Annie Costello
(Murcia, 1992)Digo que estudio Historia del Arte por decir que estudio algo, pues eso es lo que siempre me dijeron que debía hacer. Lo cierto es que odio la universidad. Crecí en un sistema que me prometía el mundo y me engañó; ahora busco trabajo, vivo en la España profunda y escribo una primera novela que posiblemente nunca vea la luz.
La amenaza
En la escuela me enseñaron
a diferenciar plaquetas
de glóbulos blancos
y aunque no los haya visto
desteñirse en mis dedos, como el óleo,
sé cuándo alguien está más muerto
que vivo
por su carencia.
Lo adivino en los rostros de papiro
lo adivino en los labios sin resuello
en los murmullos que se extienden
cuando me creen ausente o dormida
–pues una ley moral ordena
apartar la juventud del cáncer
vendar de alivio su fresca mirada
embalsamar de cera sus oídos–.
Pero ya es demasiado tarde.
La primera imagen que conservo de mi padre
es su hombro resintiéndose
bajo el lastre de un ataúd.
El primer aroma de mi olfato
el amoniaco de un suelo clínico; el primer ritmo
el del oxígeno
en el gotero:
grulla cautiva.
Mi primer deseo de adulta
fue arrancarme los pechos
sesgarlos, cortarlos con cuchillas,
salir de mí, abrirme en dos, explorarme,
extirpar cualquier bulto que altere
la más recóndita armonía
de mis órganos necesarios.
Pero a solas vuelve una larga silueta
delgada y veloz gira, como un vórtice,
cubre de sombra mi cuerpo tendido
y hace un duelo de mis mejores años.
Entre la noche se me aparece
la mujer calva, agitando la mano
que me dio tantos billetes de diez
y expiró ensartada por la aguja;
su voz exánime llega desde el Tártaro:
tú serás la próxima, tú serás.
Antioración
Me obligaron a ser tan buena
que rezo más por tus muertos
que por tus monstruos.
No hoy.
Hoy la bondad tiene otro nombre
ha desechado las máscaras.
Hoy me visto de mis restos
de los restos de mis restos
los restos de alguien que una vez anduvo erguida
y se rodeó de fieles, les lavó los pies,
multiplicó sus dichas
(peces famélicos
que poco necesitaban para alimentarse)
los restos de alguien que dejó de ser alguien
después del tercer latigazo
para convertirse en estigma
el del milagro que no se produjo.
Los restos de alguien que al volver a la vida
aún tuvo que forcejear
con tu recuerdo
granítico,
impidiéndome el paso,
protegiendo el sepulcro
de lo que fuimos.
Pero emprendí mi éxodo,
el fuego en mi cabeza
consagrando
mi lengua al idioma del odio.
Camino hacia el Canáan que me juraste
y que vi de lejos tan sólo.
Me acerco a ti armada de cuernos
hondas, la espada del ángel,
aceite de ungir y las siete plagas,
las armas de profetas y pueblos heridos.
Me arrodillo ante el sanctasantórum
y a aquel rey justo, ¿Salomón era?
(el que casi escinde un bebé en discordia
como quien desgaja una fruta dulce)
le ofrezco el vino y le elevo el salmo
ojalá tú también lo oigas.
Que te escupan
en los ojos
hasta quedar ciego
hasta que no recuerdes
la belleza
que habitas sólo
con estar vivo.
Que te los arranquen.
Que te hagan el amor cada noche,
nunca dos mujeres
a la vez.
Que para sus senos basten
tus manos
(finitas).
Que para su boca baste
tu aliento
(ahorcado).
Que para sus piernas baste
tu envite
(exangüe).
Y que aún así no sea suficiente
y sufras.
Que te claven en una cruz
lo bastante alta para atisbar el mundo
y sus horrores, que son la suma
de todos los hombres que se te parecen.
Que la esponja en los labios te sepa a sangre
y sea vinagre y hiel lo que llores.
Que te avergüences.
Que te maten
como tú me mataste
un dos tres
hasta tres lanzadas.
Morir todos moriremos
yo en la campana de vidrio
mi amante en la guerra
mi madre en la camilla
mi hermana en el moho
pero tú mereces
pasar por el potro,
ser estirado
hasta el chasquido
como un elástico,
girar y girar sobre la parrilla;
ver caer a tiras tu piel descuajada;
oír el suspiro del león que aguarda
la torpeza de tus pasos en la arena.
