lunes, 24 de octubre de 2011
5009.- JOSÉ GARCÍA NIETO
Poeta español nacido en Oviedo en 1914.
Desde los catorce años se radicó en Madrid donde inició sus estudios universitarios de Ciencias Exactas, abandonados al poco tiempo para dedicarse por completo a la poesía y el periodismo.
Fue fundador y director de varias revistas literarias, presidente del Círculo de Bellas Artes, miembro de la Real Academia Española desde 1985, crítico y defensor de la corriente de Garcilaso, y representante eximio de la poesía española
de la post-guerra.
Es autor de una amplísima obra poética caracterizada por una gran facilidad y sencillez de expresión, reconocida por los críticos como "sosegadamente apasionada".
Recibió numerosos premios entre los que se destacan:
«Nacional de Literatura» en 1957, «Nacional de Poesía Garcilaso de la Vega» en 1951, «Fastenrath» en 1955, «Tomás Morales» de Canarias en 1954, «Internacional de Poesía de Portugal» en 1966, «Ciudad de Barcelona» en 1967, «Hucha de Oro de Cuentos»
en 1972, «Boscán» en 1973, «Francisco de Quevedo» en 1976, «Ángaro» en 1978, «Internacional de Poesía Religiosa» en 1979, «Internacional Fernando Rielo» en 1987 y «Cervantes» en 1996. Falleció en el año 2001.
A tu orilla
A tu orilla he venido. Tengo un otoño, un pájaro
y una voz desusada. Tú me esperas: un río,
una pasión y un fruto. Y tiene nuestro encuentro
el vuelo, la corriente, seguros, proclamados.
He venido a tu orilla con los brazos tendidos
y ahora ya soy la hierba que no termina nunca,
el barro donde el agua sujeta sus mensajes
y la cuna del cauce para mecer tu sueño.
Dime si estoy pendiente de mi diario trabajo,
si basta a tus oídos mi tristísimo verso
o si a mi sombra vive mejor mayo tu carne.
De tu orilla me iría si ahora me dijeras
que te amo solamente como los hombres aman
o que mi voz te suena como todas las voces.
Al espejo retrovisor de un coche
Tú eres el corazón con lo vivido,
en ti está lo que atrás vamos dejando,
lo que hemos ido con pasión amando,
definitivamente ya perdido,
en ti vemos las gracias que se han ido,
los paisajes y el cielo del ayer,
cuando las cosas que ahora sigues recordando
flotan sobre las aguas del olvido,
pero vives y estás, claro y pequeño,
miras aquellos prados, aquel sueño tan lejano,
las rosas de aquel día,
crees que puedes cambiar toda la suerte y,
aunque vamos derechos a la muerte,
vives de lo pasado todavía.
Alta de amor
Para las altas cumbres, alta vida.
Alta de amor. Voz alta. Alto sendero
-sierpe de fe y de luz-. Albor primero
para las altas nubes de tu huida.
Alta de brisas altas. Confundida
con el latir más alto. Alto crucero
por altas costas. Alto mastelero
para altas velas, altas de partida.
Alta de ti, ya fiebre de mis pulsos,
ofreces en tus brazos la balanza
que iguale en el cenit nuestros impulsos.
Y al alcanzar tu imagen su infinito
hay un temor a que se clave en lanza
y una ambición de que culmine en grito.
Barro de la palabra
Hoy he tomado el barro de la palabra en frío;
su piel ya me conoce; poco a poco, temblada
por mi caricia, vibra, responde a la llamada
de la costumbre. Toco. Me adueño de lo mío.
Penetro en la palabra. Las orillas del río
me acogen, me conducen, y se siente creada
la mano creadora... ¿Vive la enamorada
mi amor, o me amenazan su ocaso y su extravío...?
¡Qué torpe es el amante, qué ciega su porfía!
No dice la palabra lo que ayer le decía.
O sí: dice lo mismo, miente lo mismo, inventa
lo mismo... «¡Calla, calla...!», le increpa. Y luego llora
su soledad. Y vuelve. Y, arrastrándose, implora:
«Quiero morir tocando tu barro, aunque me mienta».
