José Joaquín Burgos
(Guanare, VENEZUELA 1933). Es novelista, poeta, ensayista, periodista. Ha publicado los libros: Por aquí se escuchan las pisadas del tiempo (Discursos, 1976). Ronda de Luz (poesía, 1956), Los Días Iniciales (poesía, 1963), Guanare Siempre (poesía, 1974), Guanare Piedraluz (poesía, 1993), Unicornio (poesía, 1991), Piel de Sueño (poesía, 1996) Coromotanías (poesía, 1992), Torreparque (novela, 1988), El Pozo del Arcoiris (narraciones, 1995). Don Juan de los Poderes (novela, 2003), Ciudad novelada (2006); Las Murallas del reino (novela, 2007). Foto de José Antonio Rosales.
Decir sobre la sombra
Para Julio Rafael Silva Sánchez
La sombra es un rumor, casi un silencio.
Es el perfil del aire que se duerme.
Es la voz que te nombra y que te borra
Para que todo ignore tu existencia.
Y sin embargo tú por ella existes.
Desde ella te edificas o derrumbas.
Con ella te sumerges en el sueño,
Que es como regresar hasta la nada.
Con la sombra te elevas, como un árbol;
O eres la piel oscura de la noche
Tatuada por el sueño y las estrellas.
O simplemente oscuridad...
¿Qué eres, entonces?, me pregunto, hermano.
Y qué serás cuando tu sombra baje
Contigo, hasta la tierra que te cubra,
Y ya jamás regrese
Y se pierda contigo, para siempre?
Piensa. Mas no respondas. El silencio
es la voz más perfecta de la sombra...
José Joaquín Burgos o el aire iluminado
Por Julio Rafael Silva Sánchez
Primera estación / Conociendo a un irreverente maestro de la lengua
Especial para Gramscimanía
Conocimos a José Joaquín Burgos a mediados de la década del sesenta, al final de nuestra adolescencia, cuando, continuando nuestro periplo académico iniciado en Tinaquillo, dejamos con pesar la casa paterna, y, luego de disfrutar de las hermosas sabanas de Taguanes, con la acostumbrada parada en el Monumento dedicado a esta batalla, ocurrida el 31 de julio de 1813 (monumento preferido por mi padre al más conocido del Campo de Carabobo, por inexplicables razones que se perdían en los orígenes de la estirpe), llegamos a Valencia y recalamos en el liceo Pedro Gual, en donde continuaríamos cursando el bachillerato, orientados por insignes profesores como el poeta Burgos, Jesús Berbín López, Pedro José Mujica, José Joaquín Estrada, Stefan Pestyk, René Falcón, José Luis Zerpa, Luis Gómez Guillén, Mercedes Quero de Dezio, Américo Lomelli Verde, Daniel Táriba y tantos otros excelentes ductores que hacían de la docencia un modo de vida y una pasión existencial.
El profesor Burgos, con su facundia intelectual y su aplomada y proverbial sencillez, saltándose el programa oficial, seducía a sus alumnos con la lectura de autores ignorados (¿o, tal vez, censurados?) por el Ministerio de Educación, como Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Alfonsina Storni, Walt Whitman, Sylvia Plath, Ernesto Cardenal, Cintio Vitier, Guillermo Cabrera Infante, Adolfo Bioy Casares, Oliverio Girondo, Victoria Ocampo, Silvina Bulrich, Ida Gramcko, José Antonio Ramos Sucre, Enriqueta Arvelo Larriva, Alberto Arvelo Torrealba, Cruz Salmerón Acosta, Miguel Ramón Utrera, Alí Lameda, Adriano González León, José Pepe Barroeta, Víctor el chino Valera Mora, José Vicente Abreu, Ramón Palomares… cuyas obras eran literalmente devoradas por nuestra inquieta cofradía de expectantes discípulos, aquella banda de ávidos adolescentes, en la cual destacaban, entre otros compañeros: Roger Capella, Claudio Romano, José Botello Wilson, Carlos Rojas Malpica, quienes compartíamos regocijados los textos de aquellos autores, al lado, por supuesto, de las obras de los clásicos: Homero, Horacio, Sófocles, Virgilio, Garcilaso de la Vega, Jorge Manrique, Miguel de Cervantes, Rubén Darío, Pablo Neruda, César Vallejo, Vicente Huidobro, Rómulo Gallegos, Miguel Otero Silva, Arturo Úslar Pietri … todos ellos profundamente amados por el poeta Burgos y siempre presentes en su muy abultada y generosa alforja de alquimista.
