Samuel Lillo
Samuel A. Lillo Figueroa (Lota, 13 de febrero de 1870 - Santiago, 19 de octubre de 1958) fue un poeta y novelista chileno, Premio Nacional de Literatura 1947.
Hijo de Carmen Figueroa y Nazario Lillo, empleado de la compañía minera de Lota, Samuel vivió los primeros años en ese puerto. Su tío era Eusebio Lillo, autor de la letra del himno nacional de Chile, y su hermano mayor, Baldomero, el célebre escritor de los libros de cuentos Subterra y Sub sole. La pareja tuvo otro hijo, Emilio.
Cuando Samuel tenía 10 años, la familia se muda a Lebu. Sobre esa época recuerda: «En Lebu traté por primera vez a los araucanos, cuyas hazañas e infortunios iban a ser más tarde los temas predilectos de mis trabajos literarios». Se educó en los liceos de hombres de esa ciudad y de Concepción.
En 1889 viajó a Santiago para rendir el bachillerado y después ingresó en la Escuela de Leyes de la Universidad de Chile, donde se tituló de abogado en 1896. Algunos años más tarde, ya cumplidos los 30, estudió castellano y literatura en el Instituto Pedagógico, del que egresó en 1905.
Había comenzado a trabajar en su época de estudiante, 1891, como funcionario de la secretaría de su alma máter, donde serviría durante 37 años. Allí enseñó derecho minero, llegando a ser prorrector (1915-1923).
Fue también profesor de castellano y literatura en el Instituto Nacional y en la Escuela Militar, en la que fundó una academia literaria. La letra del himno de esta institución castrense pertenece a Samuel Lillo.
En 1899, Lillo restauró el Ateneo de Santiago, que había desaparecido después de la guerra civil de 1891, y fue su secretario vitalicio.
Aunque desde muy niño sintió el llamado de la lírica, comenzó su carrera literaria a los 30 años de edad, con la publicación del libro Poesías (1900); Lillo fue, además, narrador y ensayista.
Su labor como educador fue excepcional: dio conferencias sobre escritores nacionales, inauguró cursos literarios y coronó sus lecciones universitarias con su libro Literatura chilena, publicada en 1918 y adoptada en la enseñanza secundaria de esa época.
La quinta edición (1930) de este libro fue recibida con inusual molestia en el ambiente intelectual, al punto de que algunos críticos y escritores amenazaron con golpear a Lillo. El motivo de la airada reacción eran los comentarios sobre los críticos literarios:
Desgraciadamente la crítica está ahora, salvo honrosas excepciones, en manos de escritores que, no habiendo conseguido hacer obra propia, han escogido la fácil tarea, según ellos, de juzgar a los demás. Hemos visto llegar a las redacciones de los diarios y revistas a jóvenes que, no habiendo sido capaces de continuar sus estudios, han sentado plaza de periodistas, y, lo que es más curioso, de críticos de letras y de artes
Si bien Lillo no los menciona, sus afirmaciones estaban dirigidas especialmente contra Hernán Díaz Arrieta (alias Alone) y Ricardo A. Latcham, quienes habían interrumpido sus estudios en algún punto de su evolución.
En 1929 Lillo fue elegido miembro de la Academia Chilena de la Lengua.
Samuel Lillo se casó joven con Amantina Quezada Acharán (1871-1931), con quien tuvo 8 hijos: Jorge, Elena, María, Sara, Inés, Ema, Regina y Aurora Lillo Quezada. Jorge trabajó como oficial mayor del ministerio de Justicia; Elena y Aurora estudiaron en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, la primera francés y la segunda, castellano.
Premios y reconocimientos
Primer premio en el Concurso del Consejo Superior de Letras 1911 por Chile heroico
Primer premio en el Concurso del Círculo Naval de Valparaíso 1911 por Romancero del mar
Primer premio del Concurso del Consejo de Instrucción Pública 1914 por A Vasco Núñez de Balboa. Canto lírico
Primer premio del Concurso de los Juegos Florales de Tucumán 1916 por Canto a la América Latina
Primer premio de los Juegos Florales Cervantinos de Valparaíso 1916 por Canto lírico a la lengua castellana
Flor de Oro 1916 (Juegos Florales de la Raza, Concepción) por Canto a Isabel La Católica
Premio de la Poesía Hispanoamericana 1927 (Real Academia Española) por Bajo la Cruz del Sur
Premio Nacional de Literatura 1947
Orden de Isabel la Católica
Obras
Poesías, Imprenta Moderna, Santiago, 1900
Antes y hoy, poesías (1905).
Canciones de Arauco, Imprenta Cervantes, Santiago, 1908; descargable desde Memoria Chilena (reedición: Editorial Universitaria, Santiago, 1996)
Chile heroico, Imprenta Barcelona, Santiago, 1911
La Concepción, poema, Imprenta Cervantes, Santiago, 1911
La escolta de la bandera, Imprenta Cervantes, Santiago, 1912
Canto a la América Latina, Imprenta Cervantes, Santiago, 1913; descargable desde Memoria Chilena
A Vasco Núñez de Balboa. Canto lírico, Imprenta Barcelona, Santiago, 1914; descargable desde Memoria Chilena
Literatura chilena, Imprenta Universo, Santiago, 1918
Bajo la Cruz del Sur, Nascimento, Santiago, 1926; descargable desde Memoria Chilena
Cantos filiales, Imprenta Universitaria, Santiago, 1926
Ercilla y La Araucana, ensayo, Balcells, Santiago, 1928
Fuente secreta, poesía, Editorial del Pacífico, Santiago, 1933; descargable desde Memoria Chilena
Campanario de humanidad, poema, Editorial del Pacífico, Santiago, 1938
' 'El río del tiempo, Editorial del Pacífico, Santiago, 1942
Discursos patrióticos y académicos, 1944
Espejo del pasado. Memorias literarias, Nascimento, Santiago, 1947
Lámpara evocadora, sonetos, E.N. de Artes. Gráficas, 1949
Primavera de antaño, poesía, Imprenta Universitaria, Santiago, 1951
MARINA
En la caleta, al pie de la montaña,
mientras cubre la playa la marea,
a pleno sol se baña
un grupo de muchachas de la aldea.
Hienden las aguas los ebúrneos senos,
y la mar, juguetona por instantes,
muestra indiscreta mórbidas espaldas
y cimbradoras curvas incitantes.
Como echada en la arena por la ola,
la moza mas gentil de la ribera
está apartada, pensativa y sola,
destrenzada la rubia cabellera.
En su soberbia desnudez de diosa
júntanse la azucena y la alborada,
y la abierta pupila temblorosa
mirar parece una visión soñada.
De la ola la lluvia cristalina turba
a veces sus dulces embelesos,
y el sol, enamorado de la ondina,
su cuerpo enjuga con ardientes besos.
Y bajan por el aire azul, sereno,
mensajeras de amor, las mariposas
a beber en los lirios de su seno,
que duermen entre pétalos de rosas.
Mientras esparcen las algas sus fragancias,
las auras tibias con sus bucles juegan,
y en ella avivan las febriles ansias
y las pasiones cálidas que ciegan.
Ella siente entre púdicos sonrojos
dentro de su alma insólitos ardores,
y en tanto cierra lánguida los ojos,
atormenta sus labios sed de amores.
Su rica sangre juvenil se inflama;
tumultuoso latido la sofoca;
despide su mirar celeste llama
y el beso del amor juega en su boca.
La hora del calor. Dulce desmaya
la onda acariciada por la brisa,
y siguen las muchachas en la playa,
llenando el aire con su alegre risa.
