ciudad del Vino. Las calles, que eran de tierra, ahora están asfaltadas; las casas ya no son de adobe ni están encaladas con impoluta y blanca cal que, en las tardes de verano, proyectaban sombras enigmáticas.
Todo es distinto en el antiguo barrio proletario, pero en la oscura callejuela, en la que nos besábamos furtivamente aprovechando la oscuridad de la noche y la poca iluminación de la zona, aún se conservan un par de humildes viviendas, que permanecen abandonadas por sus moradores, junto a la vieja bodega familiar en la que, tantas veces, nos entregamos a nuestra pasión ardorosa y juvenil, adolescente y desenfrenada, y que envolvía, aterciopeladamente, nuestros cuerpos desnudos bajo su sábana de pureza, en aquellas noches frías de crudo invierno, cerca de la chimenea, en la que encendíamos fuego y bebíamos vino para calentarnos, mientras los infernales rugidos del silencio enmudecían y acariciaban nuestros torsos jadeantes, sudorosos, trémulos de pasión… y la luna llena, helada –frío espejo deforme de los sueños- nos vigilaba atentamente con su cuchillo de azufre, con su látigo de deseos coronados de estrellas y constelaciones celestiales, que nadaban en un enfurecido mar de algas abrasadas por el fuego candente del erotismo y la sensualidad y que empujaba a la playa olas de lava volcánica, cenizas al rojo vivo que brotaban del cráter de nuestra pasión.
Ahora, cuando ya han pasado más de treinta y cinco años de aquel amor efébico, de aquella vehemente locura juvenil, arrebatadora e irrefrenable; ahora, cuando ya nada sabemos el uno del otro, me emociono extremadamente, hasta brotarme las lágrimas, mientras camino lentamente, pesadamente, y evoco aquellos días de juventud dionisíaca, de sexo espontáneo, natural y necesario, entre dos muchachos de diecisiete y dieciocho años que se deseaban, en una sociedad mojigata, que no era la suya y que comenzaba a marcarlos a fuego, a estigmatizarlos, a segregarlos y a ridiculizarlos por su diferencia.
Donde quiera que estés, loco amante de juventud, fiel compañero de aventura, sirvan estas palabras de homenaje a ti, cálido amigo, joven obrero que, con tu ternura y camaradería, me hiciste feliz en un mundo oscuro, tenebroso, y que me marcó para el resto de mi vida.
Ajuste de cuentas.
Se acabó ya la fiesta
y la resaca muestra su careta de cadáver maquillado.
Cumplidos cincuenta y dos años,
cuando los muchos excesos pasan factura
y mi vida es un edificio declarado en ruina: pobre, triste, solo, sin
amigo, crucificado por mi homosexualidad,
malfamado, desprestigiado por mezquinos detractores
que han convertido mi vida-obra en una leyenda negra,
estigmatizado, ninguneado…;
ya nada tiene sentido.
salvo intentar sobrevivir a la mediocridad y vulgaridad.
Desengañado de todo y de todos,
cuando ya mi único amigo verdadero es el alcohol,
sólo queda envejecer con dignidad en una sociedad deshumanizada,
hipócrita y materialista que detesto tanto como ella a mí,
mientras mi vida se va hundiendo poco a poco,
lentamente,
año tras año, como esas quinterías
que encontramos abandonadas, casi derruidas
-esqueletos de sombra y fuego-
en medio de la terrible y sórdida soledad del campo manchego:
hundida la techumbre, arrancadas tejas, puertas, ventanas, rejas,
columnas, brocal y pila de piedra, tinajas de barro… (todo ha sido
robado y vendido a los mercaderes),
solamente se mantienen en pié,
como memoria histórica -fieles testigos de su ayer-,
fragmentos de gruesas murallas
que ilumina la luna llena con su instantánea de espejo fotográfico
en sepia y blanco y negro.
Nada queda ya de su pasado esplendor. Hoy son nido de alimañas y las ratas corren
aterradas y chillan entre el escalofriante
hielo de la soledad que cubre sus viejos cascotes,
en los que la pátina del tiempo ha dibujado,
grabado en la cal,
el rostro de sus antiguos moradores.
que yacen bajo la tierra materna de las viñas
o mueren cada día, como el autor de estos versos,
en una vida, que ya no es vida plena, intensamente vivida,
en la que creí ciegamente en el ser humano…,
en la amistad, en el amor, en la literatura…
Pasada más de la mitad de la vida, sintiéndome íntimamente fracasado,
-hipersensible, idealista, depresivo, inútil para lo práctico, dipsómano-,
veo en el agua turbia del pozo negro,
en el que se ha convertido mi vida, que todo fue un engaño, un sueño,
que solamente me queda la poesía, si es que ella -“la gran ramera”-,
furcia de mil caras y labios repintados en rojo pasión,
en rojo sangre…, aún sigue amándome.
