jueves, 27 de febrero de 2014

JUAN ANTONIO PÉREZ BONALDE [11.093]

Perez Bonalde, Juan Antonio.jpg


Juan Antonio Pérez Bonalde

Juan Antonio Pérez-Bonalde Pereira (Caracas, Venezuela, 30 de enero de 1846 - La Guaira, 4 de octubre de 1892) poeta venezolano considerado por la crítica como el máximo exponente de la poesía lírica del país, del romanticismo y uno de los precursores del modernismo.

Pérez Bonalde nace en Caracas el 30 de enero de 1846, cuando Venezuela comienza a vivir la etapa agitada de su republicanismo. Hijo de Juan Antonio Pérez-Bonalde y de Gregoria Pereira Rubín, cuyo hogar por tradición y convicción fue liberal y civilista, lo que le habría de traer problemas en esa Venezuela enfrascada en permanentes disputas de carácter político.
La época que corre paralela a su infancia se identifica con la violencia que sacude al país. Desde el punto de vista literario, cuando nace Pérez Bonalde, ya el romanticismo se ha impuesto en América. Los poetas venezolanos toman como modelos los románticos franceses y españoles, pero aún no se había producido un poeta romántico de carácter universal.
Cuando Pérez Bonalde tiene 15 años, en 1861, su familia decide emigrar para evadirse de los peligros de la guerra. Se dirigen a Puerto Rico donde encuentran refugio. Allí el futuro poeta ayuda a su padre a regentar un plantel educativo y se dedica a aprender idiomas. Pronto llega a dominar el inglés, el alemán, el francés, el italiano, el portugués, el griego y el latín. Esta afición a las lenguas extranjeras le va a permitir en años posteriores traducir con maestría poetas de otras nacionalidades como Edgar Allan Poe y Heinrich Heine.
Tras el fin de la Guerra Federal, en 1864, su familia regresa a Venezuela. Ese mismo año, Juan Antonio sufre el primer golpe doloroso de su vida, muere su padre y el poeta debe velar por su familia.
Muy pronto la guerra civil vuelve a hacer su aparición en el país. Esta vez el nuevo caudillo es Antonio Guzmán Blanco quien se impone y comienza el despotismo ilustrado que va a durar siete años, Pérez Bonalde se opone al dictador y tiene que expatriarse voluntariamente a partir de 1870. Fija su residencia en Nueva York. Allí va a ocuparse en diversas actividades pero también va a escribir lo más importante de su obra poética. Para ganarse el sustento se ve obligado a trabajar en una fábrica de perfumes en la Compañía "Lahman y Kemp". Redacta propaganda comercial en varios idiomas y viaja por las principales regiones de Norteamérica. Desempeñando este trabajo, tuvo la oportunidad de conocer, en viajes de negocios, varios continentes: Europa, Asia y África, con lo cual adquirió una concepción más amplia de la cultura.
Estando en Nueva York recibe la noticia de la muerte de su madre, lo que va a significar un rudo golpe para el poeta. En 1876 las circunstancias políticas abren las puertas de Venezuela a Pérez Bonalde. El presidente Francisco Linares Alcántara propicia un clima de tolerancia política y el poeta regresa. Durante la travesía, en el barco que lo conducía a Puerto Cabello, un mundo de recuerdos lo invade: la infancia, la patria, el dolor por la madre muerta, le producen la inspiración necesaria para escribir el poema Vuelta a la Patria.
En 1877 regresa a Nueva york y recoge todos los poemas que ha escrito hasta el momento en un volumen que tituló Estrofas, son cuarenta poemas donde está incluido Vuelta a la Patria.
En 1879 contrae matrimonio con la norteamericana Amanda Schoonmaker, que le dará una hija, Flor, a pesar de no ser una pareja especialmente feliz. Pérez Bonalde se centrará en su hija. Es tanta la alegría que ese mismo año publica su segundo libro de poesías originales: Ritmos, conjunto de 35 poemas, en donde aparece El canto al Niágara una de sus más celebradas composiciones. En 1883 muere su hija Flor en forma inesperada. Conmovido por ese inmeso dolor escribe el poema Flor y además el poema Gloria in Excelsis.
Paulatinamente cae en las drogas y el alcohol, por lo que su salud pronto se resiente. En 1888 enferma gravemente y es recluido en un hospital donde permanece un año. En 1889 es llamado a Venezuela para colaborar en el gobierno de Raimundo Andueza Palacio, será este su último retorno al país.
Pérez Bonalde viaja a Amberes, pero enferma y se ve obligado a regresar desde Curazao. El 4 de octubre de 1892 muere en La Guaira. En 1903 se trasladaron sus restos al Panteón Nacional, en donde se le rindieron honores fúnebres.

