viernes, 15 de agosto de 2014

SOR TADEA DE SAN JOAQUÍN [12.873]



Sor Tadea de San Joaquín

Tadea García de la Huerta, más conocida como Sor Tadea de San Joaquín (Santiago de Chile, 1755 - 1827), fue una religiosa y escritora colonial chilena que cultivó el género poético.

Fue ordenada religiosa el 4 de noviembre de 1770 en el Monasterio del Carmen de San Rafael. Su trabajo se enmarca en la labor literaria llevada a cabo por las monjas de los conventos chilenos durante el período colonial y hasta el siglo XIX, quienes se caracterizaron por escribir cartas espirituales, diarios, autobiografías y epistolarios. De esta manera destacaron Sor Tadea de San Joaquín, Úrsula Suárez y Sor Josefa de los Dolores.

Su trabajo titulado Relación de la inundación que hizo el río Mapocho de la ciudad de Santiago de Chile, en el Monasterio de Carmelitas, Titular de San Rafael de 1783, fue una de las primeras publicaciones poéticas de una mujer en Chile de las que se tiene registro, por lo que se la considera como la primera literata femenina chilena. Este romance se publicó en Lima a fines 1783 o a comienzos de 1784 de manera anónima, y sólo en 1850 se le atribuyó a su verdadera autora.




Relación de la Inundación que hizo el río Mapocho de la ciudad de Santiago de Chile

Sor Tadea de San Joaquín


En el monasterio de Carmelitas, titular de SAN RAFAEL, el día 16 de junio de 1783.
Escrita en verso octosílabo por una religiosa del mismo monasterio, que la remitió a su confesor, que se hallaba ausente, de cuyas manos la hubo un dependiente de la Autora, quien la da a la estampa.






