viernes, 26 de septiembre de 2014

JAVIER MARDEL [13.462]


Javier Mardel 

(México, 1978)
Poeta y ensayista mexicano. Dirige talleres de literatura e imparte cursos especializados de escritura para niños y jóvenes. En México ha ofrecido lecturas y conferencias sobre estudios literarios en numerosas instituciones educativas y culturales como la Universidad Nacional Autónoma de México y el Palacio de Bellas Artes. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (2006 y 2007) y del Programa Jóvenes Creadores del FONCA (2010). En 2008 fue mencionado por la revista Día Siete como uno de los escritores mexicanos menores de 31 años a seguir en el artículo 100 de 31 (o menos). Como autor ha colaborado en revistas impresas y electrónicas como Casa del Tiempo, Este País, Algarabía, Replicante, Letralia, Punto en Línea, entre otras. Su trabajo ha sido incluido en las antologías Biblioteca del Soneto, Está en Chino y Muestra de Literatura Joven de México. Entre sus obras se destacan Los fantasmas, Un poema sobre la Tierra, Habitación 102 y Lo que no sabe Pupeta, libro por el que recibió el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños.





Cuatro años

A sus cuatro años mi hermano se fue de la casa. Nunca dio explicaciones. No amenazó con nada. Simplemente tomó su mochila, puso en ella dos o tres cosas, apenas las necesarias, y se fue. 

Llegó a la esquina de la cuadra. Se quedó parado un momento, tal vez pensando dónde terminaba el mundo. Luego regresó y se puso a ver la tele.

Siempre lo admiré por eso. Así no haya llegado ni a cruzar la calle, tuvo el valor de irse, la voluntad de renunciar a todo para probarse, a los cuatro años, de qué estaba hecho.





Habitación 102

A nadie pertenezco, y a todos;
antes de entrar, ya estabas aquí;
quedarás aquí, cuando salgas.
Denis Diderot



NO MAÑANA NI EL MIÉRCOLES,
pero uno de estos días dejarás la habitación
y cerrarás por fuera procurando no hacer ruido.

Antes comprobarás la lentitud de las paredes
y la caída tibia, irresponsable, de la ducha.

Aprenderás a corregir rincones,
cabeceras de arena,
cuadros que te acosen
tras la atención inerte de otros cuadros.

Afuera —te dirás— prosigue el mundo,
mas sólo esperarás que llegue la hora
de regresar a tus leones y almenajes.

Olvidarás —no te preocupes— cada noche,
cada gajo de noche, cada fibra.
Las manos te serán devueltas
justo cuando sus huellas se diluyan
en la puntual textura de la celda.

Ya habrás visto tu rostro en el espejo,
ya sabrás cuánto mide el guardarropa,
ya el aroma de tu cuerpo habrá llegado
hasta las cuatro orillas de las sábanas.

Y uno de estos días,
no mañana
ni el miércoles,
dejarás para siempre la habitación
y cerrarás por fuera procurando no hacer ruido.

Entregarás la llave en la recepción
y pedirás que no interrumpan,
que te dejen dormir tranquilamente.






SOBRE LA CÓMODA, UN TELÉFONO ANTICUADO,
plúmbeo, arquetípico,
gasta las horas y los días en silencio.

En torno al disco de marcado,
los números se alinean hacia el cero:
una continuidad estática
cuya perturbación alguna vez produjo una llamada.

Cada dígito es ahora, sin embargo, inútil:
de sus combinaciones infinitas,
ninguna habrá que me conceda a la distancia
la voz semidormida de alguien conocido.

Descuelgo el auricular
y no es posible oír sino la sílaba inmutable
de un silencio que nunca fue tocado por palabra alguna.

Marco el cero, la cifra de la nada:
sólo un loco, humillante, tono de “ocupado”.

Afuera —digo al fin— prosigue el mundo.
Pero no hay nadie, más allá de estas paredes,
a quien pueda informarle de una fuga de agua,
un foco fundido, un martes incompleto.

¿Cómo pedir ayuda si resbalo en la bañera,
si la puerta ya no abre,
si la paredes cambian de tamaño?

¿Cómo pedir auxilio si uno de estos días
(no ayer, por supuesto)
suena el teléfono mientras me estoy bañando
y luego de timbrar tres, cuatro veces,
se oye el auricular
volver a su apropiado sitio en el teléfono?






