Silvio Mattoni
Nació en Córdoba en 1969. En poesía, publicó El bizantino (1994), Tres poemas dramáticos (1995), Sagitario (1998), Canéforas (2000), El país de las larvas (2001), Hilos (2002), El paseo (2003), Poemas sentimentales (2005), Excursiones (2006), El descuido (2007), La división del día. Poemas 1992-2000 (2008) y Héroes (2009). En ensayo, los libros Koré (2000), El cuenco de plata (2003), y El presente (2008).Tradujo a Henri Michaux, Francis Ponge, Catulo, Marguerite Duras, Diderot, Mario Luzi, Georges Bataille, Cesare Pavese, Pascal Quignard, Louis-René des Forêts, Yves Bonnefoy y Robert Marteau, entre otros.
autobiografía
Nací en los suburbios de Córdoba,
a la noche, en un hospital de locos,
cabeza abajo y pataleando al cielo.
El aire del murciélago ya era
para mí una fábrica de espanto.
Me llamo Silvio, y naturalmente
no elegí la ciudad ni el adjetivo
paradójico. Un día me atraparon
con unos libros y llegué sin pausas
a la universidad. Algunas chicas,
como suele ocurrir, no me miraron...
Después encontré una y me casé.
Casi tengo tres hijas, cuando aplico
mi invierno a estos versitos, sus demandas
me tiran boca arriba y me retuerzo
de muda risa. ¿Me habré muerto afuera
de tanto ver el cielo que se torna
cada vez más hermoso?
alfabetización
No tengo más que un día en primer grado,
único recuerdo que no inventó
sus palabras. Seguro que mi cara
competía en blancura con la tela
del guardapolvo. Pero llegó el miedo
cuando unos profesores de gimnasia
pidieron uniformes, sogas, palos
de escoba recortados. ¿Qué pensé?
¿De dónde aquella idea de torturas
o de combates cuerpo a cuerpo? ¿Dónde
capté esa información interceptada
sobre un castigo que no discrimina
y pega a todos por igual? Me cuentan
que estuve ahí tres meses, ya vaciados
de mi memoria. Dicen: “otro día
te hiciste pis encima, la maestra
no te dejó ir al baño hasta el recreo”.
¿Canjearon la vergüenza incontinente
por las artes marciales tan temidas?
Y habré escondido la felicidad
de no saber leer y poco a poco
dibujar, descifrar mi paraíso.
En la siguiente escuela, que parece
eterna, saturada de minutos
de intensa expectativa y de niñitas
deseadas, quizá aprendí dos lemas:
no hay que mostrar el miedo ni el amor
- aprovechar el sabor de las bocas
con que la suerte besa -, y que siempre
es preciso fingir que uno es judío
para escapar del catecismo y ver
la risa de seis años de Judith.
Las calamidades
Los faros del auto iluminan la ruta.
¿Cómo podremos decir lo que debe ser dicho,
si cuatro amigos viajan, perdido el tiempo
en que se visitaban? Largo y viejo
es el auto: la edad de las visitaciones
se ha ido con los éxtasis. Ni la más pequeña
de las lágrimas cabe en las palabras.
Los conduce la noche, si no el sombrío
encierro de esa cápsula arrojada
en el camino, a hablar, ¿con qué propósito?
Uno por uno, aunque se dirigiesen
a los demás, siempre sería uno.
El presente, en efecto, es igual para todos,
pero lo que se pierde nunca lo es:
así el instante de sus palabras permanece
virtual y simplemente separado del resto.
1
Maldice el día en que se detuvo
¿Quién puede prever lo que va a pasar?
¿Quién, saber lo que le espera? Yo tuve
la esperanza acuática de mi destreza
en el arte de pintar. Mezclaba entonces
cada tono, finísimas láminas, efectos
de luz y sombra. Pero los años
no me dieron la medida exacta
de mi trabajo. ¿Adónde están ahora
mis potencias? ¿En qué lugar se decidió
poner un límite a mis manos? ¿Tuve
algo, alguna vez? Recuerdo, amigos,
a una chica pálida y diminuta
que hablaba muy despacio. La quise,
vivimos juntos cuatro años. Al pintar,
su cuerpo era un remolino vacilante
sobre un banco de madera. Cuando se fue,
supe que yo no sería nada, apenas
un mediocre artesano, uno de miles,
preparando un futuro ajeno. ¿Adónde
se cortó ese hilo que me sostenía
del cielo? Entonces yo flotaba y ahora
me hundo en los más oscuros pozos,
en la inmovilidad, en la repetición
más anodina. Las aguas del destino,
¿pude haberlas surcado? ¿Había un barquero?
