lunes, 21 de marzo de 2011
3604.- ISMAEL CABEZAS
Ismael Cabezas nació en La Línea en 1969. Es Graduado Social por la Universidad de Granada. Ha publicado los siguientes libros de poemas: La herencia bastarda de los días (La Línea, Ayuntamiento, 1999), Breve tratado de melancolía (aula de literatura José Cadalso, San Roque, 2001), premio Arte Joven de Poesía 2001, Ayuntamiento de Madrid, En mitad de ninguna parte (Madrid, Ayuntamiento, 2002), accésit al premio Arte Joven Creación Literaria 2002, Ayuntamiento de Madrid, El otoño del solitario (Editorial ?Corona del Sur, Málaga, 2003) y Paisaje para un ciego (Fundación Luis Ortega Bru, San Roque, 2008) y en diferentes revistas como El coloquio de los perros, El síndrome felino, Karavanazine, etc.
Parte de su obra ha sido recogida en antologías como Cónclave de náufragos (Universidad de Cádiz, 2000). Se han realizado acercamientos críticos a su obra en Signos sobre la ceniza (Autores y libros en el comienzo de siglo) de Juan Manuel González (Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002). Es miembro del Instituto de Estudios Campogibraltareños.
Un retrato de Lucian Freud
podría ser quizás más efectivo
Esta mañana estuve conversando con él,
mientras sostenía su bastón,
tenía el pelo blanco alborotado
por el temporal de levante
y la mirada turbia de los operados
de cataratas,
comentaba la repentina muerte
de un hombre entrado en la cincuentena
que vivía en un barrio vecino,
debía ir al tanatorio pero no podía,
los viejos no juegan con la muerte
no tientan a la fortuna,
esas fueron sus palabras,
luego unas horas más tarde
tomaría un taxi para asistir a la misa
de difuntos.
Llamé sobre la seis y media,
el temporal de levante había amainado,
la luz se abría paso entre las nubes
aún demasiado oscuras y espesas,
una mujer joven respondió al teléfono
y se escuchaba el sonido de un televisor
las voces de unos niños,
abuelo decía la mujer joven,
y del fondo, bajo el ruido del televisor
se acertaba a oír un andar pesado y lento,
hasta ponerse al aparato y hablar conmigo,
supongo que estaría sentado solo
en una vieja cama metálica,
con un jersey de lana fina a cuadros,
y en la pequeña mesita de noche
junto al bastón apoyado una foto
en blanco y negro de aquella a quien amó
enmarcada en plata que empieza a ennegrecer,
supongo que pensaría en las interminables
hileras de nichos en la oscuridad del invierno,
en las palabras del sacerdote
que ha oído demasiadas veces,
en que no hay que tentar a la fortuna
en esos tanatorios donde todos se agolpan
alrededor de alguien que llora
sentado en una vieja silla de hospital.
OFICINA DE EMPLEO
Las manos sudan en abundancia,
la dosis de tepazepam a todas luces
ha sido francamente inútil,
una mujer apenas entrada en los treinta
enseña su pequeño hijo de ojos azules
a la guarda de seguridad, que le sonríe
y comenta el parecido cuando levanta
la cabeza con algún familiar que ya murió.
Mujeres vestidas de negro, con jerseys de lana
demasiado gruesos para un temprano octubre,
y cabellos blancos que acaban de caer,
sucios, sujetos por grandes horquillas negras,
deambulan perdidas con unos impresos
en las manos, y me preguntan si podría
rellenarles la solicitud que no entienden.
Y las luces que se encienden y apagan
como en aquella pequeña noria
donde sólo podían montar los niños,
el ruido del pesado sello metálico
que cae sobre el papel autocopiativo,
la miseria en las manos y los dientes cariados.
SAINTS AROUND MY NECK
La ancha y tersa espalda de Kim Novak,
los hermosos ojos negros de Audrey Hepburn
en Vacaciones en Roma,
Nastassja Kinski y esos labios carnosos
tan húmedos conversando
largas horas al teléfono,
la Bardott con ese rostro felino
dispuesta a devorarte el vientre,
Nawja Nimri delicadamente desnuda
con un tatuaje en los pechos,
y la morfina en las venas decrépitas
de Bela Lugosi.
(2000).
SOBRE UN POEMA DE KARMELO C. IRIBARREN
Hablan siempre en voz alta, las bocas muy abiertas muestran encías desdentadas, se gritan palabras sobre deudas y sobre lo poco que dura la meta. Acaban de hablar con el párroco del barrio, un tipo joven con barriga que les ha dado algo de ropa usada, estridentes colores que no combinan, todo aquello que los licenciados en Derecho que viven en adosados no quieren. Ella arrastra un sucio carrito de supermercado, con un viejo video sin cables y una muñeca sin vestido a la que le falta la cabeza, y él camina a su lado, con unas zapatillas de playa en noviembre, y calcetines vueltos del revés. La casa a la que vuelven no tiene puerta, y las ventanas, -nunca supe por qué-, están tapiadas con cemento. Suelo verlos bastante, viven un par de calles más arriba, y compran a veces algún kebab a una chica de dieciséis años embarazada. Tan simple como dice el poema: igual de perdidos los dos, por qué no perdernos juntos.
Del poemario inédito, Pisadas en la nieve sucia.
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