martes, 18 de octubre de 2011

TORIKO TAKARABE [4.964]


Toriko Takarabe 

[Niigata, Japón 1933], pasó la niñez en la Manchuria china invadida por los japoneses y tras la invasión soviética huyó a Tyoshun,
donde sobrevivió disfrazándose de niño durante un año.

Ha publicado el poemario Cuando era niña (1965), con el tema de la derrota de la Guerra y los refugiados, y en 2005 la novela La tierra fértil, el infi erno, con el mismo tema. Para Toriko Takarabe, China es la segunda tierra  natal, y las experiencias y los recuerdos de esa tierra son el fundamento de su poesía. Ha traducido al japonés diversos poemas contemporáneos chinos y ha publicado algunas colecciones de esos poemas traducidos.

Es ganadora del Premio de Poesía Contemporánea “Hana-tsubaki”, el Premio Sakutaro Hagiwara, el Premio del Museo de Poesía, el Premio Chikyu (el Globo), entre otros. Su poemario más reciente se titula El que parte nueces, con poemas escritos bajo la infl uencia del “haiku”. 




LA MUERTE QUE SIEMPRE VEO

             A mi hermana pequeña, que murió como refugiada

Vestida de azul celeste,
mi hermana aparecía y desaparecía en un bosquecillo.
Con una flor de peonía, casi del tamaño de su cara,
mi hermana, ay, se cae debajo del puente.
Al fondo de ese río del valle lejano,
permanezco despierto,
para recogerla en mis brazos.
Una herida azul
atraviesa mis brazos

Desorientadas por un fuego corredizo que viene del campo,
ya ni mi hermana ni yo nos encontramos allí.
Un grito sollozante que se escucha
en medio de los maíces no es mío.
Al despertarme,
me doy cuenta:
abandoné a mi hermana
en la inmensa garganta del sueño.
Ya no volveré,
no volveré jamás

Pero ¡corre, corre!
Se me abre la herida a medida que corro,
se me abre con color de peonía,
y me muero, me muero muchas veces.
Tras mi muerte,
mi hermana se esconde en el bosquecillo,
donde hay un nido de pájaros.
Se la tragó la corriente amarilla del Río Tangwang

De repente me despierto.
No podré volver, no quiero escuchar un disparo
en medio del sueño con los restos de un grito sollozante.



El perro retórico

Del extremo del campo desierto corre el viento
como un perro salvaje: al escribirlo, tuve un desasosiego
ante la expresión, quizá porque tiene una retórica inútil.
En el campo desierto bajo la oscuridad del alba
corre algo que no se sabe si es un viento o un perro:
ésta es la frase que corresponde a mi primera impresión.
En realidad, del extremo del campo desierto corren perros
como el viento, unos perros hambrientos
que vienen en manada a toda carrera

El viento huele a bestia
El viento corre con flameantes pelos desconocidos
El viento golpea con ferocidad
El viento muge en remolinos alrededor del bebé
El viento corre recogiendo algo dulce y blando

Los perros parecían remolinos
porque todavía no amanecía
supongamos que hay cadáveres de los refugiados,
botados por allí
¿El viento sonará más poético que el perro?
¿Me conduce a salvarme a mí mismo?
En fin, los perros devorarán al bebé
Aunque así sea el mundo,
no quiero distinguir el viento y los perros salvajes.
Ambos corren con pelos flameantes




FIELD NOTES —EN BAHU-TUN DE JILIN—

Hice un viaje con mi padre en las vacaciones de verano
 de la primaria,
en un pasado remoto, ya casi inexistente.
A un caserío llamado Bahu-tun de Jilin...
a un caserío llamado Bahu-tun...
Mi padre ordenó a mi madre que me cortara
 el pelo al rape
y que me dejara así, hasta que naciera un niño triste
 con la cabeza rapada
y luego,
enfilamos a una región tan lejana, donde todavía
 se practicaba, decían,
el matrimonio prostitucional
Para obtener información folklórica
como dos hombres de viaje,
abordamos una canoa de madera que lanzaba un chillido,
y atravesamos el río Songhua

