lunes, 3 de septiembre de 2012

7673.- JESÚS SANOJA HERNÁNDEZ





Jesús Sanoja Hernández nació el 27 de junio en el año 1930 en Turmeremo, estado Bolívar, VENEZUELA por allá cuando el gobierno de Juan Vicente Gómez comenzaba a mostrar signos de debilitamiento político y territorial; le faltaban como 5 años para ceder ante el poder, o mejor dicho como se le dice en estos tiempos “la faltaba poco para coger palco”; y lo que hoy conocemos como una urbe bolivariana se vislumbraba como una epítome selvática en medio de la nada.
Como todo niño con grandes aspiraciones en la vida adulta, planeó ser muchas cosas que para ese entonces, con certeza lo podemos decir, estaban sobrevaloradas, como por ejemplo ser periodista, escritor, historiador y poeta. Al final de su niñez, Sanoja, logró, poco a poco, hacerse de todos esos títulos tan anhelados, llegando a ser considerado, hasta nuestros tiempos, uno de los venezolanos con mayor trascendencia en el ámbito de la escritura y del periodismo en Venezuela.
Jesús Sanoja dedicó toda su vida a registrar en textos periodísticos, columnas y ensayos la evolución de las diferentes épocas históricas del país, -las que le tocó, afortunadamente para él y los que hoy leemos sus trabajos con gran afán de entender el presente, vivir-. Escribió poemas tan hermosos y característicos de su persona, que no tienen nada que envidiarle a los escritos por maestro literatos como Andrés Eloy Blanco.
Aunque algunos han tratado de desterrar el recuerdo de esta persona, muchas personas como yo, influenciada, no por ideologías, sino más bien movidas por el periodismo activo, el aroma del dulce café y el fluir de la dulce pluma al escribir, buscan de promover y prolongar en el tiempo las ideas narrativas del maestro Sanoja Hernández.
Este escritor y periodista venezolano murió en el año 2007, a los 76 años.



BESOS

Con la letra B se escriben ciertas palabras:
brujas, biblia, balde, berrido, brote,
colmada como ahora la ostra de la muerte, al revés
el órgano visual, espantosa y cerrada en las partes de sal.

La mujer brilla en forma de dos estrellas, una hacia la pata,
otra con el tedio de anoche, con lenguas y congoja.
Muy joven, puedo ser vencido, muy violento, pueden matarme,
yo, el perro de Venus, el ganado del deseo
que promueve voces contra el vestido,
ella, el leopardo fecundado que juega con una pelota en la cama,
yo, maraña ante la traición, y ella y yo
hasta qué grupas, una rueca sin pasado y un revuelco,
y ella por cuarta vez, la verde isla,
la mágica enfermedad.

Tengo de cenizas lo que estorba en prisión
y endurezco demasiado en la memoria de las guerras.
Lo que escribo de noche, lo corrijo de día,
pero no hoy, demasiado visible, y con ella
a remolque de opresión, zona atrasada de lo blando,
canto inverso el movimiento.

Ella tupe su velo, carnal, nunca seré débil, nunca más,
tentación de sarna y telas, Valle Hondo
donde se hechizó mi foso, mis culebras.

No más. Dormirme. No más.








CABALLOS DE AYER

Tales caballos levantan largo regocijo, aquí y allá,
penetrantes en el sueño que de golpe salta de tus ojos.
Vienen de lejos,más allá de la laguna, con fuerza oscura
que castiga los escombros del día y suena música de viajes.

No traen la gloria luciente de los mitos, huelen a carne,
corren en desbandada hacia un límite invisible, se encabritan,
se calman y hábilmente se sitúan entre el paraíso
y las lomas del ayer, coronadas por el deseo, ya exhaustos.

Al fondo, naves del tiempo con tempestad de oros
tocan algo imprevisto y las crines se alzan en el espanto
y los bufidos desparraman soles en la espuma
y el instinto se escapa entre zumbidos y perfumes.

Atrasan aquel horizonte azul antes que la lluvia
asuma virtud de vino y bañe hasta el final
las transparencias de los cuerpos, bautista de mi selva,
privilegio de mis aguas. Lanzan luego mirada
hacia lo oculto, de abajo a arriba, y se disparan.

Sus yerbas, su venerado mastranto, los ijares de sudor
pasan volando con la tarde, y en sus cascos
la hora funeral estremece ciertos muros
que dividen campo y pueblo con un zas de muerte.

Primero los de azabache y sombra, después los untados rucios,
y los blancos de narcisos trotes y los de manchadas frentes
ocupan con rapidez las esquinas, como ejército, tejido,
ola de patas lustrosas, inundante vaho de orgullos.

