jueves, 23 de junio de 2011
3990.- CARLOS GARZÓN NOBOA
Carlos Garzón Noboa (Quito, Ecuador 1972). Es poeta y pintor. Autor de los poemarios Erial y Mínima antología personal, es coautor de La voz habitada. Siete poetas ecuatorianos frente a un nuevo siglo. Ha sido incluido en la antología Aldea poética de la editorial Ópera Prima de Madrid, y en la antología Ciudad en verso. Sus textos constan en revistas de Ecuador y Colombia. Es editor del Periódico de poesía del Municipio de Quito. Ha participado en varios encuentros literarios dentro y fuera del país.
Poética
VANIDAD
A Arthur Rimbaud
Página en blanco,
aún no soy digno de ti.
Poesía
Y todos cuantos vagan,
de ti me van mil gracias refiriendo…
San Juan de la Cruz
Quise crear tu cuerpo con el don de los cánticos:
inasible barro para esta voz mutilada.
¿Hasta cuándo serás aquel no sé qué que queda en mi gargnta?
Gravedad
El círculo se cierra.
Saltemos hacia dentro
con los brazos abiertos
para recibir nuestro cuerpo.
Éxtasis
El poema levita.
Variable sombra
en esta hoja vacía.
Eccehomo
Se cumple mi sentencia.
Me traicionan las palabras:
son los labios del látigo en la página.
Una incertidumbre me traspasa el pecho.
La corona es de versos.
Mi destino:
¿resucitar en el poema?
Envés del hijo
La tarde es el preludio del hallazgo
cuando nuestro cuerpo ya sin karma se marchita,
y en el sueño se dirige a la noche más antigua
sobre tumbas, sobre cardos, con un hijo en el regazo;
pero, como ciegos que a destiempo tropiezan con su vista,
despertamos lastimados por la luz de un nuevo día,
en cuyo tallo florece, invisible, aquel hijo no engendrado.
Letra muerta
¿Será tu voz la que mueva la piedra?
Poema 0
(una rosa en mi mano)
Destino,
la niña crecerá.
1, 2, 3,
Destino,
la niña crecerá.
4, 5, 6,
Destino,
la niña…
6, 5, 4,
La niña…
3, 2, 1,
…
0
(la rosa resucita
con la primera lágrima)
Réquiem
El músico se acercaba al final de la partitura. En cuestión de minutos, sería un instrumento roto bajo tierra. “Algo habrá que hacer”, pensaba este hombre concebido por claves y bemoles. Sus orejas de corcheas no se resignarían al silencio después de toda una vida escrita en pentagramas. Sin embargo, para el decisivo instante, el músico estuvo ya preparado. Y, a las tres de la tarde, murió con una sonrisa y una melodía en la memoria.
Transcurridos algunos años, empezó a brotar de su tumba aquella melodía. Los habitantes del lugar, al percatarse de este hecho, propagaron la noticia por los pueblos aledaños. Desde entonces, muchos conocidos y forasteros acudían todas las tardes para escuchar el misterioso concierto. Hasta que, cierta noche y con afán de esclarecer tan rotundo engaño, el sacerdote del pueblo decidió profanar la tumba del músico. Y, en efecto, al abrir la fúnebre caja musical, no encontró ningún milagro: sólo las flautas blancas de unos dulces huesos.
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