Despedida
Vuelvo a mi casa, más alta
que la tuya, Luisa Esteban,
pero sin una ventana
que dé al atrio de la iglesia.
-¡Adiós, adiós-
Y no oyes,
Luisa Esteban.
No levantarás el cántaro,
por mí, de su cantarera,
con el agua de aljibe,
sonora, delgada y fresca.
En tu cama de altos hierros
no dormiré más la siesta.
Ni en tus sábanas de hilo,
Luisa Esteban.
Porque a mí llevan -mira,
tú que no oyes, mi pena-
amores de otras ciudades
hasta otra calle cualquiera
que no es ésta con un toro
descansando ante tu puerta.
El hacedor
Entra en la playa de oro el mar y llena
la cárcava que un hombre antes, tendido,
hizo con su sosiego. El mar se ha ido
y se ha quedado niño, entre la arena.
Así es este eslabón de tu cadena
que como el mar me has dado. Y te has partido
luego, Señor. Mi huella te ha servido
para darle ocasión a la azucena.
Miro el agua. me copia. Me recuerda.
No me dejes, Señor; que no me pierda.,
que no me sienta dios, y a Ti lejano...
Fuimos hombre y mujer, pena con pena,
eterno barro, arena contra arena,
y sólo Tú la poderosa mano.
En la distancia
Perlora, en la distancia, recordarte
es dar al sueño una verdad lejana;
es como oír de nuevo la campana
de aquel mar que florece al golpearte.
Qué fábula, qué magia pudo darte
entre el verdor la gracia ciudadana:
una distinta luz cada ventana,
una lanza el maíz por cualquier parte?
Te pienso aquí y te sé en la tierra mía.
Era una vez... Y nadie me creía.
Pero yo te he tenido, y he tocado
tu piel que bajo el cielo se serena:
aquí, Carranques, dos labios de arena,
allí, Candás, como un navío anclado.
Esta muchacha y su hermosura antigua...
Esta muchacha y su hermosura antigua
y su ademán de enamorada calle
que va con las ventanas de sus ojos
hacia los arcos del amor triunfante,
¿de qué lugar del suelo se ha escapado?,
¿de qué reino en que estuve hace un instante?
Hace mil años ya, pero conozco
de su piel encendida las señales.
Pasa con sus navíos por el agua;
abre sus velas; sabe de cien mares:
quieren dejarse hundir por su madera
y hacer brillar cien veces sus metales.
En la penumbra, un arenal sombrío
intenta recordar los cuerpos ágiles.
Aquí estaban un día, pero el viento
borró la oscura huella de la sangre.
La letra se refugia en la costumbre...
¡Adelante los nombres; adelante!
¿Quiénes sois? ¿Dónde estáis, sílabas muertas?
Es memoria falaz la de la carne.
Esos cabellos sueltos, esos brazos,
esos pies que se hunden, leves, graves,
esa pierna que avanza irrepetible,
ese velado pecho inalcanzable,
¿qué tejados tendrán?, ¿qué fina lluvia
harán caer en un pinar sin nadie
donde algún corazón sienta sus pasos
y estremezca los nidos al mojarse?
Señor, Tú eres el agua que ha anegado
los caminos de oro en esta tarde.
Conocían mi huella entre los pinos
que confunde la noche al acercarse.
Tenía la belleza por fortuna;
tenía un cielo azul por hospedaje,
una plaza cuadrada con palomas
y un palomar donde habitaba el aire.
Arriba estabas Tú con la mañana
llena de sol. Tu mano, dulce y grande,
se apoyaba en los hombros de la tierra,
bajaba a mis balcones a tocarme.
Hoy se han oscurecido de repente
los troncos dibujados de los árboles
donde a tientas persigo inútilmente
el testimonio de las iniciales.
Gracias, Señor, porque estás...
Gracias, Señor, porque estás
todavía en mi palabra;
porque debajo de todos
mis puentes pasan tus aguas.