A VASCO NÚÑEZ DE BALBOA (Fragmento)
Si en la noche los búfalos salvajes
el remanso atraviesan de repente,
turbando con sus cascos los oleajes
de la dormida fuente,
y borrando la imagen luminosa
de la luna que brilla temblorosa,
como una flor de plata, en la corriente,
el agua mansa tórnase bravía,
inquieta y turbia, y se levanta airada;
mas, luego que se aleja la manada,
de nuevo al cielo dulcemente envía
la imagen de la luna tembladora,
incierta como el tinte que anunciara
una pálida aurora,
y después, con el límpido y seguro
resplandor de un diamante que brillara
en el engaste de su fondo oscuro.
Así en la humanidad, banda inconsciente
o, a las veces, proterva,
suele pasar turbando la corriente
que refleja la gloria
de algún héroe de Marte o de Minerva;
y, cuando ya no se oyen las lejanas
pisadas de las idas caravanas,
en las serenidades de la historia,
como la flor de plata del remanso,
resurge limpia y clara la ínclita memoria
que el tropel de las turbas pisoteara.
También, tras luengos años,
sobre esta noble tierra colombina,
libre ya de prejuicios y de engaños,
aparece la gloria que ilumina
¡oh infortunado capitán ibero!
tu figura romántica y extraña
tumbada por la envidia,
porque glorias y reinos diste a España
y porque, vencedor en cruenta lidia,
tu empuje sobrehumano
logró sacar del báratro profundo
un gigantesco océano
que duplicó la magnitud del mundo.
Fué un espíritu audaz y aventurero
de alas de cóndor y ojos de milano,
mezcla de espadachín y caballero,
con arranques de hidalgo castellano.
Poesías
Autor: Samuel A. Lillo
Santiago de Chile: Impr. Moderna, 1900
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1906-12-21. AUTOR: HALMAR
A Samuel A. Lillo, yo lo veo hasta con su fisonomía en esta composición, que él llama “La Escuela de Antaño”.
Está en ella el poeta, el educacionista y el hombre; el otro ha puesto su ternura para con los niños; y el cantor requiere su laúd y canta.
“Era entonces la edad de la alegría,
En que es el corazón abierto y bueno.
La edad en que recogen en su […]
El bien y el mal las […] juveniles
Cual copia de la inconciencia de la fuente
Desde los libros a las de las águilas
Hasta el enrosque vil de la serpiente”.
Canta el poeta la nostalgia de la aldea donde transcurrió una infancia como muchas otras: la nostalgia de la infancia lejana, canta el mar entrevisto desde el banco de la escuela; la nostalgia de todos los sueños. Una melancolía inocente le embarga la voz y se comunica al que lo oye, que entonces escucha a su vez en su corazón otro canto que se parece a aquel…
Samuel suele aparecernos demasiado correcto y entonces se advierte que su naturaleza, un tanto agreste, sufre por el molde. El lenguaje se hace a veces estridente y disonante.
Acá no: Es él tal como querríamos verle, cándido siempre y si acaso triste, como si su experiencia a lo sumo lo entristeciese… ¿Qué otra cosa es la experiencia verdadera? Tristeza que nos hace más indulgentes y que seguramente nos purifica.
“Por eso al evocar aquellos tiempos,
Recibo como un soplo de frescura:
Miro hacia atrás y veo el horizonte
Teñido con la lumbre del recuerdo,
Y revive en mi espíritu el paisaje,
Me siento niño y otra vez me pierdo
En los bosques floridos de mi aldea
Y parece que escucho hasta el oleaje
Que a los pies de la escuela […]”
Canciones de Arauco
Autor: Samuel A. Lillo
Santiago de Chile: Impr. Cervantes, 1908
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1908-06-10. AUTOR: RAFAEL MALUENDA
Corre en la literatura –se trate de poesía o de prosa- una división generalmente aceptada cuando se quiere clasificar en lo grueso las tendencias, méritos y características de un autor: el “subjetivismo” y el “objetivismo”.
Se dice de tal escritor que es objetivo o subjetivo, y hay una anuencia común para sentir satisfactoria esta información en que no se sintetiza nada, ni se establece concepto alguno preciso. Tales calificativos carecen de valor, y podría desde luego afirmarse que han perdido el que les otorgaran los parnasianos, sus creadores. Podría considerárseles como refugio de vacilantes opiniones; porque para un espíritu medianamente perspicaz, esta clasificación es tan deficiente, en cuanto a dar a conocer la figura literaria de un escritor, como si, discutiendo los méritos de un hombre de ciencia, se nos dijera, es físico o es químico, y nada más.
Los parnasianos hicieron esta división de arte para establecer tu teoría poética; la crítica barata tiene otras razones para prohijarla, y si se quisiera ahonda un poco en su busca, no sería difícil advertir que ella proviene de ciertas deducciones aflejadas que se aúnan a cada unos de estos términos, de cierto espíritu de excusa y justificación para los pecados de quien escribe, y acaso también de alguna miopía y ánimo timoratote los que juzgan.
Aunque para muchos es esta una verdad inconcusa, para otros la doctrina es simple, ingenuamente baladí. Ni vive nuestro “yo” ajeno al medio, ni tampoco es posible a un artista hacer una obra de belleza sin que la obra participe del carácter, del temperamento de quien la forja; y es bajo la certeza de este hecho que se habla de personalidad literaria, es bajo este concepto que en cada obra artística exige un rasgo único; el que le imprime la conciencia de quien la traza.
Se ve, pues, que en el fondo no hay tal objetivismo ni tal subjetivismo: la verdad es que el artífice puede tomar como objeto principal de su obra el “yo” o cualquier cosa ajeno a él, pero siempre en su visión artística existirá un indivisible consorcio entre su propia conciencia y el objeto sobre el cual se proyecta. Una obra literaria en que el “yo” desapareciera, vendría a ser para la literatura lo que la fotografía para el arte pictórico: una industria.
Precisa, para que haya obra de arte, la personalidad, y no cabe argumentar que los que imitan también, hacen otra de arte, porque hasta esos llevan una personalidad: la de otro.
He oído decir, por ejemplo, que los Poemas Bárbaros de Lecompte de L’isle, son acabados modelos de poesía objetiva. Quiero recordar a este propósito el poema “El Cóndor”, breve y sobrio lienzo, que nos presenta la majestuosa ave en su sueño sobre la alta cordillera.
Dice:
Par-delà l'escalier des roides Cordillères,
Par-delà les brouillards hantés des aigles noirs,
Plus haut que les sommets creusés en entonnoirs
Où bout le flux sanglant des laves familières,
L'envergure pendante et rouge par endroits,
Le vaste Oiseau, tout plein d'une morne indolence,
Regarde l'Amérique et l'espace en silence
Y más adelante:
Il s'enlève en fouettant l'âpre neige des Andes,
Dans un cri rauque il monte où n'atteint pas le vent,
Et, loin du globe noir, loin de l'astre vivant,
Il dort dans l'air glacé, les ailes toutes grandes.
Pregunto: es posible asegurar que no existe la conciencia del poeta en su visión espléndida? ¿Otros ojos que los clarovidentes [sic] del artista habrían visto tanta grandeza en ese sueño del cóndor? Más aún: pudo el poeta no haber visto nunca una tal realidad, pero sentía los rasgos que distinguen la grandiosa ave, se imaginaba la majestuosa cordillera: le bastó entonces proyectar su conciencia, y surgió la poesía, porque la poesía estaba en él.
Luego hay que reconocer que cuando el poeta pretende o no puede hacer otra cosa que devolver idéntica la impresión que recibe, su obra es sencillamente inútil, y en ningún caso habrá realizado un ideal artístico.
En crítica hecha también a este libro por el señor Eleodoro Astorquiza –espíritu fino y ecléctico, acaso demasiado francés en sus gustos artísticos y demasiado admirador de Doumic- deja que: “se debe mirar a las cosas tales cuales ellas son en sí”. A primera vista, advertimos que en tal decir el sabor de una paradoja francesa. No podremos jamás mirar las cosas tales como son en sí, para una visión artística en primer lugar, las cosas son reales desde el momento en que entran bajo el imperio de nuestra conciencia; y en segundo lugar, (dado caso de que fuera posible lo que asegura el señor Astorquiza), una tal visión sería común a todos los hombres, y no habría para qué expresarla. Si el artífice no ve en las cosas sino lo que todos vemos, si su obra no ha de traer a nuestro espíritu un nuevo sentir, es inútil e injustificado su trabajo.