Romance
                                            
¡Qué confuso laberinto,            
Qué Babilonia de afectos,
Qué océano de congojas,
Qué torrente de tormentos,
Combaten mi corazón,
Queriendo sea mi pecho
Nueva palestra de penas,
De martirios teatro nuevo,
Al relacionar el caso
¡Más lastimoso y más tierno,
Que en el asunto menciona
En sus anales el tiempo!
Mas debiendo obedecer,
Que es indispensable hacerlo;
Y así, dad, cielos, valor,
Dadme voces, santo cielo,
Para narrar un asunto,
En que desfallece el eco,
En que en trémulos suspiros,
Agonizando el aliento,
Respira sólo pesares,
Anima sólo tormento.
Pero si expresando penas,
Se minora el sentimiento
Por la ajena compasión,
Que en parte lo hace más lento,
Os impartiré noticia
Con legal razonamiento,
De lo que Dios permitió
Sucediese en mi convento
Día diez y seis de junio,
De ochenta y tres, que violento
El aire rompiendo montes
Con altivo movimiento,
Con armados huracanes,
Mostraba que en un momento
Desquiciaba de sus ejes
El globo, y más desatento,
Presentó al cielo batalla,
Y viniendo a rompimiento,
En mutua lid disputaban,
Con recíproco ardimiento,
Por cuál de los dos quedaba
El campo del vencimiento:
Por fin quedaron triunfantes,
Las nubes, y huyendo el viento,
quedaron con altivez,
Satisfaciendo su intento.
Parecía que Neptuno
Dejando su antiguo puesto,
Se difundía en las nubes,
Sin mirar en su respeto,
Y liquidando los mares,
Juzgó, que del firmamento
Llover océanos hizo
Para nuestro sentimiento,
Pues de este modo se hacía,
Más caudaloso y violento,
El gran Mapocho, que corre
A la frente del convento,
El cual compitiendo ya,
Con rápido movimiento,
Con Euros, y Manzanares,
Y al Nilo aun llevando resto,
Su sonido era aterrante
Al más impávido aliento;
¿Qué temor no causaría,
En quienes sabían de cierto
Que se hallaban indefensas,
Cercadas del elemento?
La mañana así pasamos,
Sin saber el detrimento,
Que ya causaban las aguas
En la muralla y cimientos,
Porque nada nos decían,
Atendiendo al sentimiento,
Que era regular tener
En riesgo tan manifiesto.
A la una y media del día,
Con más que causal intento,
Subieron dos a la torre,
Y al correr la vista, es cierto,
Que cubrió sus corazones
Mortal desfallecimiento,
Viendo que el río arrancaba,
Los tajamares de asiento;
Y con ímpetu batía
Sin defensa en el convento.
Se encontró para el arbitrio
Sin margen el pensamiento,
Y tocando las campanas
A plegaria con intento
De que nos favoreciesen,
No se veía movimiento,
De que hacerlo procurasen,
Pues estaban muy de asiento
En el puente y la ribera
Con pávido desaliento,
Más de cinco mil personas,
Que con clamor y lamento,
Causaban más confusión,
Que alivio a nuestro tormento.
Mas haciendo la plegaria,
Al llegar un caballero
No pudo contener brioso,
O compasivo su pecho,
Y sin poderlo estorbar,
Las que improbaban su intento,
Se votó fogoso a la agua
Con riego tan manifiesto,
Que todos los circunstantes
Lo vociferaban muerto:
Más dándole paso franco
El amor, o el buen deseo,
Pudo tomar nuestra orilla
Sin el menor detrimento,
Y con grande vigilancia
Hizo picasen de presto
Unos cuartos que a la diestra
Hacían calle al convento,
En que represaba el agua:
Pero cayendo con esto,
Tomó rápida corriente
Con menor peligro nuestro.
El toque de las campanas
Sirvió, para que al momento
Diez, que enfermas en las camas
Y algunas con crecimientos
De calenturas, se hallaban,
Tuvieran conocimiento
Del inminente peligro,
En que se veía el convento.
El susto sólo les fue,
Activo medicamento,
Para recuperar fuerzas,
Y corroborar aliento,
Y tomando sus vestidos,
Para ponerse a cubierto,
Enderezaron su pasos
Con trémulo movimiento
Al coro, donde esperaban
Fuese su fallecimiento.
Allí sólo se escuchaba,
En murmullo descompuesto,
Suspiros, llantos, clamores,
Con profundo rendimiento,
A que se verificase
En todo el alto decreto.
Sólo dábamos las quejas
Al divino Sacramento,
De permitir se atreviese
Aquel túrbido elemento,
A inundar su templo santo,
Sin atención, y respeto
A la inmunidad sagrada,
Debida a su acatamiento:
Difundíamos el alma,
Como el agua, a nuestro dueño
Deseando ser por su amor
Holocaustos de su fuego,
Antes que fuesen las vidas
De la inundación trofeo.
Mas aquel Dios de piedades,
A favorecer propenso,
Que puso a Isaac en el monte,
Por probar su rendimiento,
Y sin descargar el golpe,
Le fue el sacrificio acepto,
Ordenó que sobornados
Tres hombre con el dinero,
Y también de compasivos,
No reparasen el riesgo,
Y arrojándose a las aguas,
