SANTOS DOMÍNGUEZ RAMOS
Cáceres, 1955. Fue premio nacional de Poesía del Ministerio de Educación por su libro Cavernas de la Piedra (1983). Obtuvo en 2004 el X Premio Gerardo Diego por Tres retratos del frío y en 2005 el Premio Internacional Jaime Gil de Biedma y Alba con Díptico del infierno, el Premio Eladio Cabañero con Las provincias del frío y en 2006 el Premi Tardor con En un bosque extranjero, un accesit del Ciudad de Zaragoza con La luz del palimpsesto, el LIII Premio Alcaraván con Cementerio alemán de Yuste y el Premio Internacional de Poesía Barcarola con Las sílabas del tiempo.
En 1994 publica en la Colección Alcazaba de Badajoz Pórtico de la Memoria, libro al que siguieron La orilla del invierno. Colección Almenara. Cáceres, 1996, Cuaderno de Abul Qasim. Colección Alcazaba. Badajoz, 2001, Tres retratos del frío. Tomelloso, 2oo4, Díptico del Infierno. Nava de la Asunción, 2005, Las provincias del frío. Algaida. Madrid, 2006, y En un bosque extranjero. Aguaclara. Alicante, 2006.
Mantiene un blog (En un bosque extranjero) y ejerce la crítica literaria y en las revistas Encuentros de lecturas y lectores y en los portales de Internet No te salves. y Mentes inquietas.
PAUL CELAN Y LOS TRENES
Negra leche del alba, te bebemos de noche
P. Celan
Cuando oscurece escribe.
Apoya en la mejilla una mano delgada,
entorna la mirada y recuerda los trenes,
las frías estaciones contra el amanecer,
su cuchillo de luna.
Y oye pasar los trenes por esas estaciones
de viento y pesadilla, llenas de charcos negros,
de carbonilla y nieve y de niños sentados
sobre un suelo con barro y andrajos de colores.
Escribe desde un puerto. Sólo cuando anochece,
cerca del Ponto Euxino, donde Ovidio purgaba
con la hiel del destierro sus días disipados.
Centroeuropa era una amapola raquítica,
una niña muy pálida con los ojos abiertos,
con los ojos marinos y opacos de los muertos.
Espera a que oscurezca.
Oye silbar los trenes
y recuerda otros ojos mirando estupefactos
entre dos tablas tristes por las que entra la noche
con un soplo de escarcha en aquel barracón.
El fantasma del frío va recorriendo Europa.
Un humo que confunde la noche y la venganza
ha quedado flotando en el ciego holocausto
de los violines rotos sobre un campo de ortigas.
Cuando oscurece escribe
y adivina un futuro no mejor que el pasado.
Es un superviviente y arrastra la profunda
desolación del ghetto, la tristeza de un cielo
plomizamente agrio y alguna hebra de sol
por las turbias regiones heladas de la muerte.
Una patria de piedra, una patria nocturna,
una patria de nada y una rosa de nadie
ahora que ya la lengua, esa última patria,
es la más humillante: la lengua del verdugo.
Crece el escalofrío.
Ya ha decidido irse. Ha elegido el momento.
Será cuando oscurezca, como ahora, cuando escribe
sobre la luz más dura del invierno en Tubinga.
Como ahora, cuando escribe, después de oscurecido,
sólo para orientarse entre tanta tiniebla.
De Las provincias del frío. Algaida (Madrid, 2006).
LEAR BAJO LA TORMENTA
Blow, winds and crack your cheeks
Shakespeare
Sobrevuelan los buitres mi ceguera de nieve.
Ladran los perros. Anda
despierta la mentira mientras la esquirla afila
su venganza agudísima por mis ojos nublados
y sube la gangrena y muerde la conciencia.
Como una penitencia, un erial pedregoso
abona mi osamenta y nutre la morada
flor antigua y sin savia de los días pasados.
Leve flor sin raíces, ni color ni perfume
que deshoja su lento tránsito de minutos
sobre el desconcertado esqueleto del perro.
Una luz boreal, más débil que mi sangre,
entristece mi reino y por las caracolas
se despeña el aullido del arrepentimiento.
El mundo se ha incendiado como un árbol podrido
que ofrece al rayo un torpe fantasma de vigilias,
el espectro dudoso de su sola orfandad.