“El Palanquero” es un ejemplo cercano de este hecho. Seguramente que ese hombre que provoca la piedad del poeta, haciéndolo exclamar:
…“cuando veo que nombre
que tú sueles muchas veces ignorar
sólo pasa por el ancho libro humano
como el rastro del gusano
que los vientos o los cascos de las bestias borrarán,
compadezco ¡Oh! Palanquero,
errabundo y enigmático viajero,
más que tocas tus miserias, tus harapos i tu suerte
compadezco tu alma inerte
que jamás ha despertado nadie en ti”.
El palanquero, así sentido, es una visión del poeta solamente: porque no todos habrán visto en él al “errabundo y enigmático viajero” y porque seguramente que ese hombre no tendrá muchas de las melancolías que el poeta le supone.
Hay una gran verdad en el decir de Nietszche cuando asegura que “el arte debe ante todo ‘embellecer’ la vida; debe ‘dignificar’ lo que toca; debe transparentar siempre lo que hay de ‘significativo’ en aquello que lo impresiona”. “El arte de las obras de arte es un accesorio”, concluye, y con ese siempre abierto miraje que sus sentencias dejan al intelecto, podemos imaginar que es inútil pretender realizar la obra de belleza aunando procedimientos artísticos o vertiendo en acabadas facturas vulgares visiones.
En un breve estudio publicado por el que escribe estas líneas sobre una hermosa novela nacional, decía, hablando del paisaje, que ha perdido para la joven literatura el valor que la escuela zoleana le otorga como medio, que ahora no se trata de “pintarlo”, sino de “hacerlo sentir” y que en cualquiera circunstancia que el novelista lo intercale en su obra, importa un estado anímico. Hago extensiva esta afirmación para la poesía en que se pretende evocar un trozo de la tierra, un instante de la vida sorprendido en las cosas. No debe un poeta olvidar que su obra la contemplarán los ojos de nuestra alma y no los del rostro, y que aquéllos no ven muchas veces lo que éstos últimos recogen.
***
Todas estas consideraciones me han ocurrido leyendo los artículos e impresiones publicados a propósito del libro cuyo título encabeza estas líneas.
“Canciones de Arauco” es el segundo volumen de un poeta, acaso el más conocido de los pocos con que contamos, el que tiene una mayor popularidad y a quien desde hace tiempo la crítica ha consagrado con felicitaciones unánimes. Samuel A. Lillo es en la exigua caravana artística de hoy el poeta que aparece con una más definida personalidad: su silueta literaria tiene rasgos acabados, mejor dicho, definitivos. En esta larga busca de la personalidad, puede decirse que Lillo se ha encontrado a sí mismo, ha recorrido su senda, y es por eso que su visión poética aparece ante nosotros libre de vacilaciones y de tanteos. En medio de la febril inquietud que sacude el espíritu de nuestros artistas, en medio de esa insólita exaltación que los sacude intensamente, dando lugar en su obra a bruscas transiciones, Lillo aparece como un sereno artífice que, sin desasosiego ni inquietudes, esculpe en el acabado molde de sus estrofas la serena visión que tiene de la vida. Y es seguramente la factura de esa visión (en apariencia ajena a su alma) la que la ha originado el calificativo de “poeta objetivo” en que algunos han pretendido encerrar a la síntesis de su labor literaria.
En desacuerdo con semejante opinión, he procurado estudiar su libro, en este ensayo de crítica, atendiendo solo a la finalidad de toda obra de arte: la belleza.
II
A diferencia de su primer libro, Poesías, en el cual las composiciones -en cuanto a la nota esencial- eran de un visible eclecticismo, Canciones de Arauco aparece como una marcada uniformidad en el medio y en el tono en que todos los poemas han sido tratados. Para la impresión total del libro, tal selección tiene ventajas, pero es necesario considerar que, si de esta manera el espíritu no sufre transiciones bruscas y desde el primero al último trabajo los asuntos se completan, se uniforman, se auñan para formar el alma única del libro, para la intensidad total resulta un debilitamiento cuando se descuida que los tonos poéticos sean ascendentes y nuevos, y el alma lectora no tenga que gustar emociones ya gustadas.
Si en el libro de Lillo es posible señalar este pequeño defecto, fácil es explicárselo también: el poeta no se propuso escribir un libro de canciones de Arauco, sino que seleccionó de sus obras las que se referían a la tierra nativa. Por eso es que, escritas seguramente en diversas épocas y sin otro propósito que el de exteriorizar un sentimiento, muchas de las composiciones tienen igual tono, provocan una misma emoción, debilitando con ello el sentimiento de la novedad, y por ende la intensidad emotiva de los poemas. La variedad de asuntos atenúa en mucho en el libro de Lillo este defecto, tarea no fácil aún para los que de antemano se proponen escribir un libro cuyos trabajos reflejen un solo medio. Así, por ejemplo, en “Las Vendimias” de Marquina –la mas hermosa obra poética simbólica que haya leído quien suscribe estas líneas- a pesar de haber sido escrita con el referido propósito, se resiente también de cierta fatiga intelectual, provocada por el tono sostenido de algunas de las composiciones.
***
No es Samuel A. Lillo partidario de la síntesis descriptiva, elemento poético de enorme importancia. Se advierte en él marcada tendencia a la enumeración, amor por el detalle, que si bien su espíritu elije bello, debilita con frecuencia la rápida formación de imágenes que el decir poético debe provocar.
Algunos de sus poemas descriptivos son demasiado extensos, y la abundancia de rasgos hace para el alma lectora confusa la visión, porque siguiéndolo en la pintura de los detalles se deslíe la impresión total de lo que describe. Quiero citar aquí su “Tarde de invierno”, cuyo primer acápite se resiente de abundancia en el detalle, a todos los cuales el autor otorga igual importancia. Es el segundo acápite –que en mi opinión no necesita los cuatro últimos versos- el que nos trae la impresión del campo, bajo la fría caricia del otoño:
Va a morir el día: sobre la campaña
pasa como un soplo de tristeza extraña.
Tiembla todo el valle con el viento frío
que trae la turbia corriente del río,
que la niebla nocturna que baja
ya sube los cerros como una mortaja,
suspende ni labriego la ruda tarea
y emprende la marcha con rumbo a su aldea
Cuando el espíritu ha podido sintetizar la impresión de un momentos, dos versos son suficientes para hacernos sentir lo que el poeta desea. Recuerdo estos de Villaespesa:
Y el cisne se acercó. Trémula Leda
la mano hunde en la nieve el plumaje:
y se adormece el alma del paisaje
en un rojo crepúsculo de seda.
Se advierte mejor esta tendencia al detalle en sus poemas narrativos “Mater”, “La epopeya de los cóndores”, “La Escuela de Antaño”, “El triunfo de la selva”. De entre ellos habré de notar “El arponero”, en donde Lillo concentra su visión y la hace sentir hondamente. La concisa pintura del arponero hundiéndose en el mar, tiene la misma sugestión de ensueño que el poeta puso en uno de los poemas de su primer libro: “La tumba del marino”:
…faltaba el arponero.
Su cuerpo como incógnito viajero
bajaba por la hondura
y su adusta figura
ya muda inofensiva,
cruzada en paz entre las mismas bandas
que él persiguiera con su arpón arriba.