¿Qué hice mal? ¿Qué moneda olvidé,
cegado por el velo de mi juventud? Amigos,
ustedes no pueden saberlo, pero pienso:
¿habrá aún esperanza para mí?
http://poetasaltuntun.blogspot.com/2010/04/silvio-mattoni.html
La canción de los héroes
(selección)
Heroísmo
Leí que el heroísmo es una opción
sólo para quien lucha en desventaja.
¿Será por eso que en algún momento
decisivo quisiéramos mirar
hacia atrás, hacia la altura de una muralla
de donde nos rogaron no salir?
Sabemos que no hay nadie, y además
¿cómo ver el peligro que se arroja
enfrente de nosotros? Aquel día,
con pocas horas de sueño en la mañana infame
de la clínica pulcra, había pasado
una semana de crueldades infundadas
sobre tu cuerpo de dos meses, iban
a hacerte una pequeña operación
con anestesia e impunemente usaban
la lengua griega: una biopsia hepática.
Aterrado, impertérrito, yo había
mantenido mi apático optimismo:
las desgracias son raras y a mí
no me hacen falta. Bastantes temas
hay ya en haber nacido, en los niños,
la vejez y la muerte. Pero caminé
repitiendo canciones que el azar
ponía en mi cabeza, y en la barra
del café hospitalario, justo antes
de que entraras, Galileo, dormido
al quirófano, sentí que me llegaba
el llanto. “¡Andrómaca –me dije–,
no me dejés salir a la llanura!”
Y pensé en Baudelaire, el pusilánime,
que nunca tuvo hijos. Aunque enseguida
corrí a esperarte y enfrenté la tortura
porque si había un héroe en este mundo
ése eras vos, en plena desventaja,
sin palabras, luchando con bracitos
minúsculos contra la invasión médica.
Ahora creciste, ganaste peso, sonreís
a cada rato. Cada mañana pido
al vacío que combina esto que hay
una pequeña Troya de cien años
para que vivas hasta ser un viejito
sabio y desmemoriado. No escuchemos
el murmullo lejano de los griegos.
No existen, y sí, nosotros nos movemos.
Pedido
A pesar de saber que todo tiene
un final, que se acelera la pérdida
de fuerza, que las cosas vivientes van
a desaparecer o que igual mi mundo
limita con la nada percibida,
de todas formas las nubes grises viajan
cruzando el frío y me dictan, les dicto
un pedido para la primavera: que él
pueda tocar las flores amarillas del patio,
y que pueda aprender a pronunciar
la ardua sílaba “flor” en nuestro idioma;
que pueda ver las sierras verdes todavía,
que sepa caminar por sus senderos
de piedra y granza formados con huellas
durante años, antes de que naciera
yo, su padre. Aunque la función paterna
parezca siempre una carga, el viejo cuerpo
sobre los hombros nuevos, aunque mi edad
le recuerde el final, la brevedad del brillo
de estar vivo, un pobre toldo verde
en la terraza de gente desconocida
me repite que pida, aunque no haya
nadie más que yo y mis frases pensándose
en un escritorio: que él hable, piense, ría
a carcajadas como ahora puede,
que quiera, juegue y llore cuando descubra
una imagen, un nombre; que esté contento
la mayor parte del tiempo, que no se apene
cuando me muera porque ya hice
casi todo; que podamos ver juntos la creciente
de un río, arriba, y meditar acaso
sobre las frases hechas y el paso de los años.
Más allá de la verdad o el delirio
que imagina la nada, que acumula
tantos signos siniestros, las yemas de sus dedos
tanteando mi palma, hace un rato, antes
de dormitarse, me recuerdan como si fuera
ciego, sordo y mudo, en un lenguaje
de puntos de percusión, que aún debo pedir:
que la alegría y lo que siempre falta
para seguir deseando estén con él
como siempre han estado conmigo, como están
su madre y sus hermanas en la casa
picando y repicando las sílabas preciosas
que forman un mensaje balbuceado;
que no preste atención a las palabras
más que al gesto, el cielo pareciera
llover pero no llueve ni hace señas,
estas gotas cayendo son de mi lapicera.
El yo
Ése que estaba ayer frente a una mesa
de fórmica, esperando la llegada de alguien
y simulando hacer lo que se hace
en una oficina, mientras lo distraen
los murmullos de quienes ya han usado
el tiempo para charlar, el que sintió
cierto desaliento, sin nada que ahí llame
o acompañe, ni una ventana para ver
la siesta luminosa y las palomas gordas
que afuera se burlaban casi a carcajadas
en “u” del mármol falso, que no piensan
en torturarse ellas mismas, ése era yo.