Yo he prendido esa mecha.
Es justo que ahora purgue mi error y mi soberbia
con este caminar sin curvas ni horizonte,
por este espacio ancho, como de última aurora,
con simiente de lobo y lengua de serpiente.
Ah, mis ojos cegados en la noche confusa
de la víspera, oh turbio eclipse del sentido,
duro como la tierra yerma por la que vago.
Recién desembarcado en la desolación,
un helado anticipo de largo escalofrío
quebrará la mañana con su silencio blanco.
Entonces será el buitre y el colmillo del perro,
la carroña, el pantano, la lechuza en las torres.
De Las provincias del frío. Algaida (Madrid, 2006).
LAS TORRES DE TUBINGA
Vuelve alegre el barquero a su sereno río
Hölderlin
No ha llegado la noche, pero yo ya la veo.
Como un pájaro negro, se ha posado en las torres.
No es el ave que vuela por las cumbres del bosque
ni viaja por sus alas el rumor de las fuentes.
Es un vuelo de sombra que borrará los días
como se ha ido borrando mi perfil devastado.
Yo soy, como esa sombra, la sombra de una alondra.
Miro asombrado el mundo esta tarde sin niebla
que apaga mi mirada y oigo el dulce goteo
de la luz en las horas.
Muy Reverendo Padre,
ya sé que en la colina agoniza la garza
y una lenta granada apura su fulgor.
Miro por la ventana el último paisaje.
Esta luz que declina detrás de los tejados,
el humo vegetal de juncos y raíces
a la orilla del Neckar, por los bosques sagrados
de Diotima y los cisnes y los dioses mortíferos.
A lo lejos las islas, las barcas en la orilla,
las madres de los héroes, los ríos subterráneos,
los templos y las puertas de Corinto y Tubinga
y el mar y los caballos por el tiempo dorado
como el sauce y el agua por la tiniebla verde.
Ah, la sombra, la danza, el címbalo del viento
en la montaña, el viento por las jóvenes yeguas.
Pero yo, Scardanelli, humildemente oscuro,
apenas deletreo su alfabeto de vida.
No ha llegado la noche, pero sé que es la última.
Ya el cristal me regala su frágil transparencia.
Santidad, permitidme que contemple en silencio
posarse la alta noche en las torres sin sueño.
De Las provincias del frío. Algaida (Madrid, 2006).
PASTORAL DE OTOÑO
(Con Leopardi)
ed erra l'armonia per questa valle
G. Leopardi
Sentado en una piedra
he aprendido a mirar la tarde con los años,
más allá del paisaje, más allá de los hombres.
La luz dominical de una campana blanca
suena alegre y lejana y viene de la infancia.
Me he asomado al abismo
donde el cuervo levanta la urgencia de su vuelo
con el raudo dibujo de un presagio sin hora.
Con plenitud de mieses
está maduro el grano, en sazón la provincia
boreal de la fruta.
Segado está ya el trigo y lista la serpiente
al espasmo ondulante del ciclo riguroso.
Ya amarillea el hinojo su cruz invertebrada
contra la tarde leve y sus altos silencios
de pájaros azules.
En la base del monte una nube levanta
su columna barroca densa de agua y de luz.
Y están solos los ojos en el final estrecho
de esta tarde de plomo,
de helado plomo bajo y azul sobre las sierras.
El águila abandona su extensa envergadura
a las curvas caudales del viento largo y verde.
Con el canto del cuco
algo dice la tarde que el ojo no comprende
sobre la pesadumbre azul de la genciana,
sobre la persistente fragilidad del lirio,
escuetamente blanco contra la piedra gris,
bajo un ciprés sin nombre.
Y está cautivo el tiempo en los montes que asalta,
jadeante, una aspereza de jaras y cantuesos.
Cautiva la mirada del cielo de otras tardes,
desarmada y cautiva de la luz cereal
en donde ardió la infancia.
Yo no sé si esta tarde regresará otra tarde
con sus canciones verdes y su luz de campana.
Yo la fijo en su frágil vuelo y en la subida
agreste de retamas, en la ruina del arco
acosado de ortigas,
con el viento y la arena que desordena el tiempo.
De Las provincias del frío. Algaida (Madrid, 2006).
