Fernando Quiñones
(Chiclana de la Frontera, 1931 - Cádiz, 1998) Escritor español. Aunque ha cultivado la novela, el teatro y el ensayo, destacó primeramente como poeta, en una primera etapa dentro de unos moldes clasicistas (Ascanio o el libro de las flores, 1956). Posteriormente cultivó un nuevo tipo de poema narrativo, en el que investiga el ámbito cultural hispánico en sus vertientes americana y árabe: Crónicas de mar y tierra (1968), Las crónicas de Al-Andalus (1970), Crónicas americanas (1973), Crónicas de Hispania (1985), el libro de relatos Viento sur (1987), Encierro y fuga de San Juan de Aquitania (1990), Legienaria (1992) y Tiempos (1992).
Recibió entre otros premios el de poesía Gil de Biedma por Las crónicas de Rosemond (1998), el premio Adonais por Cercanía de la Gracia y el premio especial Walter Tobagi 1998 otorgado en Venecia a la trayectoria de un escritor extranjero. Fue finalista en dos ocasiones del Premio Planeta con La canción del pirata y Las mil noches de Hortensia Romero. Sus últimas novelas son La visita (1998) y La gran temporada (1998).
Como un río de rostros
Como un río de rostros, como un río
de sucesos, nos hunde y nos aleja.
Todo es ayer y nunca ya. No ceja
el aluvión de un tiempo, como un río.
Ultima gota tú, ya el correntío
te deja atrás también, te desmadeja
hacia delante siempre. El sol maneja
tu entera historia ya, tu paso, el mío.
Pero tú estás ahora y aquí, tú alcanzas
el cielo con las manos, determinas
la negación del tiempo con tus ojos
y te toca llevar las esperanzas
tuyas y nuestras, y hoy por hoy fulminas
tanta sed y pesar, tantos cerrojos.
Red cautivadora
En la extensión mojada,
lejos de las habitaciones y las leyes,
desveló el nuevo día,
alto ya el sol, una congoja
de salinas y esteros (charcos) extasiados, de rostros
quemados en el mar, de vida quieta
y esperante, bajo la luz del Sur.
Había una charca negra. Los cardúmenes (bancos de peces),
desposeídos antes de su casa sin límite,
arreados más tarde
por las grandes cuadrículas amargas de la sal,
giraban en silencio; hacia la superficie
se conmovió lo negro de repente
en vastos y callados remolinos, como si contuviera
una culpa incallable, mas no llegó a brillar
un anhelante lomo que del aire
lo esperase aún todo.
Hundiéndose hasta el pecho entonces
en los limos (lodales) inmemoriales,
un hombre, cinco, siete, trabaron ya las aguas,
las mallas, las señales
del terror; todo comenzó a hervir
y el estéril fragor de los saltos subía,
en columna de cuerpos traicionados,
hasta colmar la oscura lancha, las riberas,
el húmedo y desierto amanecer.
Cuánta vida acosada,
pugnando por salvarse, debatía
una batalla desoída y múltiple
de vanas contorsiones, inútiles
maniobras, intentos
contra la trampa última,
sólo a una anticipada muerte conducentes.
Música Final
No la razón del piano: las del hombre
te condujeron desde que eras niño
y entre la fría luz de la patria angustiada
a la que no habías de volver.
Ya entonces intuiste la caediza
ráfaga del amor, la carrera del tiempo,
los impuros motivos del tambor y las armas,
la soledad en que, como con el regalo
de un dios inexorable,
se mueve nuestra vida hacia su término.
Ya retenías aquello en el sollozo,
más viril y más tierno, de las cuerdas.
Ya eras del todo y para siempre tú,
testigo y mensajero, condolido inventor
de una esperanza para los humanos
o de aquel llanto en luz con que creerla.
Polkas y baladas, las amargas
delicias de un nocturno, los estudios
por los que nieve y fuego, o muerte y vida,
se entrecruzan temblando,
eran emanación de aquella fuerza
con la que el corazón del universo,
cuanto nos ilumina y abandona,
expresión te pedían, ser fijados
de alguna forma, a salvo de tu muerte.
Eso te desgarró y nos dio tu música:
tu palabra de hombre
de una vida más vasta y más completa.
Memorias corporales
Marta la que lloraba al despedirse.
Mariana con un lucero en el muslo.
Paca la de Arcos, que se llevaba la noche en una cesta.
Antonia de ojos inviolables,
áspera María Luisa de Zamora
junto al silbido de los trenes,
¡ah Extremeña de bata roja y boca pálida,
Manolita la Verde tocando en la noche de los marinos
su desmedido acordeón carnal,
Rosa desnuda junto a un río,
jubilosa bandera, triste y brava bandera,
escuadrón lívido y hermoso
al que amamos largamente entre los dones del vino,
cuyas sólidas armas abrazamos
hasta los bordes de la aurora
en espera de aquello que aparecía a veces!
Casa puesta en placeres
o últimos pliegos de la carta a Clori
con otros poemas eróticos (AMG, 1994)
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