miércoles, 25 de junio de 2014

FAUSTO LARRAGUÍVEL [12.042]



FAUSTO LARRAGUÍVEL 

Nació en Guadalajara, México, en 1971. Estudió Filosofía, Docencia de la Lengua Inglesa y una maestría en Sexualidad Humana – orientador enfocado principalmente hacia la adolescencia. Desde hace 18 años se dedica también a la docencia. Ha impartido cursos en Universidad, Bachillerato, Escuelas de Idiomas y Talleres Literarios. Es actualmente director de un Centro Escolar Bilingüe, donde sigue fungiendo como docente. Ha publicado los poemarios: Cuéntame entre los muertos  y En menguante. Ha publicado también poemas, relatos y ensayos en revistas universitarias, hojas literarias, sitios de internet, periódicos publicitarios y publicaciones marginales. Traduce poemas del inglés (Paul Muldoon, Harold Pinter, Dorothy Parker, W.S. Graham), francés (René Guy Cadou), italiano (Eros Alesi), catalán (Miquel Martí i Pol) y portugués (José Saramago).





Dádivas largamente contempladas
Poemas



LA IMPRECISIÓN DEL SILENCIO ES LA SOLIDEZ DE LA PALABRA

Llueve, pasos leves, rumor de sílabas,
aire y agua, palabras que no pesan
lo que fuimos y somos,
los días y los años, este instante
Octavio Paz. Como quien oye llover.
Aprieto un puñado de palabras,
de esas que asoman a otras latitudes.
Esta danza del fuego
consume los papeles en que escribo.
Las voces marchan en procesión,
devastan la soledad de sus márgenes.
Ojalá pudiese grabarlas en piedra,
rodar lunas por el jardín del otoño.
Aguardo hasta que mis breves palabras
conforten a los desamparados
y agobien a quienes envuelve el júbilo.
Construyan con madera firme
                             subir
escaleras para      y de nosotros mismos,
                            descender
                   se
            brar
    cum
en
                          y
                                   de
                                       rri
                                            bar
                                                   se,
acercarnos y                  a l e j a r n o s.

Con ellas me apuro a fabricar
sillas,
camas
y féretros;
para sentar a la espera y ofrecerle un café,
dormir a los miedos y amar sin mesura,
morir, a pesar de no haberlo visto todo.
Entonces olvidarlas.
Prolongarme
en un silencio plenario,
así, sin provocaciones ni lamentos.




SERMÓN DEL AGUA AQUIETADA

Campo que no olvidas una primavera.
Rainer María Rilke

Eres un puerto en medio del despoblado.
Poco te importan el silencio
y sus hipotecas agrandadas por la noche.
Cuando el agua aventuró a mirarte,
los peces del estanque prefirieron ahogarse;
fue entonces que levantaste la piel de las charcas
y las desnudaste de modorras
para vestirte de rocío y aguacero.





CASA DE RELENTE Y NIXTAMAL

¿Quiénes son las nubes
para discutir con ella acerca de cimientos?
Mi casa es de adobes y tejas amontonadas,
rodeada entre guayabos y briznas de hierba.
El río serpentea tímidamente
hasta visitarla durante el temporal.
A la casa no le importan las caídas
ni las ascensiones aparentes,
es sólo un refugio
para descansar del día y sus faenas.
Hay un rumor de polvareda sobre el caserío.
Cierro las ventanas y apago la olla del café
Ella rechina sus postigos
ante los pasos de todo forastero
que tropieza ante su zaguán de madera.
Nada la alegra más,
ni siquiera las cosquillas que hacen los pájaros
cuando ensayan uno que otro nido sobre los tejabanes.
Luego conversa con la luna
y ambas hablan con nostalgia del invierno.
La casa huele a relente en las madrugadas
y a nixtamal al mediodía.
A linterna que se enciende a deshoras,
a cigarras que ensayan sus tonadas cada noche.




EL AGUA Y SUS PRIVILEGIOS DISPERSOS

El agua y sus privilegios dispersos por la Tierra. La frescura que agota los malabares de la lengua, sedienta y vaporosa. La noche y sus brebajes repentinos: las tisanas lunares, el caldo tibio del vacío exprimido en el sereno, las pócimas que exudan niebla, las infusiones amargas y umbrosas. El potaje del silencio encalado de los pájaros que aún dormitan en otro cielo suspendido. Los destilados del vendaval que apenas comienza y los fermentos de charcos anegados por el reflejo de luciérnagas asustadas. Los menjurjes que aliña el celaje del páramo y sus dialectos indecibles. El hervor de una terma en pleno invierno. Los ejercicios suicidas de un géiser que percute la hondura del valle. Humo de extrañas coreografías salidas de una olla que, resignada, se abandona en las brasas del fogón.




GRAN RECUENTO DE PEQUEÑOS PRODIGIOS

Amo a la lluvia que cae sin darse por advertida, los niños que se maravillan con una pelota, el perro que persigue su cola insistentemente, los libros destartalados que reparo a la luz de una vela consumida. Amo la alegría del ratero que camina por la acera después de desvalijar a otro nuevo cliente. El silencio de los amantes que se despiden largamente y sin quererlo, sin saber que no volverán a verse. Amo la ciudad sitiada el domingo por las noches - sedimento de somnolencia - y la esperanza de no volver a trabajar mientras los párpados forcejean en la madrugada del lunes. Amo las loterías en las que no se gana nada y uno termina siendo un tanto más pobre que antes. Amo el polvo que remueven tus ojos al detenerse sobre estas líneas remolonas.





