Carlos Framb
Carlos Framb. Es un poeta y ensayista de Colombia nacido en Sonsón en 1964. Su obra poética indaga los misterios del cosmos, la ciencia, la vida, el amor y la muerte. Sus ensayos reflexionan en torno a la permanencia del arte en la historia del hombre. Se le ha reconocido por la exquisitez de su expresión, la profundidad de sus imágenes y por la minuciosidad y belleza de sus descripciones. Ha sido librero y educador, así como coordinador de talleres literarios.
Recientemente (2007 y 2008) su nombre saltó a las páginas de los medios masivos a causa de su decisión para ayudar a morir a su anciana madre, enferma terminal, de lo cual fue absuelto por las autoridades tras un sonado proceso que, por primera vez en Colombia, instauró la posibilidad de la despenalización de la muerte asistida en casos similares. Relata estos hechos y su proceso con prosa poética en su novela Del otro lado del jardín.
Obras
Antinoo (Poemas, 1994)
Un día en el paraíso (Poemas en prosa, 1997, 2002)
Del otro lado del jardín (Novela, 2009)
Una noche en la vía láctea (Recopilación de poemas, 2010)
Sus ensayos y poemas han sido recogidos en diversas antologías y publicaciones dentro y fuera del país, como Poetas en Antioquia y Agua de Colombia.
EL BESO
¡Y saber
que partiendo de la nada he debido
hacerme
grito de conciencia y carne
precipitarme
en este y no otro cuadrante de los tiempos
gravitar
este preciso tramo del espacio
abatir
todas las leyes de la probabilidad
para alcanzar
la húmeda orilla de tu boca
y ser
tu propio aliento en este beso!
TRES HAIKÚ
¡Un mentiroso!
Feliz que ha visto a un tiempo
el día y la noche.
Llega esta brisa
de sembradíos de piña...
Ahhh...
En el Ganges
la luna milenaria
Sueña abluciones
GRECIA
Cada hombre que nos mira es Sócrates,
condenado a ver bajo el tejido de la piel
el rojo sangre de las almas.
Cada ser que amamos es Cármides,
nombre de ese joven forastero que al llegar
ya empieza a abandonarnos.
Cada sitio que pisamos es Grecia,
porque la Grecia de Cármides y Sócrates
solo existe al oriente del corazón.
Víspera
Quién será el que conmemore el big bang creador, del cual es hoy mi voz lejano eco; quién, la contráctil gravedad que llevara al hidrógeno a danzar sobre sí, hacerse luz, y condensarse bellamente en orbes. Quién habrá de celebrar cada encuentro afortunado de molécula en los mares germinales de la temprana Tierra, y a qué hora del día que ya empieza evocaremos el instante en que la arcilla primordial tornó a ser carne, íntimo
fuego, y el mundo una policromía en el tenue cristal de un par de ojos.
Quién, sino el adán que en mí recién despierta, habrá de proclamar las buenas nuevas que hay para todos en este amanecer: también hoy la mañana prevalece, y rueda aún la Tierra, exuberante azul, con la temperatura precisa para la piel desnuda. Redobla todavía en nuestro pecho la ola de la sangre, guarda la rosa fragancia bastante para la embriaguez, destila en cada fuente el agua que abrevará la sed de las gargantas. Y qué más quisiera el agua que hubiera hacia ella una sed grande...
Aún hoy la vida vivirá. Y seguirá en los seres abriéndose caminos a la luz.
Epifanía
Levitan en el aire del planeta esta mañana moléculas de flor, murmurios de ave y polvillo vestigial de mariposa; partículas fugaces de rosada claridad atraviesan mis pupilas, impregnadas todavía de abismal tiniebla, y, por vez primera hoy en el decurso de los días, he llorado de saberme el increíble habitante de una estrella, de saber que bogo aún en su atmósfera gloriosa, y que habré de residir un nuevo día en su esplendor. He llorado
al descubrir que sigo siendo el ápice del tiempo y su conciencia, que en mi cuerpo desembocan y se yerguen todos los seres que alguna vez han existido. Hoy, he llorado la perseverancia del aliento, y esta piel donde perdura y sigue viva la célula primera que, hace miles de millones de mañanas, empezó a esculpir un hombre partiendo del primario lodo. He llorado al hombre, frágil cosa, y a la vez mirada y voz del Universo.