Algunas veces, al salir de clases (la última hora culminaba a las cinco en punto de la tarde y la tertulia continuaría en las calles), subíamos hasta el Rectorado de la Universidad de Carabobo, para el encuentro siempre enriquecedor con los poetas José Miguel Villarroel París, Eugenio Montejo, Reinaldo Pérez Só, Alejandro Oliveros, Teófilo Tortolero… o bajábamos por Camoruco Viejo para contemplar las arboledas, las viejas casonas y los deslumbrantes atardeceres valencianos, en ameno coloquio de camaradas. Una venteada noche de marzo, con el poeta Burgos a la vanguardia, entraríamos al Teatro Imperio (porque el cine y la música son las otras pasiones de José Joaquín) para disfrutar el film Tirez sur le pianiste, de François Truffaut, basada en la novela de David Goodis y con la amable actuación de Charles Aznavour. Al salir, las deliciosas sodas con granadina, compradas al ladito, en el bar de Pablo, refrescaban nuestras gargantas fatigadas y sedientas.
Al final de esa correría nocturna, al pie del monolito, en el centro de la Plaza Bolívar (con el fondo melodioso de aquel cuarteto de cuerdas – dos violines, viola y cello - que inventara Paul McCartney en Yesterday, deslizándose por las ventanas del restaurante Madrid), el poeta Burgos nos sorprendería con estos versos, cuyo tono de serenidad tejía a muestro alrededor sus visiones de sutil nostalgia y el esbozo de esa intimidad luminiscente que perennemente será su compañera:
…Escucho el piano de la lluvia,
o una guitarra,
o alguna simple flauta de bambú
y palabras que dicen
las mismas cosas
que se escuchaban hace cuatro siglos.
Segunda estación / El predominio del juego y los colores
Porque así ha sido siempre José Joaquín Burgos: modesto, sencillo pero profundo, aliado fraterno de todas las causas justas, infaliblemente dispuesto a alegrarnos la vida con la palabra acertada y el gesto solidario. Humilde en el recuerdo de paisajes lejanos, de ciudades distantes, de personajes que hirieron su infancia y cuya silueta gusta recrear con cierto aire luminoso:
¿Quiénes son mis hermanos
además de aquel árbol que todavía florece
en la desconocida heredad de mi casa?
¿Quiénes son los dueños del tiempo
de esta ciudad tan mía y tan extraña?
En sus páginas se empina el tono poético como un transitar espontáneo del lenguaje que se abre hacia la insinuación reflexiva, el dulce y desgarrado aliento erótico (el cual alcanza por momentos altas temperaturas), la transparencia de objetos, colores y sonidos.
Foto: José Miguel Villarroel París, Eugenio Montejo,
Reinaldo Pérez So, Alejandro Oliveros y Teófilo Tortolero
Subyace en sus textos una noble y ardorosa ternura a través de la cual el lenguaje es sometido a un persistente y agudo proceso de expresión vehemente, íntima, desbordada. Es una escritura que condensa un acelerado juego de palabras, vocablos inesperados, términos poco usuales, paralelismos fonéticos, asociaciones verbales ardorosas, las cuales revelan las sorprendentes tensiones interiores del poeta, su sensibilidad desenvuelta, sus ensueños, su mordacidad, sus aprensiones, su incertidumbre, su desesperanza y su angustia vital:
Circe falda larga negra
bellísima Circe
con una cuchilla abierta hasta la cadera
y largo escote trasero hasta donde la espalda pierde
su santísimo nombre
bastará liberar el minúsculo gafete
para que caiga el traje de la deidad
y quede el cuerpo su hermoso cuerpo expuesto
apenas cubierto el monte de venus
con un minúsculo botón clítoris de rosa …
En su obra denotamos esa prodigiosa mixtura de erotismo, poesía y ciudad, en ajustada síntesis dialéctica, expresada en textos que trasponen la rutina lingüística a través de giros de un excepcional poder expresivo: el lenguaje poético adquiere las cualidades del juego; las palabras son símbolos dúctiles en traslación con profusos espejos en donde se refleja la realidad subjetiva. Todo ello provisto de una tensión arrolladora por descubrir lo numinoso, por develar lo que ocurre del lado de allá, por extinguir definitivamente las brumas. Allí está también el tono irónico, la burla, la sátira, la expresión punzante como modos de descifrar el universo, indagaciones sobre la esencia del mundo, escapes, rupturas, en una actitud lúdica a través de la cual el autor accede a una dimensión privilegiada que multiplica las perspectivas, aumenta la sutileza intelectual y favorece la eflorescencia simbólica. Una escritura provocadora, turbulenta cuya función pareciera oscilar entre la sedición, la solicitación y el rechazo, siempre con un guiño cómplice hacia el imprevisto vértigo del vacío. La ciudad, entonces, en el presente y en el recuerdo, en los avatares de los primeros años, como regresando al punto de origen. En las tinieblas de los días se detiene el poeta, como demorando ese futuro riguroso que todo lo borra con su delgada limadura de soledad:
No sé cómo se llama la ciudad
ni siquiera
quién sembró la raíz de sus muros
ni quién engendró el primer hijo
que heredaría su memoria
Existe
piedra sobre piedra
y eso ya es suficiente
para sentirla
ardiendo
como una brasa entre las manos.