Obras

La obra poética original de Pérez Bonalde está representada por dos Poemarios: Estrofas (1877) y Ritmos (1880). Sus traducciones de mayor importancia son El cancionero (1885) del alemán Henrique Heine, y El cuervo (1887) del norteamericano Edgar Allan Poe.
En sus libros originales, Estrofas y Ritmos, reúne poemas escritos en diversos lugares. En ambas obras, la huella de un poeta intimista, sincero que no imita a los maestros del Romanticismo europeo, sino que extrae los temas de su propia peripecia vital. Su poesía, perdurable por ello, y por el fino e ilustrado espíritu de su creador, se encuentra relacionada de inmediato con algunos de los grandes aconteceres de una existencia errante y dolorosa, y con los fines que según la concepción romántica debía cumplir el poeta.

Poemas

Vuelta a la Patria (1876-77)
Estrofas (1877)
Ritmos (1880)
El canto al Niágara (1882), prólogo de José Martí
Flor 1883

Traducciones

El cancionero (1885) del alemán Heinrich Heine
El cuervo (1887) de Edgar Allan Poe





VUELTA A LA PATRIA

I

¡Tierra! grita en la prora el navegante
y confusa y distante,
una línea indecisa
entre brumas y ondas se divisa.
Poco a poco del seno
destacándose va del horizonte,
sobre el éter sereno
la cumbre azul de un monte;
y así como el bajel se va acercando,
va extendiéndose el cerro
y unas formas extrañas va tomando;
formas que he visto cuando
soñaba con la dicha en mi destierro.
Ya la vista columbra
las riberas bordadas de palmeras,
y una brisa cargada con la esencia
de violetas silvestres y azahares,
en mi memoria alumbra
el recuerdo feliz de mi inocencia,
cuando pobre de años y pesares
y rico de ilusiones y alegría,
bajo las palmas retozar solía
oyendo el arrullar de las palomas,
bebiendo luz y respirando aromas
Hay algo en esos rayos brilladores
que juegan por la atmósfera azulada,
que me hablan de ternuras y de amores
de una dicha pasada
y el viento al suspirar entre las cuerdas,
parece que me dice “¿no te acuerdas?”…
Ese cielo, ese mar, esos cocales,
ese monte que dora
el sol de las regiones tropicales…
¡Luz! ¡Luz al fin! –los reconozco ahora:
son ellos, son los mismos de mi infancia,
y esas playas que al sol del mediodía
brillan a la distancia,
¡Oh inefable alegría!
son las riberas de la patria mía!.
Ya muerde el fondo de la mar hirviente
del ancla el férreo diente;
ya se acercan los botes desplegando
al aire puro y blando
la enseña tricolor del pueblo mío
¡a tierra! ¡a tierra! o la emoción me ahoga,
o se adueña de mí el desvarío!
Llevado en alas de mi ardiente anhelo,
me lanzo presuroso al barquichuelo
que a las riberas del hogar me invita.
Todo es grata armonía; los suspiros
de la onda de zafir que el remo agita;
de las marinas aves
los caprichosos giros;
y las notas suaves, y el timbre lisonjero,
y la magia que toma
hasta en labios del tosco marinero
el dulce son de mi nativo idioma.
¡Volad, volad veloces,
ondas, aves y voces!
Id a la tierra donde el alma tengo
y decidle que vengo
a reposar, cansado caminante,
del hogar a la sombra un solo instante;
decidle que en mi anhelo, en mi delirio
por llegar a la orilla, el pecho siente
dulcísimo martirio;
decidle, en fin que mientras estuvo ausente
ni un día, ni un instante hela olvidado,
y llevadle este beso que os confío,
tributo alentado
que desde el fondo de mi ser le envío.
¡Boga, boga, remero; así… llegamos!
¡Oh emoción hasta ahora no sentida!
¡ya piso el santo suelo en que probamos
El almíbar primero de la vida!