Sixto.
Para Matías Barchino.
Lo recuerdo cuando era un niño, junto a sus hermanos. Después, finalizada la adolescencia, convertido en un joven viril, que acababa de perder a su padre, lo traté en algunos bares, en noches de copas, junto a otros muchachos de su pandilla.
Tendría poco más de veinte años cuando se marchó y no lo he vuelto a ver más. Supe, años más tarde, que no había encontrado su camino y que descendía por la pendiente oscura y tenebrosa de la marginación y el submundo de la droga más negra y sucia, transformado en una marioneta rota, en un muñeco de cristal, que vivía en el filo mortal de la navaja, en el borde peligroso del abismo, junto al acantilado rocoso en el que se estrellan las gaviotas que intentan besar los labios rosados y voluptuosos de Icaro.
Hace poco tiempo que un amigo me comunicó que lo habían encontrado muerto en una callejuela de una ciudad turística del sur español en la que malvivía, convertido en un espectro, enfermo, solo, abandonado de sí mismo y arrastrando su cuerpo prematuramente envejecido.
Los dioses le permitan encontrar la ansiada paz que, quizás, nunca tuvo aquel chico bello, orgulloso e inteligente, que conocí en sus años esplendorosos y dorados; aquel joven lleno de vida que, creo, nunca superó la pérdida de su progenitor y la posterior desestructuración familiar, aquel efebo rubio de ojos misteriosos y labios sensuales, tras su coraza de hombre duro, escondía una sensibilidad extrema, delicada, frágil…
Sixto fue un rebelde inadaptado a la sociedad-máscara y debió sentirse terriblemente solo y desengañado, perdido en un mundo que no era el suyo y que le mostraba sus garras de fiera hambrienta, su cara más amarga y agria, más cruel y despiadada.
Fracasado, derrotado y vencido en plena juventud, no pudo o no quiso luchar, enfrentarse a un mundo, ruin y feroz, y se dejó arrastrar por las ruinas de la autodestrucción; se dejó caer por la pendiente infernal –como tantos otros cuyas vidas, truncadas y rotas, agonizan en las calles de las ciudades y pueblos habitados por sombras maquilladas que danzan enloquecidas a la negra luz de las estrellas muertas, caídas del cielo cuando la noche es más gris, fría y desolada, cuando la soledad y el desamor acuchillan, con sus afiladas aristas de hielo y escarcha, el corazón de los más sensibles, cuando las ásperas sábanas del abandono acarician el alma de los más frágiles seres humanos –como Sixto, que tras su antifaz de ángel caído ocultaba esa gran ternura que poca gente supo descubrir.
POESÍA ESCOGIDA. 2002.
Este tomo exquisitamente prolongado por Amador Palacios, filólogo y estudioso de la poesía brotonsiana, antologa los poemarios publicados de J. Brotóns e incluye 3 poemas inéditos.
Escribe Palacios: “Las líneas temáticas de la poesía brotonsiana están indicadas explícitamente en los propios títulos de sus libros, que incluyen vocablos, guías de esta situación temática, como máscaras, desamor, amor, deseo, soledad, belleza, reencuentro; haz temático conducido en unos cuantos símbolos muy constantes, entre los que se cuenta el espejo, la luna y el caballo, con respeto a este último, Pedro Antonio González Moreno declaraba que en la poética de Brotóns “el caballo se convierte en símbolo de la sexualidad masculina, en imagan de lavirilidad febriel, de la pura energía sexual apasionada y dominante”, imagen que “puede teñirse a veces de irracionalismo o puede metaforizarse con una finalidad meramente estética, pero habrá siempre en él una alusión más o menos recóndita al sexo...”
Vuelve amor, amor mío.
Vuelve amor, amor mío,
regresa a la raíz, a los lares o pagos
de la infancia dorada,
a la luz cegadora de la tierra materna,
al silencio sensual y cálido
de las viejas bodegas centenarias
de nuestra ciudad, en las que tantas veces nos amamos.
Vuelve amor, amor mío, regresa.
Aún nos queda tiempo para el amor.
Vuelve. Y no te preocupen los comentarios
de lugareños maliciosos,
los insultos de la gente baja.
Vuelve amor, amor mío, regresa.
Aún queda tiempo para el amor.
Ganímedes.
Para Joaquín Morales Molero.
Trabaja en una discoteca de una pequeña ciudad de provincias.
Y es amable, cariñoso, cordial, tierno.
