jueves, 21 de abril de 2011

JOAQUÍN BENITO DE LUCAS [3.737]



Joaquín Benito de Lucas

El poeta Joaquín Benito de Lucas nació en Talavera de la Reina en 1934. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid donde estableció contacto con otros poetas como Claudio Rodríguez, Brines, Sahagún y Cabañero, y obtuvo el título de doctor por la misma universidad en 1964. Durante casi diez años vive y trabaja en diversos países árabes, principalmente en Siria, y en Alemania, siendo profesor en la Universidad Libre de Berlín. En 1967 regresa a España y a partir de esta fecha ejerce la docencia, primero en institutos de enseñanza media y más tarde en la Universidad Autónoma de Madrid, en la UNED y en escuelas de formación del profesorado de Alicante, Cuenca y Madrid.
Desde su primer libro de poemas, Las tentaciones (1964), se suceden numerosos títulos de poesía entre los que cabe citar Materia de Olvido, Premio Adonais 1967, Memorial del viento, Premio Miguel Hernández 1976, La sombra ante el espejo, Premio Castilla la Mancha 1987, y, más recientemente, la antología Al fuego de la vida (1995) e Invitación al viaje, Premio Rabindranath Tagore 1995. El pasado año obtuvo el Premio de Poesía Tiflos por su libro Álbum de familia, que aparecerá próximamente.
En 1992 se compromete socialmente con movimientos de su ciudad natal en favor de lograr beneficios sociales para la misma destacando su discurso reivindicativo ante 10.000 personas en Talavera de la Reina.
Benito de Lucas es también autor de numerosos estudios sobre poetas españoles tanto medievales como actuales. En 1998 fue nombrado hijo predilecto de su ciudad natal, donde, con tal motivo, se publicó su tercera antología, La ciudad de las redes azules.
En enero de 2008 el poeta ha sido galardonado con el premio de las artes y las letras 'Fernando de Rojas' que concede la Asociación de Periodistas de Talavera, un colectivo con el que el autor ha colaborado de manera estrecha durante años y con el que mantiene una gran relación.


EL ROBO

Llegamos tarde a casa,
a la hora de cenar, y no había nadie
ni nada en la cocina. No sabíamos
qué hacer con tanta ausencia.
Mi hermano que era práctico,
sobre todo en las cosas materiales,
-y eso que sólo era dieciocho
meses mayor que yo- me dijo: Espera.
Yo sé dónde hay que ir; vente conmigo.
Dejamos la ciudad, fuimos al campo,
hacia donde la tierra da sus frutos mejores.

Al regresar a casa,
nuestra madre esperaba
sentada, y silenciosa, a la mesa vacía.
Y con las uñas sucias de tierra le ofrecimos
como un don los productos de la vega del Tajo
¿De dónde viene? dijo entristecida.
Eran los años de color ceniza.

(2003)



UN DEDO COMO PLUMA

A Antonio Quilis en su muerte

Como el que mira triste las palmas de sus manos,
las rayas de las palmas de sus manos, los ríos
de esos pequeños mapas de carne sin orillas
y ve desconsolado cómo no desembocan.

Como el que cuenta uno por uno, muy despacio,
los dedos que abanderan a los brazos desnudos
y comprueba que faltan de cada mano dos:
el pulgar y el meñique de sus padres y hermanos.

Así yo, en esta tarde, miro con gran tristeza
cómo la raya oculta de tu vida se ha roto
y cómo de mi mano derecha sólo queda
un dedo, el que esto escribe, que te nombra y señala.

Un dedo como flecha rota a tus pies caído,
un dedo como pluma para escribir tu nombre,
un dedo que quisiera devolverte a la vida,
que se viste de luto, lee en tus libros y llora.

(2004)

LOS DOS PUENTES

I

Ni piedra, ni argamasa,
ni hierro, ni cemento, ni remaches
que dora el sol, ni cepas amarradas

con sogas de agua a la corriente olvidan:
mil novecientos treinta y nueve. España.
Una ciudad, dos puentes que atraviesan
de orilla a orilla el pecho de mi río
cuerpo que huye, agua que se aprieta;
dos brazos maternales
que se levantan sobre el lecho
sonoro, dos fronteras
abiertas, paso franco
a tanto ir y venir de pies desnudos.
En medieval suspiro de dovelas
descarnadas, romana sillería,
el Puente Viejo. El otro puente, altivo;
cuerpo sonoro de metal fulgente
con arquería de plata.
Y los dos resistiendo
el óxido y la herrumbre de la guerra,
el bombardeo de los años, el
mal que da a la piedra la metralla.