Tras ese monte azul cuya alta cumbre
lanza reto de orgullo
al zafir de los cielos,
está el pueblo gentil donde al arrullo
del maternal amor rasgué los velos
que me ocultaban la primera lumbre.
¡En marcha, en marcha, postillón, agita
el látigo inclemente!
y a más andar, el carro diligente
por la orilla del mar se precipita.
No hay peña ni ensenada que en mi mente
no venga a despertar una memoria,
ni hay ola que en la arena humedecida
no escriba con espuma alguna historia
de los alegres tiempos de mi vida,
Todo me habla de sueños y cantares,
de paz, de amor y de tranquilos bienes,
y el aura fugitiva de los mares
que viene, leda, a acariciar mis sienes,
me susurra al oído
con misterioso acento: “Bienvenido”.
Allá van los humildes pescadores
las redes a tender sobre la arena;
dichosos que no sienten los dolores
ni la punzante pena
de los que lejos de la patria lloran;
infelices que ignoran
la insondable alegría
de los que tristes del hogar se fueron
y luego ansiosos, al hogar volvieron.
Son los mismos que un día,
siendo niño admiraba yo en la playa,
pensando, en mi inocencia
que era la humana ciencia,
la ciencia de pescar con la atarraya.
Bien os recuerdo, humildes pescadores,
aunque no a mí vosotros, que en la ausencia
los años me han cambiado y los dolores.
Ya ocultándose va tras un recodo
que hace el camino, el mar, hasta que todo
al fin desaparece.
Ya no hay más que montañas y horizontes,
y el pecho se estremece
al respirar cargado de recuerdos,
el aire puro de los patrios montes.
De los frescos y límpidos raudales
el murmurio apacible;
de mis canoras aves tropicales
el melodiosos trino que resbala
por las ondas del éter invisible;
los perfumados hálitos que exhala
el cáliz áureo y blando
de las humildes flores del barranco;
todo a soñar convida,
y con suave empeño
se apodera del alma enternecida
la indefinible vaguedad de un sueño.
Y rueda el coche, y detrás del las horas
deslízanse ligeras
sin yo sentir, que el pensamiento mío
viaja por el país de las quimeras
y sólo hallan mis ojos sin mirada
los incoloros senos del vacío…
De pronto, al descender de una hondonada,
“¡Caracas, allí está!” dice el auriga,
y súbito el espíritu despierta
ante la dicha cierta
de ver la tierra amiga.
Caracas, allí está; sus techos rojos,
su blanca torre, sus azules lomas
y sus bandas de tímidas palomas
hacen nublar de lágrimas mis ojos.
Caracas, allí está; vedla tendida
a las faldas del Ávila empinado,
odalisca rendida
a los pies del sultán enamorado.
Hay fiesta en el espacio y la campiña,
fiesta de paz y amores:
acarician los vientos la montaña;
del bosque los alados trovadores
su dulce canturía
dejan oír en la alameda umbría;
los menudos insectos en las flores
a los dorados pistilos se abrazan;
besa el aura amorosa al manso Guaire,
y con los rayos de la luz se enlazan
los impalpables átomos del aire.
¡Apura, apura, postillón, Agita
el látigo inclemente!
¡Al hogar, al hogar, que ya palpita
por él mi corazón… ¡mas, no –detente!
¡Oh infinita aflicción! ¡Oh desdichado
de mí, que en mi soñar hube olvidado
que ya no tengo hogar!... Para, cochero,
tomemos cada cual nuestro camino;
tú, al techo lisonjero
do te aguarda la madre, el ser divino
que es de la vida centro y alegría,
y yo … yo al cementerio
donde tengo la mía.
¡Oh insondable misterio
que trueca el gozo en lágrimas ardientes!
¿En dónde está, Señor, esa tu santa
infinita bondad, que así consientes
junto a tanto placer, tristeza tanta?





