domingo, 10 de abril de 2011
3695.- ALBERTO GIMENO
ALBERTO GIMENO
Nacido en Valencia. Licenciado en Filología Hispánica. Ha publicado poesía (Ascensión de la quimera, Valencia –y otras muestras desperdigadas y perdidas por antologías y revistas-) y traducción (El barco de la muerte de D.H. Lawrence, Madrid). Ha ejercido la crítica literaria y el ensayo, entre otros medios, en La Vanguardia, el Viejo Topo y Archipiélago.
En 2003 obtuvo el premio de narrativa “Blasco Ibáñez” por la novela La Sagrada Familia, escrita en colaboración con César Gavela. Dicha novela fue publicada por la editorial Algar (Valencia) en 2004.
Ha publicado, Hotel Dorado, Saymon Ediciones, 2009
HABITACIÓN 62
Tal vez si me hubieras dicho
no te acerques demasiado,
mi mal se extiende sin remedio,
¿por qué no has esperado a la noche
para invadirme más suavemente con tus ojos?,
comprende, no todo es relativo,
junto a la encubierta despedida que me anuncian
tus lágrimas, existe la plenitud de este dolor
del que ya nada puede arrebatarme.
Tal vez si sólo hubieras incorporado el rostro
para mostrarme una súplica inaplazable,
o escondido bajo las sábanas tus brazos hostiles
a la forma de la carne o, refugiándote en el sueño,
hubieses puesto coto a mis palabras de consuelo
y, sin ya nada inútil que entregarnos,
ambos hubiéramos velado por tu silencio y el mío.
O, acaso, si no hubiese visto flotar
un ardiente reclamo entre tus ojos
alrededor de la enfermera, ni a tus manos oscilar
de pronto como un aspa oprimiendo las galletas,
ni el anhelo violáceo de tus labios
para dar con el borde de la taza,
o si la leche no hubiera descansando con aquel
resplandor azul incomprensible en tu barbilla,
sin que la terca palpitación de tu lengua
alcanzara lo que por fin logró la servilleta.
O tan sólo, si no hubieses mostrado tu sonrisa
a cuantos allí acudían para hacerte ignorar
la llama del veneno
que avanzaba por debajo del pijama.
Si apenas te hubieras resistido a las órdenes
de permanecer desnudo y quieto bajo la esponja
que conducía tu piel del amarillo al rosa.
Si nada más, padre, me hubieras reconocido
o me hubieses dicho a qué, contra quien gritaste
la noche entera no habría regresado hoy, de nuevo,
a pedirte lo imposible.
FURTIVOS
Tu cabellera se tendía
brillante tras la máscara.
Y alguien, con líneas
de oro en la piel,
se permitía bajar
desnudo hasta tu vientre.
Te arqueabas sobre guirnaldas
húmedas de licor,
junto a otros cuerpos disfrazados
de reinas o guerreros de epopeya.
Tus pechos parecían los de una niña
que hubiese entregado su uniforme
como prenda en un juego de terraza.
De las mesas colgaban
los cuellos desfallecientes
de algunos acordeones de papel
que bajo tu espalda se iban retorciendo.
El confeti se extendía
a lo largo de tus piernas
como lunares a punto de perderse.
Vi cómo desplegabas en el aire las rodillas
sin preocuparte de adivinar
qué personaje se aventura en el fácil
territorio que tú nos descubrías.
Mas cuando angustiado decidí tomarte,
no fui reconocido y de vuelta a casa,
mientras tu mano buscaba calor en la mía,
ni siquiera quisiste saber
si consumé en ti, como los otros,
ese ahínco de posesión que nos da identidad.
ÁLBUM DE FOTOS
(Ella, con seis o siete años, miraba a las nubes)
No, niña, no estaban en el cielo todavía:
los cuentos de cristal,
los dulces sonajeros de la mañana,
las islas de galletas en el mar de la tarde,
los puñales de gelatina,
los cines de truenos y panteras,
el jardín que besaba tus rodillas,
las alacenas y sus cimas de hormigas y compotas,
el embudo de plumas para verter la noche,
la fiesta que eras tú frente al espejo,
la música de vivir que te perseguía por la piscina,
las abejas sobre tu corazón a borbotones,
el viaje en la mecedora detrás de las cortinas,
lo pronto que te creías otra muñeca,
lo pronto que el tigre era una rana,
y la rana un árbol,
y ese árbol era tu pino favorito,
y bajabas de él pegajosa de resina,
de fantasmas aún dormidos en tus juegos...
No, niña, no los busques todavía
con tus ojos allá arriba:
los tendederos en que pondrás a secar
la sangre de la memoria
aún no estaban en el cielo.
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