II

Cuando abril despertaba
de su niñez, dos niños que volvían
de un frente sin soldados
atravesando campos de paz , hospitalarios
pueblos, tierras de olivo, territorios
de aceite y flor de jara
se quedaron mirando la ciudad, los dos puentes
y el Tajo, herida abierta entre fusiles,
sin saber por qué lado
recuperar tres años de su infancia.
Volvían al calor de las plazuelas,
al ruido de las voces amigas, al encuentro
de los libros de texto deshojados
tras tres otoños de violento viento.
Iban a la ciudad llena de heridas
en el pecho, en los brazos, en la frente,
de mutiladas puertas, de balcones
profanados, de patios que vestían
su desnudez con flores amarillas.
Y no sabían por dónde
atravesar el muro transparente del agua
--espejo de sus lágrimas que los puentes cruzaban--
para hilvanar los trozos
de su rota niñez tras esos tristes, tres
años de guerra.


III

El mayor puso el pie sobre la espalda
dura y fría del hierro, tocó sus arcos, hizo
el primer paso y avanzó. Sus ojos
se llenaron de torres: San Jerónimo,
reptil herido al sol; Santa María,
una oración de la piedra en el aire,
el pecho de la Ermita redondo y generoso
- -convexa pila bautismal del llanto--
y un rumor de cigüeñas cantando por su frente.
Reflejadas
en el no ve casas solariegas,
derruidas murallas y la plaza
del Pan, plaza del dios de la miseria.
Avanzaba lo mismo que en un sueño,
tocaba el aire con sus tibios dedos,
pensaba en un pequeño pueblo y sus retamares,
en sus montes de leña, en sus hermanos;
soñaba en campos de aviación, volaba
subiendo por los arcos derrotados
de su infancia perdida.
Y en las aguas del río se miraba
igual que en un espejo roto
para olvidar que era un niño solo.
Y se escondía del miedo
que subía por su cuerpo con la humedad del agua,
cantando y sin saber
cómo encontrar su casa después de tanta guerra.


IV

El otro, más pequeño,
se fue por el camino que abrieron los romanos
--sin más legiones que sus once años--
y que los caballeros medievales,
árabes y cristianos, transitaron
montados en caballos fogosos y violentos.
Él cabalgaba sobre su inocencia,
con su camisa blanca como estandarte, signo
de rendición; su espada, un tierno junco,
y su escudo la palma de su indefensa mano.
Ante él se escondía un pobre barrio
de pescadores, en cuyas ventanas
se asomaban los ojos redondos de los corchos
de los trasmallos puestos a secar, los testigos
de la pobreza.
Iba acariciando
el pretil de ladrillos
rojos, el cuerpo húmedo
de peces que saltaban a su paso, la suave
ternura de las altas golondrinas.
Mientras que por sus ojos un ejército
de ruidosos vencejos disparaban
al aire su piar de bienvenida.


V

Ninguno de los dos sabía cómo
llegar hasta la casa que se alzaba
al otro lado, donde la corriente
era un rumor de besos, donde el agua
se hacía canción, donde los esperaban,
sentados a la puerta de la orilla del río,
los que un día los vieron partir como veían
correr el río largo y lento
de la violenta España al triste Portugal.



LA PROMESA

Era aquellos años
en que la luz entraba muy despacio
en la casa de la pobreza.
(Entonces yo creía que Dios era un buen hombre
y su madre algo así como mi abuela,
que vigilaba nuestros juegos,
nos hacía merendar junto a sus faldas
y por las noches nos ponía unos higos
secos y unas almendras debajo de la almohada
para que al despertar
comiéramos el pan de su dulzura)
Mi padre, capitán de lo imposible,
nos llevó hasta la isla de la presa. En silencio
el cielo se vistió de nubes bajas.
Y mientras él llamaba por su nombre a los peces,
mi hermano y yo en la isla
respiramos el fuego de un incendio.

La palabra de Dios se hizo relámpago,
su voz en trueno, su venganza en lluvia
y el rayo destructor cayó en los árboles,
entre dos niños solos
que abrazados en medio de la noche
lloraban la desgracia de un cielo vengativo.
Entonces
nos acordamos de mi abuela
--quiero decir la madre de Dios--, y prometimos
ir a verla a diario durante treinta días
como se dan los plazos en la literatura,
a su casa sin lluvia detrás de los jardines
donde vivía mi abuela --quiero decir la Virgen-,
porque mi abuela siempre
vivió en aquella casa de lluvia junto al río.
Pero nunca cumplimos la promesa.
Alguien nos dijo que por ello
seríamos castigados con más fuego y más truenos.
Mi hermano y yo vivimos desde entonces
castigados, lo mismo que vosotros.
Y la Virgen --quizá también mi abuela--
desde su altar de plata y flores secas
--desde su casa abierta sobre el río--
nos mira compasiva.