II

Madre, aquí estoy; de mi destierro vengo
a darte con el alma el mudo abrazo
que no te pude dar en tu agonía;
a desahogar en tu glacial regazo
la pena aguda que en el pecho tengo
y a darte cuenta de la ausencia mía.
Madre, aquí estoy; en alas del destino
me alejé de tu lado una mañana
en pos de la fortuna
que para ti soñé desde la cuna;
mas, ¡oh suerte inhumana!
Hoy vuelvo, fatigado peregrino,
y sólo traigo que ofrecerte pueda
esta flor amarilla del camino
y este resto de llanto que me queda.
Bien recuerdo aquel día,
que el tiempo en mi memoria no ha borrado;
era de Marzo una mañana fría
y cerraba los cielos el nublado.
Tú en el lecho aún estabas,
triste y enferma y sumergida en duelo,
que con alma de madre contemplabas
el hondo desconsuelo
de verme separar de tu regazo.
Llegó la hora despiadada y fiera,
y con el pecho herido
por dolor hasta entonces no sentido,
fui a darte, madre, mi postrer abrazo
y a recibir tu bendición postrera.
¡Quién entonces pensara
que aquella voz angelical en mi oído
nunca más resonara!
Tú, dulce madre, tú, cuando infelice,
dijiste al estrecharme contra el pecho:
“Tengo un presentimiento que me dice
que no he de verte más bajo este techo”.
Con supremo esfuerzo desliguéme
de los amantes lazos
que me formaban en redor tus brazos,
y fuera me lancé como quien teme
morir de sentimiento…
¡Oh terrible momento!
Yo fuerte me juzgaba,
mas, cuando fuera me encontré y aislado,
el vértigo sentí de pajarillo
que en la jaula criado,
se ve de pronto en la extensión perdido
de las etéreas salas,
sin saber dónde encontrará otro nido
ni a dónde, torpes, dirigir sus alas.
Desató el sollozar el nudo estrecho
que ahogaba el corazón en su quebranto,
y se deshizo en llanto
la tempestad que me agitaba el pecho.
Después, la nave me llevó a los mares,
y llegamos al fin, un triste día
a una tierra muy lejos de la mía,
donde en vez de perfumes y cantares,
en vez de cielo azul y verdes palmas,
hallé nieblas y ábregos, y un frío
que helaba los espacios y las almas.
Mucho, madre, sufrí con pecho fuerte,
mas suavizaba el sufrimiento impío
la esperanza de verte
un tiempo no lejano al lado mío.
¡Ay del mortal que ciego
confía su ventura a la esperanza!...
La ley universal cumplióse luego,
y vi en el alma presta,
la mía disiparse
cual mira en lontananza
torcer el rumbo en dirección opuesta
el náufrago al bajel que vio acercarse.
Bien recuerdo aquel día
que el tiempo en mi memoria no ha borrado
era de Marzo otra mañana fría
y los cielos cerraban otro nublado.
Triste, enfermo y sin calma,
en ti pensaba yo cuando me dieron
la noticia fatal que hirió mi alma,
lo que sentí decirlo no sabría…
sólo sé que mis lágrimas corrieron
como corren ahora, madre mía.
Después al mundo me lancé, agitado,
y atravesé océanos y torrentes,
y recorrí cien pueblos diferentes;
tenue vapor del huracán llevado,
alga sin rumbo que la mar flagela,
viento que pasa, pájaro que vuela.
Mucho, madre. He adquirido
mucha experiencia y muchos desengaños,
y también he perdido
toda la fe de is primeros años.
¡Feliz quien como tú ya en esta vida
no tiene que luchar contra la suerte
y puede reposar en la seguida,
inalterable calma de la muerte;
sin ver ni padecer el mal eterno
que nos hiere doquier con saña cruda,
ni llevar en el pecho el frío interno
de la indomable duda!.
¡Feliz quien como tú, con altiveza
reclinó para siempre la cabeza
sobre los lauros del deber cumplido,
cual la reclina, por la muerte herido,
tras el combate rudo
risueño, el gladiador sobre su escudo!.
Esa, madre, es tu gloria
y la alta recompensa de tu historia,
que el premio solo del deber sagrado
que impone el cristianismo
está en el hecho mismo
de haberlo practicado.
Madre, voy a partir: mas parto en clama
y sin decirte adiós, que eternamente
me habrás de acompañar en esta vida;
tú hs muerto para el mundo indiferente,
mas nunca morirás, madre del alma,
para el hijo infeliz que no te olvida.
Y fuera el paso muevo,
y desde su alto y celestial palacio,
su brillo siempre nuevo
derrama el sol cerúleo espacio…
Ya lejos de los tumultos me encuentro,
ya me retiro solitario y triste;
mas ¡ay! ¿a dónde voy? si ya no existe
de hogar y madre el venturoso centro? …
¿a dónde ---¡a la corriente de la vida,
a luchar con las ondas brazo a brazo,
hasta caer en su mortal regazo
con alma en paz y con la frente erguida!.





