Augusto Winter
(Tamaya, 1868 - Puerto Saavedra, 1927)
Augusto Winter Tapia fue un hijo de alemán y chilena, procedente de la localidad de Cerrillos de Tamaya ubicada a 25 km al norte de la ciudad chilena de Ovalle, en la región de Coquimbo. Llega adolescente a Santiago en la década de los 80 del siglo XIX, donde estudia técnico mecánico en la Escuela de Artes y Oficios conocida actualmente como Universidad de Santiago de Chile (USACH). La muerte de su padre lo hace volver a Tamaya, para retornar nuevamente a Santiago con un taller de tallados en vidrio, empresa en que no tiene buenos resultados.
En 1987, siguiendo el progreso que trae el ferrocarril a Temuco y la colonización del sur de Chile, llega a lo que llamaban región de la frontera, actual región de La Araucanía. Como no tiene éxito en la capital regional, se traslada primero a localidad de Puerto Domínguez realizando el oficio de herrero, para después arribar a la costera localidad de Puerto Saavedra, conocido como Bajo Imperial, donde se radicó definitivamente. Primero como mecánico de vapores y, para luego ganar prestigio ocupando cargos públicos como tesorero y secretario municipal.
Luego de empleado público como "secretario municipal", en el año 1915 promovió de creación de la primera biblioteca pública, la cual se convertiría la primera de la Araucanía, y que actualmente lleva su nombre. Es entonces que, a través de esta designación se despierta en el su vena poética, siendo un gran conocedor de la literatura universal, muy culto y letrado, además de profesar el Teosofismo. En ella recibe la presencia de otros poetas que, como él, fijarán en el futuro estas aguas y estas tierras en el contexto de la poesía universal: Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Le visitaron allí también otros escritores como Eugenio Labarca, Alone, Francisco Donoso y Alfonso Escudero. Así también la joven Eliana Navarro sintió la poesía como su verdadera vocación desde la infancia, donde sus primeros poemas lo escribió inspirada por el paisaje de Cautín, donde ella vivía, e influenciada por Augusto Winter.
El Nobel Pablo Neruda lo recuerda así en sus recuerdos de adolescencia: ...en el desordenado río de los libros como un navegante solitario, mi avidez de lectura no descansaba de día ni de noche. En la costa, en el pequeño Puerto Saavedra, encontré una biblioteca municipal y un viejo poeta, don Augusto Winter, que se admiraba de mi voracidad literaria. "¿Ya lo leyó?", me decía, pasándome un nuevo Vargas Vila, un Ibsen, un Rocambole. Como un avestruz, yo me negaba a discriminar. Don Augusto Winter era el bibliotecario de la mejor biblioteca que he conocido. Tenía una estufa de aserrín en el centro, y yo me establecía allí como si me hubieran condenado a leerme en tres meses de verano todos los libros que se escribieron en los largos inviernos del mundo.
Gabriela Mistral, en su recorrido por la Araucanía que dio origen a su obra "Brava gente araucana", luego de un viaje en vapor por el río Imperial y llegando a Puerto Saavedra y el lago Budi, conoce y establece amistad con Augusto Winter.
Al decir del poeta Hugo Alíster: su breve pero intensa obra poética, es uno de los primeros discursos en Chile acerca del daño que el hombre provoca en su entorno y, por lo tanto, a sí mismo. Es, seguramente, el iniciador de la poesía ecológica en nuestra devastada tierra. Este sólo hecho amerita la recuperación de su memoria y de su obra.
La obra de Augusto Winter se aproxima a la corriente del romanticismo, siendo intimista, cargada de nostalgia, conmueve y de algún modo evoca un aspecto de la Frontera violenta de principios de siglo, en pleno proceso de colonización y chilenización de estas tierras mapuches. Es denominado el primer poeta ecológico (ambientalista) e indigenista (nativista) de Chile.
