Colaboró en diversas publicaciones poéticas vascas, como 'Kurpil', y 'Kantil', en San Sebastián, en donde aparecieron sus primeros poemas, así como en 'Zurgai', de Bilbao. Su discreción le hizo ser en público casi como un poeta invisible para la realidad, pero consecuente hasta el límite, que no tuvo nunca especial obsesión por publicar o comparecer en sociedad.
Aunque había publicado con anterioridad un libro de poemas en edición marginal, la primera aparición de su poesía tuvo lugar en 1991, en el volumen bilingüe 'Introducción a la Tierra'/ 'Lurrerako atari gisa', que reúne sus poemas escritos entre 1968 y 1988. Apodaca, que había estudiado Filología Románica en la Universidad de Deusto, y se sentía muy interesado por la poesía anglosajoana -fue también profesor de inglés-, ofrece en este volumen, publicado en la colección 'Poesía Vasca hoy', de la Universidad del País Vasco, una poesía depurada, dirigida al interior del mundo, y llena de respiración humanista y aspiración a la libertad.
Cuando se presentó este volumen antológico, que fue traducido al euskera por Luigi Anselmi y lleva una introducción de Iñaki Ezkerra, Eduardo Apodaca declaró que en él se encontraba «toda la obra que admito como mía». En realidad recogía en esencia los libros 'Introducción a la Tierra' y 'El errático', así como otros poemas inéditos. La extensa entrevista publicada en la edición de la poesía que hizo la Universidad del País Vasco, queda como el testimonio y testamento del valor de su sentido literario, de su claridad y vindicación de la libertad: «El futuro -decía allí Apodaca- tiene infinitas posibilidades y, por tanto, no tiene fin».
La obra poética de Eduardo Apodaca ha sido estudiada por Jon Obeso Ruiz de Gordoa, quien le dedicó un ensayo en 2005, así como por el poeta portugués Joaquim de Montezuma de Carvalho, quien publicó algunos artículos en revistas y periódicos del país vecino.
El escritor había expresado su especial satisfacción por la publicación, en 2004 por Bermingham Edit., de su último libro, 'Sus ojos diminutos'. Era el primer pronunciamiento de Apodaca desde aquel volumen de 1991 con toda su obra anterior, que el escritor bilbaíno consideraba «la única razón para entender la vida, si ésta fuera comprensible en su totalidad».
Tras las inquietudes y planteamientos estéticos de aquella poesía de 'Introducción a la Tierra', en 'Sus ojos diminutos' el poeta busca, además del cuerpo del lenguaje, su sensualidad; su posibilidad no sólo de sugerencia, sino de contención y apropiación de la música.
Apodaca participó en varias antologías y, durante años, fue adicto a la tertulia literaria en Bilbao. En 'Sus ojos diminutos' está toda la geografía emocional y sentimental del poeta urbano de Bilbao, ciudad a la que cantó de especial manera.
EL ROQUERO SOLITARIO
Desde el temblor oscuro que queda de la infancia
en el recuerdo, no hay una música o lámina
encantada -por manchas, por trazos, por colores-
como la tuya, pájaro desconocido, amigo,
que habitas en los bosques y eliges una roca
para tu canto triste: donde el verdor termina
y un espacio es reflejo de las constelaciones
apagadas, o vivas en la noche:
vibración del azul de la que tu plumaje
es eco.
......Punza el canto tuyo en el corazón,
mostrando el azul negro del centro de la muerte.
Consciente como he sido, en mitad de la ruta de la vida,
de escucharte, cansada la experiencia, y partida
en dos la fantasía, maduro ya me siento
como vértigo extenso que tu canto comprende.
Ir descendiendo al fondo de los años es íntimo
paisaje, contemplarlo guía tu maestría,
sea inercia o sea vuelo, olvido del poema.
¿Eres sólo un pájaro, o -drogado del genoma-
es una especie entera la que toma mi oído,
trabados unos y otros por un recuerdo informe
que imanta el abandono a un apego fatal?
