Rafael Fernández Rodríguez
Rafael Fernández Rodríguez (Santiago, 1901- Santiago, 1952). Poeta, narrador y periodista. Publicó entre otros, "Oraciones del alma y de la carne" (1930), "Maitines" (1935), "Estampas del Rapel" (1942), "Tierras de Pedro Ramírez" (1944).
Maitines
Autor: Rafael Fernández Rodríguez
Santiago de Chile: Impr. Mackenney, 1935
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1937-11-14. AUTOR: ANÓNIMO
Al publicar la primera edición de este libro el autor buscó el amparo de José Santos Chocano, quien trazó para él un simpático y auspicioso prólogo. Las excelencias de la poesía contenida en estas breves páginas fueron destacadas con calor por el poeta peruano, que elogió sobre todo la sencillez de las composiciones que las forman. “Ambiente campesino. Rumor de mar humilde en caleta tranquila. Poesía vital!”. Pero al lado de los poemitas en que estas calidades resaltan, hay, por ejemplo, versos que dibujan un farol bajo la lluvia y otros que simbolizan el 1° de noviembre en forma de cruz con pedestal y todo. Son juegos de la fantasía un poco pasados de moda, que no embarazan la fiel transcripción de los sentimientos del poeta.
Fernández Rodríguez, como cantor es delicado, amigo del tono menor y de vuelo corto. Sus composiciones tienen pocos versos en los cuales la expresión es sobre todo directa, sin imágenes excesivas y hasta sin retorcimientos verbales. Pero de éstos, que son, sin duda méritos de alto precio, nacen también las limitaciones de esta poesía. La rima es floja, y suele claudicar perezosamente:
“Tierra con arboleda, con caudalosos ríos,
que se van alejando, como los versos míos,
llenos de mansedumbre y evocaciones gratas,
que en la noche, los astros, los salpican de plata…”
La sintaxis misma, como se ve en el ejemplo que acaba de leer, no es del todo correcta. El poeta acude con frecuencia al verso libre, al parecer cansado de luchar contra las dificultades de la forma. Esta abandono es sin duda, en gran parte “culpa del tiempo”, ya que alcanzan en nuestros días renombre de poeta más bullicioso que el que ha coronado al señor Fernández Rodríguez, otros cantores, para los cuales la forma es objeto de cuidados todavía menos exquisitos.
Dentro de las composiciones de este autor es típica la siguiente:
“Ha de venir la tarde…
Y tu recuerdo
se irá deshilvanando en el crepúsculo.
La eterna caravana de los días
dejará en mi sendero
la polvareda gris del desencanto.
Ha de venir la tarde…
Y para siempre
cerrará mis pupilas fatigadas!
se apagarán las voces, en la sombra,
cuando la negra rosa del olvido
perfume nuestros nombres de silencio”.
El autor de estas cortas líneas, de esta composición musitada más que dicha, se conforma con insinuar que es poeta porque siente algunas impresiones subjetivas que no son las del común de los mortales; pero no se cuida de afirmar la dimensión de artista a que como poeta debe aspirar. Esa tarde, esa polvareda, las pupilas fatigadas, esos nombres perfumados por el olvido, son sin duda elementos poéticos, ¿cómo se les podría negar esa condición cuando hace varios siglos poetas de todas las lenguas acuden a ellos para hacer poesía? Mas falta aquí alguna elaboración, algo de la alquimia verbal que da permanencia a la expresión poética. Por la ausencia de técnica, por lo fragmentarios y ligeros, estos poemas se parecen a las “manchas” dentro de una pintura, y son a un poema logrado lo que un esbozo a un cuadro completo.
Firmado como R.
CRÍTICA APARECIDA EN LA NACIÓN EL DÍA 1937-11-21. AUTOR: ANÓNIMO
A un poeta no se le puede criticar, no se puede desmenuzar su poesía y analizarla conforme a preceptos establecidos. Se puede decir sí, que un poeta escribe mal o bien, que hace versos o no los hace, que es poeta o no lo es. Fernández-Rodríguez es poeta; y es de los buenos. En su libro “Maitines”, cuya segunda edición acaba de aparecer, se respira quietud, tranquilidad de agua en remanso.