Piedra te doy, labios duros,
pobre tierra acumulada,
que tus luminosas lenguas
incesantemente aclaran.
Te miro; me miro. Hablo;
te oigo. Busco; me aguardas.
Me vas gastando, gastando.
Con tanto amor me adelgazas
que no siento que a la muerte
me acercas…
Y sueño…
Y pasas…
Vas a pasar, Señor, ya sé quién eres;
tócame por si no estoy bien despierto.
Soy hombre, ¿me ves?, soy todo el hombre.
Mírame Tú, Señor, si no te veo.
No hay horas, no hay reloj, ni hay otra fuerza
que la que Tú me des, ni hay otro empleo
mejor que el de tu viña…
Pasa…
Llama…
Vuelve a llamarme…
¿Qué hora es? No cuento ya bien.
¿Es la de la sexta?, ¿la de nona?,
¿la undécima? ¿o ya es tarde?
Pasa…
Quiero seguir, seguirte…
Llama. Estoy perdido;
estoy cansado; estoy amando, abriendo
mi corazón a todo todavía…
Dime que estás ahí, Señor; que dentro
de mi amor a las cosas Tú te escondes,
y que aparecerás un día lleno
de ese amor mismo ya transfigurado
en amor para Ti, ya tuyo.
¡Grita! ¡Nómbrame,
para saber que todavía es tiempo!…
Hace frío…
¿Será que la hora undécima
ha sonado en la nada?…
Avanzo,
muerto de impaciencia de estar en Ti,
temblando de Ti, muerto de Dios,
muerto de miedo.
Yo soy el hombre, el hombre, tu esperanza,
el barro que dejaste en el misterio.
Ir y venir de todas las memorias...
Ir y venir de todas las memorias
que el alma, olvidadiza, desenreda;
verse hombre solo, antiguo y solo, errante;
ver que todos los tiempos están cerca.
De un golpe, como hermosos corazones,
yacen los capiteles en la hierba
y encuentran hecha luz como un milagro
la flor silvestre de la primavera.
Se hace el acanto vegetal y tierno;
el hombre lo acaricia y algo tiembla
debajo de su mano; le parece
que un cuerpo estremecido se despierta.
¿Puede latir la sangre por los pulsos
ante la soledad de esta belleza
cuando todo se para en un intento
de detener la dicha verdadera?
Llueve un poco, tímidamente llueve;
brilla el mármol, el árbol de la piedra;
por un instante sólo, esta columna
alcanza con sus hojas las estrellas,
Que están, que van a estar, que acaso miran,
que mirarán desde su noche eterna
el desamparo de los que caminan
sin amor por la sombra de la tierra.
Joven para la muerte
Arrojado a tu luz madrugadora,
me muero niño y soy todo un deseo
de varón en continuo jubileo
hacia tu corazón de ruiseñora.
De trino escalador junto a la aurora
eres, y voy a ti, y hay un torneo
donde la algarabía del gorjeo
triunfa de mí y en mí se condecora.
Arrancados de un sueño o de una fuente,
por tu espada los límites del nardo
me mintieron temprana primavera.
Y estoy ahora por ti tempranamente,
como nadie, de amor herido, y tardo
en morirme de amor como cualquiera.
La hora undécuima
En la sombra sin nadie de la plaza,
la espalda de la amada y su silencio;
en la sombra sin nadie de la plaza,
aquel niño de Batres, mudo y quieto;
en la sombra sin nadie de la plaza,
mis hijos, solos, vadeando el sueño...
Y han pasado las horas, y las luces
distintas; los videntes y los ciegos
han pasado -la plaza está vacía-;
los torpes han pasado, y los despiertos,
y los del pie descalzo y la sandalia
rota; los de la cera, los del fuego,
los de la miel, los del dolor pasaron...
La plaza, sola. Un hombre, solo, en medio.
Del señor que llamaba, apenas queda
una huella levísima en el suelo.
Se detuvo en la arena como si algo
le faltara. Miró a su espalda. Luego
llamó otra vez. Y otra. Y todavía
otra. Pero ya nadie oía; pero
nadie abrió los balcones, las ventanas,
las torpes barricadas de su encierro.