SI GIRO LA PERILLA DE LA PUERTA,
si acomodo la almohada,
si busco el interruptor de la luz,
siento que otro lo sabe y lo consiente.

(Al encender la tele sigue trasmitiéndose el canal que miraba el último que la apagó. En el armario están los ganchos que otro dejó a lo largo de la barra. El fondo del lavabo guarda el agua jabonosa de otras manos.)

Celda cuyas paredes son mis ojos,
cuya oscura amplitud está moldeada por mis rasgos,
la habitación también es una máscara,
un rostro al que mi rostro se acostumbra sin saberlo.
Mire hacia donde mire, voy convirtiéndome en el otro
mientras el otro se habitúa a mis horarios,
a mi respiración,
a mi ropa.

(El otro sigue, simultáneo, tratando de fingir su soledad en el espejo, ensayando sombras anormales, apuntando la lámpara de al lado hacia lugares imprevistos para que cambie la noche, para que no sea siempre la misma, para no quedarse.)

No importa en dónde me sitúe:
cada rincón es ocupado por el otro:
sé la medida de mis pasos por los pasos que da el otro:
mis pequeños trayectos son el eco de los suyos:
voy hacia donde él va:
hacia la disolución:
hacia el olvido.

Algo se adivina puerta afuera:
el número de las demás habitaciones es el mismo.

Ya es tarde.

Me acuesto en la cama
donde el otro se acostó
después de otro,
después de otro…






UNO DE ESTOS DÍAS DEJARÉ LA HABITACIÓN.
He pensado que mañana,
acaso el sábado,
pero definitivamente no dejaré la semana
en las furiosas manos de esta multitud.

Al principio creí que sólo había uno:
veía su aliento empañando el espejo del baño,
su sombra oculta tras mi sombra en las paredes.

Luego supuse que eran dos
(un par de amigos, dos amantes)
con quienes compartía los jabones y el hastío,
la ilegible humedad de algún rincón,
las medias horas que excedían el alquiler.

Ahora distingo a la muchedumbre,
los incontables cuchicheos enredándose en el aire,
declaraciones dulces confundiéndose con rezos,
largos lamentos carcomidos por blasfemias,
confesiones impúdicas, chantajes,
carcajadas.

Puedo escucharlos;
pongo una almohada sobre mi cabeza
o subo el volumen de la televisión para intentar no hacerlo.
Pero incluso cantando,
gritando que se callen,
maldiciéndolos,
no dejo de escuchar la suma detestable de sus voces,
la afilada llovizna de sus voces arañándome la nuca.

Sé que a mi lado, cuando me acuesto,
alguien solloza desde todas sus miserias
agonizando limpiamente con rencor callado.
Mientras ellos, los que se aman,
y los que fingen amarse y sin querer se aman,
gimen y giran, se vulneran,
se deshacen
como si no lograran deshacerse de sí mismos.

Apenas puedo dormir.
No sé en qué lado de la cama estorbo menos.

En el fondo del baño hay un suicida.
Junto a la puerta, un joven cuya boca ya no es suya
escribe una carta con los besos que otro joven le ha dejado.
Una anciana acomoda las cortinas. Un niño llora.
Cerca de ellos, lavándose las marcas del estupro,
una muchacha se derrama de sus ojos.
Otro acaba de llegar: lanza un bostezo
y cambia de canal tras encender la tele.

Yo estoy aquí,
sentado en una orilla de la cama,
pensando que uno de estos días dejaré la habitación,
yo
y todas estas gentes incluidas,
a más tardar el sábado.






MAÑANA DEJARÉ ESTA HABITACIÓN.
Lo tengo todo planeado:
me levantaré de la cama,
me daré un baño breve, arreglaré la maleta,
y antes de que despiertes
te arrancaré la memoria,
tu nombre,
tu plan de salir…

Tomaré de la cómoda la llave
y cerraré por fuera
procurando no hacer ruido





Un árbol (con camino incluido)

Nunca supe su nombre, es decir,
a qué especie botánica pertenecía.

Extendía sus ramas a una orilla del camino,
leyendo con su sombra las distintas sombras de la gente que pasaba;
quizás, imaginando a dónde irían,
a dónde más allá del polvo levantado por los pasos,
calculaba un camino más extenso que la brisa,
más que el vuelo de las aves que hospedaba.