En instantáneas llenas de poesía, Fernández-Rodríguez nos pasea como en coche de lujo por los campos fragantes, la costa tranquila, la aldea que nace y muere cada día junto al sol. El poeta se ha dejado envolver en la malla de la quietud; ninguna estridencia rompe las cuerdas afinadas de su inspiración.
Hacer frases, hilvanar juicios acerca de su labor poética, pretender decir que es delicado en sus versos, no conducen a nada. Sus poesías hablan por sí mismas; y he aquí un ejemplo:
Atardecer en el pueblo
La aldea con sus calles polvorientas
y sus gentes sencillas,
tiene algo de colmena musical.
Siluetas de mujeres pensativas
a la vera del rancho primitivo,
contemplan
la senda que conduce a la ciudad.
Las ásperas fragancias de los montes
perfuman el sereno atardecer.
La paz crepuscular llega en silencio,
como en puntillas,
tal una mujer.
Es la hora en que vuelven los rebaños
y suenan, blandamente, las esquilas…
Y mientras el cielo se llena de estrellas,
de lágrimas se llenan mis pupilas.
Este es uno de los poemas que llenan las páginas de “Maitines”, cogido al azar, sin predisposición; y en él, como en todos los demás, se respira el mismo aire poético.
Firmado como [L.M.R.M]
CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1938-03-06. AUTOR: CARLOS RENÉ CORREA
Hasta hace algún tiempo, el nombre de este poeta permanecía en la penumbra. Él amaba la soledad y vivía gozoso en el silencio. Pero era necesario que comunicase su poesía y, como en cumplimiento de un deber artístico, nos entregó este hermoso libro de poemas: “Maitines”.
El título no puede ser más evocador y envolver un sentido más hondo de lo que son estos cantos, salmodia del espíritu que ha ido escribiendo el poeta en el breviario de los días.
Distintas páginas: unas gozosas, otras tristes, pero ricas siempre en sugerencias poéticas y luminosas de imágenes frescas y apacibles.
Frente a nosotros está el poeta que nos cuenta con espíritu fraterno, cómo él siente la naturaleza y cómo sus ojos penetran más allá de la realidad material para descubrir bellezas inexploradas.
En Fernández-Rodríguez, encontramos al poeta fiel a su sensibilidad romántica, que todo lo ve envuelto en un halo de belleza evocadora; al poeta que corre tras la armonía de las cosas y que con el espíritu franciscano va por los caminos recogiendo las bellezas de la tierra.
Su verso se ajusta a las normas estéticas tradicionales; él no necesita romper con lo establecido para llamar la atención. Es el verdadero artista que sueña y canta y que no desdeña lo pequeño, porque para él la poesía reside en todas las cosas.
Podrá criticársele que su lenguaje carece de riqueza de vocablos o que su versificación suele ser monótona, pero no pidamos al verdadero artista una perfección exterior cuando él posee una riqueza poética que trasciende y dignifica toda expresión.
“Maitines” del corazón es este libro de versos puros, dice Chocano, en su nota liminar. Ambiente campesino. Rumor de mar humilde en caleta tranquila. Poesía vital. Y después agrega: “Florecillas y espumas ofrecen en los versos que acabo de leer, el encanto lleno de cantor con que se deshojan en las manos de la amada o se deshacen a sus pies. Remanso lírico. Esquila de rebaños. Cántico de pescadores. Beatitud. Éxtasis. Poesía vital”.
Sí, en realidad, estos poemas encierran el más puro ambiente de rincones campesinos y son una expresión de esa vida humilde que florece en apartados parajes de mar y de tierras costeñas…
Bástenos citar solo el nombre de algunos de los poemas de “Maitines”, para dar una nota del ambiente de la obra: “Tierra colchagüina”, “Volver a la provincia”, “Pescadores del Rapel”.