Este amor de Lillo al detalle pone en sus poemas una acentuada característica: la visión poética demasiado dilatada. Apura el tema de sus trabajos hasta ofrecerlo todo, sin dejar al espíritu ninguna perspectiva de ensoñación propia. Así, por ejemplo, su melancólico poema “El triunfo de la selva”, es una historia completa que posee todos los recursos del cuento y al que faltan la concisión y la rapidez de la obra poética. En cambio, en el poema “El fin de un tirano”, los detalles han sido bien elegidos y el cuadro entero se siente lleno de sol, de alegría, de vida; y por sobre todo el tema principal se desgrana una armonía de colores que abrillanta la luz.
Para quienes conocen el amor del poeta por la nativa tierra, no aparece injustificada esta inclinación al detalle. Si en el molde de los poemas algunos no debieran tener cabida, todos la poseen por igual en el espíritu de Lillo, porque todos son pedazos del Arauco melancólico y heroico, inspirador de sus cantos; del Arauco primitivo que con sus brisas y rumores amasó la fantasía del poeta.
***
Quiero decir dos palabras sobre la factura poética de Lillo.
Es fácil advertir que toda ella se inspira en un casticismo que tiene la ventaja de hacer sobria y pura la arquitectura de sus estrofas, y acentuada la armonía que en toda obra de arte debe existir entre el pensamiento y la forma.
Lillo no hace en su libro innovaciones poéticas, ni su técnica posee esas novedades de forma que añaden tanta belleza al verso y son como audaces y armoniosos rasgos que interrumpen el compás de una música conocida, pero sus cláusulas tienen cierta feliz estructura que las hacen vibrantes, sonoras o dulces, y originan una acertada y bien perceptible armonía imitativa. Bastará reparar en sus poemas “El palanquero”, “Paladines”, etc.
En este cuidado especial para la elección del metro creo, como Lillo, que no es arbitrario para el poeta el molde en que debe verter su pensamiento: ciertos asuntos, algunos temas reclaman la señalada factura. El ritmo de la forma debe corresponder al ritmo de la idea; debe existir una justificación en el molde elegido por el artífice para exteriorizar sus sentimientos, y Lillo no ha olvidado este importante factor de belleza. Recuerdo, a este respecto, el hermoso decir de Carlyle: “Un pensamiento musical es un pensamiento articulado por una inteligencia que llegó a penetrar en lo más íntimo del corazón de las cosas y puesto al descubierto lo más recóndito de sus misterios, a saber: la melodía oculta en ellas, la interna armonía de coherencia que es su alma, por la que existe y tiene razón de ser aquí y en este mundo”.
***
Si en cada obra es posible señalar un trabajo en el cual por su estructura de fondo y forma, por visión intensa, parece haber vacado con más grande amor su alma el poeta, diría que en “Canciones de Arauco” corresponde a esta distinción al poema “El búho”.
En ninguno como en él, con más sobrios, únicos y sugestivos rasgos, el poeta ha proyectado esa intensa visión de ensueño con que su espíritu acoge y nos regala el ave fantástica que
semeja desde lo lejos,
sobre el árbol desnudo,
el fulgor de los últimos reflejos
de un sol de otoño, un ruido
sobre un gancho golpeado
por la lluvia y el viento,
o algún viejo nidal abandonado
al borde del camino polvoriento.
Ni los poetas salvajes que luchan sobre la vasta llanura, en “Paladines”; ni los cóndores altivos que se revuelven en sangrienta lid acosas por sus matadores, en “La Epopeya de los Cóndores”; ni el puma vencedor y bravío, en “La Casa del Puma”; ni la figura trágica de la vaca, en “Mater”, tienen la sugestión, el relieve, el poder con que aparece ante nosotros la silueta gris y adormecida del búho que “velada la encendida pupila por la luz deslumbradora del áureo sol”, “sueña con la sombra bienhechora que el XXX le da de la montaña”.
El grito estridente y extraño que lanza sobre la selva en donde se mece la orquesta de los líricos pájaros, tiene toda la aspereza de la protesta humana: doliente y agria va a turbar los idilios del bosque y a sugerir terrores en el “rústico sencillo que en el sombrío robledal camina”.
En el poema la figura del búho se agiganta: nuestra alma encarna en él el espíritu de esa media humanidad que espera –como él, la sombra- una nueva aurora para rimar.
El solo es el vidente
en medio de la noche en la montaña;
y mientras todos duermen sumergidos
en las sombras tranquilas
él camina alumbrado por la extraña
y dulce claridad de sus pupilas
Qué necesidad tiene le búho-poeta de que una luz ajena ilumine su ruta cuando le basta la que lleva en el fondo de sus misteriosas pupilas? Hay en este poemas sonambulescas reminiscencias, inexpresables vaguedades de ensueño; se dijera un hondo miraje que Lillo abre a los buscadores de símbolos, a los que en cada ser y en cada cosa ven un misterio.
Con cuánta sugestión ha sabido Lillo pintar su fantástico vuelo, cuyos aletazos “van trazando en la selva silenciosa gigantescas curvas”.
Y cuando el sol derrama
por sobre la montaña agradecida
los ardiente efluvios de su llama,
el ave, la cabeza recogida
en su blanco plumón, sobre una rama
tiritando nerviosa se estremezca
en su baño de luz, y en la risueña
y, bulliciosa selva, como antes,
con el silencio y con la sombra sueña.
Tengo para el poeta cuyos versos aprendí hace años, y a quien más tarde –realizando lo que fue un vago anhelo- llamé compañero, una ardiente y sincera felicitación; su obra, en que late intensamente la vida de una raza, las palpitaciones de un rincón de la nativa tierra, está impregnada de una sana belleza, libre de pesimismos; toda llena de amor, es ella un trozo de la Naturaleza sentido a través de su espíritu poético, un pedazo de Arauco glorioso con sus soles, sus bridas y sus frondas.
Chile heroico
Autor: Samuel A. Lillo
Santiago de Chile: Impr. Barcelona, 1911
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1911-03-20. AUTOR: OMER EMETH
Suelen verse en sitios ocupados antiguamente por hornos de fundición, grandes amontonamientos de escorias abandonadas allí por los metalurgistas españoles.
Recuerdo que visitando un lugar de esos en compañía de un ingeniero inglés, ocurrióseme calificar de “rubbish” esas piedras menospreciadas por los fundidores de antaño.
“Rubbish!” –dijo el inglés. “Talvez, no lo sean, señor mío. Más de una vez, de tales escorias se han sacado tesoros. Todo depende de la pericia del fundidor… Para el que carece de ella, ¿qué cosa no es “rubbish”? ¿Qué cosa no es desperdicio y escoria?”
Buena lección… recibíla con la debida humildad y no le eché en saco roto.
Más tarde, en varias ocasiones, me valí de ella y suelo desde entonces ponerla por regla de mis juicios.
Leyendo el último libro de Samuel A. Lillo, la he recordado una vez más, y a mi parecer, con la mayor oportunidad.
Examinemos, en efecto, los versos de “Chile heroico”. Cualquiera que se contentara con ojearlos o analizarlos rápidamente, se daría por enterado viendo que los temas sobre que versan son, de puro trillados por poetas y no poetas, verdaderas escorias literarias.
Trátase en ellos de Michimalonco, Lautaro, Caupolicán y Ercilla; de Carrera, de Rancagua y del paso de Los Andes; de Blanco Encalada y Cochrane; de Valdivia y de la “Esmeralda”. En una palabra, “Chile heroico” es, a primera vista, una colección de poesías patrióticas.
Poesía patriótica y… “rubbish!” –diría talvez un crítico superficial. Pero aquí cabe la advertencia del inglés.
Es cierto que para ciertos autores esos agotados temas son pura y simple escoria poética de la cual, por más fuego que gasten en ella y por grande que sea a veces su ingeniosidad de versificadores (iba casi a decir: metalurgistas) no sale ni un grano ni siquiera un indicio de inspiración poética.
Quien haya leído todos los versos publicados con ocasión del Centenario comprenderá la verdad de mi afirmación.
Para mí es un hecho que ciertos temas de índole histórica están completamente agotados… en cuanto a poesía. Salvo, para un poeta auténtico, todo aquello es puro “rubbish”, y se resuelve finalmente en hueca y fría palabrería.