Un caserío con sauces hermosos,
construido por el aroma del agua,
a la orilla se congregaban muchos habitantes
 para observar la llegada
de la familia extranjera.
Después de varias preguntas y respuestas,
mi padre anotó en su cuaderno lo siguiente:
(Será lícito decir que la canoa, hecha con aparente
descuido, es un instrumento cotidiano, propio del pueblo
manchurio. La actual es de olmo, y la elaboran entre dos 
carpinteros en ocho meses. El costo de la producción es
aproximadamente doscientos yenes, y cada una aguanta
cuatro años de uso continuo. El ingreso diario por canoa
es 30 yenes.)

Al verme de espalda cuando oriné agachada en la ribera,
el viejo del caserío descubrió mi identidad y le rogó
 a mi padre
que me concediera en calidad de esposa para su hijo,
diciendo que le daría a cambio lo que fuera, oro,
 plata, seda, burro.
Depende del precio –dijo mi padre con aplomo.
Después de repartir cigarros a los habitantes, descendió
con el viejo a la orilla bajo el resplandor candente,
y empezaron a negociar, contando hojas fi ludas de sauce
 según la tradición
(En invierno se utilizan arvejas. En el negocio
 se utilizan objetos indivisibles)

Mi padre volvió solo con las hojas de sauce pegadas tanto
en los hombros como en la espalda
Me propuso mil yenes para comprarte,
 ¿quieres ser mujer ahora?
¿Qué tal?, me dijo con risa.
No estoy segura si fue una parte de la recolección
folklórica de mi padre,
ya que se trata de un pasado tan remoto.

Para evitar que los habitantes secuestraran a la chica
 que valía mil yenes,
me apuró mi padre, tenemos que apresurarnos.

Seguimos caminando sin parar, volteando hacia el rincón
 del techo de yeso blanco

De mi padre emanaba un aroma húmedo a sangre.
Tú eres un niño, me dijo mi padre,
tú eres un niño.
Prendí fuego al cigarro que mi padre tenía entre los labios.
En el río se sacudía una canoa.
Cuando salté al barco con una simulada agilidad de niño,
las olas de la orilla bajo la sombra larga del crepúsculo
se burlan... Byon, Byon, Byon




El agua y Mongolia

No pienso en el mar cuando tomo agua.
De pie en la cocina,
sólo alzo la mirada hacia el sucio ventilador azul.

No siento ni en el corazón ni en la espalda
las oleadas lejanas de la boca del río o de la bahía.
Que en medio de la llanura de Mongolia, parecida al mar,
haya un paso
con televisor
no se me ocurre, tampoco que el cuerpo humano
sea casi por completo de agua
ni que el alma sea de agua.

Cuando tomo agua,
con cariño corre una oveja por la tráquea
como una pincelada pianísima.
En ese instante el cuerpo sosegado
tiembla con fuerza,
pero no pienso en los mongoles que persiguen las ovejas
cuando el agua atraviesa la garganta

Ni tú pensarás cuando tomas agua
en hombres mongoles.
Ante el eco del sonido gutural,
no se te ocurrirá pensar
que los mongoles caminan hacia la orilla
a grandes zancadas con botas largas de cuero de oveja

Caminen, hasta donde resplandece el agua.
Al soplar el viento sobre la llanura seca de la orilla,
los pastos bajitos ondulan, como si las ovejas
estuvieran dormitando.
Los pastos secos se erizan susurrantes contra el viento,
la agilidad de los susurros movedizos,
¡qué brincos tan suaves!: –nada de esto
lo pensarán cuando el agua atraviesa la garganta.

Sólo de un vaso transparente
tomamos agua a borbotones sin pensar en nada.
Es lo más lógico.




La frase prohibida

No mires el pozo profundo,
que ahí siempre está muerta la hermana pequeña.
No te despiertes al amanecer,
que escucharás el eco de
los disparos y los retumbos de las orugas

En el mundo aún copian aquella época.
“La vida no tiene sentido”:
al escribir esta frase, originará una carcajada a mi hermana
difunta por primera vez.
“Claro, no tiene ningún sentido”,
sigue escribiendo la poeta con énfasis.