Surcando mares de hielos,
Aportasen al compás;
Pero de allí se vieron prestos
Casi ahogados por las aguas,
Que recogida en centro
Mas de dos varas en alto
Estorbaban entrar dentro:
Y así su propio peligro
Industrió su entendimiento,
Para entrarse por el torno,
Y practicando el intento,
De allí los votó el impulso,
Que batía con extremo:
Por fin rompieron el torno,
Y con ímpetu violento
Les ayudó a entrar el agua,
Y hallándose en salvamento,
Discurrieron por los claustros
Dando voces y diciendo,
Que nuestro ilustre prelado,
Nos imponía precepto,
Y nos mandaba salir
Sin excusa ni pretexto.
Salimos todas al coro,
Al oír el intimamiento,
Mas sin corazón salimos,
Porque se quedó en su centro.
Avistamos nuestros claustros,
Que hechos lagunas de cieno
No daban margen alguno,
Para transitar sin riesgo.
Enderezamos los pasos
Hacia la huerta, creyendo,
Que su mucha elevación
Favoreciese el intento;
Pero también encontramos,
Inundado aquel terreno,
Pues no cesaban las aguas,
De descuadernar el cielo,
Viendo en este estado el caso,
Y que entreteniendo el tiempo
Se acercaba más la noche,
Y el peligro iba en aumento:
Arbitraron taladrar
La muralla, con intento,
De que huyendo por allí
Tomásemos mejor puesto.
Ejecutose al instante
El discreto pensamiento,
Pero con la precisión,
Fue el taladro tan pequeño,
Que al salir, más que aceituna,
Se nos aprensaba el cuerpo.
No sacamos con nosotros,
Mas que a nuestro dulce Dueño,
Que pendiente de la cruz
Nos daba a sufrir ejemplo.
Apenas salimos fuera,
Cuando ya nuestro convento
Lo robaban sin reparo,
Y con tal atrevimiento,
Que no podrá reponerse
Lo perdido en mucho tiempo;
Pero es lo menos sensible,
Comparándolo al tormento
Que toleramos al ver
El gentío tan atento,
Cuando en brazos de los peones
Nos transportaban sin tiento:
Y a unas las tomaba mal,
Y a otras echaban al suelo,
Y algunas bien embarradas,
Eran de la risa objeto.
De este modo nos pasaron,
Con tumultuoso ardimiento,
A una quinta que contigua
Se hallaba más del convento.
Allí estuvimos un rato,
Pero era con igual riesgo,
Porque las altivas olas
Estremecían el suelo.
En este breve intervalo
Atravesó nuestro pecho
Nueva saeta de dolor,
Que rompiendo el sufrimiento,
Hizo liquidar el alma
En un raudal tan violento,
Que pudo quizá igualar
Al expresado elemento,
Por ver que ya la Custodia
Con ligero movimiento
La llevaba un sacerdote
Sin otro acompañamiento,
Que pocas luces que hallaron
Con milagroso portento,
Ardiendo sobre las aguas,
Que (respetando el intento,
Con que fueron encendidas,
Cuando en nuestro encerramiento
Clamábamos a la Madre
De piedad, por valimiento)
Se estaban en el blandón,
Sin ceder al movimiento,
Con que batían las olas:
Y siguiendo el barlovento
De la venerable imagen,
A quien el fiel elemento
Llevaba sobre su faz
Con pasmoso rendimiento,
Al entrar el sacerdote
Le salieron al encuentro,
Para servir en el culto
Del divino Sacramento.
El que acometió a la empresa
Llevado de ardiente celo,
De sacar a la Deidad
Antes que corriese riesgo,
Fue un hijo de S. Francisco,
Religioso recoleto,
Que con la agua a la cintura,
Y por las rejas rompiendo,
Sacó Custodia, y viril,
Y las llevó a su convento:
Propia acción de tales padres
Que en todo acontecimiento
De piedad y devoción
No miran su detrimento,
Y que quedará grabada
En indecible en nuestro pecho,
Para perpetua memoria,
Y tierno agradecimiento.
Y volviendo a la estación
Donde estábamos cuando esto,
Se determinó dejarla,
Y buscar seguro puesto,
Clamando al Señor nos diese
Gran paciencia y sufrimiento
Para seguir un certamen
De tanto padecimiento.
Mas, el Padre de piedades,
Que siempre acredita el serlo,
Determinaba clemente,
Minorar el desconsuelo
Y prevenir el alivio,
A proporción del tormento.
Se vio este verificado,
Pues estando en el aprieto,
De no hallar situación fija,
Llegó luego un mensajero
De parte del padre prior
De la observancia, diciendo
Que teníamos muy pronto
Su magnífico convento,
Y con grande corsetería,
Igual a su entendimiento,
Fue en persona por nosotros,
Llevando para el intento,
El carruaje necesario,
Que pudo aprontar más presto.
Seguimos nuestra derrota
Con más esforzado aliento,
Al ver que Dios nos franqueaba
Aquel Moisés verdadero,
Que sin temor a las ondas
Las dominaba el primero,
Abriendo segunda senda,
Como el otro en el Bermejo.
Mas, no faltaron desgracias
Si acaso pudieron serlo
Los trabajos de los justos:
Mas, quiero decir en esto,
Que se continuó el crisol,
Y pruebas de nuestro dueño;