ESTELA ÁTICA
¿No os asombró, en las estelas áticas, el cuidado
de los gestos humanos?
R. M. Rilke
¿Lo recuerdas, Eurídice?
¿Recuerdas tu vigilia de sangre por la aurora?
Yo había parado el tiempo con la tristeza dulce
de mi lira sin sueño.
Ya habíamos derrotado al veneno, al espasmo
mineral de las rótulas.
Iban quedando atrás las islas del espanto
de un reino tenebroso.
Las fieras nos miraban desde la lejanía
del lago de los muertos.
Por las aves nocturnas
corría el escalofrío de su mirada ausente.
Dame la mano. Mira
cómo brilla la noche callada de los ríos,
cómo nada, intocable, la sombra de los peces
por el secreto centro líquido de la luna.
Dame la mano, Eurídice, y olvida la serpiente.
Escucha cómo suena
el misterio del viento en las altas estrellas;
oye cómo se afinaen los caballos jóvenes su impaciencia de [orgasmos,
cómo crece en la hierba la noche de los lirios,
la noche conmovida en su concierto de agua.
Pon tu mano en mi espalda y déjate guiar
por la música oscura de las constelaciones.
No mires todavía.
Ya ha levantado el vuelo el pájaro imposible
que ardía por tus ojos.
Ya se aleja hacia el hielo su llama desolada.
No nos separa el aire ni la impaciencia blanca,
nos separan los tiempos distantes del deseo.
En el bajorrelieve tu frente inalcanzable
no volverá a soñar
la noche de los peces.
De Las provincias del frío. Algaida (Madrid, 2006).
ADA SIN ARDOR
Este bosque, este musgo, tu mano, esta mariquita que se ha posado en mi pierna, todo esto no puede sernos arrebatado. ¿O puede? (Lo sería. Lo fue.)
V. Nabokov
La historia es conocida y sigue estremeciendo
como el viento inclemente de las estepas rusas
a las que pertenece.
Una muchacha aún siente
el latigazo dulce del placer en los muslos
y escribe largas cartas con la pluma encendida
del sol de los veranos, con la caligrafía
caliente del deseo,
con la sintaxis limpia y púber de la carne.
Con la efusión de cartas que no recibe nadie,
pues van a una remota dirección clausurada,
la pasión levantaba un puente de recuerdos,
alimentaba urgencias de bosques que caducan
por caminos de hierro y de barro muy negro
que hirieron de penumbra a ejércitos de bronce.
Cubierto por la nieve del tiempo y la distancia,
como aquellos soldados, se desplomó el deseo.
Sólo la imagen queda de aquella adolescente
que viviría en Moscú y sería desdichada.
Como aquella muchacha, con su flecha sin rumbo
y una rama marchita de olivo y esperanza,
seguimos encendiendo las hogueras azules
en las cumbres heladas de viento y desamparo.
Seguimos escribiendo, bajo un cielo de nieve,
en este duro oficio de aprender a morir,
con la decolorada tinta del desconsuelo,
cartas apasionadas que no recoge nadie
a un buzón cancelado en el sur de Crimea.
De Las provincias del frío. Algaida (Madrid, 2006).
EL CABALLERO Y LA MUERTE
el diablo estaba tan cansado que prefería dejarlo
el diablo estaba tan cansado que prefería dejarlo
todo en manos de los hombres, más eficaces que él.
L. Sciascia
El pie lo da un grabado con torres y jacintos.
Tras siete años de guerra cayeron las banderas
como caen rendidos los lirios asediados,
podridos por la lluvia paciente de los días,
tras un cerco tenaz de luna y torbellinos.
Y el caballero vuelve, coronado de sombras.
Viene de las regiones quemadas de la guerra,
de un tablero siniestro con sangre y con azufre.
El caballero vuelve del final de los tiempos.
No mira. Los recuerdos
le encadenan a un tiempo de incendios y celadas
que se clava en su frente como una rosa triste.
Lleva fijos los ojos en la crin del caballo.
Su carne macerada atravesó los puentes,
sintió la quemadura glacial de la derrota
que recorría su espalda con un terror de armiño
en la llanura ardiente de un ajedrez siniestro.
Desde allí el caballero contempla la espesura
fragosa de los montes, donde la noche tensa
su ballesta de hielo por las constelaciones.