El hombre, el hombre, qué delgada ruina,
qué abdicación, qué torre sin cimiento,
qué nube hacia otras nubes deshilándose,
qué carbón imposible hacia otro fuego.
El hombre, el hombre, el hombre, el hombre, el
hombre
qué redoble de letras en un cuero
rajado, qué bandera mancillada,
qué cristal defendiéndose en el cieno,
qué fuerza para nada, contra nada,
qué rama malherida por el viento,
qué triste perdidizo en la tristeza,
qué soledad en soledad naciendo...
El hombre, el hombre, todavía el hombre;
yo, el hombre, ya lo he dicho; yo, en el miedo
de un bosque, en las fronteras de una isla
-el agua junto al pie, y el alma al cuello-;
yo, el hombre, sí, yo mismo, yo, más solo
que tú, hombre como yo; tanto o más lejos
de la verdad que tú, o acaso menos,
o acaso más...
Oh, qué torpeza el hombre;
oh, qué locura el hombre; oh, qué destierro,
qué cueva sin salida, qué raíces
sucias de tierra, qué turbión, qué dédalo,
qué picador en lo hondo de una mina
sin la luz encendida del minero...
El hombre, yo, lo he dicho ya, creía
que siempre habría más, que habría tiempo
para más. ..¿Para qué, niño de Batres?
¿Para qué que no sea tu silencio
junto al pan en la tarde; con tus ojos
volcados en la nada, en Dios inmersos?...
El hombre, yo, junto al girar del cántaro,
que busca sin descanso, aquí, en el centro
de la plaza, a la orilla del arado,
o en el arado mismo, junto al hierro
resplandeciente de la vertedera,
¿está definitivamente ciego?...
Vas a pasar, Señor, ya sé quién eres;
tócame por si no estoy bien despierto.
Soy el hombre, ¿me ves? , soy todo el hombre.
Mírame Tú, Señor, si no te veo.
No hay horas, no hay reloj, ni hay otra fuerza
que la que Tú me des, ni hay otro empleo
mejor que el de tu viña...
Pasa...
Llama...
Vuelve a llamarme...
¿Qué hora es? No cuento
ya bien. ¿Es la de sexta? , ¿la de nona? ,
¿la undécima? ¿O ya es tarde?
Pasa...
Quiero
seguir, seguirte...
Llama. Estoy perdido;
estoy cansado; estoy amando, abriendo
mi corazón a todo todavía...
Dime que estás ahí, Señor; que dentro
de mi amor a las cosas Tú te escondes,
y que aparecerás un día lleno
de ese amor mismo ya transfigurado
en amor para Ti, ya tuyo. ..
El ciego,
el sordo, anda, tropieza, vacilante,
por la plaza vacía.
Ya no siento
quién soy. No me conozco...
¡Grita! ¡Nómbrame,
para saber que todavía es tiempo!...
Hace frío...
¿Será que la hora undécima
ha sonado en la nada?...
Avanzo, muerto
de impaciencia de estar en Ti, temblando
de Ti, muerto de Dios, muerto de miedo.
Yo soy el hombre, el hombre, tu esperanza,
el barro que dejaste en el misterio.
La partida
Contigo, mano a mano. Y no retiro
la postura, Señor. Jugamos fuerte.
Empeñada partida en que la muerte
será baza final. Apuesto. Miro
tus cartas, y me ganas siempre. Tiro
las mías. Das de nuevo. Quiero hacerte
trampas. Y no es posible. Clara suerte
tienes, contrario en el que tanto admiro.
Pierdo mucho, Señor. Y apenas queda
tiempo para el desquite. Haz Tú que pueda
igualar todavía. Si mi parte
no basta ya por pobre y mal jugada,
si de tanto caudal no queda nada,
ámame más, Señor, para ganarte.