El poeta mira a su tierra de infancia y canta sus bellezas agrestes sin ocultar la emoción de su espíritu:
“Oh, tierra colchagüina, agreste tierra mía,
tú tienes una ruda, fragante poesía,
con tus huasos altivos y tus mozas bizarras
que ponen tricolores cintas a las guitarras”
Y después de esta fiesta de colorido, la evocación sentimental:
“El valle de Colchagua tiene una noche inmensa
cuando la sobra llega y el firmamento piensa,
cuando entre los guijarros como un escalofrío
se oye allá en los ribazos el rezongo del río,
entre un coro de grillos, de sapos y de ranas,
mientras danzan arriba las estrellas lejanas.
La noche de Colchagua tiene un recogimiento
que gravita en la augusta soledad de los cerros,
y de todas las chozas sale un tropel de perros,
para aullarle a la luna, a la sombra y al viento”.
Fernández-Rodríguez ha sabido coger los momentos más hermosos de la vida campesina y con ellos ha formado verdaderas viñetas en las que sobresale el color auténtico de las cosas, las bellezas de los paisajes y se nos da una visión de las escenas típicas de la vida del agro chileno. Tal su poema titulado: “En la era”:
“Esta noche, en la era,
la luna teje su cendal de plata,
y se escucha un antiguo villancico
en la infinita paz de las montañas.
(Voz juvenil que canta
la canción dulce
de la esperanza!)
Bajo la campestre ramada en sombra,
los viejos conversan de los tiempos idos,
y la madeja gris de sus recuerdos
se enreda en sus pupilas pensativas…
Esta noche, en la era,
la luna llueve ensueños y nostalgias…
Cantan las mozas y, bajo la luna,
brilla el oro de las rumas de paja….
El manantial que pasa al pie del sauce
está tocando un acordeón de ramas…
Canta un coro de grillos,
ladra un perro,
chirría una carreta…
¡El tiempo pasa….!
Se piensa en la cosecha….!
Y así vive esta gente resignada…!”
Ha pasado por los caminos del poeta un rostro femenino que dejó florecida entre sus manos la rosa encendida del amor. La soledad martiriza su espíritu y le sugiere tan bellas palabras como éstas:
“Amiga: estoy tan solo en esta noche triste;
por la ventana abierta contemplo las estrellas.
Todo está tan lejano desde que tú te fuiste
y tus palabras vuelven como un ave de ausencias…”
Otras veces es la dulce y armoniosa evocación del campo, la que surge en su poesía, como en este “Nocturno campesino”:
“Melancolías de la luna nueva
en la infinita calma campesina…
Potreros perfumados de silencio…
Senderos que se pierden a lo lejos
bajo la telaraña de los álamos
donde quedan prendidas las estrellas…”
El mar familiar que vieron sus ojos de niño, está reflejado con suma delicadeza y con un claro sentido de comprensión en su poema “Playa del recuerdo”.
Es imposible olvidar las primeras impresiones de belleza que se reciben en la vida; más aún cuando éstas, a través de los años, adquieren una mayor fuerza emotiva y evocadora.
Fernández-Rodríguez nos habla de esas playas de su infancia en la armonía y luminosidad de estos versos:
“Desde el lomaje suave de los cerros
al argentino son de los cencerros
regresa el taciturno rebaño balador.
Plañe el viento su lírica plegaria
y por la enorme playa solitaria
camina, pensativo, un pescador.
La tarde se adorme. Hasta el sendero
llega la humilde paz crepuscular…
Envuelto por las brumas, un velero
surca la vasta inmensidad del mar…
De estrellas se ha nevado el firmamento
y la noche abre el mando de sus desesperanzas,
y la quietud infinita del momento,
junto al mar taciturno y soñoliento,
reposa el viejo puerto de Matanzas”.
Cuánta evocación en estos “Maitines” de Fernández-Rodríguez. Nuestro poeta es un guía fraterno que nos conduce por estos senderos de bellezas agrestes, purificados como las noches montañesas, luminosas de estrellas y en cuyo silencio corren los ríos con su música de aguas.
Versos que nos recuerdan las églogas de Virgilio, “maitines” espirituales que nos traen añoranzas de Amado Nervo. Versos sencillos, armoniosos, sobrios, llenos de colorido son los que forman este libro, canción de un poeta que posee las más altas cualidades del artista.
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