¿Y es ésta la manera como está encadenado
el nacer doloroso de las piedras, sus ramos
florecidos, también los hombres, y los cielos
renovados, el fuego de la historia y los átomos;
que vuelven la memoria la raíz cotidiana
que resiste el vacío en la busca de amor?
De cualquier modo llene mis recuerdos tu música
y, saturado de pasiones viejas, maduro de nostalgia,
pasee por el mundo como desde otra vida.
Del poemario "Sus ojos diminutos"
Ed. Bermingham. San Sebastián 2004.
NOCHE EN BILBAO
La ciudad ha cerrado portales y persianas
una nostalgia de motores se va anegando en el silencio,
en bares abiertos todos sueñan
que son hombres. Nadie me conoce aquí
Con mi chaqueta gris que tiene el color de las sombras
olvidadas y mis pantalones sucios como carteles
viejos, soy cada pared que veo cada gota de agua
ya olvidada que aún cae de árboles y tejados
Entro en un bar, enciendo un cigarro,
me doy cuenta de que el cigarro como yo es invisible, me calo
la boina hasta los ojos para no fumar con el calor
que siento, esta noche que la luna está en Ceilán
Un gato, que ha quedado en la calle porque encontró al volver
su puerta ya cerrada, sigue maullando como un quejido
envuelto en carne que se siente, todo es inmensidad
que nunca se interrumpe parece que me voy
Y marcho por las calles sintiendo al mismo ritmo
ensueño en el cerebro –cama de soledad
amada, pues ando envuelto en un metal
azul grisiento- vibración sorda
que oculta lo convencional humano, al continuar entrevé
conversando entre sí en las bocacalles
luces blanquecinas
verdosas y rosadas
como fiebre materna de la luna.
Mudo aliento del día, aprisionado bulle
en la tiendas cerradas y llega a deslizarse
por el cuerpo en vuelo a ras de la tierra
para irse juntos a lo oscuro
donde habita el sueño vivo
En el escaparate de un ultramarinos una bombilla
amarilla me hace señas, ensimismada
en el recuerdo de la infancia vagabunda;
y mientras una canción murmura, cual los caminos
que la noche al fondo de la calle
por el monte dirige a las estrellas,
hay una cebolla desvelada eternamente
Me acerco cuanto puedo, y el vaho del cristal
y una lágrima me acarician diciéndome que esa cebolla fui yo
Soy yo mismo dormido en su reposo,
un agua escarchada comienza a deslizarse en el cerebro
y un cálido fluir de las estrellas del frío;
a dónde encaminar los pasos si la noche me está buscando...
Y sólo persiste el zumbido de cables telefónicos
cuyo eco guarda el reino mineral
Ahora toma forma la muerte, hálito
despertado del asfalto, que de color indeciso
parpadea tendido; y las farolas amarillas,
que saben del cielo, al susurro del vacío
se electrizan como sábana de niebla
El susurro mueve los lugares, e imágenes que se resquebrajan
de aire solo bailando llenas del mundo innumerable
Murmuran a lo lejos los motores de la noche
que puso en marcha el eco del vacío
En las ondas del horizonte continúa
maullando el gato, ya como quejido de árboles
que se esfuerzan ante el abismo de la aurora
Y sin embargo mi tío me aguarda todavía
-impasible su rostro así lo dice-
cerca de él su gato sueña
yo niño oigo la radio aunque no la entienda
porque es música de un mundo que convoca y elige
para vivir la noche, mientras una conformidad
vaga por los rincones de la sala, el olor a tabaco
es tiempo que tiembla por dentro de los huesos
El humo se dilata
ingrave en la penumbra
como la melodía de los astros
Fuera, donde camino, el desierto infinito se desliza
como el sonar de un río que fuera el espacio
(1981)
AMOR
Tuyo es, rebosante
imagen del poema,
un volar de la mirada
que aprendiste entre los pájaros.