También la familia es una constante en su obra: Licelia, su eterna musa, sus hijos, sus nietos, aparecen envueltos en una poesía entrañable, cálida, evocadora y nostálgica, plena de densidad, de garra y poder, de briosa crispación, elementos que residen en el profundo albor de la palabra, que trepida y se eleva desde el fondo único de la aventura vital del hombre. Así, su discurso poético va incorporando, en una asombrosa reciprocidad de sentencia metafórica, un mundo extensivo y súbito, una marcha en la que el polvo desplazado por cada uno de sus corceles coincide con lo extenso de la nube que lo acoge como imagen:
Los nietos se beben la luz de la memoria
Ven arder los cirios en las velaciones
Se inclinan con reverencia ancestral
Ante los retratos
Disfrutan cuando un pariente lejano
O un amigo de los abuelos
Descubre en ellos un lunar
Un gesto
Una manera de reír o decir
Que seguramente es huella de estirpe
Los nietos no lo saben
Pero lo aceptan lo repiten
lo disfrutan...
En toda la extensa (e intensa) obra de José Joaquín Burgos - no solamente en su poesía, sino en su narrativa, sus ensayos, sus artículos de prensa, sus conferencias, sus editoriales, e, incluso, en su sabia conversación cotidiana, con la cual siempre nos ilustra y nos deslumbra -, en todos sus libros, el poeta mantiene un tono de sobria dignidad idiomática, un dominio sublime del lenguaje, una mesura siempre proveniente de la autenticidad interior. Así lo observamos en sus obras: Ronda de Luz (poesía, 1956), Los Días Iniciales (poesía, 1963), Guanare Siempre (poesía, 1974), Por aquí se escuchan las pisadas del tiempo (discursos, 1976), Guanare Piedraluz (poesía, 1993), Unicornio (poesía, 1991), Piel de Sueño (poesía, 1996) Coromotanías (poesía, 1992), Torreparque (novela, 1988), El Pozo del Arcoiris (narraciones, 1995), Don Juan de los Poderes (novela, 2003), La Ciudad Novelada (2006), Las Murallas del Reino (novela, 2007), Cansancios de orilla (poesía, 2012). Es necesario mencionar también sus columnas sabatinas (Indocencias) en el diario NOTI-TARDE y los editoriales de TIEMPO UNIVERSITARIO, vocero de la Universidad de Carabobo.
El poeta, en un alarde de estilo que dice mucho de su formación académica - o prusiana, como él acostumbra decir - (bajo la tutela de Mariano Picón Salas, Pedro Grases, Humberto Díaz Casanueva, Ángel Rosenblat, José Antonio Escalona Escalona, Luis Beltrán Guerrero, Guillermo Pérez Enciso, Manuel Montaner, Edoardo Crema, Mario Torrealba Lossi, Ignaio Burk… y otras luminarias en el viejo Pedagógico de Caracas), el poeta – insistimos - toma la imagen por el centro, le agarra las vértebras y la sacude hasta que expide toda su riqueza medular:
A veces uno se sumerge en las palabras
como en las aguas de un río mágico,
por el simple placer de andar buscando
hallazgos, piedras, peces transparentes,
flores,
gotas de luz que brillan
escondidas como luciérnagas,
alguna voz perdida en la memoria
que de pronto estalla en la voz
como una carcajada o como un llanto.
