María Pilar Martínez Barca (Zaragoza, 17 de agosto de 1962). Escritora, poeta, doctora en Filología Hispánica. Escribe habitualmente en Heraldo de Aragón y en la revista Humanizar (Centro de Humanización de la Salud, Madrid).
Ha colaborado en diarios de la prensa aragonesa y nacional, revistas filológicas, culturales y de creación. Medalla a los Valores Humanos (Diputación General de Aragón, 1989). Miembro de la Asociación Aragonesa de Escritores.
Autora de Epifanía de la luz (Zaragoza, 1988); Historia de amor en Florencia (Madrid, Asociación Prometeo de Poesía, 1989); Flor de agua (Zaragoza, Institución &8220;Fernando el Católico&8221;, Diputación Provincial, 1994, Premio a la Creación Literaria, Ministerio de Cultura); Manuel Pinillos o la consagración a la poesía (Zaragoza, Institución &8220;Fernando el Católico&8221;, Diputación Provincial, 2000, tesis doctoral); Se está muy bien aquí. Diario de una amistad (Madrid, Huerga &38; Fierro, 2002).
Ha aparecido en diversas antologías y páginas web. Inéditos: Del verbo y la belleza; El ángel de la aurora; En luna llena; Habitaciones íntimas de almendro. Ama los viajes.
Libro editado en adamaRamada ediciones
El corazón en vilo
Colección: Poesía
104 páginas, 21×15 cm.
Precio: 13,00 €
ISBN 84-934651-1-9
Primera edición, diciembre 2005
104 páginas, 21×15 cm.
Precio: 13,00 €
ISBN 84-934651-1-9
Primera edición, diciembre 2005
de El corazón en vilo*
por Pilar Martínez Barca de el corazon en vilo
En 1993 visitaría Ávila junto a unos amigos. Uno de los locutorios de La Encarnación, donde la tradición cuenta que Teresa y Juan quedaron en éxtasis, me impresionó gratamente: un banco o escaño, de los de nuestros pueblos, una silla, un pequeño ventano enrejado, que daba a la clausura, y una luz especialmente cuidada, cálida y entrañable, que lo doraba todo. Un óleo representa la supuesta escena. Me vinieron los tres primeros versos de estas cartas. Nueve años después, en el mismo lugar, comencé la Obertura.
Obertura
La Encarnación, Ávila, 6 de julio de 2002.
Otrora en esta celda, en este sencillo
corredor silencioso,
te confesaste, Madre, aquella aurora
al clarear la luz.
Ni vuelo de palomas, ni visiones
venidas de ultrasueño.
Sólo unas rejas pobres, y una voz recia
y al tiempo delicada.
Te dolía de vida el corazón.
E irías devanando, uno a uno,
los silencios más fértiles, las pasiones
ardientes del espíritu y la tierra.
Revestida en sayales y ese débil
resplandor indeciso de más allá del alma,
te fuiste enterneciendo
tan cálida y menuda, casi niña
en las manos sin sombra del Amado.
Que son muchas las puentes y posadas,
y luengos los caminos, de Medina a Becedas,
y la tierra cansina, y los huesos deshechos
de tanto trasmontar palomas y altozanos.
Que si aquesta licencia, o esotra dote,
y aposenticos nuevos donde fundar los sueños
piedra tras piedra, y vida, y esperanza.
Y el hálito tan tibio de un vencejo, cuidando
no desvele el sosiego de alguna hermana enferma.
Por eso, a la mañana, cuando nadie trajina
por el secreto cuévano de tras de las murallas,
el silencio se aquieta, y se te hace remanso
tu dolor más oscuro.
Las aguas y los pájaros en un instante mínimo.
Y la mirada, en lluvia, se te va entredorando
de tanta vida en torno, y tanto centro
despojado, desnudo, y tan hermoso
como el susurro calmo de esta luz
que caldea mi aliento, aquí, a los pies del banco,
enfrente de esas rejas donde un día habitaste.
Confieso que he vivido y no he amado
hasta agostar la fuente.
A veces, el camino se hace angosto
y se nos caen las alas,
la flor entreverada de cerezo
y pasión por la vida. Y es más arduo
vadear cualquier puente, toda senda
que lleva a un corazón desvencijado.
Se encienden las hogueras más antiguas,
esas que prefiguran visiones de la noche
en el espejo roto de las almas.
He ido alimentando el desaliento,
el miedo, la ceguera,
hasta verme varada en esta orilla oscura.
Y he degustado el gozo hasta las lágrimas.