Yo, que era amigo
de ellos todos,
te sigo y te espío.
No podría soportar
que los pájaros me olviden.
REFRACTA COMO HIELO
Es ciega y es hiriente en el reflejo
el agua de los charcos. En el frío
azulino la media luna pesa
como la historia, y choca contra el agua.
La arboleda se alarga, y son sus hojas
microscópica, infinitamente raídas
por invisibles huéspedes que avivan
el deseo en los ojos.
También mi corazón,
ciego y sin historia, resbala en el fango
con oro, anocheciendo.
LA CALLE Y LA NOCHE
La calle permanece
a la vez que se siente ir
y en el quieto aire
confluyendo están mundos
que vive el pensamiento sin pensarlos.
Están solos también
los miradores
ante el pasar de las calles
en ellos se redobla en opaca
la transparencia de la soledad
y se ve el otro lado del silencio
ambos se aman una luz
transformada y fija dejan
queriendo retenerse
Pulsando solo y contenido
el silencio se abisma
calle abajo, dentro
de las almas muertas o de aquellas
dormidas del lado de los muertos
Aquí son, en la calle
que de nuevo recibe
la mirada
Eternidad
que aguarda la eternidad
Pesado como tierra el techo
el parabrisas dispuesto
y detenido, los coches
fueran habitados de búhos invisibles
La mirada va sola
parece que el silencio
dilatado de amor
hubiera invadido la distancia
Un gato
con la noche cruza
se detiene, y las vibrisas
tiemblan de ser entre las rutas
en la desposesión del círculo
del tiempo solo
se va por otra calle
lonjas camarotes tejados
las rutas cotidianas
marcadas de misterio
como en la lengua yacen
las palabras y buscan
el alma del poeta
Y de pronto un río
de olvidado sueño
las estrellas vistas
entre las nubes viajeras
otras rutas que sabe
iguales el amor
Correspondencia del vacío
La música se interna
y no está en ninguna parte
LOS AMIGOS
Es invierno, y el pronto oscurecer
cálida incertidumbre ha propagado.
Las luces de los coches, sus colores
son una magia y una muestra humilde
del ruido y de la gente atareada.
Agotado, romántico de insomne
a pasear he vuelto por las calles
de cerveza, de juerga, y de amistad.
Me olvido, ¿escucho?, estoy viendo la luz
total. Enfrente, desde la otra acera;
una panadería, todavía
abierta, es un solo ventanal,
es una sola luz, y por contraste
tan fuerte...
Ahora se está volviendo pura,
ahora cuando descansan los amigos
y ronquidos, que son un sueño músico,
en la imaginación se van perdiendo.
La generosidad jovial de ellos,
para que el mundo pueda continuar
habiendo encanto, fluye por la sangre,
por entre el alcohol improductivo,
amargo y con delirios dulces, plenos
de tantas tardes parecidas que rebasan
la memoria con sombra de sus límites,
blancas en la panadería, diaria, estática.
También luna de un mundo malogrado.
[Del poemario "El Errático" que está dentro del libro
Introducción a la Tierra"
Ed. Universidad del País Vasco. 1991]
Presentación de Sus ojos diminutos
Eduardo Apodaca
El más musical y melancólico de los pájaros, escribió Milton del ruiseñor.
Coleridge, en su poema al mismo pájaro, niega la aseveración de Milton, nos asegura que en la naturaleza no hay nada melancólico; y que esa tradición, de la que es ejemplo el poeta ciego, tiene su origen en que un paseante atribuyó al canto del ruiseñor las preocupaciones del discurso de su pensamiento.
Podemos preguntarnos quién de los dos poetas nombrados acertó.
Quién incurrió en el antropocentrismo, o incluso en el logocentrismo.
Parece menos antropocéntrica la intuición de Milton, pues Coleridge condena al reino animal a ser diferente del hombre y viceversa.