La puerta
Golpeo ahora
-y nadie dentro-
con los nudillos
hasta hacerme sangre
-y nadie dentro-
en estas puertas donde sé
-¡con qué certeza!-
que estuvo la ternura,
que estuviste tú, amor,
zaguán de sombra, renovada lumbre,
con el vestido aquel de cada día,
distinto siempre,
y suave, entero, con la luz tejido.
Nada me importa que ese árbol,
que ahora se muestra en una frontera
inalcanzable,
no tuviera ese sabor que hoy siento,
añoro.
Lo que yo busco, vive
porque está en mi deseo,
y ese deseo sé que es mío, tanto
como lo perdí,
que no me pertenece,
que no puede esperar el desterrado.
Golpeo, y no contestan las cosas.
Y estaban. Aquí estábais, labios,
días, miedos y posesiones
fugaces, y extremadas razones, presas
de la inquietud.
Abra
quien abra,
responda quien responda,
sé que nunca será aquella voz,
aquella la acogida
por donde todo el día me anegaba
triunfando.
Sé que otra mano tomará aquel pomo
de la puerta, otra voz
-que yo querré encontrar en la memoria-
dirá: «Pasa aunque es tarde...»
Y entraré en la penumbra
-¿no dije antes que en la luz?-
doblando un poco el cuerpo
para que no se rompa del todo
la estrecha división de lo esperado
tanto tiempo.
Abra
quien abra,
pecho mío, ciego de incertidumbre,
sabio y caliente del refugio probado,
te precipitarás, porque la noche, fuera,
o el cegador día del que ahora vienes,
te habrán herido entre las ruinas
de la ciudadela abandonada.
Abra
quien abra,
golpeo, porque el brazo
tiene ya la costumbre mendicante
que le ha dado el amor.
Los herrajes hermosos,
la brillante fimbria de la puerta,
el asidero dulce del aldabón,
como un hombro desnudo,
salen al paso del mendigo, alargan
la conocida calle del deseo.
Puertas y puertas. Puertas.
Abra quien abra.
Llaman los puños apretados,
y aúlla, como un viento desconocido,
nuestra doliente voz
en la nevada calle
que se va prolongando hasta la muerte
con sus puertas cerradas.
La tarea
Qué esfuerzos por ser hombre, qué trabajo forzado
por hacer este torpe varón que, apenas hecho,
se vio imperfecto y débil, por la pasión deshecho,
y herido a cada paso del camino empezado.
¿Por qué siguió? , decidme. ¿Por qué seguí?
¿He andado
lo suficiente fuera? Porque, dentro del pecho,
yo sé bien qué carreras, qué saltos hasta el techo
del alma- ¡oh, saltimbanqui de soledad!-h e dado.
Cuando la obra estuvo casi hecha: un remedo
de música, de sueño, de defensa, de miedo,
se vino abajo todo lo que se alzó conmigo.
Cuando se miró el hombre para ver dónde estaba,
vio tendida hacia el viento su mano de mendigo,
y en ella, una moneda que ya nadie tomaba.
Lastres
Canta el mar a mis pies, canta y resuena,
y dice su mensaje apresurado
hasta escalar la soledad del prado
donde otra playa de verdor se estrena.
Se ve en la hondura el oro de la arena,
la sangre de la ola, en el tejado,
ya allá, el azul del cielo, traspasado
por la niebla que al monte se encadena.
Amor del que nací, vuelve y empieza
de nuevo donde surge la belleza
y hace jugoso todo cuanto toca.
Corazón enredado, sal si puedes,
o besa entre los hilos de estas redes
la misma sal de aquella antigua boca.
Madrigal
Porque te hice de la nada,
de la sorpresa y el deseo,
de la carne de las palabras
y con la forma de los sueños,
y porque sólo una mirada,
sólo un temblor entre mis dedos
eres, y por mis labios pasas
dándole alivio a mi destierro,
en la alta noche me amenazan
tus vecindades tan sin peso;
la soledad cerca mi alma;
hombre de barro soy y temo.
Llega la estrella a mi ventana.
Como te hice te recuerdo.
Duermes. Yo soy el que te canta,
hacia la muerte, con el viento.
Mis ojos van por estos árboles...