Y si de ellos dudas, lector amigo, haz lo que he hecho: elige un tema como por ejemplo, el de la batalla de Rancagua y lee, en una decena de libros de versos, las poesías que pretenden inspirarse en aquel heroico hecho de armas; verás entonces que, excepto para un par de poetas de buena ley, todo es desperdicio, todo es mera versaina…
Uno de los que han sabido “refinar” esa escoria es el autor de “Chile heroico”, y, en vista de lo dicho, se comprenderá que su mérito no es poco.
Rejuvenecer temas viejísimos, y, si se me permite emplear el vocabulario de la fotografía, desarrollar correctamente clichés de exposición excesiva, sacar partido de planchas veladas, evocar imágenes que los malos versificadores parecían haber exorcizado para siempre, he ahí lo que ha hecho el señor Samuel Lillo.
En prueba de ello, tenemos el ya aludido tema de la batalla de Rancagua.
“En la humareda, rojo el sol brilla,
Por todas partes arde la villa,
Como la antorcha de un funeral;
Suenan los truenos de los cañones,
Disparos, gritos, imprecaciones,
De los caballos al galopar.
Por entre el humo que la rodea
Una bandera negra flamea
Sobre la torre de la Merced
En la protesta de aquel puñado
De gente brava que se ha jurado
De las trinchera morir al pie.”
Las cuatro estrofas siguientes describen el cuadro de la resistencia de la Patria Vieja.
Agotados todos los recursos, solo resta morir o atravesar la línea de los sitiadores.
“Cesan los fuegos, y los tambores
Con sus redobles los defensores
Hacia la plaza llamando están.
En sus caballos veloces montan
Y, como leones, raudos se aprontan
Para la carga que van a dar.
Al frente de ellos, altivo y fiero,
Blandiendo al aire su ardiente acero,
El gran caudillo da la señal:
Tiembla la tierra, brillan los sables
Y a la carrera, los formidables
Centauros saltan al campo real”
Los españoles, mudos y suspensos, contemplan un momento la heroica hazaña del escuadrón, pero pronto, cual jauría, se alzan para cerrar el paso del león.
“Pero es en vano que los jinetes
Con su caudillo son como arietes
Que las hileras rompiendo van;
Y con la fuerza de sus bridones,
Salvan los fosos y los cañones
Y se abre ante ellos la libertad.”
Entendida así, la “poesía patriótica” merece su nombre y su calificativo, pues deja en la mente del lector imágenes y semillas de heroísmo y de amor patrio.
En este libro, así como en sus “Canciones de Arauco”, luce el señor Lillo sus dotes de poeta descriptivo. Como Teófilo Gautier podía con derecho decir: “Soy un hombre para quien la naturaleza existe realmente”, puede el autor de “Chile heroico” definirse un poeta para quien el heroísmo es un ser real, de carne y hueso, cuyas encarnaciones han dejado en su mente y en sus versos imágenes vivas y activas.
Véase si no el cuadro de Caupolicán:
“Ora en un desfiladero
O sobre el abierto llano,
Surgía el toqui de súbito
Enfrente a los castellanos.
Y al verlo un día, soberbio,
Cubierto de rojo manto,
Con su brillante armadura,
Montado en un potro blanco.
Creyeron los caballeros
Ver un antiguo cruzado
Que llevaba sus mesnadas
De algún castillo al asalto”.
El libro de Samuel A. Lillo agradará tanto al soldado o al marino, así como agradó a los dos jurados del Centenario que lo premiaron.
Lo leerán en los cuarteles y a bordo de los buques de guerra y, al leerlo, evocarán a los héroes en quienes admiran y aman a padres y modelos.
“Chile heroico” es una hermosa lección de patriotismo sin patriotería, lección dada en versos que por lo armoniosos y tersos se graban sin esfuerzo en la memoria y en el corazón.
De S. Lillo dirán marinos y soldados lo que él dice de Ercilla: “El es nuestro vate…”
Cuanto a tanto rimadores que, sin descanso, vienen deshonrando con su vil prosa disfrazada de poesía a los héroes y hazañas del pasado, nunca diré bastante el disgusto que me inspiran.
Inconscientes y ufanos embadurnan con versos la imagen de la patria. A esos pseudos-poetas aludía, sin duda, Platón cuando declaraba que merecen ser expulsados de la ciudad.
La Concepción
Autor: Samuel A. Lillo
Santiago de Chile: Impr. Cervantes, 1911
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1911-06-17. AUTOR: OMER EMETH
Los héroes de la Concepción, más felices que muchos, tienen el poema que merecieron. Si no me engaño este no tardará en ser clásico en nuestras escuelas y en fomentar ahí el patriotismo de la nueva generación.
El señor Samuel A. Lillo, que es nuestro mejor poeta descriptivo, acaba de escribir una página épica.
Sus conocidos dotes descriptivas se advierten desde el principio del poema.
Después de situar “Oculto entre las rocas de la sierra” el miserable caserío de la Concepción, describe el poeta la solemne tristeza de aquel paisaje, tristeza bien conocida de quien haya morado entre las montañas de los Andes.
“Los tristes moradores
Cuántas veces temblaron
En el silencio de la noche umbría;
Y pálidos, convulsos, se miraron
A la luz de la llama vacilante
Tomando por gemidos de agonía
Los silbidos del viento
Que afuera con furor se retorcía.
***
A veces el torrente que bajaba
Formando en la ladera
Sonantes cataratas
En medio del silencio semejaba
El galope de extrañas cabalgatas”.
En seguida describe la lucha de los héroes con el ejército indio.
Siento que la escasez de espacio no me permita transcribir íntegra esa batalla. Solo citaré la escena final cuyo carácter épico salta a la vista:
“El osado caudillo
Cayó en la acometida
Como cae en la pampa acribillado
El tigre acorralado
Que en el último esfuerzo de su vida,
Romper intenta la feroz batida.
Sobre un montón de cuerpos mutilados
Y fija en la bandera la mirada
Oprimiendo, en su puño contraído
La vengadora espada.
Quedó el gallardo capitán tenido.
Al fulgor de las llamas,
Veíase en su ceño
Tal expresión de arrojo temerario,
Que ni un solo contrario
Se atrevió a interrumpir su último […]
La luz del sol radiante
Iluminó las cimas de los montes
Y descendió a la plaza de la aldea
Allí en aquel instante
Terminada la lucha gigante.”
El cuadro de la retirada de los indios no es menos hermoso.
“Entre nubes de polvo, temerosas
Del próximo castigo, se volvían
En la tarde las bandas victoriosas
Al seguro retiro de sus breñas,
Y sus grupos revueltos parecían
Un rebaño disperso entre las peñas.
En tanto que al villorrio abandonado
Envuelta entre los rayos de la lumbre
Con que el sol la montaña acariciaba
Una legión de cóndores bajaba
Hacia el festín que vio desde la cumbre”.
En conclusión, me contentaré con decir que, si tuviese la honra de ser profesor, comentaría este poema en mis clases, seguro de alcanzar así dos fines nobilísimos; inculcar a los niños el amor a la patria y a la verdadera poesía.
La escolta de la bandera
Autor: Samuel A. Lillo
Santiago de Chile: Impr. Cervantes, 1912
CRÍTICA APARECIDA EN LAS ÚLTIMAS NOTICIAS EL DÍA 1912-07-19. AUTOR: ANÓNIMO
Acaba de salir a luz, en un folleto bien impreso, de treinta y dos páginas, este poema, de uno de nuestros más distinguidos bardos, el señor Samuel A. Lillo.
Continuando el bello propósito de narrar en hermosos y robustos versos las heroicidades de nuestra raza, el señor Lillo dedica el poema de que damos noticia a cantar “La pérdida del Estandarte del regimiento chileno Segundo de línea en la batalla de Tarapacá, el 27 de noviembre de 1879”.