He llorado el corazón del hombre, capaz de tanta dicha. He llorado la extraña dicha de estas lágrimas.
Hermano del noble silencio
Bendita sea la simiente inmemorial que engendrara el primer árbol: dónde gravitaría el ave sin su selva rumorosa; dónde reposaría el caminante sin su umbrátil llamarada; dónde —sin su levitación acogedora— habría yo morado en las antiguas intemperies y en los fríos, en los días pavorosos de mi noche
Todo en mi fisonomía conmemora un ayer entre sus brazos: en sus flores aprendieron mis ojos de curioso lémur a advertir los relieves y matices; en la grata algarabía de sus aves maduraba la garganta de mi voz y de mi verbo; la textura de sus frutos decantó la garra en mano y caricia creadora; la osatura ascensional de su ramaje unos músculos que hoy propenden al abrazo. Es tantas cosas un árbol: sin la ofrenda y la premura de su savia no correría mi sangre; sin su alquimia de agua y luz en clorofila faltaría mi apremiante bocanada y mi alimento de ser vivo; sin su dócil y envolvente celulosa no sería la página en que hoy vengo a celebrarlo, noble hermano en cuya fronda alguna vez tuviera hogar y compañía de pájaros.
Omnis moriar
No soy el primer adán que sueña vanamente no morirse todo, y salvar algún instante de paraíso al censo irrevocable del olvido.
Pero la fuerza de la vida me ha enseñado que nada hay acumulado en letra que no sea ceniza de quemadas naves, que las huellas sólo quedan en las plantas del viandante, que he de pasar llevándome la esencia: el fulgor del sol, mil veces milenario y sin embargo cada día nuevo, los momentos aquellos en que me fue dado aquilatar el regalo y misterio de existir, la leve hora en el cálido contacto de otra piel, la conciencia de ser una forma irrepetible: dócil barro en la mano del tiempo, el vertimiento vivo del agua en la garganta de mi sed o en la almohada de mi llanto...
Moriré del todo, como este solitario instante, que ya no es.
el otro lado del jardín, de Carlos Framb
En octubre de 2007 el poeta antioqueño Carlos Framb vertió en un yogur una cantidad letal somníferos y morfina y se lo dio a beber a su madre, Luzmila Alzate. Luego oyó música, caminó por el barrio, escribió un par de cartas, tomó algo de vodka y lo pasó con el mismo mejunje que horas antes se había tomado su mamá. Para estar seguro de tener nada más que tiquete de ida se puso una bolsa en la cabeza, pero no alcanzó a ajustársela: se quedó dormido. Tres días después se despertó en el hospital, sin madre y con cargos por homicidio agravado. No llegó al infierno, pero estuvo en la antesala durante los siguientes meses: cárcel, entresijos legales, el repudio de algunos de sus amigos y conocidos –claro que, al tiempo, vinieron las muestras más tiernas de afecto y apoyo por parte de amigos, alumnos y familiares– y la falta de vivienda.
La historia llegó a los periódicos y dio de qué hablar durante un tiempo. Por supuesto, trajo a la mesa de algunos círculos el tema de la muerte asistida, de las decisiones trascendentales. En este libro Carlos Framb cuenta la historia desde su punto de vista privilegiado, a manera de homenaje póstumo a su madre, el ser que más amó en sus cuarenta y pico años de vida. En un párrafo económico y bonito la dibuja, y con ella la vida de una señora de edad de clase media en Medellín: “A lo largo de casi dos décadas la vida de mamá siguió sin mayores altibajos. Un día era la réplica del anterior y del siguiente: los oficios de la casa, las conversaciones con las vecinas, las hermanas y las sobrinas, la insulina para mi padre, las rutinarias citas médicas, la misa dominical, alguna discusión doméstica, las salidas al centro, algún cambio de domicilio, la muerte de algún pariente lejano” (p. 39). En esa rutina tan consolidada se instala el comienzo del fin: en menos de diez años mueren dos hermanas queridas y un hermano, se cae y se parte el fémur, el esposo de media vida se enferma y muere. Doña Luzmila, esa señora serena y típica, se desmorona: queda impedida por la caída, a la que se suma una ceguera progresiva y, con ella, la depresión.