Mis ojos van por estos árboles,
pájaros tristes del otoño,
desalentados, con memoria
de los verdores más remotos.
Dudan, avanzan, se confunden
entre los círculos de oro;
llegan ahora hasta las últimas
galerías del cielo absorto
para caer precipitados
en el camino frío y hondo;
llevan las alas malheridas
por un antiguo, oscuro plomo.
¿Dónde estarán aquellas sedas
de ayer, aquel aire sonoro?
¿La vecindad de aquellos nidos,
su humilde y delicado trono?
Sé que vendrán miradas, aves,
cuando yo sea sombra sólo
y buscarán entre las ramas
la antigua herida de mis ojos.
¿Hacia qué amor irá la noche?
¿qué luz tendrá la tarde? ¿cómo
caerán entonces en mis techos
las hojas muertas del otoño?
Mujer, quiero ya huir, quiero sentirte...
Mujer, quiero ya huir, quiero sentirte
tan distinta, distante, adivinada,
que el tacto sea ajeno a la llegada
y aun el sueño incapaz para fingirte.
Tan lejos que no pueda orarte, herirte
-blanco de mi plegaria y mi lanzada-;
que seamos, tú, carne en ala alzada,
y yo, babel de amor por conseguirte.
¿No ves que a este velarte y revelarte
se sublevan mis brazos maniatados
en el deleite o cruz de tu presencia?
Sombra me alcanza ya de no alcanzarte.
y tengo verso y sangre preparados
para vivir la muerte de tu ausencia.
No sé si soy así ni si me llamo...
No sé si soy así ni si me llamo
así como me llaman diariamente;
sé que de amor me lleno dulcemente
y en voz a borbotones me derramo.
Lluvia sin ocasión, huerto sin amo
donde el fruto se cae sobradamente
y donde miel y tierra, juntamente,
suben a mi garganta, tramo a tramo.
Suben y ya no sé donde coincide
mi angustia con mi júbilo, ordenando
esta razón sonora y sucesiva.
Y estoy condecorado, aunque lo olvide,
por un antiguo nombre en que cantando
voy a mi soledad definitiva.
Oferta
Voy hacia ti, luz y fe por ti logradas,
con el valor del labio y de la frente;
todo mi ardor, ya sed en tu corriente,
destino entre tus manos sosegadas.
Traigo una nueva vida a tus miradas
en triunfo conseguida; tibiamente
iré dando a tu anhelo transparente
este retorno cálido de espadas.
Labraré el alto cauce. Por tu río
toda mi voluntad será la rama
que doble al paso fiel de tu navío,
y en el rizado encaje de la estela,
iré buscando el ángel que me llama
desde tus limpios ojos de gacela.
Paisaje inicial
Ya todo preparado,
suspendidas las lágrimas de aquel párpado antiguo
todo deshabitado para el tacto que estrena
la raíz poderosa de su hermosura fácil
-oh, terciopelos muertos de rubor en la espalda!-
la pared y la acacia,
y hasta aquella esquina que jugaba su luz indeseable,
y el hombre primitivo desempolvando gestos,
y aun el niño.
Sí, el niño también iba tras de su ligereza
comunicando brillos de estrellas trasnochadas
-¡Corre, que llega la sombra!-
Sí, hasta el niño me vio aquel silencio
madrugador a oscuras.
Y no pasaba nada;
ni mi inocencia lejos de los álamos
-mis árboles cordiales-,
ni un recuerdo de nieve
por la cabeza pálida y peinada.
Yo sabía mi nombre, y la hora, y la prisa,
porque traen las mañanas hace tiempo un mandato,
y creía en Dios, dulce, maravillosamente…
¿Es bastante?
No sé quién puede levantar así, sin piedras y sin nubes
esta residencia ya tan cercana al cielo;
no sé quién puede destinar al vuelo
tanta arena sin ala, sin recuerdo y sin hojas;
pero es que estaba todo tímido y preparado,
también yo en mi silencio,
en mi ignorancia oculta,
como un lagarto frío entre las piedras.