Ése que el verano pasado en un día
apenas empezado trató de despertarse
tomándose un café en el bar de la clínica,
pero sin buscar demasiada atención
para que nada lo apartara de la idea
de una vida feliz, el que salió a la puerta
antes de subir a la pieza donde habían
dormido su mujer y su hijo y pudo oler
el rocío sobre el pasto del parque de enfrente,
diciéndose que no podía ser, que era imposible
que el mundo fuera tan hermoso y a la vez
tan cruel, aunque por suerte a él la belleza
no lo engatusaba, o casi, ése era yo.
Ése que hace veinte años una noche
caminaba en la calle con un vaso en la mano,
antes de las prohibiciones, y charlaba
con todos los borrachos, sus amigos casuales,
irreconocibles de día, el que se reía
de sí mismo y de los libros que ya entonces
parecían un destino demasiado parco,
el que se sentó en una placita con un gay
condenado a vivir poco, un pintor
fracasado aún joven y un par de anónimos
drogadictos, y vio un escarabajo
escalando baldosones de cemento,
obstinado por los focos o un instinto
inaccesible, ignorante, ése era yo.
Todas las dentistas son lindas
Mis dentistas son altas, lindas, alumnas
de otra que debió ser un centelleo
de belleza juvenil y todavía
tiene una sonrisa encantadora. ¿De dónde
salió esta raza? ¿Es otro mundo?
De algún modo, nada menos que una clase
social reproduciéndose. Me torturan
con delicadeza infinita, dedos finos
envueltos en látex. En los momentos
de dolor más álgido, empiezo
a pensar cómo serán sus vidas y cómo
se acostumbra uno a sufrir en beneficio
de una meta diferida. Escucho
el kitsch musical que no perdona
a nadie. Especulo sobre la habilidad
manual de una profesión que acaso garantiza
un mínimo imaginario de nivel
en la escala onírica de la economía,
aunque sea tan servil, húmeda, monótona
como el trabajo del esclavo para que goce
otro. Y así de a poco en esas tardes
me adormezco y olvido los pinchazos.
No es valor, apenas una respuesta
a la agresión intermitente y prolongada.
Pero yo puedo entender o acordarme
de su cuerpo flaco con la mitad
de lo que pesa ahora, abrochado
a una camilla móvil en la máquina
que filmaría un líquido fosforescente
atravesando los canales de sus órganos
diminutos y tan sólo a dos meses
de arrancar. Puedo verlo todavía llorar
por la inyección del material radioactivo
y cansarse después, cerrar los ojos,
dormirse mientras el aparato del infierno
movía ejes mecánicos y prendía
dispositivos electrónicos. No precisaba
valentía: resignación al presente
por un bien que no está ahí. Yo sí,
y no la tenía, no la quería, pero igual
no se me escapó el grito. Laocoonte
habrá llorado cuando las serpientes
sombrías lo apretaban, aunque no
por sí mismo sino por sus hijos. Era
absurda la condena, sin sentido, casi
estúpidamente divina, y en el instante
en que el aullido enorme parecía
pronunciarse en sus labios, apretó
los dientes y decidió morir como una estatua.
Al bebé le rodeaban el cuerpo los abrojos
de una tecnología cada vez más necia
y soñaba en su belleza inaccesible.
Así son, ahora, mis dentistas, que ignoran
la existencia del mal. Se dedican
a su oficio y no imaginan los tristes
pensamientos del paciente. Despreocupadas
tararean canciones, hablan solas,
y como mi hijito, perfectamente
saludables, se ríen ante el más pequeño
de los gestos que algún otro les hace.
Carta
“Querido Ratón Pérez:
Le escribo esta carta
para informarle que el día lunes
12 de octubre se me cayó
mi primera muela y la he perdido.
Espero que la haya encontrado
y guardado, ya que es muy importante
para mí porque, como ya he mencionado,
es la primera muela que se me salió.”
Y firma. ¿Serán imprescindibles
estos pequeños mitos incluso cuando
la edad nos dice que pasaron
los años de creer? O al revés, nunca
hemos creído. Hijita, la lágrima
y la risa de tu eficacia, tu claridad
tratan de aliviar al padre incrédulo.
¿A quién se dirigen mis cartas cada día?
¿Por cuánto tiempo más seguiría
enviándolas si de verdad no hubiera
nada en el sentido? Como vos, Margarita,
sé que no existen las monedas secretas,
que gastar no es perder. ¿Escribiremos
todavía una carta que no se cambie
por nada? Pasan los mensajeros cotidianos
de noche, en puntas de pie, y se llevan
tus dientes blancos para hacer collares
o juguetes de marfil para sus crías ínfimas.