Considerando que el pájaro canta principalmente para ganar y reconocer su territorio, y hacer de él el paraíso y su sombra; y considerando también que Eliot llamó al mes de abril el mes más cruel, y esto tiene una explicación en que es el mes de la fecundación, y la fecundación pide sangre; me atreví a adjetivar de triste el canto del roquero solitario.
La multiplicidad de pájaros del poema cuarto debe ser tratada como de pájaros de la vergüenza subversiva del pensamiento, antes que pájaros de la vergüenza de la violencia generativa, o incluso generacional.
Otra forma de explicarlo sería la de la degradación por la repetición y la consecuente diferencia, incluso cualitativa, de la sensación del yo; al final debería haber multiplicidades de pájaros, de sus especies y de sus individualidades en multiplicidades multiplicadas: Todo un descontrol para encontrar la tierra edificable.
Pretendí que la pasión o el deseo como movimientos desenmascarados, pulsionales y por tanto absurdos cada vez que afloran, marcaran su potencia en el estilo, en el cuerpo del lenguaje, que como ideal sería el cuerpo del poema.
En la bifurcación entre dos tendencias; por una parte la de la poesía del silencio que Valente dice “el poderoso vacío de lo que nunca podrás nombrar” y la poesía de la sintaxis y la adjetivación (también de la sustancia del pensamiento, que se agarra a la realidad como limaco a la madera o materia), me decidí por esta segunda, como contraposición al cuerpo del mundo cada vez más gastado y menos sustantivo; pero con más gusto por la armonía de Darío que por las exactas y brillantes avesas de Góngora.
El cuerpo del mundo en su desgaste arrastra el de la idea del yo, que cada vez que emerge se gasta cuantitativa y cualitativamente.
La poesía tiene valor por sí misma, ya que todo es representación, y la poesía sería la representación más elaborada; por eso Keats me parece el ejemplo de poeta porque es un poeta de la poesía.
En el poema 5 la poesía está en un cuadro, en la calle su simbolismo.
Ante la degradación del trabajo que ha pasado a ser fin y no medio, ante las familias y sus técnicas de sometimiento, basadas en el poder y el miedo, para no dejar desarrollarse a las personas (y que impregnan las relaciones sociales) podemos rescatar la vida contemplativa en cuyo fondo está el valor del canto por sí mismo.
¿Por qué renunciar al paraíso? Pero tenemos la duda de si el paraíso está en la memoria o en la ciencia ficción, o en la muerte que según Wallace Stevens es la madre de la belleza.
La memoria perfecciona, pero la ciencia ficción objetiva idealizaciones: esto es la contraposición entre el estado fuera del tiempo y la continuación de la vida sin un final de acuerdo con la tecnología.
Recordemos que aún no se ha inventado la materia continua.
La subjetividad se impone a la tecnología aunque enferme más de lo que le corresponde por sustancia; aunque la enfermedad sea más mórbida en el pasado que en la proyección del aferramientoa la pared vertiginosa de la idea de presente que sólo es conquistada por cuadros mentales del futuro.
La vida como dicen los situacionistas está en los suburbios, y éstos apuntan al centro, el suburbio está muy cerca de los márgenes, justo antes de que el poeta se quede a solas con el deseo sin objeto, que es más o menos lo que da sentido a la poesía; y que bien puede vivir contra el consumismo en el sueño de una Arcadia de la entitud del tiempo.
Los vericuetos y levaduras del pensamiento, con sus saltos, son para crear una atmósfera enrarecida, como de invernadero, para preservar los frutos del árbol de la memoria; que, en calidad de representación, no se diferencia del futuro.
Bilbao, 2 de noviembre de 2004
[Texto leído por Eduardo Apodaca, en la presentación del libro
de poemas Sus ojos diminutos (Bermingham Edit., 2004),
en la Biblioteca Municipal de Bidebarrieta de Bilbao.
