domingo, 19 de diciembre de 2010
2537.- ALLEN CURNOW
Allen Curnow (1911-2001). Nació en Timaru (Nueva Zelanda). Estudió en las universidades de Canterbury y Auckland. De 1935 a 1948 trabajó como editor en Christchurch, y después fue periodista en Londres, antes de trabajar como profesor dentro del departamento de Inglés de la Universidad de Auckland, en 1951, de la cual se retiró en 1977. Entre sus libros de poesía más importantes se encuentran: Tres poemas, Enemigos, poemas, Isla y tiempo, Un cuarto pequeño con una enorme ventana.
Tiempo
Yo soy el aire del noroeste rugiendo entre los árboles
Soy la avanzada de las aguas y el óxido de los rieles del ferrocarril
Soy el millaje grabado en los letreros amarillos de las carreteras
Yo soy el polvo, la distancia, las algas a la orilla de la playa,
Soy la suma de las cantidades que los maestros enseñan,
Soy las vacas llamadas a la ordeña y la algarabía de las urracas.
Yo soy las nueve de la mañana en el reloj de la limpia oficina
Soy el golpe del rodillo y el olor de la máquina que escribe
Soy la banca del jardín donde los enamorados se encuentran
Yo soy la persistente canción que los niños escuchan
Soy un sonido llano en el recuerdo del oído
Soy el aserradero y sus demoledores engranajes
Yo, el tiempo, soy todo eso que todavía existe
entre mis tejidos inmensos como nieblas
que logran resistir la finitud del mundo.
Yo, el tiempo que amonesta, desgasta, y que confiere
al deseo de la memoria la imagen de lo que fue:
Yo, mas que su prudente portador,
soy una isla, un océano, un padre, un agricultor, un amigo:
porque estoy aquí todas las cosas me asisten.
Yo soy, tú lo has escuchado, el Principio y el Fin
RECALADA EN MARES INEXPLORADOS
Tricentenario del descubrimiento de Nueva Zelanda
por Abel Tasman, el 13 de diciembre de 1642.
I
Con sólo navegar en una nueva dirección
tú bien podrías ensanchar el mundo.
Has escogido a tu capitán,
entusiasta de los descubrimientos, con suficiente
fuerza para hacerlos,
sin importar qué naves quedaran dispensadas
de algún otro servicio más urgente para aventura anual.
Inventarió las más probables conjeturas
sobre la travesía por lo Desconocido,
suposiciones de doradas costas e historias sobre
monstruos
para ser digeridas como instrucciones simples
en situaciones probables e improbables.
Con todo esto ya resuelto y hecho, te lanzaste con tu
tripulación
una hermosa mañana, el mejor clima que ha tenido el año;
ampliándose los cielos y las furias oceánicas
subyugadas por la iluminación veraniega; con tiempo
para ir embelesados, navegando
una hermosa mañana, en el Nombre de Dios
por las aguas sin nombre de este mundo.
Oh tú, que todo riesgo habías estimado
en tu negocio con aquellas aguas, aguas del mundo
aún inexploradas.
Pero más que el cañón
del imperio del mar, perros de bronce y ladridos de hierro,
de la isla de Timor a los Estrechos, pudieron apoyar el desafío.
Entre el Sur y tú una antigua enemistad
fue alojada en la mente exploradora, aquella que jamás toleraría
tan grande hegemonía de ignorancia.
Allá, donde tus Indias habían ya esparcido
sus tribus como lluvias del océano, apuntaste tu viaje;
como ellas invocaste a tu Dios, diste mares a la historia
e islas para nuevos mañanas peligrosos.
II
De pronto el alborozo
se disparó como pistola, todo
el horizonte, hecha la gran caza,
al pairo. Allá estaba la marina
tan harta de la costa, sorprendiendo
como lo harán las nuevas tierras al marinero
moviéndose en el rostro de las aguas,
observando a la tierra tomar forma
en torno a cumbres sobrenaturales, más brillante
que su propio color cuando emergía.
Y sin embargo esto, no muy lejos de ser misión inútil,
no fue lo que esperaba el corazón.
En su indio y viejo sueño
los deslumbrantes golfos ascendían
por palacios antiguos y montañas,
haciendo arquitectura.
Aquí la estructura levantada,
cumbre y pilar de nube
—oh esplendor de la desolación— fue alzada
en lo alto desde el foso, mar adentro,
con una sombra, un dedo de viento, en ánimos
pacientes de desembarcar con bien.
Para el isleño, siempre es un peligro
lo que viene del mar.
Sobre las amarillas arenas y los claros
fondos altos, el romo filamento
parpadea, la sangre de los desconocidos:
la muerte descubrió al Marinero,
oh, en un fulgor, en una calma llana;
un estruendo de barcos en bahía
y el día se tiñó de asesinato.
Los muertos no tuvieron más aviso
de mantener distancia.
El resto, tras haber notado su fracaso,
siguió adelante con reconocimiento
rumbo al norte, haciéndose a la mar.
III
Pues bien, el Marinero es el hogar, y ése es un capítulo
en un libro de texto, mañana relevante
del que creímos conocerlo todo, cuando pudimos ser
mucho más aptos
para lucrar, seguros de nuestro territorio,
sin asesinos soltando sus amarras en la Bahía Dorada.
Pero ya no hay más islas que puedan descubrirse
y el ojo explora riesgosos horizontes por su cuenta
en un clima variable, y murmullos de ahogados
espantan en sus playas familiares.
¿Quién es el que nos lleva a navegar provincias
desconocidas pero no improbables? ¿Quién nos alcanza
algún futuro desde el alto estante
de audacia espiritual? No los discursos
sujetos al Pasado cual condecoración
al mérito que a sí se felicita;
oh, ni celebración tan presuntuosa
o historia concienzuda podría liberar
la corriente de júbilo de un descubridor
y a las voces que dicen en silencio:
"Aquí está el fin del mundo donde el milagro cesa".
Sólo con fiel memoria, mientras yace
sobre él la media luz de una modesta gloria,
el Marinero vive y se coloca al lado de nosotros,
largando al interior de nuestra ola de tiempo
la mancha de sangre con que se escribe la historia de una isla.
— Versión de Hernán Bravo Varela
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