FLOR


I

Flor se llamaba, flor era ella,
flor de los valles en una palma,
flor de los cielos en una estrella,
flor de mi vida, flor de mi alma.
Era más suave que blanda arena,
era más pura que albor de luna,
y más amante que una paloma,
y más querida que la fortuna.
Eran sus ojos luz de mi idea,
su frente lecho de mis amores,
sus besos eran dulzura hiblea,
y sus abrazos collar de flores.
Era al dormirse tarde serena,
al despertarse rayo del alba,
cuando lloraba limbo de pena,
cuando reía cielo que salva.
La de los héroes ansiada palma,
de los que sufren el bien no visto,
la gloria misma que sueña el alma
de los que esperan en Jesucristo;
Era a mis ojos condena odiosa
si comparada con la alegría,
de ser el vaso de aquella rosa,
de ser el padre de la hija mía.
Cuando en la tarde tornaba al nido
de mis amores, cansado y triste,
con el inquieto cerebro herido
por esta duda de cuanto existe;
Su madre tierna me recibía
con ella en brazos –yo la besaba…
y entonces … todo lo comprendía
y al Dios sentido todo lo fiaba!...
¿Qué el mal existe? --- ¡Delirio craso!
¿Qué hay hechos ruines? --- ¡Error profundo!
¿No estaba en ella mirando acaso
la ley suprema que rige al mundo?
¡Ah! cómo ciega la dicha al hombre,
cómo se olvida que es rey el duelo,
que hay desventuras sin fin ni nombre
que hacen los puños alzar al cielo.
¡Señor! ¿existes? ¿Es cierto que eres
consuelo y premio de los que gimen,
que en tu justicia tan sólo hieres
al seno impuro y al torvo crimen?.
Responde, entonces: ¿por qué la heriste?
¿cuál fue la mancha de su inocencia,
cuál fue la culpa de su alma triste?
¡Señor, respóndeme en la conciencia!
Alta la lleva siempre y abierta,
que en ella nada negro se esconde;
la mano firme llevo a su puerta,
inquiero … y nada, nada responde.
Sólo del alma sale un gemido
de angustia y rabia, y el pecho, en tanto
por mano oculta de muerte herido
se baña en sangre, se ahoga en llanto.
Y en torno sigue la impía calma
de este misterio que llaman vida,
y en tierra yace la flor de mi alma,
y al lado suyo mi fe vencida.
II
¡Allí está! Blanca, blanca
como la nieve virgen que el potente
viento del Norte de la cumbre arranca;
como el lirio que troncha mano impía
orillas de la fuete
que en reflejar su albura se engreía.
¡Allí está! … La suave
primavera pasó; pasó el verano
y la estación poética en que el ave
y las hojas se van; retornó el cano,
pálido invierno con su alegre arreo
de fiesta y de niños, y aún la veo
y la veré por siempre …¡Allí está!... fría
entre rosas tendida, como ella
blancas y puras y en botón cortadas
al despertar el día.
¡Ay! En la hora aquella,
¿dónde estaban las hadas
protectoras del niño?,
que no vinieron con la clara estrella
de su vara de armiño
a tocar en la frente a la hija mía,
a devolver la luz a aquellos ojos,
y a arrancar de mi pecho los abrojos
de esta inmensa agonía,
de este dolor eterno, de esta angustia
infinita, fatal, inmensurable,
de este mal implacable
que deja el alma mustia
para siempre jamás – que nada alcanza
a mitigar en este mundo incierto.
¡Nada! Ni la esperanza
ni la fe del creyente
en la ribera nueva,
en el divino puerto
donde la barca que las almas lleva
habrá de anclar un día;
ni el bálsamo clemente
de la grave, inmortal filosofía;
ni tú misma divina Poesía
que esta arpa de las lágrimas me entregas
para entonar el salmo de mi duelo…
Tú misma, no, no llegas
A calmar mi dolor…
¡Ábrase el cielo!
¡desgájese la gloria en rayos de oro
sobre mi frente … y desdeñosa, altiva
de su mal sin consuelo
al celestial tesoro
el alma mía cerrará su puerta:
que ni aquí, ni allá arriba
en la región abierta
de la infinita bóveda estrellada,
nada hay más grande, nada!
Más grande que el amor de mi hija viva,
Más grande que el dolor de mi hija muerta!







POEMA DEL NIÁGARA




I

LA LIRA Y EL ARPA

¿Y podrás, lira mía,
en tus débiles cuerdas el rugido
hallar del aquilón; el estampido
retumbante del trueno,
cuando su fragorosa artillería
barre de seno en seno
la combatida bóveda sombría?
¿Podrás el ronco acento
hallar del mar sañudo y turbulento,
y la potente fibra
que en la gigante cítara del viento,
con rudo plectro la tormenta vibra?
¿Podrás, en fin, de Heredia peregrino,
hallar la fuerte, la robusta nota
y el impetuoso grito de entusiasmo,
tú, pobre lira rota,
para alzar inmortal canto divino
al rey de los torrentes,
gala de un mundo y de los hombres pasmo,
Niágara atronador que hoy se levanta
Circundado de glorias esplendentes
Ante mi vista deslumbrada, y llena
El alma mía de pavor sublime,
Y enmudece la voz en mi garganta
Y con su inmensa majestad me oprime?.
¡Qué importa! Si la altiva, la serena
Musa inmortal de Píndaro y Quintana
me negare tirana,
sus divinos favores,
me quedas tú, sombría
diosa de los poéticos dolores,
numen inspirador de la elegía.
Sí, tú me quedarás, tú siempre fuiste,
en el desierto de mi vida triste,
mi columna de sombras por el día
y mi encendida nube por la noche…
Ven a mis manos, pues, ven, arpa mía,
que ya en mi pensamiento abre su broche
bajo el beso fecundo
de la lama inspiración, la flor del canto.
Ven entre llanto y llanto,
a referirle al asombrado mundo
de lo sublime el inmortal poema,
la soberbia belleza que dilata.
En noble aspiración el pecho triste
y la emoción suprema,
y el horror misterioso que sentiste
al borde de la inmensa catarata.