No era tan largo: apenas conseguía arañar la ribera del río. Dicen los viejos que hace algunos años, en época de lluvias, el río se desbordaba y cubría los campos aledaños; el camino incluido. Entonces se hizo un bordo para evitar estragos a las pocas viviendas de la zona, las tierras de cultivo y, por supuesto, el largo, pero no tan largo, camino.

No era un árbol común;
quizás lo fuera en otras tierras, otros climas.
No obstante, parecía estar bien en donde estaba:
no muy cerca de las milpas, no muy lejos del río…

Tampoco era hermoso,
al menos no como ésos que uno aprende a dibujar de niño.
Su extraña asimetría dividía desde lejos el paisaje
como un quejido oscuro en la tersura del silencio.

Eso lo hacía un referente para todos.
Eso lo hacía el centro, la raíz de cuanto lo rodeaba.

Los demás árboles eran todos uno mismo a todas horas. Un mismo árbol, de fronda decorosa, solemnemente enarbolada, repetido en diferentes sitios como postes de luz, como antenas en una plataforma de despegue. Alguna vez me pregunté cuántas ramas tendría un árbol de ésos. Concluí que todos se ramificaban el mismo número de veces, que al interior de todos se apretaba el mismo número de vetas.

Curtido por el sol y por el tiempo,
agrietado en la base de su tronco,
su ramaje se iba y regresaba
como si aquello que soñaban sus raíces
se volviera visible en cada una de sus hojas,
en sus tantísimos y tan macizos nudos.

Siendo yo un trepador profesional de árboles,
aventurero escalador, delfín rampante,
al ver éste así, tan intrincado,
tan orgullosamente árbol,
decidí –no sé por qué–
no poner una mano en él siquiera.

Esa tarde llovió. No fue una tormenta aparatosa. Sin embargo, en cierto momento, estando yo en mi recámara, la ventana toda se iluminó de pronto con un resplandor que me hizo caer de espaldas en mi cama. El trueno fue casi simultáneo. Calculé que el rayo no habría caído lejos. El río, pensé.

Al día siguiente regresé al árbol.
Sólo quedaba una deformidad bicéfala
carbonizada de tajo y sin aviso.

No fue su aislamiento a medio camino,
lejos del resto de los árboles, de las casas.
No fue su corpulencia;
no su elevación.

Fue su extraña asimetría dividiendo desde lejos el paisaje.

Eso lo hacía un referente para todos.
Eso lo hacía el centro, la raíz de cuanto lo rodeaba.

El cielo incluido.




El león

I

(2004 d. de C.)

La historia está repleta de su nombre,
indisoluble símbolo que encierra
la noción de un cuadrúpedo que aterra
en cuanto más la realidad asombre.

Regio sobre el metal de su renombre,
intemporal como la fe y la guerra,
su mito ha recorrido de la tierra
lo que ha tocado y trastocado el hombre.

Sarcófagos, escudos, monumentos
de mármol y de bronce, polvorientos
grabados, templos, astros, un vedado

sueño, la magia y la literatura
dilatan y prodigan su figura.
Los siglos son su auténtico reinado.





II

(24 a. de C.)

El ámbar de los ojos, la serena
pisada, el resoplido poderoso
de las fauces, las zarpas en reposo,
la salvaje y enfática melena...

Diez pasos le permite la cadena
fijada al pie. La oscuridad del foso
es perfecta, fatal. Arriba, el coso
reclama que comience la faena.

Un hombre armado con escudo y lanza
será el ejecutor de la matanza.
Se abre el postigo. El animal asoma.

En sus ojos no hay cólera ni pena.
Hay una imagen: la precisa arena
y en las gradas el público de Roma.





III

(2004 a. de C.)

La zancada es magnífica, certera.
La pendiente del monte no es un serio
obstáculo. Su instinto, su criterio,
lo empuja a remontar por la ladera.

Detrás de sí, cortando la pradera,
viene un hombre. Esta vez es un sumerio.
Luego serán los persas, el imperio
egipcio, China, Grecia, Roma entera...

Tres continentes tras sus huellas. Vanas
serán sus evasiones. En lejanas
regiones correrá la misma suerte.

Morirá muchas veces. La sentencia
abarca el porvenir: su descendencia.
La historia está repleta de su muerte.






No hay comentarios:

Publicar un comentario