Intervienen en el acto José Luis Padrón, Félix Maraña
y Eduardo Apodaca.]
Poesía centrípeta
(El viaje de Eduardo Apodaca)
¡Ah, si bebiera un sorbo del vino que se enfría
mucho tiempo en el seno de la tierra…
…y que al beber me aleje del mundo sin ser visto
y me pierda contigo por la espesura umbría!
Perderme en lo lejano, disiparme, olvidar
lo que no as conocido jamás entre las ramas:
John Keats
Despertar sólo pude, y era el cuerpo
mío, paralizado, sola extensa
realidad
Eduardo Apodaca
Después de indagar en las fuerzas de una Naturaleza que nos mantiene aferrados a su centro, y narrar el destierro de aquel que en cierta ocasión acertó a ver, y ahora vaga dormido y ciego por un mundo sin hondura, relegados ambos a la condición de piel, tentativas de sus dos anteriores poemarios –Introducción a la Tierra y El errático–, Eduardo Apodaca
continúa con éste tercero, Sus ojos diminutos (Bermingham, 2004),
escarbando y dotando de matices una poética cosmogónica de gran
coherencia.
Los dos primeros libros aparecieron con el título Introducción a la
Tierra, en la edición que realizó Félix Maraña en 1991 para la
Universidad del País Vasco, dentro de la colección “Poesía Vasca,
Hoy”. El conjunto de ambos poemarios fue traducido al euskera
(Lurrerako atari gisa) por otro poeta vasco, Luigi Anselmi.
Tras un decenio, Apodaca nos ofrece ahora Sus ojos diminutos,
también de la mano del mismo editor, lo que no es sólo acento
casual. ([1])
Gravita sobre cada uno de los versos en Sus ojos diminutos voces delicadamente tramadas, prestándose oportuna atención en un
equilibrio frágil y preciso. No en vano para Apodaca Poesía es
sinónimo de Paisaje; lo insondable de las formaciones naturales
tiene su eco en la música a la que aspira toda composición
poética.
En este sentido la realidad del poema responde a una doble
condición: es Canto e Instrumento; desentraña y revela al precio
de nombrar, de articular un lenguaje que precisa siempre de una
distancia para conformar mundo, la precariedad de sus contornos.
En el caso que nos ocupa la Naturaleza nunca se constituye en
objeto observado; la contemplación escinde al hombre que canta.
Ante el rumiar ignorado de la Naturaleza el hombre es relegado
al estado de cosas cotidianamente completadas, a esa ilusión
de lo concreto que habitamos.
El discurso poético de esta trilogía es deudor de la escisión
romántica: Revelación de la confusión amorosa con el Centro-Unidad,
pesar ante la caída en el tiempo, y superación de los padecimientos
derivados de la pérdida del abrazo primordial. Es el lúcido
enfrentamiento a este último estadio, la urgencia de apaciguar
el tiempo, el empeño que ocupa a los poemas de este tercer libro.
Este tránsito pasa por asumir como necesaria cierta lejanía, el
hallarse uno maduro de nostalgia, acudiendo al mundo como
desde otra vida.
La distancia de ese latido primigenio del mundo, es la condición
ineludible de la lucidez del Canto; en definitiva, irse del lugar para
así Saber.
En estos poemas se destila una amplia y elaborada concepción
del Paisaje. Mundo natural y mundo urbano se congregan en sus
versos.
La respiración apenas consciente de lo concreto y particular
en diálogo ininterrumpido con una Naturaleza insondable,
y el poeta como mediador, propiciador del encuentro de ambos
n un mismo espacio.
Una vez más el cantor, su experiencia presente, que posibilita que
ambos paisajes al mirarse se doten de sentido, como si cada uno
fuera el azogue del otro. Los ejemplos son múltiples; así 1967,
escena de la contemplación del paisaje detenido en los márgenes
e un cuadro iluminado por las luces y ruidos de la calle;
o ese otro que lleva por título una nueva fecha, Agosto de 1996,
en el que los elementos concretos fecundan el misterio.
