MARTIN SHWIFF
(Buenos Aires, Argentina 1988). Reside desde niño en Castelldefels (Barcelona). Actualmente realiza estudios universitarios de Historia en la UB. Forma parte del grupo Alga desde el 2011. Ha publicado poemas en la revista Alga y en Tardes del Laberinto
[Revista Alga. Selección a cargo de: Goya Gutiérrez]
Debería gritarlo en tinta en clave de vino
con cuerpo
y tirando hacia el rojo bemol.
Sería bonito
ver nacer césped en mi boca,
pisarlo con los pies desatados de desnudez.
Estaría bien
hablar fuera de la tripa oscura,
los barrotes y trincheras hondas de soledad.
Me encantaría
rozar la página con dedos delicados y tiernos,
acariciar la suave piel de las palabras marchitas.
Pero no puedo,
tengo que golpear distinto:
atado a esta camisa gris,
con mano sin prisa,
de un color sutil, quizá con un jaspeado leve,
con el sabor más bien espinoso y terciopelado
de las rosas negras que crecen en el cementerio.
Después de tanto tiempo sigo siendo rehén.
Rehén:
del vaso con el que chocaron tus labios,
del carmín que amaba al cristal entre risa y cintura,
de la llave que abría nuestra tumba,
y del cigarrillo después de las sábanas.
Una prisión que aún acecha a la carne que se insinúa,
que me parasita la mirada, que preda mi voluntad.
Mi único delito es
seguir alargando el velatorio de este recuerdo;
te lo prometo: mañana, sin falta, es el entierro.
Vislumbré cuerpos de disparos triturados,
un valiente pecho devorador de plomo
y fusiles que esparcen memoria en el suelo.
Hoy evoco las cunetas hondas de la historia,
la fosa escondida de los muertos vencidos.
Presiento cicatrices que deprimen al suelo,
los bombardeos secos y desiertos de calles,
los campos fecundos de semillas explosivas.
Se escuchan las ratas que arañan el hambre,
se ven los cuervos y los buitres sobrevolando
sobre el humo de sangre que se desvanece
y los dinosaurios ahí, tranquilos, sin condena.
Pretendo hacerlo con nocturnidad y alevosía,
romper su vitrina disimuladamente y robarle
las almas que han pasado tiempo atrapadas
en sus telarañas de espejos de cristal blindado.
La idea es reventar la luna con un golpe seco,
recoger sus pedazos con una colisión calculada,
una detonación que dejaría sumisa a la noche
y un suelo lleno de tristes estrellas derribadas.
Con la luz diezmada se consumaría el delito,
habré conseguido la penumbra y el sueño.
Es difícil traducir la lengua de los rayos
para los que no son jinetes de la lluvia,
para los que no están acostumbrados
a la hostilidad de un cielo salvaje y feroz
o para los que no son amantes de gotas,
adictos empedernidos al ritual nostálgico
de inyectarse charcos de venas en sangre.
Para empezar a entenderlos lo primero
será empaparse hasta vestirse de nube,
hasta que la camisa se sature de cielo
y los bolsillos de monedas de granizo.
Andar hasta arrugar al cielo de puro seco
privarlo de sus amadas amigas, las nubes,
hasta dejarlo solo, viejo, rutinario y gris.
Siento que le debo algo a esta hoja,
aún no puedo irme a la cama, no así,
no sin pagar tributo a esta mi amada.
Siempre se esconde en mi contradicción
y aunque la noche pase,
aunque escape
y luego venga a mí,
aunque la sienta
rara, honda, casi en la acera de lo triste.
Aunque brille con una sonrisa
y la vea arrogante,
con aire de desafío burlón
y mientras contemple
mi frustración de escritor nocturno,
de manos en arruga viva,
de ojos fugitivos, a contra párpado.
Porque la noche tiene frío
de puro roto y abandono,
porque en ella soy
horas llenas de tinta,
horas llenas de nada.
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