El mismo año de su muerte publicó "Poesías" (Temuco: Editorial Ceres, 1927), única libro que es un conjunto de poemas y que forma parte del espejo de la geografía ante la cual se extasió. Su obra sublime es La Fuga de los Cisnes, la cual es un homenaje a la vida silvestre y a las bellezas del Lago Budi. Tal vez, el poema La fuga de los cisnes es la metáfora de la fragilidad de la vida natural en oposición a la brutalidad de los recién llegados, el símbolo de la huida hacia el interior de la Araucanía profunda en sus misterios y todavía entonces protectora.
Falleció en 1927 a los 59 años en Puerto Saavedra de un angioma al pecho.
LA FUGA DE LOS CISNES
Reina en el lago de los misterios tristeza suma:
los bellos cisnes de cuello negro terciopelo,
y de plumaje de seda blanca como la espuma,
se han ido lejos porque el hombre tiene recelo.
Aún no hace mucho que sus bandadas eran risueños
copos de nieve, que se mecían con suavidad
sobre las ondas, blancos y hermosos como los sueños
con que se puebla los amores de la bella edad.
Eran del lago la nota alegre, la nota clara,
que al panorama prestaba vida y animación;
ya fuera un grupo que en la ribera se acurrucara,
ya una pareja de enamorados en un rincón.
¡Cómo era bello cuando jugaban en la laguna
batiendo alas en los ardientes días de sol!
¡Cómo era hermoso cuando vertía la clara luna
sobre los cisnes adormecidos su resplandor!
El lago amaban donde vivían como señores
los nobles cisnes de regias alas; pero al sentir
cómo implacables los perseguían los cazadores,
buscaron tristes donde ignorados ir a vivir.
Y poco a poco se han alejado de los parajes
del Budi hermoso, que ellos servían a decorar,
yéndose en busca de solitarios lagos salvajes
donde sus nidos, sin sobresaltos, poder salvar.
Más, desde entonces fue su destino, destino aciago
ser el objeto de encarnizada persecución:
vióseles siempre de un lado a otro cruzar el lago,
huyendo tímidos de la presencia del cazador.
Y al fin, cansados los pobres cisnes de andar huyendo,
se reunieron en una triste tarde otoñal,
en la ensenada, donde solían dormirse oyendo
la cantinela de los suspiros del totoral.
Y allí acordaron, que era prudente tender el vuelo
hacia los sitios desconocidos del invasor;
yendo muy lejos, tal vez hallaran bajo otro cielo
lagos ocultos en un misterio más protector.
¡Y la bandada gimió de pena, sintiendo acaso
tantos amores, tantos recuerdos dejar en pos!
¡Batieron alas; vibró en el aire el frú-frú de raso
que parecía que era un sollozo de triste adiós!
Reina en el lago de los secretos tristeza suma,
porque hoy no vienen sobre sus linfas a retozar,
como otras veces, los nobles cisnes de blanca pluma
nota risueña que ya no alegra su soledad.
Si, por ventura, suelen algunos cisnes ausentes,
volver enfermos de la nostalgia, por contemplar
el lago amado de aguas tranquilas y transparentes,
lo hallan tan triste que, alzando el vuelo, no tornan más.
Poesías de A. Winter
Autor: Augusto Winter
Temuco, Chile: Ceres, 1927
CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1927-12-04. AUTOR: FRANCISCO DONOSO
El bardo que cantó a los cisnes “que se han ido lejos porque del hombre tienen recelo”, también se ha ido.
Estaba enfermo ya de una nostalgia celeste, de una melancolía de hallarse ausente y huérfano en la vida. Una fuerza mística lo atraía hacia lo alto, hacia donde su madre había volado antes: y una de estas tardes, llamado por Dios, dejó la arcilla frágil de su cuerpo, la ceniza blanca de sus cabellos, los crepúsculos dolientes de sus ojos, y, en un suspiro, se alejó temblando.