Hacen un ruido sordo que se confunde a veces
con tu respiración resfriada del invierno
o el suspiro sofocado de calor. Se van
con los poemas a cuestas para envolver
las piezas preciosas y encender después
un fuego subterráneo. Soy ahora
un otro que no cree ya en sí mismo
pero miro a la gente pasando pensativa
y no hay nadie como vos que pueda
escribir una carta tan precisa.
Río
Si no me diera miedo este vacío
que no tiene lugar, no tiene idioma
y parece haber perdido todo el tiempo
que existe, te escribiría una carta
plagada de figuras persuasivas
para que perdonaras cuatro días
de sacrificio impuesto. Veo los “morros”
que rodean la pista de despegue
desde amplios ventanales modernistas,
pero la ciudad carnavalesca y tórrida
se desvanece sin huellas; en la antesala
de traslados inútiles, perpetuos, escucho
el llamado a embarcarse por los altoparlantes
y allá espera Caronte de uniforme
más lindo de lo que suele imaginarse.
¿Por qué el impulso de irse, de pasar
a otros lados, sólo aviva el deseo
de volver? La respuesta es tu nombre
que instaura el orden musical de una vida
agudamente intensa. Tendré que saborear
el agua amarga y ácida del Leteo
hasta que me permitas tocar de nuevo
tus labios, la fuente de tus frases y después
una dosis de olvido nos traiga la memoria.
Ayer mientras caminaba por las calles
sin mirar casi nada, pensando en los trabajos
y los días que pasás en mi ausencia,
recordé aquellos versos que leíste una noche
a miles de kilómetros de mí,
que pedían “piedad” como en cualquier poema
y en toda voz donde vibra una nota de muerte.
En el latín local, que me invadió estos días
con su promesa de desaparición,
“piedade” rima con “saudade”, que dicen
equivale a nuestra “nostalgia” griega.
Dolor de regresar o más bien aguijón
que pincha el plexo y empuja a volver
desesperadamente. Y sos la isla, el único lugar
con algún sentido en el mundo, si todavía
existe algo así. No vi sirenas, ni cíclopes,
ni sombras extrañas, sólo gente parecida
que ostenta, que codicia, que ríe y se disipa.
Y sé que no estuviste tejiendo y destejiendo
en nuestra casa de niños que se hamacan
constantes, rumorosos y hasta convalecientes.
Quisiera que un poeta no haya mentido tanto
y Caronte me lleve sólo a dar un paseo,
y que vos, sin decirlo, prendieras una chispa
de tus ojos de almendra cuando vieras que vuelvo.
Ahora pondré tu nombre, Cecilia, en un regalo
que no dirá en verdad el aire que me diste,
que acá inspiraste cuando me asfixiaba
con el soplo de tu voz en esta imagen
de escucha. En la delicadeza de tus lóbulos
mínimamente adornados quizá ponga una gota
de algo gratuito y bello que no se deba
a mi fantasma de helénico egoísmo.
Psyjé
Seas quien seas, escuchá estos versos
arrancados del olvido, ¿en qué época
supe que eras la parte de mí
que vi en un sueño? Ahora estoy diciéndote
con los ojos abiertos que no hay paseos
en donde te ofrezcas como espectáculo
ni en jaulas ni en tarimas, apenas
son las pantallas que titilan colmadas
de frases y fragmentos. Pero alguna vez
las palabras fueron o se volvieron un soplo
interno, eso que está destinado, y lo sabe,
a cortarse, como un interruptor prometido
para el fin del tiempo de uno. Y además
junto al cuerpo desnudo del fluir sin voz
estaba su deseo, lo ignorado, el pequeño
ser que busca una satisfacción imposible.
Dos criaturas acostadas juntas sobre el pasto
de una casa de campo, alquilada, debajo
de una enredadera tupida, con flores,
que daba sombra al dormir de la chica-
voz y el chico-deseo. ¿Vale todavía
decir alegorías? Las plantas se callaban,
aunque hay quienes las leen como letras,
pero sólo se hunden en el barro, buscan
alimentarse por abajo, ¿por qué gastan entonces
brillantes colores, perfumes? Es la constante
ansiedad de repetirse. Acaso Séneca
tenía razón y la meta de todo sea
la aniquilación del mundo, la gente,
las ciudades, el campo, las montañas.
Los libros se destruyen por sí solos.