Han tocado ya a paz. En este cuarto mínimo
iluminado apenas por un soplo de luz,
las dos, mano con mano, en remanso los ojos
más allá del escaño o de la silla.
Y en el centro traslúcido de la morada última
la certeza indecible de sabernos amadas.
I
Ávila, junio 1568
Al Padre fray Juan de la Cruz, Medina
Comienzo a escribiros con un ímpetu
extraño que me eleva a sabrosa oración.
Permitid os confíe tan secretos deleites
mujer tan iletrada.
Dende que os vi en Medina
hablome ya el Señor del hermoso designio
que para vos guardare.
Os conceda su gracia y su blandura.
Como os iba diciendo, alegrome en tal modo
el conventico aquel que Rey tan principal
dispuesto ha en Duruelo
que en estos días ando como boba
con tan grande contento.
Salimos de mañana con un muy recio sol,
y hubimos de sufrir harto trabajo:
erramos el camino, y en tierras tan desnudas
naide salía al paso de aquellas pobres monjas;
hasta que un buen labriego, bendito el Creador,
ofreciome a beber del agua de su jarra.
Era ya el despuntar de la primera estrella.
Marchamos a dormir y al clarear la aurora
fuímonos a la casa: tenía el lugarcillo
un portal para iglesia, desván para los coros
más una cocinilla y una espaciosa cámara
donde poner las celdas.
Con alguna limpieza será Su Majestad
servido de estrenar nueva morada.
Es tanta la alegría que ya ni se me acuerdan
los pesares pasados.
Mostrose bien conforme fray Antonio,
y dice no ha de haber muy grande impedimento
por ganar las licencias.
En breve os esperamos, buen fray Juan,
por tratar de unos cuantos pormenores:
el sayal blanco y pardo, las calzas de estameña,
la penitencia suave, los recreos gozosos,
los enfermos cuidados con regalo y deleite,
constante la oración, sentida la alegría.
Y ya que terminasteis los estudios
podríais veniros hasta Valladolid;
allí conversaremos holgado del asunto
y habréis de conocer cuán dichosas moramos
henchidos los espíritus en hondo amor de Dios.
Y sabed, mi buen padre, cuán profunda terneza
despertáis en el alma de aquesta sierva humilde.
Os bendiga por siempre nuestro Amado.
Siete días cumplidos desde la Trinidad,
Ávila, a mil quinientos
sesenta y ocho estíos.
Teresa de Jesús.
I I
A la Madre Teresa de Jesús
(Duruelo, 28 de febrero de 1569)
Jesús sea en su alma, amada madre.
Cubriéronse los valles por las nieves
copiosas del invierno. ¡Si alcanzarais
a contemplar lo hermoso de estos campos!
Cual si Su Majestad posado hubiera
su delicada mano en la montiña,
en cada riachuelo, en los sembrados,
la tierra resplandece, en amor llena.
Ansí, cada mañana, tras la oración de prima,
toda vez que salimos al contorno
a predicar las obras del Amado,
recíbennos tan lindas criaturas
que el alma se suspende, entre perdida y tierna.
Y allá, tras los eriales y cultivos,
una aldea sencilla se levanta,
con sus gentes devotas, tan amantes
de rogar por la lluvia y las cosechas.
Aquestas nos ofrecen sus moradas,
o el fruto de su huerto y su ganado,
y pídennos perdón para sus culpas
por beber desta fonte de do mana
la gracia y la hermosura.
Conmuéveme tan honda sencillez.
Plega a Su Majestad conserve por los siglos
espíritus tan santos y ardorosos.
Y a vos, mi madre amada, acreciente el amor,
que nunca he de olvidar en tanto viva
cuán presto me sacara de la noche,
donde a escuras yacía, hacia otra luz.
Rogando o alabando a nuestro Dios
por tantas sus mercedes infinitas,
el alma se me eleva a otro espacio
ausente a nuestras mentes pecadoras;
allá do brota el agua cristalina
de cuatro hermosos ríos, y aquel soto
prendado de verduras y azucenas.
Allí la entraña misma se deshace
en aura de amor viva, en fuego puro,
en música callada y armoniosa.
Allí el Amado espera, enternecido.
Quisiera proseguir, mas temo ya lo holgado
de la carta, y apremian algunos menesteres.
Concédale el Señor su Espíritu fecundo.
En Duruelo y febrero, a veintiocho noches,
mil quinientas sesenta y nueve hermosas nevadas.
Aqueste vuestro siervo, yo,
Fray Juan de la Cruz
*Ilustraciones de Pedro Martínez-Avial.
Libro editado en adamaRamada ediciones
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