Había publicado recientemente un libro de versos, el libro único, porque al fin la insinuación constante de sus amigos pudo más que su propia modestia. Era el poeta de los cisnes y, como ellos, murió cantando.
Hará seis años que, por primera vez, estreché su mano. Fue en Puerto Saavedra y una tarde de enero que, por entre nubes, se entretenía en dar pincelazos de sol sobre las casas de madera, sobre el estaño del río y las jorobas de las montañas.
Nos conocíamos solo por el eco lejano de la voz. Y yo pensaba que el romántico de “los bellos cisnes de cuello negro de terciopelo” sería un poeta joven, alto, pálido, con todos los atributos de esta estirpe, inclusos el corbatín y la melena.
Pero esa mano que estrechaba era una hoja marchita; esos hombros estaban agobiados por un fardo invisible y su cabello y su barba se cubrían de escarcha; no obstante, brillaban todavía encendidos carbones bajo el rescoldo de sus cejas.
Ese hombre pequeño era Winter, el patriarca de Puerto Saavedra, enamorado del Budi, de su lago, de sus selvas opulentas, de sus ríos anchos.
En su casa, cuyo ambiente se aromaba con la ternura de su madre anciana, tejimos una charla ingenua y sencilla con recuerdos literarios coloreados de anécdotas: los nombres de Amado Nervo, de Gabriela Mistral, permanecían a flor de labio.
Accediendo a mi curiosidad, me lee como en sordina algunos de sus poemas inéditos: “La Buena Visita”, “La Fuente Encantada”, “Las Luciérnagas”, que ahora he vuelto a leer gratamente en su libro.
Como un recuerdo de amistad, dejé en sus manos un poema místico que había publicado por aquel tiempo.
No tardaron en llegarme a Santiago unas páginas suyas, las que me dieron la clave de sus tristezas y de sus inquietudes. “Debo confesarle –me decía- que yo no soy creyente, sino un atormentado por la duda tenaz e invencible, a pesar de mi anhelo de creer, de tener una luz de verdad en las tinieblas de mi alma, y le envidio la fe y la unción religiosa con que Ud. ha hecho su poema”. Y luego, aludiendo a unas estrofas iniciales, continuaba: “Yo pertenezco al número de esas almas oscuras que cegó el pecado” y de esas “almas enfermas que venció el dolor; pero tengo ansias de ver y de sanar. ¡Quién sabe si Ud. podría ayudarme!”
Este paréntesis cordial fue un nuevo nudo de confianza y el inicio de una larga correspondencia filosófico-literaria.
Así, cuatro, cinco años… Exploradores, tenaces, marchábamos juntos por la selva intrincada; vimos a menudo la sierpe del sofisma, pero nunca el león de la soberbia; y poco a poco, venciendo obstáculos y desgarrando sombras, ganamos el sendero señalado por la cruz, a cuyo término fácilmente podría adivinarse la cumbre de las Bienaventuranzas.
Para él fue un largo camino -¡venía de tan lejos!- pero el consuelo de ir viendo la alborada de la fe que renacía, le daba mayores bríos y le hacía sentir en el alma la santa ambición de ascender.
La sencilla y honrada lectura del Evangelio, abandonando los prejuicios, era el antídoto eficaz para el veneno inoculado en su corazón por Renán, Voltaire y los racionalistas.
La muerte de su madre le arrastra irresistiblemente en pos de Jesucristo: ¡la plegaria encendida en la madre, ya ausente, obraba otra vez el milagro de Mónica! Ese dolor de las grandes desgracias que hace a menudo alzar los ojos y muestra otros cielos a través de las lágrimas, era el heraldo de esa paz anunciada para los hombres de buena voluntad.
Desde ese día comenzó para Augusto Winter la era mística del convertido. Los autores materialistas y racionalistas fueron reemplazados por la Biblia, Bougand, Lacodaire, Balmes, Kempis y filósofos católicos.