El asunto es verdaderamente conmovedor, y el poeta ha sabido explotarlo en forma sencilla y vigorosa, tal como convenía a la majestad de la acción.
“Al llegar la columna
al hondo pedregal de la quebrada
recibió de improviso el rudo ataque
de la tropa emboscada.
Mezcláronse impetuosos
y el ruido de las armas encontradas,
los disparos, las bruscas llamaradas
y la densa humareda que ascendía,
todo en revuelta confusión subía
en medio de un fragor de cataclismo,
como el bostezo de un volcán enorme
que brotara del fondo del abismo.”
La lucha es impetuosa y formidable. Nuestros soldados, guiados por el sargento heroico, logran romper el círculo enemigo y comienzan a trepar “la pendiente que conduce a la cumbre”.
“Y cuando al fin, diezmados y jadeantes,
a la cima llegaron,
muy cerca divisaron
otras nuevas legiones que, arrogantes, el paso les cerraron.
Formóse entonces el pequeño cuadro
al centro la bandera,
y en torno de ella la resuelta Escolta
ceñuda y altanera.”
Y recomienza la porfiada contienda. Uno a uno caen los bravos defensores del querido tricolor, hasta que el enemigo triunfante emprende la retirada llevándose el trofeo de la victoria, esa bandera del Segundo, que más tarde habría de ser reconquistada por otra legión de héroes.
“Y al cesar ya los últimos rumores
de rifles y tambores,
al pálido fulgor de las estrellas,
los veteranos de la Escolta muertos
en la lid gigantea,
en su actitud resuelta, semejaban
cansados vencedores
durmiendo sobre el campo de pelea.
Y cuando tras de una batalla fiera,
algún tiempo después, en un gran día,
conquistó el regimiento su bandera,
tal vez sus blancos huesos se agitaron
en sus tumbas lejanas,
al escuchar como antes
los acordes alegres de las dianas
que saludaban a la Escolta nueva,
juvenil y briosa,
digna hija de la otra legendaria
que, ya cumplida su misión gloriosa,
hoy duerme allá en la pampa solitaria.”
Así termina el poema. A través de sus estrofas pasa un soplo de grandeza trágica que pone en el lector calofríos de emoción.
En suma, un bello canto, que debe ser leído por todos los chilenos.
Canto a la América Latina
Autor: Samuel A. Lillo
Santiago de Chile: Impr. Cervantes, 1913
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1913-04-21. AUTOR: OMER EMETH
Desde de 1908, fecha en que publicó sus hermosas Canciones de Arauco, parece el señor Samuel Lillo haberse especializado en un género poético que, por falta de mejores calificativos, podríamos llamar poesía patriótica militar.
Mientras los versificadores se dedican en su mayor parte a contarnos aventuras sentimentales que, salvo excepciones, suelen carecer de todo interés, el señor Lillo busca inspiraciones en los grandes hechos de la historia y en las hazañas de los héroes americanos.
Alabaría yo, cumplidamente, su “especialización”, si en ella no descubriera ciertos peligros para la inspiración del poeta.
Tiene ella en efecto, entre otros inconvenientes, el de la uniformidad militar.
Nada hay más imponente y hermoso que un regimiento en orden de batalla. La uniformidad de los trajes, de las armas y de los movimientos, la línea recta observada con matemática exactitud, todo en las maniobras de un cuerpo de tropas, encanta al espectador capaz de apreciar semejante “poema del orden”.
Pero es poema cuya monotonía cansa antes de mucho tiempo. El espectador no tarda en aplicarle la fórmula de un célebre general: “Visto uno, vistos todos!”
Lo mismo puede y debe decirse de la poesía militar y patriótica. Hermosa y persuasiva uno o dos veces, cansa luego cuando, al leerla u oírla, descubrimos la monotonía de sus ritmos y la uniformidad de su inspiración.
Ahí está el peligro, y si, por ejemplo en los “Héroes de la Concepción” logró el poeta evitarlo, esta vez, a pesar de su maestría, no ha tenido igual suerte.
Por otra parte, los más culpables en esto no son los poetas, sino los “Juegos Florales” que, imponiéndoles temas, los obligan a hacer versos sobre medida… Como si la inspiración poética pudiera brotar con un “Fiat lux” y canalizarse como un simple Mapocho!...
El “Canto a la América” es un cuadro poético de la historia latinoamericana en el cual, como parece exigirlo el género, poético impuesto por los Juegos Florales, figuran solo héroes militares.
Es un himno a la energía de las razas conquistadas, al valor de los conquistadores, a la fusión de la sangre americana e hispana, a la independencia y a la unión de las naciones de este continente.
Mexicanos, colombianos, peruanos, guaraníes, araucanos, todos los pueblos de América reciben aquí las alabanzas que les debe la historia por sus hazañas en los tiempos de la conquista y de la independencia americana.
Contempla el poeta el espléndido cuadro de una América, cuyos héroes:
“Juntáranse bajo un mismo pabellón;
Y del Golfo Mexicano a los canales
Donde se alzan los enjambres de archipiélagos australes
Formarán con sus cien pueblos una sola y gran nación.
Unidos pondrán dique a las bandas invasoras
De las águilas del Norte que de lo alto de sus montes
Escudriñan codiciosas los ignotos horizontes
Donde brilla la serena cruz austral.”
Al final rinde el señor Lillo espléndido homenaje a los “perínclitos latinos” (a Francia, Italia y España) que “llevaron estos pueblos hacia altísimos destinos y supieron modelar la grande alma de esta raza”.
A Isabel la Católica
Autor: Samuel A. Lillo
1916
CRÍTICA APARECIDA EN LAS ÚLTIMAS NOTICIAS EL DÍA 1916-10-06. AUTOR: ANTONIO ACEVEDO HERNÁNDEZ
Fui a verlo a la Universidad, donde él ejerce su magisterio. Porque Lillo, antes que poeta es maestro. Es un maestro paternal que sólo tiene bondades para sus alumnos, razones por las que ellos le aman.
Ya en el severo patio de la Universidad[1], cuadrado, pavimentado de mosaico circundado de las macizas columnas que sostienen el edificio, observé las puertas que conducen a las distintas salas. Secretaría, Rectoría, Pro-rectoría, etc., pensé. Y me parecía que mi pensar era como halo perdido en un jardín de sabios, de grandes hombres. Me parecía ver cruzar las siluetas de tantos hombres enormes que han pasado por ese patio severo, circundado de columnas vetustas, todos con un mundo prisionero en el cerebro humano.
Jara, un gran poeta, tiene sitio ahí; Mondaca, otro gran poeta; Barrios, Eduardo Barrios, otro gran… Es que casi todos los que se albergan bajo ese techo merecen la anteposición de gran.
Me detuve en una puerta. Esperé, no me atrevía a llamar.
Don Samuel Lillo aparece y se aproxima modulando una sonrisa bondadosa, sus pasos lentos, sin afectación. Tiene la faz morena coronada por una frente alta surcada por algunas arrugas y empenachada por una melena ya célebre. La amplia barba que lo hace aparecer como el modelo de un Cristo pintado por el Tintorero… Me ofrece la mano y me invita a su oficina, que ha sido tantas veces visitada por los artistas, grandes y pequeños. Para nadie hay en ese sitio desprecio, el dueño es amplio, tiene bondad, charla y buenos consejos para todos. Allí han resonado las tristes bizarrías de un Pezoa Véliz, vilipendiado después de muerto por un crítico amargado, que quiere solo sepultar… Pedro Antonio González, alguna vez lloró alguna última decepción o ritmó la eclosión de sus trovas triunfales cuajadas de pedrerías poéticas. Ahí Dublé refirió la historia de las minas… un Bórquez musitó un aquelarre y rió desenfadadamente de la crítica. Todos han pasado por ahí, hasta yo, el más oscuro de todos, y tal vez no el más feliz.
