Sergio Manganelli
Nació en Haedo, Provincia de Buenos Aires, Argentina, el 28 de febrero de 1967. Reside actualmente en San Antonio de Padua, al oeste del conurbano bonaerense. Sus poemas y artículos han sido publicados en una importante cantidad de diarios argentinos, de México y España. Asimismo en revistas culturales y literarias de Argentina, Cuba, Italia, España, México, Estados Unidos, Puerto Rico, Francia, Colombia, Venezuela, Chile, Brasil, Honduras, etc... Obtuvo entre 1991 y 1999 una treintena de premios y menciones en su país y el extranjero. Se encuentra trabajando en la edición de “Sangre de Toro” -poemas y banderillas-, que se editará inicialmente en Buenos Aires y luego en España.
Nació en Haedo, Provincia de Buenos Aires, Argentina, el 28 de febrero de 1967. Reside actualmente en San Antonio de Padua, al oeste del conurbano bonaerense. Sus poemas y artículos han sido publicados en una importante cantidad de diarios argentinos, de México y España. Asimismo en revistas culturales y literarias de Argentina, Cuba, Italia, España, México, Estados Unidos, Puerto Rico, Francia, Colombia, Venezuela, Chile, Brasil, Honduras, etc... Obtuvo entre 1991 y 1999 una treintena de premios y menciones en su país y el extranjero. Se encuentra trabajando en la edición de “Sangre de Toro” -poemas y banderillas-, que se editará inicialmente en Buenos Aires y luego en España.
En 2011 ha ganado el Premio de Poesía de la Universidad de Cali, Colombia y el Premio de Poesía “Leopoldo Marechal”, que otorga el Municipio de Morón, Buenos Aires, Argentina.
POEMA 42
Hoy ha caído un hombre.
Desde la cima
de un andamio,
con su overol
de azul descolorido,
la herramienta aún tibia
en el costado
y un casco tan inútil
como el grito.
Un perito sin ley
registra en acta.
El porvenir
tumbado en la vereda,
anticipando el hambre
de sus hijos,
la mirada morbosa
de las fieras
y al capataz
como único testigo.
Allí quedaron
los sueños resignados,
la vida sin color,
la espera sin sentido,
el último jornal
que no pagaron,
los ojos que no ven
mirando al cielo,
su historia
en un legajo del archivo.
Muy pocos notarán
su traspié hacia el silencio
(donde ya no replican los martillos)
la falta de su olor,
la ausencia de sus rastros,
de su queja ancestral
ahogada en grapa
o su risa inusual
blindada en vino.
El hueco en la ronda de barajas.
La pelota que no devuelve al niño.
La silla frente al plato del domingo.
Mientras repintan
el cartel de “hay vacantes”
sobre el portón de chapas
del destino.
Ahora que ya
no guardo prisas,
ni azares de primera mano,
ni cumbre a plazo fijo,
ni coartada idiota,
o amuleto feliz
contra el olvido,
ni besos desayuno,
ni graffitis de amor
sobre muros de trigo.
Justo cuando
se duerme mi desánimo
la siesta del domingo
y el carrusel de insomnios
se abstiene de sortijas,
ahora que mi rencor
anda descalzo,
que las nueces son mucho más
que médicos y ruido.
En este tiempo
en que las bienvenidas
tiemblan en los espejos
y el pasado nos pica
como un cuervo de exilio.
Precisamente ahora
en que ya no soy huésped
debajo tu piel,
ni miel bajo tu ropa,
me afiebra el horror cotidiano,
mientras aguardo turno
en la antesala del miserable destino.
Recién en esta tarde
de muelle sin pañuelos,
silencio sin conjuros,
plumas huérfanas,
ojos sin deseo,
acupuntura torpe
contra el miedo,
mayo sin poesía,
soledad y trapecio.
En esta hora
que no transmite nada,
este rato perdido,
sin cuerda en el reloj,
pantano de las emociones,
arena y espejismo.
Esta calle desolada,
este latir sin sangre,
esta hiel y este frío.
Acabo de descubrir
una paloma sin rumbo
que me anida en la puerta,
un caracol de lluvia,
reproduciendo el eco
de un dolor repetido.
PACHECO
Envuelto en un revuelo
de mancha venenosa,
golondrina y relámpago
en el patio sin cielo,
sándwich de contrabando,
herido por desdén.
Tenaz al sonreír
con ojos deslumbrados,
prodigio y quasimodo
va Pacheco.
Respirando burbujas
de jabón La Espuma,
la mirada infantil
velada por el miedo
y ese vaivén
de tonta marioneta,
cuchillo de las risas
ogro pobre
malogrado arlequín
agonizante
enfermo
abandonado,
va Pacheco.
