MARIELA GOUIRIC
Nació en Bahía Blanca, ARGENTINA en 1985. Es Profesora de Artes Visuales. Participó en distintas muestras colectivas desde 2007. Actualmente vive en la ciudad de Buenos Aires donde trabaja como docente en la escuela de arte “Belleza y Felicidad” en Villa Fiorito y en distintas escuelas públicas de la ciudad.
Así quieren algunos lugares sus cosas
El volantazo retoma por el costado del canal
que atraviesa la ciudad
para juntar agua de las lluvias
que desde hace años son mezquinas.
Todo está oscuro, pero.
Apenas algunos lados iluminados.
Hábilmente se han puesto los faroles altos
sobre la plaza, sobre el terreno con los ladrillos
huecos de la casa semi levantada
y sobre la canchita envuelta en una red venida a menos.
La luz separada de la oscuridad,
así quieren algunos lugares sus cosas.
De eso nomás me gusta cuando
algún cable generoso se la re bate a la noche con
500 watts. Que re calientan las jugadas de los pibes en el potrero
y los convierte a todos en messis, tevez o palermos.
Y dudo de que no sé si será a propósito
o sólo pasa.
Pero a cualquiera de las dos se le agradece
cuando el pedazo de tierra vive por esas luces
a puro lujo, como un estadio.
Y también se le da las muchas gracias
a los faroles anaranjados
que por ellos los bancos de las plazas se vuelven tarimas
para las pibas que bailan
la última del verano que dejarán morir
cuando llegué el invierno.
Salíamos por las noches con el Citröen
a pegar un par de vueltas.
Subíamos hasta el puerto.
Pasábamos por la fábrica.
Paraba el auto y nos decía que admiremos tanta belleza.
–Vean estas luces, están re buenas-.
El mechero enorme de la planta
le festejaba
el cumpleaños a toda la ciudad
que por más viento sur que sople
todavía no pudo
apagar la vela que al apagarse
le cumpla sus deseos.
Porque en los lugares con corazón de pueblo
también tenemos deseos.
El motor detenía la marcha y mirábamos altos las
lucecitas amontonadas
de caños y mangueras que respiraban el aire
que a nosotros todavía nos falta.
Eran días en los que aseguraba
que la luna nos seguía por la ventana. Y me maravillaba
saber que todos esos focos
que brillaban desde el fondo de la ruta
armaban la ciudad. Sabía que
entre ellas estaba la lámpara
del fondo
de casa. Y me dormía sobre
el asiento de cuerina negra. Confiada que
-y en esto es la infancia-
el ruido urbano de las luces silenciosas
no confundirían
al Citröen. Al pobrecito que
asmático y torpe, siempre encontraría
aunque nos alejemos demasiado
la manera de volver.
A mi hermano lo metieron preso
Dice papá que lo querían cagar a palo
como entre 9, eran
demasiados a la salida de Samsara
un boliche bien
cumbiero y que entonces el Matias sacó
un revolver de juguete que tenía en el auto y
los sacó a los tiros.
A los tiros falsos de amenazas y puteadas:
Vamos negros de mierda
a ver si la arrancan ahora.
La cana entonces lo agarró porque un
cagón fue de toque
a prenderles la sirena.
Ahora le llevaron una frazada y empanadas
que seguro un rasti le va a entregar con mala onda, todas
abiertas para controlar que no tengan droga.
O una gillete.
U otra gillete.
No se entiende porqué salió así si somos gente
Buena. Tiene auto. Tiene
una linda novia. Tiene
suerte, de todo. Tiene.
Mariano tiene miedo de saltar al río desde el árbol.
Quiero hacerlo. Demostrar que
puedo ser valiente como un hombre pero no me
dejan. Y lo veo a mi hermano trepar por el viril tronco con
sus piernas que tiemblan,
llegar a la cima, los cachetes colorados y mi papá:
-Saltá, no seas maricón-. Salta
y el agua le camufla las lágrimas cuando el aire
saca a flote sus 25 kilos, sus 8 años, sus incontables rulos.
Todo mojado.
Con la Griselda nos reímos
acompañamos las risas de papá.
Decimos es más cagón es.
De ese día tengo una foto con el Matías subidos en un inflable,
con los ojos cerrados por el sol,
él con un chaleco salvavidas regalo de
reyes. A mí me tapa la desnudez
una malla que me hizo mamá en sus días de
creativa resistencia.
Estamos juntos
y nos empuja el arroyo a cualquier parte.
del libro Tramontina (Vox, 2012)
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