Nadie, nadie sabía que yo hacía mis versos
con mi sangre cortada por el hielo del hombre.
Y a veces del amigo,
y de mí mismo a veces.
Nadie vio en mis mejillas
este revés del cielo
que se muere de sed inaplacable;
y yo iba tan despierto
que en este gesto triste que no sé a quién le debo
había una promesa rotunda de la aurora.
Todo estaba dispuesto,
y yo entré como el viento cerca de la campana,
por los desorbitados ojos de alguna torre.
Entré.
Preguntadme ahora cómo es mi habitación.
Yo os la describiré a ciegas y cantando,
hasta el detalle mínimo;
pero de aquella entrada nada sabré decir.
No me exijáis tampoco.
“No la toquéis ya más…”
O sí; rompedla, heridla,
estrujadla en las manos
o echádsela a los muertos,
“…que así es la rosa”.
Piedra y cielo de Roma
Ese dedo de Dios, eternamente
acercándose al hombre -y no lo toca-,
ese soplo encendido de su boca
que da sentido a un torso y a una frente,
ese ser poderoso y derribado
que recibe la llama de la vida
en la carne, de amor estremecida,
en el barro, de amor humanizado,
no son tuyos; no has sido tú el maestro,
ni el creador, ni el oficiante diestro;
no era tuya la mano que pintaba.
Eras el obediente y conducido.
Dentro de un paraíso, aún no perdido,
también a ti el Señor te señalaba.
Qué quieto está ahora el mundo. Y tú, Dios mío...
Qué quieto está ahora el mundo. Y tú, Dios mío,
qué cerca estás. Podría hasta tocarte.
Y hasta reconocerte en cualquier parte
de la tierra. Podría decir: río,
y nombrar a tu sangre. En el vacío
de esta tarde, decir: Dios, y encontrarte
en esas nubes. ¡Oh, Señor, hablarte,
y responderme Tú en el verso mío!
Porque estás tan en todo, y yo lo siento,
que, más que nunca, en la quietud del día
se evidencian tus manos y tu acento.
Diría muerte, ahora, y no se oiría
mi voz. Eternidad, repetiría
la antigua y musical lengua del viento.
Se oye levísima la voz...
Se oye levísima la voz
del viento. Suena entre los árboles
quizá como nunca sonó.
La noche nace como un río
de las manos mismas de Dios.
Yo miro desde mi ventana.
Yo no rezo ni lloro. Yo
no pregunto ni espero. Miro.
Te sé mirándome, Señor.
Desorbitadamente quieta
está la noche entre los dos.
¿Qué mandato el de tu palabra?
qué música la de tu voz?
No hay nadie. No, Señor; no hay nadie.
Solo con mi silencio estoy.
Solo contigo. Me das miedo.
¿Y a Ti no te doy miedo yo?
La noche es una espada fría
que amenaza con su fulgor.
Luchamos denodadamente
para ganarnos. ¡Cuánto amor
nos dejamos en la batalla!
Los caballos de mi pasión
piafan inquietos en la sangre,
pero tu ejército es peor.
Sé que beso la muerte cuando beso...
Sé que beso la muerte cuando beso
tu piel que aloja y vence a la hermosura,
y que el final que mi pasión procura
es lugar de la muerte al que regreso.
Sé que en ti misma acabas, y por eso,
al sentir que en mis labios tu madura
forma de amor, mi sangre más oscura
se rebela en las cárceles del beso.
Sé que rozo y consigo un sólo instante,
que aire recojo sólo y ligereza
de lo que poco a poco nos destruya.
Y en tu boca cegada y anhelante
sé que te besa toda mi tristeza
y que beso mi muerte por la tuya.
Sí; tú eres el amor. Y nadie enfrente...
Sí; tú eres el amor. Y nadie enfrente.
No hay nadie al otro lado. cuando besas
vas a tus mismos labios, y regresas
vacía para buscarte inútilmente.
está sólo el amor. No de repente.
En el origen ya, ya en las promesas,
juntas las manos y las alas presas,
llora el amor su soledad naciente.
