Horacio Núñez West
Nació en Provincia de Buenos Aires, el 29 de enero de 1919 y murió el 3 de mayo de 2012 en Buenos Aires.
Allí transcurrió su niñez, entre la ciudad y el campo, hasta que, siendo adolescente, se trasladó con su familia a La Plata. En esta ciudad vivió, trabajó y escribió a lo largo de unos treinta años. Entre 1968 y 1969 residió en Italia. De regreso en la Argentina, repartió su vida entre Buenos Aires y la localidad cercana de Benavídez. Su obra publicada se compone de los siguientes libros: Elegía para la muerte amiga (poesía, 1944), Edad de la nostalgia (prosa poética, 1952), Fábula de mi ser (poesía, 1957), Pausa ante el mundo (poesía, 1959), Canto a la Provincia de Buenos Aires (poesía, 1962), Situación del poeta moderno (ensayo, 1962) y Aproximaciones (poesía, 1972). Una selección de sus poemas, que incluye un estudio de Ana Emilia Lahitte, vio la luz con el título Canto a la Provincia de Buenos Aires de Horacio Núñez West (Cultura Bonaerense, sin fecha de edición), a fines del siglo pasado. Recibió, entre otras distinciones, la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1959) y el Gran Premio de Honor de la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires (1987) por la totalidad de su obra. Perteneció a la generación neorromántica del ’40. Murió en Buenos Aires el 3 de mayo de 2012.
POEMA SOMBRÍO
Nada nos pertenece, todo gira
indefinidamente en el vacío, se
desgasta, se evade. Ni la tierra,
ni el cuerpo, ni los rostros
que llegamos a amar nos pertenecen.
Sólo la imagen, sólo la memoria,
la forma inmaterial de las conquistas
y acaso sentimientos, soledades
que van creciendo dentro de nosotros
y nos tornan más leves, más ajenos,
cada vez al combate en que vivimos.
Sin embargo, libramos nuestra lucha
con la tenacidad de un don sagrado.
Ocupamos lugares en la tierra;
ámbitos donde el alma se difunde
para vencer la soledad. Buscamos
corazones adictos, cierto espacio
donde sentir que crecen las raíces
de la palabra siempre.
Hasta que alguna vez nos detenemos
para mirar en torno y advertimos
los lugares vacíos y el derrumbe
de aquello que construimos. Solo entonces
se desprenden durísimas verdades;
ya no palabras sino ideas claras,
como revelaciones dolorosas
que nos gastan el alma. En el silencio
de las voces calladas, en el bosque
de figuras destruidas, se levanta
una sola deidad. Y comenzamos
a descifrar su imagen en penumbra.
(de "Pausa ante el mundo", 1959)
TODA UNA VIDA CRECIENDO
Toda una vida creciendo entre el estupor y el asombro,
Abriéndonos paso a través de lo incomprensible,
persiguiendo certidumbres inalcanzables,
medidas claras entre límites oscuros,
buscando ese núcleo misterioso de la verdad,
ese equilibrio del universo cuya síntesis somos,
esa razón secreta del amor absoluto que alentamos,
esa ignorada explicación del sufrimiento y la soledad,
de la búsqueda en seres, en gestos perdurables;
en cuerpos cuya respuesta vibra sin reposo
pero nos deja tan a oscuras como al comienzo .
Toda una vida -nuestra eternidad posible-
creyendo y dudando, aceptando y rebela'ndonos,
descendiendo a abismos increíbles
o levanta'ndonos como si fuéramos dioses.
Para que' , entonces, buscar un sentido
a aquello que lo tiene en si' mismo.
Pero la vigilia es nuestra condena.
De "Aproximaciones", 1976, publicado en Antología de
la Poesía Argentina, Selección Raúl G. Aguirre,Ediciones Librerías
Fausto, 1979, Bs.As..
Canción para celebrarte
Dulcemente vencido, reclinado sobre tu bello cuerpo,
con la frente caída como un grávido fruto
sobre tu corazón: dichoso y triste,
extrañamente niño mientras oigo
la música lejana de tu voz, de tu sangre
llena de flores rojas que se abren
al roce de mis labios;
ciego por el dorado
resplandor de tu piel, por el ardiente
sol que llevas en ti como una lámpara;
desvalido y lejano, rodeado
por la infinita soledad del mundo
y abrazado a tu cuerpo, temeroso
de que el amor no alcance a sostenernos
sobre tanto vacío.
Oh querida, oh pequeña o infinita comarca de ternura:
muchacha mía, sangre rumorosa
llena de tiernos pájaros que cantan
su pasión inocente.
La vida, el mundo empiezan
donde nace tu cuerpo, se iluminan
y se vuelven misterio inalcanzable
en lo alto de ti, sobre tu frente
asomada a las últimas estrellas.
Detenida en el centro de mi alma,
sobre mi corazón, que está vencido,
que quiere ser vencido, dulcemente
cambias mi oscura sangre fatigada
en vino claro y fuerte.
Mi cuerpo en una boca que te llama,
mi triste carne en sueño.
Poema inevitable
A veces nos ocurre
que en la mitad del sueño o desde el centro
de un instante feliz, mientras reímos
bajo la luz dichosa de la vida,
un súbito dolor, alguna pena
que se niega a morir, abre en nosotros
una grieta sombría.