Sin embargo, ahí esos chicos dormían
abrazados, sin tocarse los labios, pero cerca
de besarse. Reconocí al muchacho
de las alas, pero no recordé el mito
de la chica: ¿sirena, arpía, alma
de un árbol o de un yo? Relato último
que se descubre cuando es imposible
ser otro y que anticipa la muerte
individual – la otra, la peor, el fin
de cada ser amado, cada libro, cada imagen
y hasta de los sabores que elegimos
no estaba, por suerte, en el jardín aquel.
¿Cuándo se descubre la conexión
mía con vos, vocecita intratable?
¿Es un saber o un sorber? ¿Por qué
empecé a escribir? Ya no existen
panteones, templos, siquiera bibliotecas
materialmente hablando, sólo yo
que te llevo conmigo a todas partes.
¿Deberé ser el lugar donde este rato
de comunicación se mantenga? Les pediré
a otros la inocencia, la jardinería
y hasta la música. En medio de las sierras
reverdecidas de enero, sin tiempo
para pensar, traeré cosas, artefactos
nuevos, seas quien seas, un poco de placer
o alegría disipada, la que permite
regalarse pensando: lámpara deslumbrante
y ventana abierta al calor negrísimo
para que pueda entrar el chico de las flechas.
Seas quien seas, escuchá estos versos
arrancados del olvido, ¿en qué época
supe que eras la parte de mí
que vi en un sueño? Ahora estoy diciéndote
con los ojos abiertos que no hay paseos
en donde te ofrezcas como espectáculo
ni en jaulas ni en tarimas, apenas
son las pantallas que titilan colmadas
de frases y fragmentos. Pero alguna vez
las palabras fueron o se volvieron un soplo
interno, eso que está destinado, y lo sabe,
a cortarse, como un interruptor prometido
para el fin del tiempo de uno. Y además
junto al cuerpo desnudo del fluir sin voz
estaba su deseo, lo ignorado, el pequeño
ser que busca una satisfacción imposible.
Dos criaturas acostadas juntas sobre el pasto
de una casa de campo, alquilada, debajo
de una enredadera tupida, con flores,
que daba sombra al dormir de la chica-
voz y el chico-deseo. ¿Vale todavía
decir alegorías? Las plantas se callaban,
aunque hay quienes las leen como letras,
pero sólo se hunden en el barro, buscan
alimentarse por abajo, ¿por qué gastan entonces
brillantes colores, perfumes? Es la constante
ansiedad de repetirse. Acaso Séneca
tenía razón y la meta de todo sea
la aniquilación del mundo, la gente,
las ciudades, el campo, las montañas.
Los libros se destruyen por sí solos.
Sin embargo, ahí esos chicos dormían
abrazados, sin tocarse los labios, pero cerca
de besarse. Reconocí al muchacho
de las alas, pero no recordé el mito
de la chica: ¿sirena, arpía, alma
de un árbol o de un yo? Relato último
que se descubre cuando es imposible
ser otro y que anticipa la muerte
individual – la otra, la peor, el fin
de cada ser amado, cada libro, cada imagen
y hasta de los sabores que elegimos
no estaba, por suerte, en el jardín aquel.
¿Cuándo se descubre la conexión
mía con vos, vocecita intratable?
¿Es un saber o un sorber? ¿Por qué
empecé a escribir? Ya no existen
panteones, templos, siquiera bibliotecas
materialmente hablando, sólo yo
que te llevo conmigo a todas partes.
¿Deberé ser el lugar donde este rato
de comunicación se mantenga? Les pediré
a otros la inocencia, la jardinería
y hasta la música. En medio de las sierras
reverdecidas de enero, sin tiempo
para pensar, traeré cosas, artefactos
nuevos, seas quien seas, un poco de placer
o alegría disipada, la que permite
regalarse pensando: lámpara deslumbrante
y ventana abierta al calor negrísimo
para que pueda entrar el chico de las flechas.
Señalamientos
No dejás de agarrarte a la baranda
de caucho y aluminio, aunque no salta
el coche rojo y rápido, un triciclo
de ruedas con aire, que cruzan suavemente
cualquier pozo o fisura en las veredas.
Hoy no vienen tus hermanas, pero vendrán
mañana a visitar la calesita y asistirte
en tus primeras vueltas. Nos movemos
a un ritmo casi gimnástico. Yo empujo
más con la izquierda que con la derecha:
se ha descentrado la rueda delantera
pero igual anda bien. Un mecanismo, pienso,
aunque se mueva no señala vida.
Y vos en el trayecto sólo reclamarás
con el índice erguido seres vivos.