Y ya no sueña nunca más que con los azores,
con corazas de fuego, con el rayo escarlata
del ejército ciego de los abismos.
Y oye el triple lamento
del águila, las brasas
que incendiaban los cuatro extremos de la tierra,
en su horizonte púrpura de alfil y apocalipsis.
De Las provincias del frío. Algaida (Madrid, 2006).
L. Sciascia
El pie lo da un grabado con torres y jacintos.
Tras siete años de guerra cayeron las banderas
como caen rendidos los lirios asediados,
podridos por la lluvia paciente de los días,
tras un cerco tenaz de luna y torbellinos.
Y el caballero vuelve, coronado de sombras.
Viene de las regiones quemadas de la guerra,
de un tablero siniestro con sangre y con azufre.
El caballero vuelve del final de los tiempos.
No mira. Los recuerdos
le encadenan a un tiempo de incendios y celadas
que se clava en su frente como una rosa triste.
Lleva fijos los ojos en la crin del caballo.
Su carne macerada atravesó los puentes,
sintió la quemadura glacial de la derrota
que recorría su espalda con un terror de armiño
en la llanura ardiente de un ajedrez siniestro.
Desde allí el caballero contempla la espesura
fragosa de los montes, donde la noche tensa
su ballesta de hielo por las constelaciones.
Y ya no sueña nunca más que con los azores,
con corazas de fuego, con el rayo escarlata
del ejército ciego de los abismos.
Y oye el triple lamento
del águila, las brasas
que incendiaban los cuatro extremos de la tierra,
en su horizonte púrpura de alfil y apocalipsis.
De Las provincias del frío. Algaida (Madrid, 2006).
BOSQUE DE BIRNAM
Hasta la última sílaba con que el tiempo se escribe
W. Shakespeare
Si amaneciese ahora,
si verdemente amaneciera ahora sobre este bosque espeso,
sobre el látigo seco del rayo y su asechanza.
Si dilatadamente
el cobre fuera abriendo su veneno en el cielo,
si el horizonte armase de pronto su ballesta
y pusiese sus flechas de penumbra,
sus lanzas boreales de hielos afilados
en la luz de la almena, sobre el trueno y la lluvia.
Desde las islas del oeste, veloz como el halcón,
ha avanzado el granizo con su tambor aciago.
Sus estandartes negros han cruzado la bruma
y han sembrado los campos con sus balas heladas.
Pronto germinará la infamia en estos valles.
Ya atraviesa los fosos, sube ya las murallas
con su hoja amarilla, con su recia armadura
convoca en el asedio al infierno y los astros.
De otros bosques se hicieron
las flechas que ahora llenan el carcaj enemigo
de este bosque que avanza.
Otros bosques nutrieron el fuego de la fragua
donde templó su espada la voz que ha de matarme.
No este solo, otros bosques,
otros días y otras muertes se conjuran ahora
con sustantiva furia, con la turbia apetencia
de sangre y borbotones
en la hora impronunciable de mi muerte.
De En un bosque extranjero. Aguaclara (Alicante, 2006).
SAN JERÓNIMO LEE UNA CARTA
(Georges La Tour)
Que la literatura se parece a una carta
que el escritor se manda sin cesar a sí mismo.
J. M. Caballero Bonald
Nadie más bajo el rayo
de luz nítida y densa. Nadie vela contiguo
en la celda callada de la noche inminente.
¿Qué está leyendo ahora, ensimismado, el monje?
Fuera hace frío. Quizá
sea ya de noche y llueva.
Fuera hace frío. Los bárbaros
han llegado a las puertas remotas del imperio.
No son buenas noticias las que tiene la carta.
Lo delata su ceja. Como ella, se levantan
palabras en las rocas.
Los cartularios hablan de aullidos minerales,
de lenguas de granito en las fronteras,
de turbias tempestades de granizo,
solsticios punitivos y avalanchas de espanto.
Ya no espera indulgencia en la historia,
pero olvida que fuera, donde no habita el justo,
cada vez es más frío el viento de los hombres;
que en las empalizadas
aguarda agazapado un tropel de serpientes,
listas para la presa y el tiempo de la sangre.