Sus cabellos son morenos, sedosos, finos, como lluvia de cava
que se despeñara por una catarata de pétalos de rosas.
Y los ojos de un dulce color miel,
llenos de alegría, de luz, de embrujo y misterio.
Los labios sensuales, vivos, apasionados, ardientes,
con deseos y esperanzas de nuevas aventuras...
Y la piel muy cálida, casi abrasadora, volcánica,
perfumada con aromas del mediterráneo.
Muchacho, joven amigo,
espero que no te hundas en la mediocridad,
en su río dorado de espumas putrefactas.
Tú has nacido para alcanzar la luna y el sol con las manos,
para bañarte desnudo, coronado de laurel y mirto,
para volar sobre encrespadas olas escarlata, beodas de hermosura
marinera y viril, dotadas de torsos alados, esculpidos
en piedra, mármol, bronce, oro, plata.
Joven copero, hermoso mancebo,
tú has nacido para ser dibujado, inmortalizado por las
manos sagradas de un verdadero artista y amante de la belleza
griega, efébica, como Joaquín Morales, que te coronorá con
dionisíacos racimos de placer.
Noche negra.
Para Amador Palacios y Carlos Morales
Una vez más el amor ha huido en un potro salvaje,
en un caballo blanco y negro de crines plateadas,
desbocado por el ciclón del deseo,
por la locura y el fuego abrasador e incandescente
de una pasión oscura, turbia, proscrita,
prohibida por la sociedad moralista.
Una vez más has sufrido la humillación y el fracaso
de un desengaño amoroso, la sucia y enmohecida navaja del
desamor ha herido mortalmente tu viejo corazón.
Una vez más has vuelto a hundirte en el pozo negro de la
depresión, en la ciénaga de la angustia, en el profundo
féretro de la desesperación...,
en el callejón sin salida del alcohol, en el que, cual Verlaine
ebrio, en la noche alta, fría, abandonas las sórdidas tabernas
en busca de tu amado Rimbaud, que ya nunca volverá,
nunca regresará a tu lado.
Una vez más la soledad ha sido tu fiel amante,
tu única compañía.
JOAQUÍN BROTONS: 25 años de vida-obra (1977-2002) 2002.
Marinero.
Su torso de bronce, vestido con escamas rojas,
envuelto en algas y sal, acariciado por la espuma y el
salitre del mediterráneo, olía a mar revuelto,
a puerto abandonado hace siglos.
Su cuerpo era una escultura de Apolo
dormida bajo las aguas del océano,
una ola nocturna de fuego y sol,
que se estrelló contra las afiladas rocas,
que encayó en el abrupto acantilado de los deseos.
Días de vino y rosas.
Fueron días de vino y rosas,
días dorados de mosto, íntimos, entrañables,
ebrios de amor-pasión.
Hace años que se marchó a vivir a otra ciudad,
a una gran urbe,
a una metrópoli, en la que pudiera vivir su sexualidad diferente,
sin ser crucificado…
Pero aún hoy, transcurridos tantos años,
recuerdo con nostalgia el sabor a cerezas tersas de sus
labios húmedos, carnosos, sensuales, jóvenes y llenos de vida.
Despedida.
Me arrojaste de tu reino celestial,
de tu paraíso mágico.
Y me quedé terriblemente solo,
vacío,
abandonado,
sin rumbo, perdido,
vagando de tasca en tasca,
buscando en el vino tu compañía.
Me sentí tan solo, tan desgraciado,
que hasta mis fieles perros huían mi sombra.
Sin título.
Sentí un puñal de fuego y lava,
una daga de oro y marfil empapada en vinagre y sal,
que lentamente penetraba mi corazón sangrante.
Y vi claramente en el espejo, en el que tantas veces nos
contemplamos desnudos, frente a frente, que eras tú, que
en la distancia…, pronunciabas mi nombre.
El amor que ya se atreve a decir su nombre.