Ya en la oficina se hundió en su sillón detrás de su escritorio lleno de papeles y libros de todos calibres. Me senté en un sofá viejo y contemple los cuadros: un Ercilla mal hecho pero de época lejana. Pedro A González muestra su testa fatigada, don Andrés Bello…
-Señor, usted ganó el certamen de la Raza…
-Sí, me dice sonriendo. (Una pausa). Ha sido para mí una gran satisfacción. Porque yo nací en esa provincia de Concepción; y hace 26 años que falto de allá.
-¿Usted empezó a escribir en Concepción?
-Sí, me dice, yo era un muchacho… Mi primer poema fue un canto a la batalla de Rancagua, y después escribí una oda a la Revolución francesa. Mi canto a Rancagua lo leí después en el viejo Ateneo de Santiago, con éxito.
-¿Usted fue uno de los fundadores del Ateneo Guillermo Matta de Concepción?
-Sí, pero antes se llamaba Academia de Ensayos. Ahí leí mi primer poema…
-Y cosechó su primer laurel… Sonrió.
-¿Cuál fue su primer libro?
-“Antes y hoy”, poema. En 1900 publiqué “Poesías”.
-Usted es el poeta de los triunfos.
-Sí, he triunfado, dice, y se queda pensativo. Sus pupilas vagan lejos como evocando pasados tristes…
Pensé que el poeta había sufrido injusticias. Había triunfado, la verdad, pero las hormigas de que habla Pezoa Véliz lo habían fastidiado. El arma de los pequeños es el fastidio.
-Publiqué también “Canciones de Arauco”, continúa, “Chile heroico”, “La Concepción”, “Canto a Vasco Núñez de Balboa”. Fui a certamen con dos cantos; eliminados todos los trabajos quedaron dos poemas, uno fue agraciado con “primer premio”, y el otro con un premio especial. Y los dos eran míos.
Recordé un caso parecido. Don Eduardo de la Barra triunfó de esa forma en el certamen [Varela].
-Cuando usted triunfó en Tucumán, con el canto a la América Latina, ¿cuántas naciones se opusieron?
-Diez naciones. La fiesta de los premios fue grandiosa. Asistió hasta el Presidente argentino que vino especialmente de Buenos Aires.
-Usted no fue.
-No.
-¿Y ahora irá?
-A la fiesta de la raza, iré.
-Usted elegirá la reina. Sonríe con picardía bondadosa.
-Iré a mi pueblo, dice. Y yo pienso:
Llegará a su pueblo después de larga ausencia el hijo predilecto, que bajó al mar a pescar perlas; llegará a su pueblo cargado de los más bellos ejemplares; llegará en primavera, cuando florecen flores y mujeres, las hermosas damas, las rimas de los fundos interiores le brindarán la paz de sus sonrisas, el enigma de las pupilas, la música de sus poemas, y todos, grandes y pequeños, buenos y malos, saludarán regocijados al buscador de perlas, al buzo sin par, al poeta excelso… [y] la flor de oro brillará en su solapa… Y ya nadie oirá al enjambre…
-Últimamente, dice, he obtenido dos premios: este de la raza con un canto a “Isabel la Católica” y otro con el “Elogio a la lengua castellana”. ¿No lo oyó usted en la fiesta Marquina?
-No, señor, desgraciadamente.
-Está publicado en “Chile-España”. En prensa tengo “Isabel la Católica”[2].
-¿Qué me traerá usted de Concepción?
-Una niña, me dice riendo…
Adivina que estoy solo. Incomprendido, luchando con unas crónicas que deseo hacer y que no puedo aprender. Una niña… una bella niña de Concepción, de las que coronarán al poeta…
Me despido y salgo pensando que para este hombre que triunfa siempre, para este hombre tan modesto, crece, crece la palma académica. Lillo jamás ha buscado moldes, tiene uno propio. A veces me ha parecido ampuloso; pero he sido injusto, Lillo, como su poesía, es severo, sencillo, grande…
[1] Se refiere Acevedo a la Universidad de Chile, donde Lillo se desempeñó durante 37 años y llegó a ocupar el cargo de prorrector entre los años 1915 y 1923.
[2] En 1916, Samuel A. Lillo obtuvo la “Flor de Oro” en los “Juegos Florales de la Raza”, en Concepción, con su canto "A Isabel, la Católica”
Bajo la Cruz del Sur
Autor: Samuel A. Lillo
Santiago de Chile: Nascimento, 1926
CRÍTICA APARECIDA EN LOS TIEMPOS EL DÍA 1926-10-07. AUTOR: AUGUSTO IGLESIAS
¡Curiosa figura de soñador y simpática personalidad, la de don Samuel A. Lillo! ...Fundador del Ateneo de Santiago y sucesivamente, director, secretario, vicepresidente y presidente de esta institución cultural, se puede afirmar sin paradoja que el Ateneo es don Samuel Lillo, o viceversa, que don Samuel Lillo es el Ateneo.
No creemos equivocarnos, diciendo, por esto, que la literatura chilena desde hace varias generaciones débele a este escritor el más franco y positivo de los servicios: el de haber tenido una tribuna de arte, medio fácil para los nuevos de darse a conocer –sin los gravámenes del libro- al criterio de los más aptos.
Y conste que don Samuel, en sus ya largos años de tutelaje del Ateneo, jamás se cruzó en el camino de ninguna “calamidad” con ínfulas de genio, mucho menos de aquellos que se presentaron con oro de buena ley; como en el caso de Víctor Domingo Silva, Diego Dublé Urrutia, y muchos otros.
Cultiva don Samuel A. Lillo, el género épico-narrativo y por eso resulta un verdadero paréntesis en la literatura de hoy. Naturalmente por ser este un género clásico, y ya casi desaparecido, resulta disculpable que choque a la sensibilidad de los jóvenes acostumbrados ya a las rebeldías líricas y al extraordinario subjetivismo de los poetas modernos. Pero don Samuel Lillo es poeta épico-narrativo y hace lo que le gusta: cantar las grandezas que subyugan su inspiración: narra lo que ve. Lógico. No podía exigírsele a un pintor que tocara la flauta; a un violinista, para que tuviera forma de tal, que fuera un excelente jugador de “foot-ball”…Objetivo por excelencia, Lillo hace obra objetiva.
Yo quiero a este cantor de la poesía chilena de antes. Hay de la campesina melancolía de otros hombres y otros tiempos, en su verso honrado, fuerte y limpio. Oídle:
“Cuando yo te conocía,
barrida por los torrentes
invernales, tus pendientes
desnudos de árboles vi.
Y niño, entonces corrí
por tus hondas torrenteras
trocadas en carreteras
con murallones deshechos,
llenos de frescos helechos,
con patios de enredaderas.
¡Cuántas tardes me senté
en tu cima sobre el trozo
de un viejo cañón mohoso
y en torno mío miré,
y frente a mí, divisé
la pampa de cristal
que besaba el sol triunfal,
y abajo, en el valle umbrío
alfanje de plata, un río
sobre el oro del trigal!”
(El Villagrán, pág. 90)
Los romances españoles del siglo XV tenían este mismo amor por las cosas de la tierra. Amor hecho de entusiasmo visual y de inocencia nerviosa. ¡Vaho de los espíritus sin complicaciones de entonces, que se confundía con el vaho fecundo de la tierra!
“Atado en trenzas, lleva el cabello
que es recio y blondo con un destello
de áureo metal
y sus pupilas grandes, verdosas,
son como inquietas y misteriosas
olas de mar.