No hay mucho más que perros en la calle
y sus distintos pelos y tamaños se pronuncian
con tu mínima sílaba de boca cerrada,
la misma que canturrea de alegría
cuando se acuerda de los tonos aprendidos
en un año de acunarse, bañarse, estar jugando,
¿cómo escribir el murmullo, el exclamado
aliento que toca tus cuerdas vocales
y apenas sale quizá por las narices?
En cada cuadra, un perro, le apuntás
con el dedo y lo llamás: “¡hum!” Te das vuelta
para explicármelo: “¡hummm!” Como en el campo
ante un gran pájaro que caminaba por el pasto
cerca de la cabaña o al descubrir los sapos
gigantescos o chicos que se sentaban a mirar
las mariposas pululando alrededor
de los focos de noche. Y no pudiste ver
la liebre de febrero que atravesó el camino
y se detuvo a esperar el paso de las luces
del auto, porque también hubieras
levantado el índice derecho y habrías dicho,
mirándonos a todos, allá: “¡hum!” Incluso
un visitante, un amigo, algún pariente
necesitan tu dedo para ser el objeto
de la palabra que inventaste. Un nene: “hum”,
para jugar, tocar. Un caballo: “hummm”,
demasiado grande. Un sapo: “humm”, quisieras
apretarlo un poquito entre tus dedos. Un hombre: “humm”,
que te lleve en brazos a ver cosas lejanas.
Ahora seguimos viaje sin frenar casi nunca
salvo que alguien elogie tu belleza canónica,
sobre todo mujeres aficionadas a los bucles
rubios, ojos azules y cara redondeada
de angelitos barrocos. Entonces tu ostensión
indicial simula el roce de un dios
que no articula frases, tan sólo el acto
del querer decir: eso, ahí está
lo que quiero, lo que me gustaría
tocar. Nunca comida, más bien alguien
que acaso alcance la yema del dedo
erguido en su señalamiento: “humm… hum”,
a pesar del chupete que trajiste
y modula tu propio signo único.
Las tres hermanas mayores no están
acá con vos, sin embargo almacenan
las interpretaciones de tu gesto
pragmático, infinito. Rodeamos ya la plaza.
Se alquila un pony: “humm”, pero nadie
me cuidaría el coche si te animaras
a subir encima. Mañana volveremos
a probar tu aniversario en el vértigo
de moverse al aire del mundo, dando vueltas
en aquella calesita enclenque, al compás
de canciones monótonas que te harán
bailar sentado. Te subirás al cisne
de plástico y metal con una hermana
atenta, seguidora de cada idea tuya.
El león y el caballo son muy altos
pero el cisne se sienta y prestará ese cuello
estilizado, absurdo para que lo agarres
y expreses una felicidad dubitativa.
Antes de que volvamos por las mismas veredas,
rápido porque ya viene una tormenta, quiero
registrar el colmo de tu intervención
que hiciste bajo la bóveda de la noche
en tu primera ida fuera de la ciudad.
Señalé arriba y miraste el chorro blanco
de puntos desordenados, algunos que titilan
dicen que son estrellas moribundas.
¿Cuántos fragmentos del guerrero Orión
habían desaparecido cuando vimos
juntos en el cielo del campo y las sierras
su cinturón, su espada, sus brazos extendidos?
Rastros de luz a mil millones de años
de distancia, pero tu dedo los señala y dice
“¡hum!”, porque nunca en los patios de casa
brillaron tanto, y yo te digo: “Sí, Orión,
al cinturón acá le dicen Las tres
Marías.” Y como todo mensaje
llega a destino, hasta el de una estrella
que murió y yace en el fondo de un pozo
oscuro, sé que pronto, en unos años,
tendrás el telescopio que inventó tu tocayo.
Las primeras gotas caen en las baldosas
que hierven. Faltan dos cuadras, empujo
tu carrito con más fuerza, le corro
el toldo negro y rojo, aunque te inclines
hacia adelante, siempre, devorando el paisaje
del barrio. La razón está en tu signo:
no vale más la arbitraria constelación
–que vimos de cabeza– que las últimas flores
de un arbusto de verano o los sonidos
de la gente que pasamos o los saltos bruscos
de un piso de adoquines justo antes de llegar
y que ahí estaba cuando yo nací
y mi padre y el padre de mi padre, es decir,
“¡hum!”, piedras que son como tatarabuelos.
ACLARACIÓN
La selección pertenece al libro inédito La canción de los héroes.
http://www.no-retornable.com.ar/v5/verso/mattoni.html
La música y la carne
Había que bajar la vista: cantaban
pero casi gemían personas raras, habitantes
de un desierto ignorado por nosotros.