HISTORIA Y VIDA

a Gregorio Luján

La infancia con sus largos brazos de agua,
la música del río, los punzantes
juncos que hacen sangrar a las orillas
vuelven a aparecer. Historia y vida
de una ciudad, un no y unos niños
que abrazaban de noche la tristeza.
Como ellos, los puentes
estaban amarrados frente al fluir del tiempo
--tiempo lento y violento--
de esos años. Sus casas
se encendían con luces de miseria,
y el paso de la muerte
golpeaba en la aldaba de todos los portales.
Y ellos
se alimentaban con el sol y el ruido
de las horas nocturnas
donde escondían sus pobres
anhelos: la esperanza
de salir algún día
hacia un campo de lluvias de una ciudad sin nombre.
Uno se fue hacia el norte
llevado por la mano de dios sabe de quién.
El otro, algo más tarde,
se fue hacia el este donde el mar respira.
Y entre tanto, y después, y luego, y mucho
más tarde se reunían
para olvidar y recordar,
y volver a olvidar, ya hombres, su historia.
Hoy sentados el uno
frente al otro se abrazan
--infancia, río, puente, sol, memoria--
y extraen en la vida los frutos más hermosos.



DEL LADO DE LA LUZ

Miro la tumba de mi madre y creo
que no debe de estar debajo de la tierra.
Siempre le horrorizaron los espacios oscuros.
Tan pequeña de cuerpo, se ha debido
escapar por los huecos
que entre el cemento dejan los ladrillos
o por alguna de las
rendijas de la caja, ventanas a la aurora.
O, quizás, por lo inquieta que siempre fue, ha tomado
el secreto camino que ofrecen las raíces
del rosal, del ciprés o el crisantemo,
y andando y desandando
por sendas donde nace la vida de las flores
ha llegado hasta el tronco
y, luego, hasta las ramas
y, después, a la flor, y se ha escapado
en las alas fecundas de alguna mariposa.
O, tal vez, nunca ha estado
allí, sino que el día,
ese día en que todos dijimos que había muerto,
no fue verdad. Tan sólo se había ido
de su cansado cuerpo para vernos
desde la luz más claramente.



CUMPLEAÑOS

Hoy, día cinco de enero, me he vestido
con tus mejores galas –Cumpleaños–
para que veas cómo lo recuerdo.
He cogido, entre todas, la camisa
de seda azul con puños de botones,
el chaleco gris perla
y el traje verde claro
de 'cheviot'. –Tú decías
que esos colores hacen buen conjunto–.
También el cinturón de cuero que me diste.
Y me he puesto un pañuelo
blanco que sobresale
del bolsillo de pecho como un cisne.
(Quería ataviarme
como para una fiesta, igual que cuando niño).
Antes
me había calzado los zapatos
de la marca 'Mazuecos',
–tu amigo, el que lanzó los 'castellanos'–.
Dudé entre el par negro
o el de color, los dos de artesanía.
Y, así, me coloqué frente al espejo
de turbio azogue. Y, despaciosamente,
me peiné con la raya
al lado izquierdo y sujeté una mecha
que caía sobre el ruido de la frente,
echándome unas gotas
de fijador.
Ya ves, como un pincel,
igual que el niño rico de Juan Ramón Jiménez,
(con la corbata arrugada de lágrimas),
vengo hasta el cementerio
a celebrar contigo tus setenta y... ¡Dios mío!


EL CIPRÉS

Cuando veo el ciprés tiemblo que gozo.
Se alza en el cementerio de mis padres
y mis hermanos. Tiene siempre verdes
las hojas y en sus ramas unos pájaros
no dejan de piar mientras la tarde muere.
¿Quién da fuerza a su tronco? ¿Qué da vida
a su color? ¿De dónde se alimentan
sus raíces? ¿Y quién sostiene el canto
de esos pájaros locos de ritmo y armonía?
Sólo el sol, director de este concierto,
que saca de mis muertos su sabia más sonora.

A VOCES

Yo no soy el que llamo, me están llamando a voces
por todos los rincones de mi cuerpo
quienes me quieren más que los que me rodean.
Bien sé que todavía no ha llegado la hora,
pero ya llegará tarde o temprano.
Y ese día –¿o será tal vez de noche?–,
mientras los demás canten, bailen o se emborrachen,
me abrazaré a sus cuerpos de silencio y ceniza.





Con la pulcritud que le es habitual, y a intención cuidadosa de Manuel López Azorín, ha publicado Eirene La luz que me faltaba, antología de los últimos diez libros de Joaquín Benito de Lucas. Otro poeta manchego, Pedro A. González Moreno, buen conocedor de la obra del talaverano, la prologa con decisión y mimo. De ella hemos elegido este poema, uno de los tres inéditos finales.    


Sin  tristeza

Yo no sé por qué tengo que estar triste.
El mar es grande, la esperanza espera,
el día se hace largo en los veranos
y las noches inventan nuevas formas de vida.

Pero hoy, es decir, esta mañana
del mes de mayo, cuando los rosales
dejan caer los pétalos
de su primera floración,
me acuerdo de la gente que se ha ido
–y es primavera- de los que dijeron
adiós y ya no están
como mis padres, como mis hermanos
y como yo que un día
no muy lejano cerraré los ojos,
dejaré descansar la pluma con que escribo
e iré a su encuentro. Temo
que no me reconozcan, que no sepan
quien soy, yo que he cantado su vida en muchos versos,
y su muerte también, que ellos no habrán leído.
Mas creo que podrán reconocerme
por el olor que deja cada lágrima
vertida en su memoria mientras estaban vivos.





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