Llegaba para él el momento propicio: en el panorama de su vida veía ya descender la tarde y, con ella la hora de las reflexiones hondas en la paz del espíritu. Y en esa hora suya, diligente y de cordura, trabaja y también defiende y conquista, porque su fe ya no es pasiva, es la fe del cruzado. En una fiesta eucarística enarboló su bandera, la misma que entregó a todos los vientos en las últimas páginas de su libro.
Aunque originario del norte de La Serena, hacía ya treinta años que vivía en Puerto Saavedra y allá, lejos del mundo –o mejor, de lo mundano-, cerca del mar, de los lagos, de los ríos y las selvas ha visto sin duda vivientes símbolos de sus estados de alma, en el sordo rumor de las corrientes, en el azote de las tormentas y en el bochorno humeante de los “roces”.
Los ritmos, los colores, las imágenes de sus poemas, están tomados directamente de aquella región sureña que, bella y triste, evoca las epopeyas de nuestra raza aborigen. Los dolores de esa raza le conmueven; pero no es un poeta épico, sino puramente lírico: su leyenda “La Hija del Cacique” tiene los colores cárdenos de una tragedia íntima.
A través de sus ojos contemplativos, impresionan de diverso modo su alma los cisnes, los cóndores, los flamencos, las gualas, las luciérnagas -¡alas y luces! ¡Ah, lo que él buscaba siempre!- pero su nombre de poeta, su gloria lírica, vino en pos de aquella “Fuga de los Cisnes” que conocemos todos, poema el más representativo del temperamento de Winter, con toda su musicalidad y delicadeza.
En “Los Flamencos” hay versos delicados y sugestivos que nos recuerdan aquellas “Cigüeñas Blancas” del aristocrático y helénico Guillermo Valencia. Describe la aurora con tonalidades claras de frescura y luego advierte en el panorama que los flamencos:
“alzan el vuelo y, al volar, parece girón del manto
regio del Alba, que con el viento se ha desprendido:
el viejo roble guarda el recuerdo del dulce encanto
y… de los sueños color de rosa que ya se han ido!...”
En estas ondas claras, llenas de música, vemos toda la belleza de la imagen simple y, además… el reflejo del alma, viejo roble, que recuerda los sueños adolescentes que se fueron.
Winter, modesto y humilde, con sinceridad, no se creía poeta, el único que no lo creía; cuando habla de poesía la compara a un río o a una fuente, como en “Un Cuento” y en “La Fuente Encantada”, que brindan su tesoro purísimo: el agua. El no se creía poeta y, sin embargo, es agua prístina, refrescante, acariciadora, que a veces tiende su arco iris apacible, la que él brinda en sus versos sinceros y románticos, tan noblemente humildes y bellos como esos “helechos” selváticos que él canta.
Es verdad que sus poemas carecen de la estilización sutil, de la técnica, de la dinámica, del arte de la verbalización y adjetivación de la poesía moderna actual; pero en cambio hay sinceridad y espontánea frescura; y esto basta. “El arte no hace más que versos, solo el corazón es poeta”, ha dicho Chénier.
Winter ha escrito conforme a su ambiente y a su tiempo, y ha hecho bien; es poeta romántico porque el romanticismo estaba todavía en boga cuando él pulsó su lira.
Preparaba un nuevo volumen de versos, puramente místicos, y una obra en prosa dedicada más que a los corazones, a las almas. Pero el Señor, que ve lo más oculto de las intenciones, que vio la sinceridad de su conversión y el celo con que su siervo rescatado quería darle gloria, quiso anticiparle el premio: no en vano ha prometido el ciento por uno a los que le sirven.
Los labios del poeta se han cerrado para siempre repitiendo entre suspiros aquella plegaria que aprendió en su infancia y que había olvidado tanto tiempo: “¡Padre nuestro que estás en los cielos…!”
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