Esperábamos que nuestros hijos, al amparo
de refugios antiguos, frágiles ya,
tocaran sus instrumentos de madera, arduos,
que viajan cinco siglos en un abrir
de ojos. Pero entre las cuerdas y los niños
irrumpían los sintetizadores baratos, voces
sin adiestrar que lamentaban sus vidas,
los lesionados, los dañados, los moribundos
aunque alejados de toda pobreza real, o sea
aletargados antes del fin en un poco de plata
que nunca significa, que es la nada
de significar. La violonchelista (8 años)
y el violinista (11) no parecían afectados
por la vergüenza de una señora temblona
que se olvidaba de morirse y desafinaba
boleros, ni hablemos de canzonettas
amorosas. ¿Y no descendían sus cuerditas
de una mítica, desgraciadamente hermética,
lira? ¿Y no bajaban ellos, de golpe, dando
roces de arco, deslizándose, hasta acá
en nuestro presente? Los hermanos menores
se agitaban entre el público, se oponían
a toda indiferencia y animaban a los gritos
la concentración necesaria, la matemática
de los mayores. Si pudiera traducir
en palabras aquella división
del mundo, la fe de los instrumentistas
sería una oda a los hermanitos admiradores
que diría: “Galileo y Leonardo, chicos sabios,
cuando están en sus casas hacen cosas notables.
Con las manos rotan juguetes enormes
o minúsculos, igual de cuidadosamente,
y a veces matan la atención requerida
rompiéndolos o tirándolos lejos como quien
abandona la presa ya inmóvil. Pero muchas
otras veces nos traen, palpitantes,
sus tesoros de plástico, besados, sin nombre.
Sus caras serias provocan el asombro
general y tienen tías que se ríen
por la velocidad de sus pasitos.”
Esto oímos, y estábamos a salvo,
al parecer, de la carne que muere a cada instante,
sólo teníamos orejas para los que crecen.
en La pieza de los chicos, 2013
No dejás de agarrarte a la baranda
de caucho y aluminio, aunque no salta
el coche rojo y rápido, un triciclo
de ruedas con aire, que cruzan suavemente
cualquier pozo o fisura en las veredas.
Hoy no vienen tus hermanas, pero vendrán
mañana a visitar la calesita y asistirte
en tus primeras vueltas. Nos movemos
a un ritmo casi gimnástico. Yo empujo
más con la izquierda que con la derecha:
se ha descentrado la rueda delantera
pero igual anda bien. Un mecanismo, pienso,
aunque se mueva no señala vida.
Y vos en el trayecto sólo reclamarás
con el índice erguido seres vivos.
No hay mucho más que perros en la calle
y sus distintos pelos y tamaños se pronuncian
con tu mínima sílaba de boca cerrada,
la misma que canturrea de alegría
cuando se acuerda de los tonos aprendidos
en un año de acunarse, bañarse, estar jugando,
¿cómo escribir el murmullo, el exclamado
aliento que toca tus cuerdas vocales
y apenas sale quizá por las narices?
En cada cuadra, un perro, le apuntás
con el dedo y lo llamás: “¡hum!” Te das vuelta
para explicármelo: “¡hummm!” Como en el campo
ante un gran pájaro que caminaba por el pasto
cerca de la cabaña o al descubrir los sapos
gigantescos o chicos que se sentaban a mirar
las mariposas pululando alrededor
de los focos de noche. Y no pudiste ver
la liebre de febrero que atravesó el camino
y se detuvo a esperar el paso de las luces
del auto, porque también hubieras
levantado el índice derecho y habrías dicho,
mirándonos a todos, allá: “¡hum!” Incluso
un visitante, un amigo, algún pariente
necesitan tu dedo para ser el objeto
de la palabra que inventaste. Un nene: “hum”,
para jugar, tocar. Un caballo: “hummm”,
demasiado grande. Un sapo: “humm”, quisieras
apretarlo un poquito entre tus dedos. Un hombre: “humm”,
que te lleve en brazos a ver cosas lejanas.
Ahora seguimos viaje sin frenar casi nunca
salvo que alguien elogie tu belleza canónica,
sobre todo mujeres aficionadas a los bucles
rubios, ojos azules y cara redondeada
de angelitos barrocos. Entonces tu ostensión
indicial simula el roce de un dios
que no articula frases, tan sólo el acto
del querer decir: eso, ahí está
lo que quiero, lo que me gustaría
tocar. Nunca comida, más bien alguien
que acaso alcance la yema del dedo
erguido en su señalamiento: “humm… hum”,
a pesar del chupete que trajiste
y modula tu propio signo único.
