Nelson Simón
(Pinar del Río, 1965)
Poeta, editor y escritor de literatura infantil.
Tiene publicado los libros de poesía:
• Ciudad de nadie, Ediciones Loynaz 1992, 2008
• El peso de la isla, Ediciones Loynaz 1994, 2002
• Criatura de isla, Ediciones Bahía, España, 1996
• Con la misma levedad de un naúfrago, Editorial Letras Cubanas, 1996
• Para no ser reconocido, Editorial Cauce, 2002
• A la sombra de los muchachos en flor, Ediciones Unión, 2001, 2002 (Premio Julián del Casal de Poesía, UNEAC 2000, y Premio de la Crítica)
• De la mala memoria y el verano, Editorial Letras Cubanas, 2008
Y los libros para niños:
• En el cofre de un pirata, Ediciones Loynaz, 1996 (Premio Loynaz y Premio La Rosa Blanca de texto)
• Brujas, hechizos y otros disparates, Editorial Bethania, Madrid, 2001 y Editorial Oriente, 2003 (Premio Oriente, Premio La Rosa Blanca y Premio de la Crítica)
• Maíz desgranado, Editorial Gente Nueva (Premio Edad de Oro y Premio de la Crítica a libro integral)
• Manuscritos de Pink Mountain, Editorial Cauce (Premio Loynaz y Premio La Rosa Blanca de texto)
• Sueño en una noche de verano, Ediciones Unión
• Historia de una media Naranja, Editorial Cauce
• Preguntas de Rocío, Editorial Gente Nueva (Premio La Rosa Blanca a libro integral)
• Cuentos del buen y mal amor, Editorial Gente Nueva 2008, 2010 (Premio La Edad de Oro, Premio La Rosa Blanca y Premio de la Crítica)
• Marilola, la vaca que canta, Editorial Gente Nueva, 2009
• Cajita para dos, Ediciones La Luz, 2010
• As de corazones, Editorial Cauce, 2010 (Premio Alcorta de Literatura infantil, UNEAC Pinar del Río)
Textos suyos han aparecido en diversas antologías de literatura cubana e hispanoamericana, y ha sido traducido al inglés, francés e italiano.
En el 2002 le fue otorgada la Distinción por la Cultura Nacional.
( Dirección de correo electrónico: soynelsons@pinarte.cult.cu )
del libro El peso de la isla, 1994
EL PESO DE LA ISLA
Y ahora que soporto el peso de la isla,
que cargo con mi país
como quien carga una pesada cruz
o el más necesario de los equipajes,
no sé hacia dónde voy,
no sé lo que me aguarda si logro amanecer
y tocar otro día, otro peligro de humo en la garganta
haciéndome toser para intentar ser puro
en la espesura de un café demasiado mezclado
que puede no esperarme,
en un amor de bestia que se escapa
al verse acorralada,
de animal manchado
que inevitablemente se remonta
hacia su propia trampa.
La vida no es un sueño.
Es más la pesadilla de ir
haciendo los días poco a poco,
de irlos amontonando, lanzándolos
como inútiles piedras
hacia el fondo abismal de un viejo pozo
al que tenemos miedo de mirar,
miedo de ir a asomarnos y no encontrar
lo que esperamos,
lo que quisimos ser y no pudimos
porque la vida no es un sueño,
es más la pesadilla que nos van regalando,
es una casa mínima, impersonal,
una casa sin flores ni árboles frondosos
que protejan,
un número en el lugar del rostro
para ocultar la huella de los pájaros,
la sombra que sus patas dejaron
marcadas en mis ojos
dulces y venenosos como almendras.
Mis ojos de muchacha que intenta pestañear
y ser la eternidad,
verse entre blancos vuelos de domingo
caminando por una ciudad de casas nobles,
de aceras desprovistas de ese aire de muerte
que anda por mis aceras.
A nadie, más que a nosotros mismos,
debemos estos gestos tan débiles,
la gracia de la voz y el abanico,
el toque de la luna sobre el pubis,
estos cuellos de cisnes
tan frágiles y hermosos.
A nadie debemos el terror de esa vida
sobre una cuerda floja,
ni el traspiés,
ni la familia dispersa
que solo fue feliz en un retrato,
ni las cabezas rodando ensangrentadas
como rueda la res
en la innombrable claridad de los mataderos.
A nadie, más que a nosotros mismos,
esta nerviosa risa de bufones,
esta inmensa ceguera, este hueco del pan
encima de las mesas,
esta necesidad de ser como no somos.
Y ahora que llevo mi país
como quien lleva una corona de espinas
hiriéndome la frente,
es mi país el sitio más querido,
también el más odiado,
es el ruedo de muerte, es la desesperanza,
otro golpe de mar, su inminente presencia
en el dolido pecho
de aquellos que como pájaros tropicales
se alejan de sus costas
en busca de otras costas más íntimas,
en busca de otra luz más verdadera
que esta pesada luz
que ahora tiene mi isla.