El corazón se cierra, taciturno,
y antiguos rostros vuelven, nos acosan
llamándonos sin voz desde el olvido.
Hay tanta muerte dentro de nosotros,
tanto dolor callado, pero vivo,
tanta imagen hundida, tantos seres
que fueron y no son. Hay tanta sombra
de frustración cernida sobre el alma...
Pero la vida sigue y desde el mundo
nos llama con sus gestos, nos envía
su cegadora luz y nos engaña
una vez más y siempre.
Nos pone entre los labios
corazones dulcísimos, henchidos
de esperanzado amor. Ardientes soles
se encienden otra vez en lo profundo.
Y las penas se hunden en nosotros.
Se hunden más y más en nuestra sangre
hasta que ya dejamos de sentirlas.
Y volvemos al juego fervoroso
con la misma inocencia de otros días.
Fuente: Canto a la Provincia de Buenos Aires de Horacio Núñez West, Ana Emilia Lahitte, Cultura Bonaerense, La Plata, sin fecha de edición.
VISIÓN FINAL DE RIMBAUD
A través de las jarcias del Barco Ebrio
su tripulante solitario
lo vio pasar volando a gran altura,
como un albatros fiel a la libertad.
Pero sus alas desplegadas
eran de un luto violento.
Rimbaud había muerto.
En revista de poesía (de las cuatro estaciones)
“El espiniyo”, nº 02, invierno de 2005.
Consagración del adiós
Ah, comprender, llegar a comprender
que mientras existimos y temblamos
de amor ante las cosas,
mientras ungimos seres, mundos nuestros
para su adoración, para fijarnos,
para permanecer en todo aquello
que ha de sobrevivirnos en el tiempo,
estamos escribiendo, sin pensarlo,
una ignorada, una fugaz historia
que alguna vez arrastrará el olvido.
Ah, comprender a veces, en instantes
de despiadada lucidez, que todo
lleva el adiós en sí, y sin embargo,
la vida, cuyo pulso denodado
agoniza en nosotros mientras late
con tierna ingenuidad, no se detiene.
Se prolonga en renuevos incontables
por encima del tiempo y de la muerte,
aunque su oscura boca nos devore
de ser en ser, a ciegas, sin podernos
destruir íntegramente.
Ah, ver luchar la hoja más pequeña,
la mariposa, el hombre, oponerse
con fervor obstinado a las secretas
leyes de destrucción.
Ver que la vida, el mundo, multiplican
su designio creador,
e interrogar nosotros, desvelados
por no dejar de ser, adoradores
del latido que somos, de la tierra
donde hundimos el pie. Lanzar preguntas
hacia la eternidad. Y contestarnos,
para engañar al niño que guardamos
en nuestro corazón: “Cuando yo muera,
ese hueco, ese alvéolo, ese espacio
que ocupaba, se llenará de sombra,
de una inútil tristeza, de una falsa
atmósfera de luto y despedida.
Porque vendrá después, para colmarlo,
todo lo que yo amé; y aquel que he sido,
y lo que habré de ser bajo otra forma,
se alzará sobre ruinas, como un eco
del vagido inicial. Y cada estrella,
cada ser, cada hoja, cada esfuerzo
minúsculo o enorme,
se erguirá sobre cuerpos destruidos
para decir que somos inmortales”.
Y la muerte será tan sólo el símbolo
de algo ya derrotado, una palabra
quemada por el sol, un ala turbia
perdiéndose en el viento.
Ritual del recuerdo
Hay días en que todo lo que amamos
y es ya una parte viva de nosotros,
un rostro necesario, un cielo claro
o acaso un sueño familiar nos deja,
se va de nuestro corazón y vemos
solamente su forma sin latido.
Miramos a las cosas
y a los seres más próximos, más nuestros,
desde una insuperable lejanía.
El alma ve, percibe nítidamente, en cambio,
rostros que habitan otra dimensión, ya perdida.
El alma no está aquí, no está en nosotros
sino vagando lejos, entre almas
cuyo temblor nos llega más vital, más profundo
que el de todo lo vivo.
Días para llorar frente a un retrato
o a una fuente que mana, o en silencio,
con un llanto callado que se siente
correr en lo más hondo, como un río
íntimo y sosegado.
Y qué pequeño el mundo que alcanzan nuestros ojos;
qué pequeño y qué solo, comparado
con el que se ilumina bajo el alma!
Alguien ya muerto puede ser salvado
si se encuentra la voz con que nombrarlo.
Y en esa hora única podemos
hacernos perdonar, volver inútil
la distancia infinita y el silencio
de niebla que lo cubre y nos separa.
Podemos revivir, traer al aire
de la vida los rostros olvidados.
Entonces comprendemos el sentido
de existir junto a un ser, dejar que el tiempo
nos alíe las almas, y la sangre
para que cada ser se sobreviva,
resuene largamente en otros eres
convertido en el eco, la memoria
del lejano rumor con que latía.
Porque la muerte última, el silencio
final, definitivo,
llega mucho después de nuestra muerte,
lentamente, a medida que se extingue
todo lo que ha quedado de nosotros
en otra sangre y en otros corazones.
Y quizá, sólo entonces, nos alcance
la eternidad de lo que ya no existe.
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