Tales caballos esclavizan mi memoria, la atan
al lugar donde habita, intermitente, la palabra:
su lejana vibración cambia de color en un aire denso
y se oye un galope de prodigios a distancia, por allá,
entre ríos y sabanas, encadenando misterios
en medio de la polvareda, último respiro del espíritu.

Tales caballos. Aquella movilidad fragante, su apoyo,
y los lomos como en guerra y el viento devorado por la Nada.







VIAJE IMAGINARIO

Hacia la plaza que luce un fulgor de multitud disuelta,
rectamente, no como filósofo engreído, tampoco
montado en máquinas litúrgicas, con orejas lavadas en cielo.

Hacia la costa, con su vuelco al otro lado,
y hacia la roca que estalla en la parte alta de la esfera.
Hacia lugares previamente determinados por el azar.

Hacia el Este de Caracas, matando tulipanes y abriendo el ojo
para leer qué ocurrió el 15 de noviembre de 1903.
Hacia la división de la inteligencia y las pasiones.

Hacia el mar, que me aterra en sus honduras.
Hacia una montaña de olorosos árboles,
hacia ese sitio, entre pinos, por mi preferido,
y hacia el sol apagado mientras pienso en Dios.

Hacia la vanidad, sombra apenas del objeto.
Hacia el altar del tiempo y hacia Río Chico,
para aclarar lo sucedido alguna vez, de mañana,
en el patio, bajo matas de grosellas, junto a barriles fríos.

Hacia las penas, hacia el paso último,
va mi corazón.





PRIMER VIAJE

El General Gómez apareció ante mí
envuelto en la bandera nacional, al pie del árbol,
a punto de escapar los gallos hacia la orilla.

AI llegar al Cuyuní, aún temblaba su imagen
en las profundidades, y también al pasar el salto
y luego, insistente, al desembarcar bien lejos:
lugar de selva que me enmarañaba el alma.

Su visión me persigue todavía:
en el bar, en la biblioteca, entre los papeles
a los que pago servidumbre. Su voz
sale de los rincones y ahoga la palabra que no digo.

Tantos años y El Dorado, la falca, las lustrosas aguas,
el balatá amontonado, el prefecto y los rápidos caballos
no cesan de volcarme en tiempos sin sosiego.






SEGUNDO VIAJE

En la casa había un jardín donde a tientas
se buscaba la flor celeste o extendidas trinitarias,
muy cerca de la jaula del misterio. Se avivaba el sietecolores
y yo miraba, ávido, inalcanzables frutas.

Las cayenas abiertas bajo el zinc tostado
por lejanos vientos del Atlántico.
Y al entrar al cuarto, colgado de pared que olía,
Jesús con una mano sobre el pecho. Era él.

La calle con sus polvos de oro, humeante al mediodía,
y aquel que daba saltos, conocido como El Griego,
fumaba pipa y alzaba la cabeza como anhelando cielo,

El negro, sudoroso, se inflaba con músculos
que levantaban extraordinarias cargas. Respiraba hondo
y luego hablaba de paisajes y huellas del pasado.

En El Callao le dije a mi Jesús que se calmara
y todo fue entonces temblor aplacado, serenidad
de quien entraba a su reino de silencios.








TERCER VIAJE

Dominaban los azules en aquella batalla de cielos.
La tarde se iba alejando en las vueltas del río,
y tras las rocas, sus reflejos
alzaban castillos, vastas posesiones
del tiempo que corría hasta otra orilla.

Cambiaban los cristales, ojo a ojo brillaban
luces de acacias, ramajes de colores incitantes.
Me sentí mirada devuelta por espejo.

Era crepúsculo y el Sol traspasaba confines.
Tras el muelle los pájaros cantaban
últimas músicas de olvidado Paraíso.
Las cosas se mudaban de sitio, los escapes
conducían a un final de laberinto.
Fui así memoria de mundo sin memoria.

Era la noche con sus variables signos,
espesa en su pasión hermética, lentamente encaminada
hacia el vacío. No vi más aguas.

Sólo atiné a divisar un puerto desolado,
a gran distancia de mi sitio de linaje
y a la espera de un suceso sorprendente.






Ábreme la herida

Ven y ábreme la herida.
Quiero de ti la ofensa,
la palabra que me ponga en dolor,
Quiero de ti el negado Paraíso, aun sin ti.

Basta del paso sosegado,
de esta quietud de sombras. Quiero que me metas
en la queja, surco hondo del rencor.
El saldo simple, la cancelación de lo que me fue dado.
Quiero de ti el desespero, aun en la esperanza.

Logra en mí la angélica posición
del cuerpo.
Contémplame desde ese aparte sin número,
juzga mi adentro desde tus afueras,
embravece mi preciosa intimidad, viólame
y sácame de ese punto fijo. Mátame con lo tuyo,
pura inundación del ser.

Dame el toro, la lidia interminable.








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