Porque eres tú el amor. Y nadie ayuda
a librar la batalla. Surge, muda,
ciega, una sombra cerca... ¿Es el amante?
¿O es el mar del amor, donde se acaba
todo el caudal que la pasión llevaba,
bebiendo eternidad en un instante?
Soneto
Soy esto sólo, un grito que se ordena
para cantarte a ti recién venida,
un ala inesperada y decidida
que roza en esa piel, en esa arena
de tus hombros, y ciega se encadena
al brillo de tu pelo, donde anida
la nieve más alzada y escogida
de tu frente: la sien o la azucena.
Y nada más y nada menos, eso
que a tanta luz responde, a gracias tantas
que el aire lo resuelve en un murmullo;
un momento de ardor, un libre beso,
una ceniza ya que tú levantas
de un fuego más antiguo que este tuyo.
Soneto a una muchacha enamorada
Si de algo supe fue de amor. Lo digo
con miedo, con ternura, con futuro
para rendir mi cuenta. Sí; lo juro:
si de algo sé es de amor, y él es testigo.
El es a un tiempo apoyo y enemigo,
él lo más miserable y lo más puro.
a ti te acecha en tu desvelo oscuro,
y yo, sólo, entre sueños, lo persigo.
Pero, aunque sé de amor y nadie sabe
tanto de amor, ni amor mismo, no cabe
en otro amor mi tiempo y mi amargura.
Desde tu amor no sabes tu del mío.
Ni yo del tuyo sé. No sabe el río
del agua pura y niña de la altura.
Soneto de la nieve todavía
Mira cómo se quema el Guadarrama
en sus torres azules. Esa loma
tiene un poco de nieve, una paloma
que ha librado sus alas de la llama.
Qué desierta de pájaros la rama
donde a la luz mi corazón se asoma,
como un clavel de invierno sin aroma
como un campo segado de retama.
Crezco de amor bajo este sol tendido,
y crecen las montañas imitando
el hielo que mi ardor no te ha deshecho.
Bajo un ave de nieve estoy vencido
y están sus alas frías coronando
una sierra de sangre por mi pecho.
Te han nacido los ojos con preguntas...
Te han nacido los ojos con preguntas,
y sin cesar me asedias preguntando.
Y yo sin contestar... Hija, ¿hasta cuándo
mudos tú y yo: dos ignorancias juntas?
¿Hasta cuándo en silencio irán las yuntas
de tu asombro y mi amor; de mí, temblando,
y de ti, poco a poco, asegurando
música sin palabras...? Sé que apuntas,
en brotes de miradas, rosas rojas
que un día se harán voz contra mi pecho
y tendré con la voz que responderte.
Se turbará mi otoño entre tus hojas,
y las mías serán un vasto lecho
donde al hundir tu pie suene mi muerte.
Tú eres el corazón con lo vivido...
Tú eres el corazón con lo vivido;
en ti está todo lo que atrás vamos dejando,
lo que hemos ido con pasión amando,
definitivamente ya perdido.
En ti vemos las gracias que se han ido,
los paisajes y el cielo de ayer, cuando
las cosas que ahora sigues recordando
flotan sobre las aguas del olvido.
Pero vives y estás: claro y pequeño,
miras aquellos prados, aquel sueño
tan lejano, las rosas de aquel día.
Crees que puedes cambiar toda la suerte
y, aunque vamos derechos a la muerte,
vives de lo pasado todavía.
Veo a diario tu casa que, encendida...
Veo a diario tu casa que, encendida
con ese sol, ya casi en primavera,
es la rosa del día más primera
por donde tú apareces a la vida.
Así mi corazón, casa dormida,
tiembla bajo tu sol, y no quisiera
más ventanas de amor, ni más espera
que la de hallarse en tu estación florida.
Veo a tu casa en la alta noche ahora,
la nieve de la luna con las hiedras
de la sombra escalando el muro frío,
como mi corazón, también, que añora
tantos días sin sol sobre sus piedras,
tantas noches sin ti en el pecho mío.
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