Foto: Plaza Bolívar de Valencia, 1955
Algunas veces, el poeta – en su luminosa poesía de presencias – envía mensajes líricos y registros augurales desde todos los predios que va descubriendo. Son dictados de alegría radiante, símbolos luminosos de sus encuentros con el mundo, signados por cierto dolor del recuerdo y la nostalgia, los cuales adquieren en el poema una nueva dimensión tierna e insondable. Otras veces, el tema de la soledad asalta al poeta y entonces nuestro aeda, en su madurez de hombre y de creador, agobiado por el peso del tiempo, regresa de sus ágiles cacerías con polvo del cansancio y escolta de sombras, porque la soledad habitada y compartida gravita sobre sus hombros y siente el punzante dolor del regreso:
Andas conmigo, soledad, a cuestas,
como ancla silenciosa
y sin embargo
a veces de pronto me abandonas
me pueblo de recuerdos que regresan
llaman
destrozan las ausencias
hacen oler fragancias
que dormían envueltas en las pieles del olvido
y llegan solamente
para marcar el alma con viejas cicatrices.
En las páginas de este tenaz orfebre de la lengua a menudo nos seducen textos que acarician la intensidad de lo simbólico, espacios pletóricos de alusiones, en los cuales la precisión formal está al servicio del delirio, de la descripción, de la percepción, de la organización del lenguaje que pasa por la literalidad del signo. Nada más nítido que su sintaxis, nada más delineado y delimitado que el desarrollo de sus versos. Tal concisión y elaboración del lenguaje constituye en ellos una verdadera matemática expresiva, que rechaza lo difuso y la vaguedad. Sólo que el poeta despliega esa matemática, esa inaprehensible lógica formal, como una necesidad interna de la combinatoria verbal misma:
Y sin embargo no aceptamos
que tampoco nosotros existimos
Nos nombramos
y nos creemos cuerpos
o palabras
y apenas somos la gota de silencio
que espera por nosotros.
Así, en los poemas de José Joaquín Burgos encontramos más que una cosmovisión, una cosmosensación o un cosmosentimiento: el poeta no es una isla, sino un pontífice, un constructor de puentes, un marmorarius, un comunicador: bajo la pluralidad de las cosas que golpean sus sentidos alertas, intuye un orden interno, un regodearse en el goce voluptuoso del tacto y los sonidos, pero su ojo supera su percepción del mundo. Y es tan agudo su sentido visual que, a veces, puede parecer un miniaturista capaz de esmaltar las alas de las mariposas o los pétalos de las cayenas o de colorear el tejido casi inconsútil de la araña. Tal vez por eso el escritor argentino Enrique Anderson Imbert, en su conocida obra Historia de la literatura hispanoamericana, editada en Buenos Aires, el año 1966, en el Tomo II, página 401, ha dicho: La obra de José Joaquín Burgos (Venezuela, 1933), inspirada en formas clásicas, se afina a una sensibilidad actual, inclinado sobre su tierra, atento a los reclamos de la vida. Sus palabras apuntan más allá de los objetos, hacia el silencio donde todo puede disiparse. (Anderson Imbert, 1966: 401)
Tercera (y última) estación / Angustia y esperanzas de su hora
Lo trascendente es lo que parte del hombre. Va el poeta a su encuentro y confiere a sus textos la plenitud que manifiesta un impulso desligado de toda deshumanización. Por momentos el ritmo apresa las palabras, pero luego el verso recobra un camino más amplio, desatado de moldes elegidos y gira entonces sobre un eje que alcanza perennidad y trascendencia:
Conozco estas aguas
sé de sus profundidades
de su cauce implacable
que jamás se detiene
de las arenas y las piedras
que han traído y que llevan
quién sabe de dónde y desde cuándo
ni hacia cuáles paisajes.
Es ésta una poesía llena de esencias, de profunda claridad, espontánea, en el mejor sentido del término, dotada de seguridad y equilibrio, pero, al mismo tiempo, desbordada, incontenible, evidencia del ímpetu interior expresado en una constelación de sueños, de realidades, con una recóndita armonía, lo cual nos lleva a pensar al poeta como a un viejo profeta (¿o , tal vez, un joven nigromante?) pleno de la sabiduría que palpita en las cosas terrenales, y para las cuales tiene la hora del mensaje para advertir a tiempo cuál es la señal que ha de seguirse:
…Para amarrar con artes mágicas
la eternidad
de la cayena
será preciso
suspender
el peso de la piedra
en el canto de un pájaro
y tatuarlo
después
como un poema
sobre la piel del sueño.