La palabra genera paisaje: congregación de tiempos, trasmutación
de las personas del verbo, confusión de espacios físicos en ese magma
del principio de los nombres. Poesía de extraña intimidad. Apodaca
habla al oído de un Tú que en ocasiones es un ella, un árbol, un animal
casi siempre alado, o una piedra, y con el gesto todo adquiere la
entidad de un OTRO del que ya hemos desertado, que acude hasta
nosotros desde un Afuera íntimo y frágil.
Anima toda la poética de Apodaca la pulsión del origen; una llamada
al Centro no exenta de fiebre, que recuerda a esa otra, si bien más
xaltada, que recorre las composiciones de Miguel Labordeta,
con quien, además, comparte cierto surrealismo consciente,
el permanente diálogo
de lo abstracto y lo concreto, así como el recurso a una ambigüedad
referencial, y una parecida utilización de toda una simbología de lo
insondable entorno al “azul”. Aproximaciones de dos poéticas con
entidad propia que merecerían un estudio comparativo detallado.
Tentativa de síntesis expedicionaria entorno a un perfil de la emoción
antigua de la Naturaleza, con la que el poeta espera reavivar su pulso
siguiendo el dictado de la memoria. Presentes en sus dos poemarios
anteriores, los recuerdos emergen en éste último con una mayor
obstinación, como si al final del viaje la lucidez, más que nunca,
precisara de un cómplice.
En esta labor de orfebre que es Cantar la memoria, queda restaurado
el abrazo primordial: En los ámbitos domésticos, las emisiones
detenidas de la tarde que encierra en sí la noche, la mañana; igual
que ellas irradian a su ser; vuelve a filtrase el Azul; las mañanas se
llenan de pájaros; se abre la piel del errático para respirar por sus poros.
Sin embargo, a la luz de la dolorosa lección de habernos un día
extraviado, el Canto es ya otro, igual que los pájaros con los que el
poeta se identifica.
Éstos han perdido su pureza de ave cantora; se reconcilia el poeta
on aquella otra naturaleza de mamífero alado que le es más propia.
Ya quedan matizados los pigmentos de las golondrinas, sólo resta
la luz sin mundo desde los ojos diminutos de los murciélagos.
Se nos asegura ahora que Apodaca ha tomado el título de este nuevo
y vibrante y armónico asunto poético, Sus ojos diminutos, de una
lección aprendida del maestro Alberto Caeiro: la lucidez es una
condena a ver. Son poemas escritos entre 1992 y 1998, tiempos
marcados y medidos. El primer libro que publicó recogía los
poemas escritos de 1968 a 1988. Apodaca es un escritor con la
ventaja añadida de la proporción y cadencia en sus entregas,
que se corresponde con la armonía de sus composiciones.
Lento regreso a la tierra
Todo en la obra poética de Eduardo Apodaca es tránsito, todo es
materia sólida y sin embargo efímera, ningún cuerpo afirmado
niega su inconsistencia, ningún paisaje permanece durante
mucho tiempo igual a sí mismo, todo avanza para ver cumplida
su gravedad. Todo es rastro, huella que la tierra reabsorbe y no
devuelve; todo aspira a su consumación, surge de toda
desaparición lo real.
La duda de existir, “las memorias y los ruidos”, el dolor, la mente
en su vuelo y caída, desvela su condición de pájaro, átomo, historia
olvidada de su extraviada eternidad. El errático recuerda entonces
que la ciudad se erige sobre los cimientos de un bosque y avanza,
se traspone a sí mismo en cada paso, y su paso es planetario.
Con cada traslación quiere que el tiempo cese, que el dolor de
los simulacros desaparezca.