Las tres hermanas mayores no están
acá con vos, sin embargo almacenan
las interpretaciones de tu gesto
pragmático, infinito. Rodeamos ya la plaza.
Se alquila un pony: “humm”, pero nadie
me cuidaría el coche si te animaras
a subir encima. Mañana volveremos
a probar tu aniversario en el vértigo
de moverse al aire del mundo, dando vueltas
en aquella calesita enclenque, al compás
de canciones monótonas que te harán
bailar sentado. Te subirás al cisne
de plástico y metal con una hermana
atenta, seguidora de cada idea tuya.
El león y el caballo son muy altos
pero el cisne se sienta y prestará ese cuello
estilizado, absurdo para que lo agarres
y expreses una felicidad dubitativa.
Antes de que volvamos por las mismas veredas,
rápido porque ya viene una tormenta, quiero
registrar el colmo de tu intervención
que hiciste bajo la bóveda de la noche
en tu primera ida fuera de la ciudad.
Señalé arriba y miraste el chorro blanco
de puntos desordenados, algunos que titilan
dicen que son estrellas moribundas.
¿Cuántos fragmentos del guerrero Orión
habían desaparecido cuando vimos
juntos en el cielo del campo y las sierras
su cinturón, su espada, sus brazos extendidos?
Rastros de luz a mil millones de años
de distancia, pero tu dedo los señala y dice
“¡hum!”, porque nunca en los patios de casa
brillaron tanto, y yo te digo: “Sí, Orión,
al cinturón acá le dicen Las tres
Marías.” Y como todo mensaje
llega a destino, hasta el de una estrella
que murió y yace en el fondo de un pozo
oscuro, sé que pronto, en unos años,
tendrás el telescopio que inventó tu tocayo.
Las primeras gotas caen en las baldosas
que hierven. Faltan dos cuadras, empujo
tu carrito con más fuerza, le corro
el toldo negro y rojo, aunque te inclines
hacia adelante, siempre, devorando el paisaje
del barrio. La razón está en tu signo:
no vale más la arbitraria constelación
–que vimos de cabeza– que las últimas flores
de un arbusto de verano o los sonidos
de la gente que pasamos o los saltos bruscos
de un piso de adoquines justo antes de llegar
y que ahí estaba cuando yo nací
y mi padre y el padre de mi padre, es decir,
“¡hum!”, piedras que son como tatarabuelos.
ACLARACIÓN
La selección pertenece al libro inédito La canción de los héroes.
http://www.no-retornable.com.ar/v5/verso/mattoni.html
La música y la carne
Había que bajar la vista: cantaban
pero casi gemían personas raras, habitantes
de un desierto ignorado por nosotros.
Esperábamos que nuestros hijos, al amparo
de refugios antiguos, frágiles ya,
tocaran sus instrumentos de madera, arduos,
que viajan cinco siglos en un abrir
de ojos. Pero entre las cuerdas y los niños
irrumpían los sintetizadores baratos, voces
sin adiestrar que lamentaban sus vidas,
los lesionados, los dañados, los moribundos
aunque alejados de toda pobreza real, o sea
aletargados antes del fin en un poco de plata
que nunca significa, que es la nada
de significar. La violonchelista (8 años)
y el violinista (11) no parecían afectados
por la vergüenza de una señora temblona
que se olvidaba de morirse y desafinaba
boleros, ni hablemos de canzonettas
amorosas. ¿Y no descendían sus cuerditas
de una mítica, desgraciadamente hermética,
lira? ¿Y no bajaban ellos, de golpe, dando
roces de arco, deslizándose, hasta acá
en nuestro presente? Los hermanos menores
se agitaban entre el público, se oponían
a toda indiferencia y animaban a los gritos
la concentración necesaria, la matemática
de los mayores. Si pudiera traducir
en palabras aquella división
del mundo, la fe de los instrumentistas
sería una oda a los hermanitos admiradores
que diría: “Galileo y Leonardo, chicos sabios,
cuando están en sus casas hacen cosas notables.
Con las manos rotan juguetes enormes
o minúsculos, igual de cuidadosamente,
y a veces matan la atención requerida
rompiéndolos o tirándolos lejos como quien
abandona la presa ya inmóvil. Pero muchas
otras veces nos traen, palpitantes,
sus tesoros de plástico, besados, sin nombre.
Sus caras serias provocan el asombro
general y tienen tías que se ríen
por la velocidad de sus pasitos.”
Esto oímos, y estábamos a salvo,
al parecer, de la carne que muere a cada instante,
sólo teníamos orejas para los que crecen.
en La pieza de los chicos, 2013
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