II

EL RÍO

Azul, ancho, sereno,
espejo de los cielos que retrata
en su límpido seno,
de majestuosos pinos coronado,
al blando murmurío
de espumas de cristal y ondas de plata,
sonoro y sosegado,
regando aromas se desliza el río.
Y vagas el viajador por sus riberas
oyendo los suspiros de las aves
y las notas suaves
de las brisas ligeras
que vienen a empujar sobre las ondas
el ancho lino de las blancas naves.
¡Todo es paz en la tierra
Y todo luz en las etéreas blondas!...
¿Oís? … Allá, a lo lejos,
algo como un rumor. Sordo, perdido …
¿Qué será ese ruido?
¿será el viento en la sierra,
precursor de los cárdenos reflejos
del rayo asolador? … No; el horizonte
sereno resplandece, y ni una nube
se cierne sobre el monte.
Escuchad cómo sube…
va creciendo por grados, va creciendo…
ya no es ruido lejano, ya es estruendo
que el ámbito ensordece,
y a medida que crece,
va la linfa perdiendo
su serena quietud; ya las espumas
no son las blandas; las ligeras plumas
que adornaban, graciosas,
la inmaculada frente
de la mansa corriente:
son oleadas ruidosas,
son roncos hervideros bullidores
que rugen, que se encrespan, que batallan,
y al chocarse entre sí, raudos estallan
en mil penachos de irritada espuma
que reflejan del iris los colores.
Y es en vano el luchar; la fuerza suma
de un poder misterioso, oculto, interno,
sin cesar los sacude, los agita
y al fin los precipita
en espumante remolino eterno.
Vórtice arrobador, bello, horroroso,
que hace olvidar, al contemplarlo mudo,
el trueno misterioso
que ya cerca retumba
con ímpetu sañudo…
blanco vapor se eleva
sobre el nivel agua, allá a lo lejos,
do con fuerza mayor el trueno zumba;
y la corriente embravecida lleva
del encumbrado sol a los reflejos,
pinos de sus orillas arrancados
cascos de naves, míseros despojos
por su implacable cólera arrastrados.
De pronto, un torbellino
de vaporosas chispas, invadiendo
el aire cristalino,
en lluvia azotadora el rostro os hiela
y os baña. Y os hostiga y os flagela
al ronco son del pavoroso estruendo…
¡No deis un paso más; cerrad los ojos,
que no os trastorne el vértigo la mente …
bajad por la colina …
ahora abridlos, y postraos de hinojos!.





III

EL TORRENTE

¡Oh espectáculo inmenso! ¡oh sorprendente
panorama de horror y hermosura!
¡oh inenarrable escena peregrina
que a un tiempo el llanto y la sonrisa arranca!
Falta al pecho el aliento; la luz pura
falta a los ojos por exceso de ella,
y la sangre se estanca
y al corazón se agolpa y lo atropella …
¡Oh! ¡Qué sublime horror! El ancho río,
desde escarpada, gigantesca altura, 
en toda la extensión de su pujanza,
de súbito se lanza
en el abismo fragoso y frío.
¡Paso!, ¡paso al coloso!
la amedrentada tierra
gime bajo su peso; el poderoso
raudal se precipita,
y tras breve batalla,
cuanto su marcha cierra,
cuanto a sus pies palpita,
colinas, valles, árboles, peñones,
rompe, tala, avasalla,
y triunfador altivo, sus blasones
despliega al orbe que, agitado y mudo
de admiración lo acata;
¡digno blasón de su glorioso escudo:
en campo azul, vorágine de plata!
ved como tiembla la humillada roca
y el combatido centro del abismo
cuando su seno toca
con el rudo fragor de cataclismo
la desprendida mole del torrente
lago de espuma hirviente,
como vasto incensario,
alza eterno plumaje
de flotante y fúlgidos vapores,
en severo homenaje
a la deidad terrible del santuario:
al dios de los abismos bramadores,
al númen dueño del cerrado arcano
que guardan en su seno oscuro y frío
las simas y los antros, y el océano,
las sombras y el vacío.
¿Do te ocultas deidad atronadora?
¿en qué confín perdido del torrente
tienes tu húmedo lecho,
para volar ansioso y diligente
a tu encuentro feliz? Sí, ya la hora
sonó de interrogarte frente a frente;
Sí, yo tengo el derecho,
Como cantor, como hombre,
De venir a tu lóbrego palacio,
de la verdad en nombre ,
a pedirte el secreto del abismo,
ese enigma profundo
que debe ser el mismo
que, no resuelto aún, lleva en el pecho
el mísero mortal en este mundo:
la rebelión, la duda, la agonía
del corazón en lágrimas deshecho …
¡Genio, responde a mi clamor, responde!
¿Por dónde, di, por dónde
se va hasta ti? La fría,
la inmensa, la impetuosa catarata
que en lluvia de diamantes se desata
al descender al antro furibundo,
con su raudal frenético me esconde
los umbrales de plata
de tu oscuro palacio:
el estruendo iracundo
ensordece el espacio,
y la agitada espuma
me azota el rostro y por doquier me abruma.