¿Acaso es mi país un puñado de tierra desolada,
una tristeza de ojos pequeñitos,
silenciosa como la de los rinocerontes
que nos miran
desde su lástima de húmedo animal,
desde su libertad
de bestia de feria acorralada?
Y ahora que guardo mi país,
sus dudas, sus mentiras tremendas,
sus cielos desplomados,
el ácido y podrido olor de ese misterio
que brota de sus casas;
mis amigos perdidos, convertidos en sombras
lejos ya de la complicidad de mis hogueras;
¿quién recoge mis pasos, la vida que he perdido,
la vida que quemé con la inseguridad
y la nostalgia
de quien quema las secas hojas de un herbario?
POEMA MIENTRAS BAJO LA CALLE PRINCIPAL
a Nery Carillo
Si alguien me preguntara qué le falta a mi ciudad, ni siquiera tendría que pensarlo. No tendría que subir y bajar la calle mirando, con la fijeza de un catador de vinos, hacia un alero, en el que el musgo crece desordenadamente en un intento inútil de apoderarse de la luz; una puerta de cedro o de caoba, una gran puerta del siglo XVII seria y silenciosa como los familiares de un difunto; un amplio portal, cómplice y sombrío, lleno de esos fantasmas que el polvo y la cal van delineando en las fachadas, carceleras de otros fantasmas más humanos, un corredor en calma donde sin dudas se escuchará la voz de dos amantes rodeados de gorriones bajo el frescor y la nostalgia que traen las mañanas hasta el paisaje ya sin color de un patio de provincia.
Yo no tendría que andar entretenido, con ese aire de falsa ingenuidad que llevan los turistas de una a otra plaza. Ni siquiera posaría mis ojos, canarios de cristal, en el barroco bosque de figuras, que el tiempo, con precisión de orfebre, ha dibujado en una reja. No abriría mi boca ante el asombro de un detalle, apenas perceptible para un vagabundo. No me deslumbraría para decir amaneradamente: «qué delicado aroma se desprende de ese resetón Art-Noveau, suave como los lotos que flotan en el Nilo...», o, «esa columna jónica tiene la perfección del pecho de mi amante... », o, «en ese balcón Neoclásico relucen las huellas de oro, las delicias del ciervo que comía su mitad de luna encima de mi sexo... »
Todo rebuscamiento sería innecesario pues mi ciudad siempre ha sido exacta y triste como una puesta de sol cuando uno se encuentra lejos de su casa. La ciudad ha tenido siempre sus miserias. Sus rincones oscuros. Sus bosquecillos de carencias y mezquindades ardiendo en los segundos pisos. Sus lluvias que la diferencian de Estocolmo con nieve colgando de los puentes, Estambul y sus pájaros rojos sobre los minaretes, Luxemburgo o Londres o París tan sobrios en la niebla solamente atravesada por el paso inevitable de las horas.
Yo no tendría que mirar a un lado y otro lado, ni sentarme en el quicio de una acera buscando un nuevo signo, un gesto que transparente el alma de los transeúntes que recorren mi ciudad a las cinco de la tarde. Nada buscaría dentro de sus ojos cansados de esperar. Nada dentro de sus pechos llenos de toros dormidos. Nada dentro de sus bocas en las que crece la misma y siniestra canción.
Si alguien me preguntara qué le falta a mi ciudad, diría sin pensarlo que es la alegría de un parque o una pequeña plaza donde paseen tranquilas las palomas.
Una muchacha con una blusa azul que les dé de comer en el hueco de su menuda mano.
Y un banco de madera. Un simple banco donde me sentaría para intentar atrapar en un dibujo, la plaza, las palomas, la muchacha y la paz de su mirada: todo lo que para mí pudiera ser la libertad
del libro A la sombra de los muchachos en flor, 2001
PECERAS DE CRISTAL
Al alcance de mi mano, como una alucinación
o las imágenes de un sueño que, tentador, invade mi realidad,
están esos muchachos: gladiadores curtidos
por el sol bochornoso de la isla.
Sus cuerpos
son diamantes sobre el parque.
Llevan gastadas camisetas
y mínimos pantalones que dejan entrever
el mármol sudoroso de los muslos, el empuje del sexo,
las jugosas tetillas: encendidos hibiscos
que se abren a mi lujuria.
Como si en ellos apagase las miserias
de la vieja ciudad, el verano
parece alimentarles.
Yo los espío. Mi ventana me une
y separa de su mundo. Es la barricada,
donde con el líquido asombro de un pez,
contemplo cada uno de sus gestos:
provocadores como gallos de lidia se saludan:
el cuello que se hincha...
el bronce enfebrecido de los brazos...
las navajas del pelo afilándose en el aire...