Estos versos no instauran una figuración estática de las cosas, ni del paisaje, ni de su voz más íntima, sino más bien entonan y celebran el devenir: vemos los textos desfilar ante nuestra mirada, vibrar en nuestra mano, sonar en nuestra piel, guarnecidos por una belleza que nos sorprende y captura:
Mi amigo vive
con una mujer simple, como la carne
que uno se come diariamente
¿Y cómo voy a recordarlo ahora,
cuando julio arrecia sus aguaceros
si él, mi amigo es, apenas
un rostro desconocido en la soledad de la menguante?
Hay en estas páginas una tierna solidaridad con las cosas, con el mundo, con el hombre. Algo hay en ella de fraciscanismo poético, algo de profunda ternura frente a los pequeños seres, algo de humanidad penetrada de amor y de lúcida comprensión del orbe, como bien lo podría atestiguar Tim, el amigable galgo de Lenin Sánchez. Y hay, sin ninguna duda, una actitud muy personal: la búsqueda de lo esencial en los objetos, lo cual le confiere a sus obras el merecido e incuestionable rango de poesía visual:
Todo es cuestión de andar sumergido en las palabras
todo es cuestión de escuchar y guardar donde nadie pueda encontrarlo
el chirrido de un grillo
o descubrir que por el jardín anda el abuelo muerto
recogiendo cayenas y respirando el olor de la lluvia
y seguramente buscando las palabras que dejó flotando
para que nadie las oyera.
Los poemas de José Joaquín Burgos revelan siempre una fulgurante luz: la de la sencilla y ajustada metáfora con la cual el poeta avanza con acierto en el vasto espacio del lenguaje transfigurado, del cual parece, no obstante, rehuir, con todos los aparejos, giros y procedimientos de su apertura creativa. Allí están la frase iluminada, el momento de espera, la vibración del aire, las pausas, el suspenso rítmico, todo subrayado con decretados ademanes que forman parte de su vínculo expresivo:
El toro pasa como un arco iris por debajo del sol
entonces estallan grandes mariposas
y brillan los cuernos de la bestia...
Son las espuelas del gallo de la muerte.
El gallo que anunciará los rojos amaneceres sin rocío.
Así pues, desciende el relámpago
y el matador se ajusta su cinturón de sangre…
Atraviesa el toro la furia inicial del mundo
la danza perfecta de ser sólo un vínculo del hombre.
Los textos de Burgos se convierten, a veces, en una fluida conversación consigo mismo, en donde el poeta se trastoca en su propio receptor desde la imagen que crea, que recrea y reinventa a partir de su propia voz de alquimista, la cual ensancha, intensifica, ilumina, clarifica y profundiza su verbo, confiriéndole un orden inusitado a su expresión, para alcanzar, súbitamente, la madura y mágica simbolización de lo cotidiano. Parece oportuna, entonces, la opinión del poeta Fáver Páez, uno de los cofrades más consecuentes y cercanos del porta Burgos, quien ha expresado que José Joaquín escribe cada vez mejor, que los años lo han fortalecido y que estamos en presencia de un rapsoda en plena madurez creadora, en ejercicio henchido de su oficio, en permanente escrutinio de las tinieblas del mundo, de las tinieblas de sí, y revelándonos, como siempre, los resplandores del mundo, los resplandores de sí. Tal vez pensando en la longevidad de José Joaquín, Fáver le dedicaría hace, algún tiempo, este poema, Tertulias:
Unos en los 60 prolongados
y otros con reserva de pasaje,
hablamos sin premuras del gran viaje
y nos brillan los ojos azorados
Siempre arribamos al oscuro punto,
y más allá de chanzas nos dolemos.
Nos quisiéramos ir pero volvemos.
Ponerse viejo es un amargo asunto
que siempre la poesía dulcifica
estas tardes de versos. Es un modo
de calmar el temor que mortifica.
Y brindamos los seis en La Taranta,
porque sentimos que después de todo
la muerte huye cuando la vida canta.