Y aunque ha dejado abiertas las puertas del convento,
la prórroga interina que otorga la lectura
dibuja una campana de luz que le mantiene
inmune a la barbarie,
lejos del extravío despiadado del siglo.
Aunque es mansa la mano que sostiene la carta,
tiene el monje la fuerza cardinal de un incendio
en su cara angulosa y en su roja dalmática.
Esa carta es el mundo y ahora el lector lo abarca.
Sus ojos fatigados son ya la metonimia
de la noche en reposo, de la noche en asedio.
De En un bosque extranjero. Aguaclara (Alicante, 2006).
ANGELUS NOVUS
(Paul Klee)
Y luego he sonreído a mis recuerdos
y me he dicho que nadie
puede saber qué guarda todavía.
Ricardo Molina
¿Por qué miramos siempre
hacia atrás, como el ángel,
o como la mujer de silencioso nombre
que al salir de Sodoma lloraba su pasado
en las claras planicies del recuerdo,
en aquella ciudad de la llanura
donde dejaba en sombra
la casa abandonada con sus pecados íntimos,
con sus secretos vicios que envidiaban los dioses?
Antes de hacerse sal
pudo ver el contorno de una nube de azufre,
su densidad de fuego,
la cabeza cortada del caballo,
la lluvia genital sobre el país del yermo.
En la hora amarilla del viento y del espanto
tuvo tiempo de ver la confusión de tribus,
las cansadas trincheras de la furia,
los últimos cuarteles de un campo de Agramante.
La venganza, la torpe secuela de la envidia
la convirtió en estatua.
Es la luz del pasado, la luz más luminosa
y tiene, como el ángel, en la espalda los ojos.
Porque nada hay más turbio que el día que le esperaba
a Lot bajo las viñas amargas del incesto.
Porque nada hay más turbio
que el día que nos espera.
De En un bosque extranjero. Aguaclara (Alicante, 2006).
HIPERIÓN
¿Tendré que abandonar este refugio, esta cuna de gloria?
John Keats
Deja que entre la noche por el azul callado
del pájaro, en la isla fatigada del sueño,
en el inalcanzable
árbol en donde duerme su reposo de plumas.
Deja que entre la sombra en la rama que ha hervido
con la oscura trompeta del crepúsculo,
con los coros violetas
que sostenían las últimas banderas de la tarde.
Y luego, ya habitado tú también por la oscura
profundidad del vértigo,
prende en los arrabales una hoguera de espinos
y arde donde otra ardiente corona de rocío
consuma la memoria con olvido y con viento.
Porque todo es viaje. Todos somos viajeros
que transitan oscuros de una sombra a otra sombra,
de la orilla del sueño a una orilla sin nadie.
De En un bosque extranjero . Aguaclara (Alicante, 2006).
EL CIELO SOBRE BERLÍN
Estar solos, indefensos.
Dejar que todo ocurra.
Peter Handke
No son legiones, vienen
de dos en dos al mundo sin alas de los hombres.
Vienen desde la estela,
desde sus claroscuros de hielo y de grisalla
para encender hogueras de silencio,
contra la lenta luz nevada del invierno.
Vienen para probar el sabor de la sangre
y el calor de la herida, para ver cicatrices
o los colores blancos del dolor en los pájaros.
Son la mano que escribe sobre el tiempo del sueño
las armonías secretas y azules de su canto
en las estatuas frías de las islas extrañas.
No duermen, pero sueñan la cruz del sur con lluvia,
las escalas oscuras del ángel de las lágrimas.
Sueñan con una casa que flota sobre un lago,
el reflejo de un mundo debajo de otro mundo.
Tan lejos y tan cerca,
despliegan en el cielo las alas del deseo
y en el planeo violeta de la tarde,
en el umbral del tiempo,
se paran para oír
las músicas esféricas de las constelaciones.
Coetáneos de los pájaros, tienen la edad del vuelo,
son los que queman árboles, los que incendian la orilla
remota de los ríos.
No traen otro mensaje que su misterio ardiente,
su nada desvalida
de hijos abandonados de los dioses,
En su tierra de nadie sus canciones sin letra
cantan desde el vacío de sus bocas cerradas
acordes inefables,
la médula del miedo, los delfines del sueño.
De Luna y ciencia nocturna. Icaria (Barcelona, 2010).
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