Y la mayor tortura de todas:
que te amen.
Que una desconocida Verónica
mane del gentío, esquive los vítores,
enjugue
con su pañuelo
la herida de espina en tu frente
hasta formar lívidos
contornos
en su blancura,
mancillando la seda
con tu olfato permeable a cualquier engaño.
Que asistas a la atrocidad que es tu ser
anclándose para siempre en su Historia,
un no humano
un no animal
un no piedra
sólo la náusea
impresa a la fuerza
en la pureza de alguien,
que se hallaba allí por casualidad
y por error rebañó tu agonía.
Sabrás así que no eres digno
de su fallo
ni su sollozo,
tu cabeza no vale treinta monedas
la oreja de un soldado, el duelo de una virgen.
Lo entenderás,
retomarás tu ascenso
hacia el calvario,
por fin consciente
de que no eres pastor ni cordero
tampoco lobo, sino Baal.
Falso ídolo.
Res dorada.
Al tercer día,
dormirás.
Y ni siquiera entonces habrás sentido
la décima parte que yo.
Golpeo mi pecho con un puño que tiembla.
Perdón
Señor.
Perdón
Señor.
Ésta es la última
vez
que odio.
(mañana en la batalla piensa en mí)
Voy a robarle la voz a los genios
y a soplártela al oído
y a modelar con ella un poema
que merecías antes de nacer
y que ha de mecerte en tus noches más negras
hasta hacerlas amanecer de madrugada
como hace el Ártico con la aurora.
Comencemos.
Mañana en la batalla piensa en mí, que diría Shakespere,
y yo te digo que no me olvides
pues mi batalla es precisamente no pensarte
perdido en las calles de infinitas ramas
de muchas y mejores opciones
caminos inescrutables
que fácilmente te llevan lejos...
tentándote con acuáticos cantos,
colas de sirena, escamas mitológicas;
Calíope
te ofrecerá Ilíadas
que se antojarán más bellas que mis labios
que acabarán por ser islas conocidas
secas, yermas de epopeyas,
perfiles de un dolor anclado,
velas de un viento que se detuvo,
Penélope destejiendo el tapiz.
Y al final creerás que llevas tantos siglos
persiguiendo la vuelta a casa
que el destino pierde brillo a cada milla,
fundiéndose en la espuma de las olas,
te rindes al viaje y me das por perdida.
No soy más que una elección.
Me pregunto, si en privado, me tomaste entre tus brazos
mientras dormía; si me depositaste
en la balanza donde se mide el delirio
para averiguar si mis anhelos
excusan el peso de mis temores.
No te dejes engañar, las cifras son crueles,
devuélveme a mi cama, y te mostraré
todo lo que me queda por darte:
la emoción que no sé poner por escrito
las lágrimas que no he llorado
el frío que no me atreví a delatar
el deseo que no reconozco
pues va acompañado de una cierta tristeza.
Y si esto no es suficiente
–lo entendería, los héroes se alimentan
de honores y litros de aguamiel
y mis palabras se parecen más al chapoteo del agua en los tejados
y el único honor al que se deben es a aquel que traicionan–
te puedo regalar, también,
el sudor que empañe tu talón y te borre la muerte
un laberinto de lengua donde matar al toro
el claroscuro de mí, donde refugiarte
cada vez que Helios blanda la amenaza
de derretir tus alas, travieso Ícaro.
Yo bordaré todas mis sombras, haré
un manto que te arrope en la trinchera inhóspita
la venda que beba de tu herida
la bandera que claves en terreno enemigo.
Pero después, prométeme,
después de la última granada,
cuando sólo estéis tú y un millar de caídos
que esquivar a tientas entre la neblina
después de que todas mis cartas
desvíen la bala de tu pecho,
después
prométeme tu vuelta.
Hago fotosíntesis con la sombra
no soy triste.
En realidad son la misma cosa.
Es hermoso cantarla así
hablar de penumbra en lugar de lágrima
de flores, en vez de pérdida
aunque se inmolen las plantas
y la oscuridad se agoste
en estas cuencas hendidas de cárdeno.
Las naturalezas muertas también nacen,
crecen
y se esconden.
Se encogen como fetos
parasitan placentas
tibias.
La pena es negra
la pena es noche
cerrada.
Y tan húmeda
(un mar)
y tan materna
(un vientre).
Me acoge.
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