Pues como el llover seguía,
Era indispensable efecto,
Que los carros se calasen
De aguas de cielo, y de suelo,
Y penetrasen agudas
A las de su furia, objeto
Que a no informarlas amor,
Se transformasen en hielo.
A más de esto se quebraban
Los carros por el gran peso,
Siendo preciso acuñarlos
En medio del elemento.
Otras que en cabalgaduras
Venían, traían de lleno
Toda la inclemencia, y otras
Más penoso aditamento
De la lobreguez privando
De tino aun al más experto;
Y si algunos compasivos
Daban luz en tal aprieto,
Se espantaban los caballos
Y ponían en más riesgo.
En fin, entre esta borrasca,
Llegamos al feliz puerto
De la casa de Belén:
Llamose así este convento,
De hijos de Santo Domingo,
Donde guardan lo perfecto
Y puro de su instinto
Con prontitud y desvelo;
Y como fuimos entrando
A este retrato del cielo
Conocimos lo habitaban
Ángeles en térreo cuerpo;
Que con grande prontitud
Al imperio de un sólo eco
Y a veces a una mirada
Servían al pensamiento.
Nos dieron tal hospedaje,
Que el más cabal desempeño
Será omitirlo la pluma,
Y remitirlo al silencio,
Pues si explanarlo pensara,
Haciendo narración de esto,
En mayor golfo se viera
Náufrago mi entendimiento,
Que en el que se halló mi vida,
Cuando lo estaba mi cuerpo;
Mas omitir no podré
Y todo lo diré en esto,
Que el prelado de esta casa
Es el más cabal sujeto
Que han producido las Indias,
Y en este acontecimiento
Se ha excedido él a sí mismo,
Porque ha echado todo el resto
Y ha hecho Fr. Sebastián Díaz,
Lo que él sólo hubiera hecho.
Nos pusieron en un claustro
Separado largo trecho,
De los que ellos habitaban:
Y aunque no era nada estrecho
Tenía sólo trece celdas.
De que hecho el repartimiento
En oficinas precisas,
Quedaron sólo de resto
Nueve para veinte y ocho,
Que éramos en surtimiento,
Entre monjas y criadas:
Siendo menester por esto,
Acompañarse de a cuatro,
Y cinco en cada aposento.
Empezamos a buscar
Modos de secar de presto
La ropa, porque pegada
Las más traían al cuerpo;
Excepto algunas que quiso
Dio, favorecer en esto,
Pues ni aun en las alpargatas
Recibieron detrimento;
Pero a otras les fue preciso,
El andar por algún tiempo,
Con zapatos de los padres,
Hasta que fueron haciendo.
Se estableció la observancia
Con puntualidad y arreglo,
Tocándose campanilla
A oración, coro y silencio,
Refectorio y demás actos,
Y todos a su hora y tiempo.
La clausura la causamos,
Haciendo el adagio cierto
De ser en cuatro paredes
Víctimas del sufrimiento.
Allí nos decían misa,
En oratorio bien puesto,
Y en día de comunión,
Consagraba el prior para esto;
Mas, nos quedaba el dolor,
De no tenerlo allí expuesto,
Para hallar con su presencia
Mayor consuelo y aliento.
Mas, así lo disponía
El artífice más diestro,
Para pulir a las almas,
Quitando el sensible afecto,
Y como había privado
De lo acomodado al cuerpo,
Acrisolar el espíritu,
De aquello menos perfecto;
Y para hacerlo mejor,
Y lograr más bien su intento,
Quiso darnos nueva mano,
Con enfermarnos de nuevo,
Y muy pocas se exceptuaron,
De no estarlo en este tiempo,
Y vino a coronar su obra
Una criada muriendo.
Aquí pasamos tres meses,
Gastándose mucho tiempo,
En componer unos claustros
En forma de monasterio;
Cuya composición hecha,
Nos pasó el prelado luego,
Donde nos hallamos ahora
Con comodidad y aseo.
En tres claustros bien labrados
Con muy delicioso huerto
Oficinas necesarias,
Y sobre todo el recreo
Del coro con su capilla,
Que aunque esto es algo pequeño,
Encierra la Majestad
Que contiene todo el cielo.
Aquí estamos asistidas
De los padres, cuyo celo
Atiende a lo espiritual,
Y temporal con desvelo,
Sin dispensar su cuidado
Lo ínfimo ni lo supremo,
Porque el lince de su prior
Se hace Argos en nuestro obsequio,
Pues su grande caridad,
Y su magnánimo genio,
Lo hacen ejecutar ahora,
Lo que ejecutó primero:
Y juzgo que sin mudanza
Siempre seguirá lo mesmo,
Pues hombres de su estatura,
Lo acaban todo perfecto.
 
   Explanar el grande estrago,
Que hizo el río en mi convento
Fuera detenerme mucho;
Mas, no siendo ese mi intento,
Diré sólo lo inundó
Todo, y parte botó al suelo.
Lo restante se está ahora,
Con firmeza componiendo,
Para mudarnos allá
Y edificarlo de nuevo,
Retirando el edificio,
Cuanto se pueda hacia adentro,
Y murallarlo de cal
Y ladrillo, porque esto,
Dicen basta a preservarnos
Y ponernos a cubierto.
El Señor lo determine
Si es su voluntad hacerlo,
Y de no se cumpla en todo
Su beneplácito eterno.




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