Les empuja lo oscuro, su apetito de carne,
el gusto por si mismos,
el perro que, en su interior, intentan ahogar
y que ciego se arrastra hacia la luz mortal
de lo perfecto, hacia ocultos espejos
donde sus dedos tiemblan,
bordean los abismos,
huyen de la ternura,
aprenden a desearse.
Al alcance de mi mano están esos muchachos.
Sus nombres ruedan por mi boca,
son dulces villancicos de una secreta Navidad.
Duermo a orillas de sus sombras como un nazi.
Mis manos se aferran a una invisible alambrada,
y sueño apretar sus cráneos – tiernas frutillas
entre mis dedos.
Soy el amigo perfecto y el perfecto enemigo.
¡ Con qué solapado placer rodaría sobre ellos,
sería la luna que aparta los oscuros espinos
del sendero y los interna, cada vez más,
en las prohibidas nocturnidades,
en el gozo sin fin de una vida!
Al alcance de mi mano están esos muchachos.
Una comprada caricia,
el roce de sus pechos lustrados por el sudor,
bastaría para calmar la ansiedad
que me produce la belleza.
Pero ellos
apenas se dan cuenta de que existo.
Son dueños de la insolencia y crueldad
que hace hermosos a los ángeles.
Poseen la perfección y el brillo
que yo,
como la piedra luminosa
que el tiempo pule y gasta,
ya estoy perdiendo.
DESCAMPADOS 2
Edificios al fondo, panalitos humanos y chorros
de amarga miel bajan las escaleras. La música retumba
allá a lo lejos, pero yo la escucho: oído de murciélago
he de tener para entrar en los descampados y el alma
más desierta, más seca y estéril que ellos mismos.
Descampados del alma, fruto inevitable de la lejanía...
El recuerdo de la lluvia me detiene a mitad de un trillo. Oigo la hierba,
su canción creciendo al revés en mi interior. Tu cuerpo,
jugosa brizna que arrancaba música del mío, ahora
duerme lejos. Abandono total, ausencia del amor y la ciudad
creciendo, arrinconándonos en estos claros mataderos,
mecánica y moderna, con paredes de cera, panalitos humanos,
chorros de amarga miel, historias tabicadas
que se filtran de una celda fría o otra fría celda.
Y alambres encendidos corriendo por los techos,
desprendiendo un calor que no me alivia.
Helado estoy. Contaminado por el paso de los coches
y el lujo de una falsa libertad que termina
en los escaparates de los luminosos almacenes.
Necesito una lluvia tropical que me anegue, y luego
todo el verdor y el brillo de las cosas sencillas
que no arrastran sus chorros hacia las cloacas.
Ahora me estremezco. La música retumba y los hombres
se buscan en las dunas, bajo la paja seca. Yo afino mi oído
de murciélago:
uno chorrea su baba de viejo lobo ibérico,
otro brama como un toro al hundirse la pica
entre sus bravas carnes, otro se sueña flor
aroma delicado Ives Saint Laurent sobre trozos de tubos
y placas de hormigón -. Abandono total
y la ciudad creciendo hacia los descampados.
Apunto de extinguirnos en el mínimo ruedo que nos dejan,
respirando el último oxígeno y el vicio
para sentirnos vivos. Helado estoy. Contaminado.
Aquí huelo a laurel y cerezas escarchadas.
Muy cerca un sexo se levanta victorioso, reclama mi atención,
escucho el latido que se siembra en su costado.
Estoy en mi zona más telúrica. Tiemblo y me agrieto.
Los músculos se sueltan y las abuelas
ignoran estos sitios mientras hierven
su corazón jubilado en los pucheros.
Me agrieto y tiemblo: me sacude un sismo de seis grados.
Edificios al fondo y hermosos cardos
que deshidratados se instalan en mis ojos.
¡Cuánto color descubro entre la paja seca y moribunda!
¡Parecen girasoles los cardos en invierno!
No hay más remedio que inventarse el placer.
Poner parches, costurones negros donde quisimos encontrar la felicidad.
Helado estoy. Contaminado. Y aún faltan
algunas tristezas por contar para que llegue el verano.
Descampados del alma: fruto inevitable de la lejanía.
Pasan hombres tocándose. Sexo rápido y árido
y yo entre ellos: abandono total, ausencia del amor y la ciudad
creciendo, arrinconándonos, mecánica y moderna,
en estos claros mataderos, que son los descampados.
del libro Las viles maniobras, (inédito)
IMPOSIBLES
Ahórcate un momento. ............................. Cuelga de uno de esos días
en que el país asfixia.
Cae y deja fluir la leche de tu carne
pasto para el gusano y el absurdo. ............................. Permanece.