Una mañana
de silencio
y desgano
jugó su última siesta
a la mancha asesina,
todos nos opusimos
al decreto fatal
que se nos haya muerto,
por la fullera parca
que le rozó las ropas,
justito antes
que pudiéramos soplarle,
la contraseña tierna
que enjuaga los destinos.
Mancha tuberculosis
-diagnóstico alarmante
enfundado en barbijos-
y nadie quiso sepultar
su cuerpo contagioso
de piedra calcinada,
que nunca más
navegará baldosas
con puntos cardinales,
ni ya será cangrejo,
o cíclope,
ni torpe barrilete
de sábana y terraza.
Apenas un despojo
una incomodidad
un muerto,
para nosotros
una módica causa
de azucarar la vida
sin dobleces ni dádivas,
un hermano mayor
un desconsuelo.
Va Pacheco.
Los que sobrellevamos
miseria y desvarío,
nos vestimos de lutos prematuros
o de amnesia,
de ruinas acordadas
o prisiones,
de fondo de botella
o memoria martirio,
mientras a las puertas del túnel
la araña hilaba como epílogo
su malla de colar
ternuras imprevistas.
Pacheco, luminoso,
descolgó la camisa
del perchero,
calzó su bombín
de escupidera
y se marchó invisible,
en medio de la bulla
de rezos y bomberos,
a guaridas y escombros,
contra todo pronóstico.
Vuelo y extravío
de lázaro sin pompas,
primicia de la muerte,
telegrama feroz
cesanteando a la infancia,
desgajada inocencia,
almácigo de duelos.
Mancha ceniza.
Pacheco va.
Yo no digo jamás
lo que usted piensa.
Yo digo pan
y estoy diciendo niño,
usted piensa
en un arma.
Si digo patria
digo casa y potrero,
callecita o escuela,
barrilete de trapos,
compinches de la infancia.
Usted entiende
bronce de a caballo,
fanfarrias y cañones,
arengas de frontera,
memoria ensangrentada.
Cuando susurro dios
-suelo hacerlo en minúsculas-
usted prescribe liturgias y sotanas,
infiernos en latín,
no acariciarse el pito,
yo apenas pretendo decir:
no tengo fuerza.
Digo violencia
frente al plato vacío
y al bebé condenado
en la balanza,
usted tiende a pensar
que sentencio las piedras arrojadas,
o la mirada torva del borracho
o la mano insistente de los desarrapados,
hay un malentendido.
Si digo solo,
usted tan solo piensa
en solamente.
Si digo falta
es porque dije
Benedetti,
Mercedes,
nonna,
mi padre,
el Flaco,
Trejo
y otros tantos.
Usted entiende
tribunal y multa gambeteada.
Cuando digo fuga
hablo de una mesa de café
o de un pibe que sueña
tras las rejas,
usted alerta
mira de reojo los candados.
Si digo discreción
sugiero no apremiar
al otro con vergüenzas,
usted piensa en metralla.
Cuando digo dolor
me refiero a la madre
del pibe baleado en un afano,
usted prepara whisky y aspirinas.
Suelo decir perfume
-de jazmines o fresias-
usted piensa en Chanel.
Si digo mulas
sueño en cruzar Los Andes,
usted en pobres tipos
que acarrean
su podrida ganancia.
Cuando digo valor
no estoy diciendo precio.
Cuando digo mañana
voy diciendo futuro.
Cuando digo justicia
no diría jamás lo que usted piensa.
Hay que tener cuidado
de no tropezar con un domingo,
sobre todo a las siete de la tarde.
Que ese día no te rocen
las hebras de la telaraña,
o la espina flamante
de un antiguo dolor.
No bebas
ni la copa turbia,
ni el café espeso
de la pena arbitraria.
Ni se te ocurra
desempolvar ayeres.
O almorzar pesadillas.
Es terrible el domingo,
con su santificada soledad
y ese desamparo de séptimo día.
Parece que Dios
tiene cerrado su shopping de milagros.
Nunca tropieces con esa jornada feroz,
sobre todo en sus tardes homicidas,
cuando tus ojos se vuelven pozos
que pueden ahogarte para siempre.
Jamás le des la espalda
a la tristeza un domingo,
menos aún si tras la puerta
viene cayendo el sol.
Te matan sin pudor.
Son días despiadados.
Nunca tropieces con un domingo
mucho menos a las siete de la tarde.
Yo sé lo que te digo.