El hijo toma entonces a su cargo a la madre, y entre él y la señora se va construyendo un tejido sólido de amor y compañía, que es el que nos dibuja Framb en este libro. Algo de las conversaciones y el día a día nos deja ver en el testimonio el autor de estas páginas, aunque no mucho. Sobre todo, nos relata cuando conversan sobre esa decisión que van tomando, cual es que la señora abandonará esa vida de dolores y padecimientos ayudada por su hijo: “Teníamos que salvar el hiato que mediaba entre sus creencias religiosas y mi postura escéptica, entre su concepción del suicidio como un pecado y la mía que lo entiende como un ejercicio de dignidad, libertad y honor. El nudo por desatar era Dios” (pp. 45-46).
Además de las conversaciones, la descripción de la vida cotidiana de dos personas serenas y de la casi transcripción de lo que iba pasando por la mente y el corazón del autor, cada capítulo incluye una digresión, una historia alterna: el primero la historia de Sonsón, el pueblo en que nacieron madre e hijo; el segundo un recuento de la muerte por propia mano de grandes personajes de la historia; el tercero un reporte detallado de la muerte también voluntaria de escritores y sus parejas: Herbert von Kleist y su amiga Henriette Vogel, Stefan Zweig y su segunda esposa, Charlotte Altman, y la de André Gorz y su mujer. De las citas que recupera Framb la más bella es la que toma de Gorz, en su libro Carta a D. Historia de un amor: “Vas a cumplir ochenta y dos años. Te has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos, y aún continúas hermosa, grácil y apetecible. Ya hace cincuenta y nueve años que vivimos juntos y te amo más que nunca. Llevo de nuevo en el pecho un vacío devorador que sólo calma el calor de tu cuerpo contra el mío. A veces, en la noche, veo la silueta de un hombre que, por un sendero vacío y en un paisaje desierto, va caminando tras un féretro. Yo soy ese hombre. Eres tú a quien el féretro transporta. Y no quiero asistir a tu cremación; no quiero recibir tus cenizas en una urna” (pp. 92-93). Esas citas, esas digresiones, esas historias alternas se agradecen, pues aunque es a ratos bella la narración de Framb de la vida con su madre y las expresiones de amor por ella, a veces comienzan a empalagarnos, y necesitamos salirnos a dar una vuelta por el jardín, pensar en otros asuntos.
Es que el libro peca por exceso de devoción. Uno quisiera más imágenes y menos declaraciones de amor. Uno quisiera algo más de equilibrio: por ejemplo, el autor transcribe con lujo de detalles la ponencia de la defensa durante su proceso penal, pero no hace lo mismo con la de la fiscalía. Y no sólo en este caso: falta equilibrio entre las generalidades y las situaciones específicas: uno quisiera más de las segundas y menos de las primeras. Si es un libro testimonial debe ser más abierto, más franco. Creo que le faltó al autor un tiempo para madurar su duelo, para decantar su visión de los acontecimientos: en el afán de rendirle un homenaje a su madre se perdió la oportunidad de componer un testimonio más vívido. Aunque vale la pena leerlo por la prosa diáfana de Framb, por la recuperación de su proceso legal, pero sobre todo, por las cuatro o cinco páginas donde cuenta la noche en que ayudó a morir a su madre e intentó él morir con ella: son impresionantes.
Carlos Framb, Del otro lado del jardín, Bogotá, Planeta, 2009, 186 páginas.
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