ESTE, QUE OCULTO LLEVO EN LA MATERIA,
el dolor es éste el verdadero;
que fuerte yergue a veces su cabeza,
e inunda de rugido amedrentado
la soledad del mar. O muere y vive,
empero, sin llegar a la conciencia,
urdiendo en el silencio sus más tristes
derrotas; cuando ya en aquella espera
a cegarme me atrevo en rascacielos
de inteligencia, con un cielo oscuro
más que el otro reflejo del asfalto.
Dolor; tanto ya me hundes en las sombras,
que el caminar de los deformes sueños
amenaza llevarme para siempre.
Belleza, realidad-verdad, dolor. La tríada romántica encuentra
un renovado lugar en el hombre Eduardo Apodaca, y adquieren
la forma de lo sagrado en los pequeños indicios: ríos, árboles,
hojas, pájaros, que nos dan noticia de los centros de la Tierra
en la noche de los bosques.
Regresos a la tierra que guardan el eco de los pasos de Keats
por la misma enramada; pasos de otro errático, leves, etéreos,
con una misma callada voluntad de desaparición.
Una misma aspiración a la disolución y el misterio habita la
huella de ambos poetas; ambos se aventuran por los resquicios
de la trama que contiene al mundo, transgreden las mallas,
los lentos cedazos del tiempo, todos los velos de Eleusis;
serenos y conscientes respiran el mismo éter, sorben los jugos
y vapores que exhala la tierra.
Los bosques son salas capitulares, entre las columnas del
Telesterion se reúne y recoge el iniciado al abrigo de todos
los inciensos que adivinara Keats en las ramas.
Al igual que en el poeta romántico, en Eduardo Apodaca se
aúnan sensación y pensamiento, vivencia de la realidad
y éxtasis. En ambos la experiencia poética se resuelve en la
comunión del paisaje con la mente que observa y desteje,
y no aspira a otra cosa que a ser definitivamente abatida.
“Hay algo en la poesía – asegura Apodaca – que, como en
la naturaleza, es anterior al artificio”.
Pronunciar la Naturaleza, adquiere la forma de un conjuro
que tanteara en cada rincón de los bosques un rendido acceso
al misterio.
“Con la frente recostada sobre la hierba” se disuelve la farsa
de las sombras, la muda mascarada de los espectros.
“¡Que venga una época tan libre de ansiedades/ que yo nunca
conozca cómo cambian las lunas/ ni escuche el ajetreo del buen entendimiento!”, exclama Keats, para conjurar la vana imaginería
del oculto Amor, la Ambición en la fiebre de los hombres y la Poesía
que en vano emula el placer doloroso de los letargos de la tierra.
Al mismo tiempo, sentado a la misma mesa, Eduardo levanta
su copa y bebe el “cálido vino de la nada”, traspone el umbral
de los mismos templos, “cómplice y prisionero en la madera
de los nudos de los árboles”, abrazado “a los alientos calientes
de la tierra”, “arriba al mundo, sin querer abandonado” y
“su carne toca sus ramas”; reconoce ahora “La sola extensa
realidad” de su cuerpo y desde el vientre de John Keats
proclama:
…Qué grande es la realidad.
No quepo en ella. Y todas las tardes el cielo va teniendo
un azul más tenue. Mundo, no quiero abandonarte;
por eso los atardeceres me gradúan, tentáculos
negros como el útero o la ambigüedad
de la noche.
Te contemplo
en un camino hacia ti, único paisaje; y sin mí ser tú.
Pero tú eres más grande que el cambio de tus leyes.
Toco la realidad. Y sus átomos,
dispersados, queman.
No hay sueño. Y no me puedo morir.
([1]) Sus ojos diminutos (1992-1998), de Eduardo Apodaca;
[Bermingham Edit.], Colección “Re-noba”, núm. 3º,
San Sebastián, 2004; 60 páginas.
[http://poeticasdeixil.blogspot.com/2010/01/eduardo-apodaca
-bilbao-1952-2006.html]
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