IV

SUB-UMBRA

¡Adelante, alma mía!
allí junto al peligro está la boca
de la sima profunda …
¡fe, valor, osadía!
ya el pie resbala en la musgosa roca,
ya la lluvia iracunda
me flagela la frente …
¡este es mi Sinaí relampagueante,
este es mi Oreb ardiente! …
¡Adelante! ¡Adelante!
¡Qué hermosa caverna!
¡Qué espantoso ruido! ¡Aquí tienen su nido
la oscuridad eterna,
el torbellino airado,
la fragorosa espuma,
el Aquilón helado,
la sofocante y cegadora bruma! …
¡Adelante! ¡adelante! ¡Allá en el fondo,
la sombra es más intensa,
el rugido más fuerte,
la atmósfera más densa
y más cerca al espíritu la muerte.
Allí, allí está el hondo
santuario en que se oculta
el dios de la terrible catarata!
¡Cómo llegar a él! … En arco enorme
que en el vórtice hirviente se sepulta,
sobre mi frente pálida, tendida,
cual bóveda de plata,
pasa la mole rápida y deforme
de la corriente al báratro impelida.
Bajo mis pies se escapa
la resbalosa peña
que sirve, artera, de engañosa capa
a la muerte en sus grietas escondida.
El vértice se adueña
de mi turbada mente …
¡un paso más … y terminó la vida!





V

EL ECO

Héme aquí, frente a frente
de la espesa tiniebla desde donde
oírme debe la deidad rugiente
que en su seno se esconde:
--“Dime, genio terrible del torrente,
¿a dónde vas al trasponer la valla
del hondo precipicio,
tras la ruda batalla
de la atracción, la roca y la corriente? …
¿a dónde va el mortal cuando la frente
triunfadora del vicio,
yergue, al bajar a la mundana escoria
en pos de amor y venturanza y gloria?
¿adónde, van, adónde,
su fervoroso anhelo,
tu trueno que retumba? …”
y el eco me responde,
ronco y pausado: ¡tumba!
¡Espíritu de hielo,
que así respondes a mi ruego, dime;
si es la tumba sombría
el fin de tu hermosura y tu grandeza;
el término fatal de la esperanza,
de la fe y la alegría;
del corazón que gime
presa del desaliento y los dolores;
del alma que se lanza
en pos de la belleza,
buscando el ideal y los amores;
después que todo pase,
cuando la muerte al fin, todo lo arrase,
sobre el océano que la vida esconde,
dime qué queda; di, ¿qué sobrenada? …”
y el eco me responde,
triste y doliente: ¡nada!
Entonces, ¿por qué ruges,
magnífico y bravío,
por qué en tus rocas, impetuoso crujes,
y el universo asombras
con tu inmortal belleza,
si todo ha de perderse en el vacío? …
¿Por qué lucha el mortal, y ama, y espera,
y ríe, y goza, y llora y desespera,
si todo, al fin, bajo la losa fría
por siempre ha de acabar? … Dime, ¿algún día,
sabrá el hombre infelice do se esconde
el secreto del ser? ¿Lo sabrá nunca?
y el eco me responde,
vago y perdido: ¡nunca!
¡Adiós, Genio sombrío,
más que tu gruta y tu torrente helado;
no más exijo de tu labio impío,
que al alejarme, triste, de tu lado,
llevo en el cuerpo y en el alma frío.
A buscar la verdad vine hasta el fondo
de tu profunda cueva;
mas, ¡ay!, en vez de la razón ansiada,
un abismo más hondo
mi alma desesperada
en su seno al salir, consigo lleva …
ya sé, ya sé el secreto del abismo
que descubrir quisiera …
es el mismo, es el mismo
que lleva el pensador dentro del pecho:
la rebelión, la duda, la agonía
del corazón en lágrimas deshecho!.