Hace pocos días, cuando celebráramos un nuevo cumpleaños del poeta, José Joaquín nos demostraría una vez más su maestría, su dominio expresivo, ese don maravilloso del juglar: el estar de las cosas con uno mismo, en uno mismo, sin dejar pausa ni resquicio para la fuga, esa llama oculta que se nos revela como cercana evidencia. El poeta, entonces, magnificaría su contemplación meditada, su desciframiento del paisaje cósmico y espiritual, su asistencia al instante cuando la lámpara del ser encandila la palabra y un canto insiste en inaugurar un alba de sempiterna creación, tal y como lo observamos en este fragmento del poema que esa argentada tarde de abril generosamente nos obsequiara:
Esta es mi piel
y en ella vivo
aquí fundé mi reino
mi ciudad
mis dominios
desde el comienzo
desde la orilla de mi tiempo inicial
desde cuando
el rostro de un dios viejo como el tiempo inasible
decretó este naufragio
por donde corren
en las aguas del tiempo
los pasos de un reloj que no se escucha
sino en la soledumbre de esta piel donde vivo
rodeado de fantasmas y de sueños.
Finalmente, nos gustaría concluir estas palabras de profunda admiración, afecto infinito y respeto indubitable para este poeta singular, este maestro ejemplar, este amigo entrañable que es José Joaquín Burgos (ese brillante carajito, al decir de nuestro editor José Agustín Catalá), convocando la propia voz del escritor, quien, en el verano del año 2009, le confesaba a ese otro enormísimo cronopio y amigo afectísimo: Rafael Simón Hurtado: Aunque algunos escriben pensando en la posteridad; por misantropía o por soledad; por vanidad o por soberbia; por amor o por odio, o simplemente, para darle a su imaginación una válvula de escape, creo que en mi caso también escribo para darle un sentido trascendente a mi vida, intentando mejorar con mi trabajo el mundo mío y el de los demás. Es como si al escribir, al tiempo que le damos sentido de inmortalidad a la vida, estamos retrasando nuestra propia muerte, porque buenos o malos, los libros que escribimos nos sobreviven; son el reflejo de nuestro pensamiento, la pasión lúdica de las palabras que quedan. Serán esos libros, en última instancia, el rastro indeleble de nuestro paso por el mundo. La trascendencia es el instrumento con el que cuenta la imaginación del hombre para combatir su postrada condición mortal. (Burgos, en Hurtado, 2009: 3)
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J.R. Silva Sánchez
El presente trabajo forma parte del discurso pronunciado en la Asociación de Escritores del Estado Carabobo, el día viernes 30-06-2012, en homenaje al poeta José Joaquín Burgos, en ocasión de la presentación de su más reciente obra, Cansancios de orilla (2012).
Julio Rafael Silva Sánchez nació en Tinaquillo, estado Cojedes (1947) y desde su juventud se ha dedicado a escribir ensayos con los cuales ha obtenido reconocimientos como el Premio Nacional de Ensayos Literarios "Enriqueta Arvelo Larriva" de la Unellez (1987) por su libro “Julio Cortázar, instrucciones para un perseguidor”; Mención Honorífica del Premio Nacional de Ensayos Ipasme (1989) por su obra “Desarrollo de actitudes, conductas y valores en adolescentes a través de la manipulación que la televisión hace de la imagen arquetípica del héroe”; Premio Nacional de Ensayos del Conac (2004) por su investigación “Eduardo Mariño: el brillo y las sombras de una escritura heteróclita”; Premio Nacional de Crónicas 2008 en la Primera Bienal Nacional de Literatura José Vicente Abreu (Cenal-Red de Escritores), con su indagación “José Vicente Abreu en cuatro tiempos”; Premio de Ensayos en la II Bienal Nacional Literaria “Víctor Manuel Gutiérrez” Unellez (2010), por su investigación “Julio César Sánchez Olivo y el poder seductor de la metáfora”; Mención Honorífica en el Concurso Nacional de Ensayos “Centenario de Miguel Hernández”, convocado por la Embajada de España en Venezuela y la Universidad Nacional Experimental de Yaracuy (2011), con su ensayo “La palabra como exigencia iluminada de lo real (acercamiento a la obra poética de Miguel Hernández)”. Como narrador obtuvo Mención de Honor en el Concurso Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura, de la Unellez (2004), con su relato “Schumann entre Dachau y San Fernando”. Su más reciente obra publicada es: “Héroes y villanos, llaneros y llanura en la obra narrativa de José León Tapia”, Unellez (2008).
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