Sobreviviendo como refugiada, mi hermana,
un día antes de su muerte,
tuvo ansiedad por comer una salchicha.
El sentido de la vida que se intensifica
día tras día es siempre carnal.




REMOLINO DE HUMAREDA EN EL CONCIERTO

“En mi concierto arremolinan humaredas de cañones,
mi concierto es relativamente violento,
mi concierto es amado”,
dice el cantante con un gesto exagerado.
Dedica sus canciones con fervor
a los americanos necrofílicos,
que no dejan de amar la humareda y la violencia,
que no dejan de desparramar cadáveres en todo el mundo

Un sonido grave y retumbante vibra
en los corazones de las mujeres.
Y lo que vibra en los corazones
es algo violento
es algo obsceno.
Las mujeres se convulsionan con vergüenza,
pero no dejan de querer el sudor del cantante.

“Ay, Dios, dame los ojos para ver sin falla.
Como un arcoíris de misil que sobrepasa la montaña
desierta,
te voy a dar un consuelo tremendo”,
el cantante lanza con un beso
la bufanda empapada de sudor a los gritos.
Con una sonrisa de broma en una mejilla,
inicia el concierto en medio de la reverberación de las
lentejuelas

“Aunque no conozco España,
me gusta el flamenco.

Aunque no conozco el paraíso,
dicen que es donde yo nací”.
Aunque el cantante no parece un ángel,
ha de ser una variación.

Ha pasado medio siglo sin que nadie se dé cuenta,
y la poeta llora ante la broma de los años.
“Vamos, doncella platinada”,
cantaba para cortejar
y señalaba el cielo ese cantante que murió hace mucho
tiempo,
pero la poeta insiste en repetir el remolino de humareda,
quiere vengarse con un ritmo violento,
aun cuando todos los contrincantes estén muertos.

Poesía contemporánea del Japón Tetsuo Nakagami y Yutaka Hosono
Antología Coordinación editorial Gregory Zambrano
Los poemas incluidos en esta antología fueron traducidos por Ryukichi Terao.





The Tang-hu-lu Vendor 

                 —Grandmother talked

Above the plain the Galaxy, head reared,
plays the flute in the dark universe tonight,
yet you can’t hear it.
There must have been a word here
but everyone’s forgotten it.
(You’ve been looking for it ever since.)
Even so the loess went on striking people’s thin eardrums,
ceaselessly making a noise like rustling silk.
The night you were born a cold wind was blowing.
The large river that had rolled in grains of sand,
while tensing up at the hint of ice,
went on flowing north darkly.
 
The withered branches of weeping willows on the bank were swaying violently.
In my house at a street corner the river water
had amply enwrapped my little girl’s little womb.
In her womb were you, an infant,
pricking up your ears.
The voice that came through the wind
was blown apart in the wind
and when the fragments reassembled,
they reached your ear as
tang-hu-lu . . . tanfuru. . . .

You remember,
that was your father’s voice,
the strong, throaty voice tinged with sadness,
the voice of a Shan-dung man in large cotton-padded pants.
What’s wrapped in frozen molasses are scarlet haws.
Skewered like jewels and gleaming,
and those skewers, many stuck into reed bundles,
carrying them on his shoulders to sell them, he walks about,
runny nose freezing in cold wind.
That’s your hometown.
Tang-hu-lu. . . .
Tanfuru. . . .
Between the low rumbles of the river,
tanfuru . . . prolonging the tail-end,
caressing the womb with a faint lantern lit in it, passing by.

(When I heard a tang-hu-lu vendor’s call as a child
I somehow thought of the other world.
I thought it was the voices of dragon kings afloat midair
or a voice that would take my soul away.
I have no father.)
 