VI

¡HOSANNA!

Y lejos de la gruta el paso guío
contra el azote del raudal luchando.
¡Ya fuera estoy del ámbito sombrío!
¡Oh! ¡Qué bella esa luz! ¡qué hermosa, cuando
salimos del horror de las tinieblas! …
ved como juega en círculo brillante
sobre las blandas nieblas
que circundan la frente del gigante
ved los tintes que toma,
según viene a su encuentro,
ya en penacho de pluma,
ya en velo de cristal o en lluvia fina,
la vaporosa espuma
o el agua cristalina.
Aquí, en el ancho centro,
Ostenta los colores
Del cuello tornasol de la paloma;
Allá es verde esmeralda,
Abajo, azul de límpido zafiro;
Y vista de lo alto,
Es mágica guirnalda
De irisados fulgores,
De la ovación en el revuelto giro
Al pie arrojada del augusto salto.
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¡Quién como tú feliz, Niágara undoso!
¡quién como tú glorioso!
tienes para tu orgullo,
y para orgullo que jamás perece.
De la libre región que se adormece
al rudo son de tu gigante arrullo,
un continente, un mundo por imperio,
el abismo por trono,
por escabel la sombra y el misterio;
por himno de victoria
del trueno eterno el pavoroso tono;
la hermosura suprema
por cetro de tu gloria;
el iris rutilante por diadema;
por incienso, el vapor de hirviente plata
que, en elástica nube,
eternamente sube
del hondo seno oculto
al choque de la rauda catarata;
por sacerdotes sumos de tu culto
los genios de la tierra,
la lira y los pinceles;
y por vasallos fieles
las razas, las naciones
y las generaciones
de asombro mudas, que el planeta encierra.






VII

HOMBRE Y ABISMO

¡Quién como tú, feliz Niágara undoso!
¡quién como tú, glorioso!
mas a pesar de tu insólita belleza,
a pesar de tu indómita fiereza
de tu trueno, y tu vórtice, y tu bruma,
a pesar de tu indómita fiereza
y tu poder sin nombre,
¡tú no eres más que yo, ni más que el hombre!
Tú eres la imagen viva
de la proscrita humanidad altiva;
tú eres el hombre mismo
en escala aumentada;
por eso, cuando ansioso de adueñarme
del secreto del ser baje a tu abismo,
¿Pudiste acaso darme
la clave deseada …?
Nada supiste responderme, nada;
que lo que el hombre ignora
lo ignoras tú también:
Tras el radiante
velo de tu hermosura arrobadora
escondes tú de la mortal mirada
tu musgo, tu pantano,
tu limo y tus horribles asperezas;
y el infeliz humano,
detrás de sus quiméricas grandezas,
oculta, agonizante,
la inocencia perdida
y el fango y las miserias de la vida.
Tú sales rumoroso, azul, sereno,
de las fuentes del río,
y luego impetuoso, desbordado,
te despeñas, colérico, en el seno
del abismo sombrío;
así el niño mimado
sale puro, inocente,
de bajo el ala maternal; mas, luego,
el pecado lo arrastra en su corriente
de calcinante fuego,
y víctima del mal y las pasiones,
rueda al fin, inconsciente,
del dolor a las lóbregas regiones.
Tú tienes tus vapores deslumbrantes,
tus nubes ondulantes
que, audaces, un momento el aire hienden
por subir al azul, y al fin, cansadas,
tras vano batallar, raudas descienden
en gotas sin color al centro frío;
también el hombre tiene sus doradas,
flotantes ilusiones,
sus locas ambiciones
que lanza, alucinado, en el vacío
de sus sueños quiméricos; vapores
que bajan luego en lluvia de dolores,
en lágrimas heladas a su frente …
Tú tienes tu estridente,
Fatídico rugido,
Tus simas, tus cavernas,
En donde el viento brama,
En donde da la ola
con lúgubre ruido;
En el alma del hombre
desesperada y sola,
tienen también su nido
la duda, las internas
rebeliones sin nombre;
el ara húmeda y fría
de la apagada llama
do la fe un tiempo ardía;
cenizas de memorias
ya en fango transformadas,
de sueños y de glorias,
de cerúleos amores,
de esperanzas rosadas
de apariciones blondas …
¡simas tal vez más hondas
que todos tus horrores!
Tú ostentas en tu frente majestuosa
el iris luminoso de los cielos
que en círculo te ciñe, cual diadema
de oro y zafir, y de esmeralda y rosa
y al hombre triste, en medio de los duelos
de su lucha suprema,
lo corona en señal de nueva alianza
el iris del amor y la esperanza.









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