Sobre las combas altas del seno
redondo y pleno
cruza las puntas de su mantón
y cuando el viento su extremo vuela,
con ambas manos riente vela
los tiernos lirios en floración” (pág. 42)
Cantos filiales
Autor: Samuel A. Lillo
Santiago de Chile: Impr. Universitaria, 1926
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1927-10-09. AUTOR: JUANA QUINDOS
En épocas de pobre sensibilidad, como la nuestra, en la que gravitan sobre los llamados “grandes temas” literarios, la indiferencia y el desdén; y en la que no se acepta en poesía otro lenguaje de Corte que el asordinado –parece una estampa, una sugeridora estampa encontrada entre las páginas de una edición “prínceps”, ¿de qué siglo?, este buen poeta, hombre caballeroso y apacible desdoblado en bardo épico, sentado sin arrogancia, pero con gallardía, ante un órgano de Basílica, multitubular y tonitruante [sic].
¿A qué imagen nos asocia esta actitud? Aunque la comparación desconcierte: a una de las imágenes infinitas de D’Annunzio.
El poeta espectacular, cuando sufrió el acoso apasionado del sentimiento patrio, voló durante la guerra, sobre la zona enemiga, dejándole caer proclamas desafiantes.
También este poeta vuela –sin querer tocar- sobre los peligrosos, extraños, diabólicos caminos de los poetas nuevos –siempre en guerra-, y les deja caer el cartel de desafío de su canto.
De su canto, que, el no parecerse a ninguno de los que ahora se escuchan, es evidente virtud que lleva potencial la segura afirmación: este poeta ha logrado crearse un alma propia.
Que el lector moderno –no para no naufragar, como los compañeros de Ulises, sino para no escuchar otras voces que las que, a su sensibilidad, la llevaron al naufragio- tapie sus oídos a todas las magnificentes resonancias verbales; que no encuentre remanso para su inquietud en los esplendores del verso sinfónico, y que prefiera, en la poesía, la plenitud fragmentada en corpúsculos antes que la plenitud en un bloque –nada quita de su belleza, ni de su loable intención de renovar los ecos de los motivos eternos, a estos versos donde contemplamos la juvenil audacia de un poeta empeñado en querer empujar la escurridiza emoción contemporánea hacia los mares majestuosos de la elocuencia.
A nadie se le ocurriría decir que, por su existencia milenaria, el aire y la luz no son temas para ser cantados por un poeta de estos tiempos.
Don Samuel Lillo podría hacer valer, ante sus detractores, que tan eternamente actuales como el aire y como la luz, son el heroísmo y la idea de patria.
Coinciden estos bellos y algunos inéditos Cantos a la Madre España, con una fecha que consiento evocar el más sugeridor de los romances:
-Por Dios te ruego, marinero, dígasme ora ese cantar.
Espíe, en los ojos, a su lector, el poeta.
Y respóndale, si no sorprende en ellos esa aptitud para la entrega total, del entusiasmo:
-Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va.
Firmado como Ginés de Alcántara.
Fuente secreta
Autor: Samuel A. Lillo
Santiago de Chile: Del Pacífico, 1933
CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1933-05-10. AUTOR: ANÓNIMO
El dolor hondo, lacerante y sin reparación humana, de la muerte de su bien amada, que le hiere en lo más íntimo, “dimidium animae”, como gemía el latino, brota del alma del poeta, no épico ya, como hasta ayer, en un raudal de alegría en que los versos, entrecortados y sollozantes, se van leyendo como en una media voz de santuario silente…
No son los cantos de la malaventura amorosa, que se levantan en ecos lastimeros de la muchedumbre de poetas eróticos, dolientes de las penas de amor en el inmenso campo de batalla de la vida. No; porque en tal poesía erótica, a vuelta de grandes aciertos, de espléndidas bellezas que nunca faltarán en el arte que el amor inspira, asoman sombras de orgullo herido, arrestos fingidos de amor eterno, que apenas fueron efímeros amoríos, y melancolías de… alegres vividores.
La de Lillo es esa elegía de la mejor ley por su sinceridad inconfundible, y por ello la que posee la mayor fuerza emotiva.
El corazón humano, como enebro herido que brota sus lágrimas de incienso, ha dado cantos embalsamados en aromas de consuelo en todas las literaturas. En la nuestra, en sus antiguos días, canta un dolor inenarrable de bien perdido, se sienta junto a las playas de la muerte para sollozar en las coplas de Jorge Manrique, dirige la mirada al cielo, buscando algo, como niño huérfano, y prorrumpe en formas sencillas, balbucientes: “¿qué se hizo aquel trovar? – y los fuegos encendidos – de amadores - ¿qué se hicieron?”
En nuestros días, en esa misma tristeza de verdad, llora Federico Balart a su querida muerta, y parece que toda su raza silenciosa en torno suyo le oyera, en la hora en que “la plegaria vespertina espera – la pobre compañera – que a sombra del ciprés dormido mora”.
Poco después, Gabriel y Galán dio al mundo su incomparable poema “El Alma”, expresión de una pena sin nombre, que va murmurando en medio de los labriegos de su campo, a media voz, las que no son ya “las dulces tonadas de la tierra”, desde aquel día en que “la vida se le puso triste”. Y llegamos a Amado Nervo, más conocido de la generación actual, y cuya pena hemos condolido, recitando a solas sus versos, con recogimiento de plegaria.
Los versos de “Fuente secreta” can escurriéndose dolientes, a veces sin el engarce de la estrofa casi, siguiendo así el que parece eterno idioma de los grandes dolores, exento de artificio, y que, como un gemido común o todas las lenguas y todos los tiempos, anudaba la garganta del profeta y bardo de Israel en entrecortados trenos. En tal concepto, la poesía de “Fuente Secreta” puede calificarse, fuera de toda escuela, como antigua y como nueva.
Sus motivos de fondo vibran siempre ajenos a la tortura de la desesperación, en una gama espiritual de convivencia con la amada muerta, presente en todo momento, con una personalidad y alma de consuelo y aire de esperanza.
El poeta, al sentirse confortado en el recuerdo de la esposa por una luz suave, le agradece diciendo:
“todo lo bello y bueno
que aquí he tenido yo
me lo dio cada día
por tu mano el Señor”.
Como último don alcánzame, le dice:
“que, en el haz de rayos de su luz sagrada,
me envíe algún germen de fe y esperanza
que caiga en el surco que abrió tu bondad
y crezca en la tierra de mi soledad”.
Va siguiendo el poeta su camino “apoyado en el brazo de su amigo el dolor”, para llegar un día a “dormirse en un remanso de paz y eternidad”. Pinta la horrible desolación primera, cuando se vio caer “en la negra caverna de los leones – donde estuvo Daniel”, donde “tenían su mansión – la pantera del mal – la sierpe cruel de la desesperanza – y el lobo del dolor”.
Mas, como cascada luminosa ha descendido la escala de Jacob, las fieras temerosas se recogen, él ve a la esposa de pie sobre uno de sus tramos de luz y asciende sostenido por sus blancas alas.
En uno de sus cantos finales se dirige agradecido al dolor, diciéndose:
“No te guardo rencor
por el golpe que tu vara
en el pecho me dio
porque hizo que surgiera
de mi roquedal
un fresco surtidor
de agua espiritual”.
“Dolor,
ya no me escuece
la herida que me hiciste
con tu puñal:
salió por ella mi sangre,
pero, por su rojo umbral
como un deslumbramiento
penetró la verdad”.
Cuanto a lo más externo de la forma, casi no hay que decir que se advierte la correcta dicción de siempre, cual cumple a un poeta, que aun antes de ser correspondiente de la Academia Española, aspiró al pensar alto y al hablar claro, sin agravio alguno para el vibrar del sentimiento.
Qué respetables son los modos personales de todo artista, al solo precio de que siempre nos sepan conmover; porque la emoción del lector es el árbitro supremo en esto, que toca al orden íntimo.
Que al poeta y al pintor, al escultor y al músico debemos nuestro aplauso entusiasta cuando sentimos, allá adentro, que han despertado en nosotros eso indefinible que llamamos la emoción.
En suma, “Fuente secreta” es un delicado aporte de Samuel Lillo a ese gran género de poesía aludido antes.
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