You can’t eat them without coating them with molasses,
those sour, puckery, medicinal seeds, poisonous seeds,
those scarlet seeds like planets ready to collapse,
you were chewing on them in the womb,
your face contorted,
a bitter, wrinkled, little face.
You took a breath,
swallowed the puckery haws,
then cried aloud
when you were born. You did.

Translations from the Japanese by Hiroaki Sato.





Field Notes 
 
                            —At Bahu-tun, Jilin

During grammar school summer vacation father and I traveled together,
a distant past that barely exists,
to a small village called Kichirin-sho Hako-ton—
to a small village called Bahu-tun—
Father made mother crop my short hair
until a lonely boy with a crewcut was born.
And we went to that remote place
where marriages were still said to be traded
to gather ethnic information.
Two men traveling,
we creakily rowed a dugout
and crossed the Songhua Jiang.

It was a village with beautiful willows.
On the riverbank made of the water’s smell
a crowd of villagers watched a parent and child of a different race.
After many questions and answers
father wrote in his notebook something like this:
“We can say the dugout, which appears crude, is one
ethnic tool unique to the Manchurian tribe. At present
they make them out of elm; two mu-jiang, ‘wood craftsmen,’
require eight months to build one, dedicating themselves to it.
The cost is about ¥200 each. You can use it for about four years.
The daily income from one is about ¥30.”
Seeing me squat on the riverbank, my back turned, and urinate,
an ancient man of the village understood what I actually was and pleaded with father:
I sincerely hope to have this girl as my son’s bride.
Gold or silver, silk, donkey, you may ask for anything you want.
If the price is right, I’ll be happy to sell her, father said calmly.
He handed out cigarettes to the villagers and, with the ancient man,
walked down to the water’s edge where the sun glistened.
In accordance with tradition they started negotiating by counting narrow willow leaves.
“During the winter they use green peas and such. For negotiations they use things that can’t be divided.”
Father came back, alone, with willow leaves clinging to the tip of his shoulder and back.
He priced you at ¥1,000. Will you become a woman for ¥1,000?
What do you say? he said, laughing.
Was it also part of his effort to gather ethnic information? I can’t say.
It’s in a distant past that barely exists.
Lest villagers kidnap his daughter priced at ¥1,000,
father hurried her along. We had to hurry.
We walked and walked, turning back to look at the corner of a white, plastered roof.

A cool scent of blood drifted from father.
You’re a boy, father said to me.
You are a boy.
I lit the cigarette father held in his mouth.
On the riverbank gout was bobbing.
When I jumped into it with a boy’s deliberate cleverness,
the waves on the bank where evening shadows were encroaching
sneered . . . byon byon byon.

Translations from the Japanese by Hiroaki Sato.




The Water and Mongolia 

When I drink water, I wouldn’t think of the sea.
I just stand in my kitchen,
looking up at the dirty blue ventilator.
 
I wouldn’t feel, in my mind or on my back,
estuaries, inlets, or roaring waves in the distance.
I wouldn’t think
that in the Mongolian grassland that resembles a sea,
in a pao in its midst,
there, too, is a TV. I wouldn’t think
that almost all of the human body is made of water.
I wouldn’t think the soul is made of water.
 
When I drink water
a sheep runs down my windpipe
like a brush of pianissimo.
At that moment my healed flesh
will give itself a tremble.
But when the water passes down my throat,
I wouldn’t think of a Mongolian man following his sheep.

When you drink water, you wouldn’t think of
a Mongolian man, either.
You wouldn’t think
that simply because the sound of your throat echoes,
the Mongolian man, in his long sheepskin boots,
walks down to the water’s edge, in large strides.
 
Walk, walk, to where the water shines.
When a wind blows across the withered grassland along the water’s edge,
the grass bends, flowing low, flowing low, just like sheep
asleep.
The withered grass rebels against the wind and stirs,
that quick, soft leap
of that stirring, moving sound! No, you wouldn’t think of such a thing,
when the water passes down your throat.

Simply from a transparent glass
you drink water single-mindedly.
That’s of course what you do.

Translations from the Japanese by Hiroaki Sato.








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