....................... El sueño no basta. ...................... La escritura no libera tu espíritu.
La culpa ha de ser la misma
y a esta hora las vacas pastan sigilosas
en sus jugosos cuartones turísticos
bien diseñados, de un verde que deslumbra
y seduce. ............................................ Para ti la fiebre.
La cabeza que se parte de tanto pensamiento atascado
y tanto animalito fosforescente e imposible
que entra por los ojos.
El mundo ante ti, ....................... virtual, ....................... ajeno, futurista;
pero aclimátate en la cueva
donde sueñas aquello que ya soñaron otros hombres.
No alces la mirada. ................................................. Sé humilde
hasta en el modo en que te tiendes a contemplar el cielo.
Envejece con resignación
ahorrando el oxígeno y los días
que se deslizan bajo tus pies:
“se están vendiendo parcelas en la luna…”
“Dolly tiene otra hermana…”
“El Euro ha unido a Europa…”
“Por la calle Alcalá un millón de homosexuales
demuestran que las aguas de un río
nunca son las mismas…”
Las palabras no alivian. .................................... Son la cáscara
atascada en los remolinos del fregadero.
Entramos al milenio y creo oír las mismas voces.
Pedaleo en mi bicicleta forever siempre forever
azul pastel
y el cielo oxidado sobre tus párpados,
el plátano que abunda
y el sinsonte sin argumentos sobre la madrugada:
maneras de asumir la resignación y el sexo
cada vez más escaso y necesario,
cada vez más caro un minuto de tierno placer.
Asómate. .......................... Sé el gato que imperturbable,
en la ventana,
ve pasar la vida.
....... Ahórcate un momento. .................. Cuelga de uno de esos días
en que el país asfixia.
del libro In Vitro, (inédito)
RAGAZZO
La palabra ragazzo, no tiene traducción:
lo aprendí bajo la luz intensa del verano de Roma,
aún fascinado por el mármol piadoso
de la fuente de Trevi; mientras recorría,
— invisible y absorto — Piazza Venezia.
Perdido en la conversación sin sentido
que sostienen los turistas; cansado
de admirar los estragos del tiempo
que hace polvo la carne y silencio la piedra,
me senté en un banco
a ver cómo la tarde descendía hacia el Trastevere.
Con ella, envuelta en sus pañales, iba mi alma,
y alguna ilusión vana como el país del que había llegado.
(Por entonces había comprendido que la isla
siempre habrá de dolernos como un cardo, que, pobre,
se enquista en nuestro pecho).
La palabra ragazzo, no tiene traducción:
no la busquéis en vano en los diccionarios,
no preguntéis por su significado ni en las plazas más nobles,
ni en las sórdidas tabernas donde el humo del tabaco
y el olor de la cerveza, se entrecruzan como un cisne invisible
que te empuja hacia la tentación.
Los sensuales muchachos de La Habana,
abiertamente tristes como sus playas,
nunca podrán ser nombrados con la palabra ragazzi.
Los alegres chicos de Andalucía, con labios
que se ofrecen cual carnosas olivas,
nunca van a reír con la dulce perversidad
de un ragazzo. Los modernos jóvenes de Nueva York,
con sus músculos perfectos como el acero que sostiene a su ciudad,
no pueden abrazar con esa pasión antigua,
mezcla de sangre
y lirio tostado por el sol mEditorialerráneo,
que arrastran los ragazzi.
El ragazzo se sentó a mi lado en el sencillo banco de Piazza Venezia,
y la ciudad de Roma, hasta entonces sólo esplendor de ruinas y de sueños,
fue otra de repente. Tuvo el misterio y el glamour
que yo había imaginado para ella.
Habló y apenas pude comprender,
al extender su mano, firme como los puentes que atravesamos,
que me invitaba a andar,
cuando junto a la tarde descendimos hasta el Trastevere.
Vimos pasar los botes y algún pájaro gris, cual fantasmas románticos.
Sentimos en nosotros el aroma culpable de los hombres
que antes se habían amado junto a las calmas aguas.
Nunca dejé su mano. Nunca dijo su nombre ni quise preguntarle.
Pudo llamarse Adriano, Fabrizzio, Giuseppe, o Giuliano:
nombres que siempre dejarían su música en el esmalte de mis dientes.
Su perfil me acompaña aún como las imágenes de esos jarrones
que he visto en los museos. Su boca me sigue recordando
la luna atada sobre el Trastévere. Su pelo descuidado,
su cuerpo perfecto y dispuesto
solo pueden caber en esa palabra intraducible: ragazzo.
Yo aprendí aquella tarde lo que ya Pasolini
había visto en los pepillos romanos,
lo que le hacía vivir, cada noche, al borde del abismo,
siempre dentro del puño pálido y seductor de la muerte.
[http://alascuba.blogspot.com/]
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