No era ya el alegre y hermoso mancebo de rasgos árabes y
negros cabellos ensortijados por la luna roja y verde de los
gitanos, que había conocido años atrás, en una noche desenfrenada
de alcohol. Había cumplido veinte años,
pero aún seguía siendo tímido, indeciso, temeroso
de gozar el espléndido amor celeste de los dioses griegos, que
ya se atreve a decir su nombre y no se oculta tras sucias y
enmohecidas máscaras de camuflaje en el carnaval social;
el amor marcado a fuego con el triángulo rosa
de los ángeles y los arcángeles con sólidos y atléticos torsos
tallados en pulida madera de roble americano,
que visten ajustados pantalones vaqueros y ceñidas camisetas
de algodón húmedo, empapado en champán, en vino tinto…,
y con su cálida sonrisa cómplice abren las prohibidas
puertas de la felicidad y el placer absoluto
y emparedan entre grandes bloques de cemento armado
y afilados estiletes de cristal el vacío inmenso,
la terrible soledad a la que estamos abocados todos los
seres diferentes, especiales, los raros,
los extremadamente sensibles, los acuchillados mortalmente
en el corazón por la penetrante daga emponzoñada del desamor
y la marginación; los inadaptados… a la sociedad-antifaz
que no aceptamos el mundo real y soñamos con una sociedad nueva,
más justa, solidaria, abierta y tolerante con todos los seres
humanos que poblamos los oscuros rincones de la tierra.
Una noche de crudo y negro invierno,
cuando el silencio tenebroso y amortajado de la depresión
y la ansiedad hacían estallar mis tímpanos con su estruendo de
ciclón, con sus enloquecidos y ensordecedores gritos, lamentos y
gemidos de pavor, se decidió y llamó a la puerta de la abandonada y
vieja morada familiar en la que resido, en mi amada ciudad-isla,
acompañado únicamente por los fríos, gélidos cadáveres del recuerdo
y las sombras fantasmales, cubiertas con paños morados de luto
del pasado esplendoroso y feliz…,
que con sus aullidos de lobo en celo, en noche de luna llena,
atormentan, torturan mi mente, en la tiniebla de la soledad más
feroz y cainita.
Nunca olvidaré aquella noche, aquel amanecer lleno de luz, en el
que fui inmensamente feliz y reencontré el amor, el amor que se
agiganta entre las crestas de las olas y ya se atreve a decir su
nombre, a pronunciarlo con mayúsculas: AMOR, AMOR, AMOR.
Nunca olvidaré el cálido temblor de su cuerpo desnudo
junto al mío; el exquisito y embriagador perfume de su áurea piel
de hilo de Holanda con aroma a membrillos tersos,
recién cortados del árbol mitológico de la vida;
la ternura de sus caricias sensuales; la pasión desbordada
e incontenible de sus besos de fuego, que buscaban desesperadamente
mi boca; la amistad y entrega fraternal del joven
camarada con el que compartir la vida-sueño…; el sueño
imposible del alto amor, del gran amor estigmatizado, que ya
se atreve a decir su nombre en voz alta y no se esconde en
las tinieblas, en las cloacas asfixiantes de la mentira y la
hipocresía.
Para Tomás Casero Becerra.
Cuando en alguno de los bares nocturnos
a los que sueles ir, un cuerpo joven, adolescente,
se insinúe cálido, ardiente, prometedor…,
cuando te ofrezca su tentadora belleza
de arcángel-apolo coronado de laurel,
de efebo asaeteado en su desnudez cómplice,
no renuncies nunca, amigo mío,
pero no mendigues el amor,
no aceptes dávidas
ni limosnas de amor,
del amor que tú le regalas
tan generosamente.
A Pablo García Baena.
Aquella noche, un viento huracanado
batía las olas contra la playa.
Nos refugiamos en un restaurante
del paseo marítimo.
Allí, junto al amado mar,
degustamos unas copas de vino blanco.
Y me hablaste de Córdoba, de la ciudad
sensual y vitalista de tus años moceriles,
de la Córdoba de “Cántico”.
Después, nos marchamos a un bar nocturno.
Tú te quedaste en la barra,
charlando con un amigo.
Yo me perdí entre los labios de un dios
oscuro. Y fui dichoso…
Eran los últimos días de verano.
Y el invierno amenazaba con su rostro
frío de tristeza y melancolía.
Para Valentín.
A veces, cuando la soledad
me atormenta y estoy triste,
deprimido,
angustiado,
cuando me siento terriblemente solo,
exiliado…,
me pregunto,
qué hacemos tú y yo
tan lejos el uno del otro.
Y qué me retiene aquí, en mi ciudad-isla.
Pero siempre me salva
la esperanza en el futuro,
los maravillosos recuerdos: Tu cálida sonrisa
en las noches en que sales a esperarme
o nos citamos en la vieja taberna.
Y allí, en uno de esos rincones
íntimos, queridos, familiares,
sobre un roto velador de mármol amarillento
compartimos en franca camaradería
una frasca del vino de nuestra tierra.
Y después, al alba,
cuando la ciudad comienza a despertarse,
nos vamos a la cama juntos
y hacemos el amor felices, gozosos,
hasta que el caliente sol del mediodía
penetra por la ventana
y nos sorprende desnudos, sudorosos,
abrazados,
aferrados a un raro y bello amor.
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