Lo más complicado de la muerte
no es morir,
sino acostumbrarnos a que la vida
se las arregle sin nosotros,
que ni siquiera perciba
nuestro sillón vacío,
el polvo en nuestros libros.
Lo triste es añorar,
-debajo de la tierra
o zumbando en el aire-
el beso de los buenos,
la taza de café,
la balada de amor,
o el ardid asesino.
Lo maravilloso es
que entre tanto despojo,
nos abriga el recuerdo
de ausencias que sentimos.
Solo algo consuela:
el corazón del grillo
en la palma de Eos.
Poema 32
Los que se matan
jamás son aquellos
que no quieren vivir,
esos apenas aprietan el gatillo
o tragan el veneno.
Los que de veras mueren,
los que en verdad se pierden,
son esos tipos aéreos
enamorados de la vida,
esa hembra estupenda
que cada tanto
les deja encendida
la luz en la ventana,
y que una noche
del carnaval menos pensado
se les suelta de la mano,
la pierden de vista
en el corso febril
de la avenida de los sueños.
Y corren, gritan, se desgarran
intentando reencontrarla
debajo de cualquier mascarita.
Hasta que tras el redoble
de lo que ellos creen
la última comparsa
se miran abatidos,
se tocan desolados
y se acuestan sin vida,
pretendiendo aliviarse
en la caricia trágica
de una puta de negro.
La patria
es un café
al que desciende,
bajo un fragor de lluvia,
estremecida,
su plena luz
de arcángel suburbano,
florida de castaños,
desvelada de augurios
y urgencia metafísica.
A trocarme ese absurdo
rebaño de la pena
por guiños y candiles,
verdad perecedera,
parábolas de musas
y viajeros,
o a ayudarme a cruzar
a través suyo,
salvar de sur a norte
las barricas.
Hasta la incierta hora
en que gravita
el aura de la ausencia
entre sus labios,
y el vaho del amor
fermenta los silencios,
en la borra
de un pocillo
abandonado.
La noche determina
su desfalco de estrellas
opacadas,
y sobre el plato del reloj
el segundero aquieta
su espasmódico esgrima
giratorio.
Hoy la vida es un beso taciturno,
un silencioso golpe
de espuma derramada.
Un pez naranja,
una copa
de vides entreabiertas,
un soplo de ceniza.
Un jardín,
callada inmolación,
en donde triunfa el bien,
como una estrella amarga.
Un transparente brillar de caracolas,
y un mar azul,
lejano,
bramando como un toro
sobre la arena helada.
La madrugada es un banderillero negro,
y la poesía sangre irremediable.
Para ser claro,
renuncio a las frases alusivas,
a la caligrafía pálida
sobre el cuaderno mudo de las tumbas,
rechazo el podio hipócrita
de la bondad post mortem,
y a esa memoria tan desmemoriada.
Yo no quiero que apunten
en mi lápida la palabra yace,
me niego espeluznado.
No anhelo ese cheque grosero
con el que expían de mármol de hospital
lo que siempre te negaron avaros.
Ni acepto que se luzca
bajo una lluvia
de mierda de palomas
ese verbo impiadoso
en tercera persona.
No le abro los postigos,
ni a sus endebles secuaces
el adjetivo inerte
el absurdo abatido
menos aún al implacable muerto
-auxiliares morbosos de crónicas de sangre-
prefiero que sentencien
se pudre
se funde
se disuelve
pero jamás
yace.
Porque la muerte
puede sea otra cosa,
menos sucia y severa,
mejor que la tapa biselada y sorda,
quizás algo tan simple
como tumbarse al sol,
sobre el pasto o la arena
en una tarde franca y sin ruinas,
con vino y con regazo,
y sonrisas con huella
y dialecto de besos
y un murmullo entrañable
que recite poemas.
Quizás yacer
no sea esa quietud
de corazones secos,
ni el sueño, ni el olvido,
sino un íntimo zafarrancho,
un arrebato de vida sin permiso,
un insomnio de goce,
con marea de lluvia
y peces sin abismo.
Una muchacha fresca,
pechos de hierbabuena,
que te besa la ausencia
sin placebo y sin pena.
Ojalá no sea
el hartado celeste
de los castos y pulcros,
tampoco el infierno ceniza,
el hoyo de un ambiente
con renta anticipada,
sino jugar rayuela
hasta llegar al cielo,
y que don dios gorrión
disponga tiernamente:
“levántate y vuela”.
Puede que signifique
cerrar la vida apenas,
como quien deja un libro,
hasta que en una noche
de miedo a la tormenta,
o duda desvelada,
lo hojeen conmovidos,
esos ojos más nuevos
que guardan mi mirada.
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