NUBLAJES RASOS

Las nubes eran voces extrañas de la espera
que se demoraba en los andenes
por nadie
Había dedos en llamas
que asían las orillas del libro en que nadie desea leerse
libro-espejo que conspira contra el rostro
y lo lanza al vacío
Mañana buscaba una palabra que florecería en la sangre
la que hierve en los pasos dados y los remendados también
mi nube se desmorona en el suelo
como silencio mullido sobre el caserío.
Hay algo de muerte en esos sueños
pero de esas muertes breves que no duelen
las que descorren las cortinas con sus augurios de luz
aquellas novias de pie asomando el rostro para mirar al prometido
unas que ponen gardenias en nuestras manos
y que se desnudaban frente al espejo
las que sonreían a los niños desde el pozo
donde caían irremediablemente los juguetes
y los invitaban a tocarles los senos azucarados
de las que bailan solas un vals prorrogado con su sombra
las que lloraban cuando nacimos
Recuérdalas
lámparas que apenas encendimos anoche
Al deshablar de tu propio cansancio
ya no te esmeres en ensordecer
alguien surgió de las ciénagas adelgazadas
entre calles repletas de sonámbulos
y no para saldar cuentas pendientes con el agua diáfana
sino con el fuego
- Me dijeron que vivir es una promesa que nunca se cumple
Nadie busca rescuchar el rumor de invierno
porque la bajamar
porque el olvido.






MADRUGADA DE DOMINGO

«el pájaro con el zapato vagabundo,
el corazón con la escalera de agua»
Paul Celan

Cantan los pájaros
sólo para mis oídos.
De la noche queda
una breve marejada de ecos apagados
o tal vez nada.
La sed de abrevar en un estuario
y también en un manantial recién descubierto entre la floresta.
Me demoran una espina al paso
y el aroma del naranjo que escampa.

Puedo callarlo todo
o bien, puedo garabatear su nombre en la neblina.
Me quedó esa presencia luminosa,
su cálido rastro sobre la nieve sembrada por los caminos,
desciende a mi mano de aguacero.
Esa transparencia que transfigura todos
los pájaros extraviados en el horizonte.
Una voz que resuena
y arrulla las cabriolas de la luna
que se desvive en vano por cobijarse de estrellas.
Aquella tonada que aún no he escuchado
y sin embargo hace que se aviven los círculos
al arrojar una piedra al estanque del alma.
Lleva el rostro incandescente de mi inocencia,
el linde que no he atrevido a imaginar.
No soy el mismo,
esta noche alguien ha caminado sobre mis aguas.





MILFLORES

Un salmo monótono reverbera entre la arboleda. La miel es la calma decantada en el vientre de un panal, un sol derretido que se enreda en nuestra lengua. Las abejas son hadas en miniatura que, a golpe de desvelos, realizan el milagro de atrapar la luz demorándose en las entrañas de la colmena. Queda el remanente del polen martillado por el silencio que se anega, dádiva de flores que se desentienden y sólo buscan el pretexto de una brizna de lumbre para sahumar el estero. Nada queda al azar, ni siquiera una miríada de celdas que almacenan el hallazgo, ámbar que endulza hasta el aire que uno respira en esta tarde moribunda.






A LA ZAGA

Lunas, marfiles, instrumentos, rosas (…)
Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú mi desventura
Y mi ventura, inagotable y pura.
J. L. Borges

Es mirar la noche desde los guardapolvos,
un amasijo de voces que se apretujan
y me buscan, incansables.
El palacio negro de un territorio inexistente,
contar números hasta desmayarse
y seguir la tarea en la aturdida lucidez de pupilas dilatadas.
En el centro del desierto la escultura de un deseo hecha terrones,
me quedan las estrellas anegadas de olvido.
Un imperio de muñones alzados
contra la grisura de un cielo sin alcázares para el aliento.
Me arrebata el suspiro en el puente,
también la carta que nunca llegó al puerto de otros ojos convulsos.
He pedido a los hombres que no desistieran,
que siguieran amontonando epopeyas de papel y sangre,
de hierro oxidado y pellejo,
que edificaran catedrales inmensas para nuestro insomnio,
que soñaran un refugio dónde el mar por fin se hincase ante la Atlántida.

El niño vio tras las rendijas
el ascua en la espalda de Ulises al huir de Caribdis,
el milagro de unos panes repartidos y un árbol iluminado,
los leones de un coliseo y una enorme piedra negra
gastada levemente por el roce de manos encallecidas,
holocaustos que se ofrecían a la saliente de la tarde.
Hablaré de versos que se acantilan en mis labios
y atraen la llovizna entre párpados afligidos,
esos amores que ya no vimos al abrir el Libro de Apolonio
y las maravillas que hay enterradas en la piel del levante.
Soñé tres hombres negros que cazaban una cierva
y no regresarían de la sabana,
el fusil amartillado contra el miedo,
aquel lienzo nupcial para envolver un sabino,
las guerras floridas para un dios endeble que sangre implora,
una mujer alunada que busca a sus hijos entre gritos atroces
y un viejo que aprieta su temblorosa copa de veneno ante la ventana.
Todas las mañanas el siete será un nueve disminuido
y nadie creerá lo contrario.
El navío que naufraga en la claridad de septiembre
arroja la botella que encierra los garabatos insoportables
de un mensaje velado
- ése que nadie se aprestará a leer.
Una celda llena de heces y lamentos,
el látigo sobre la espalda del inocente,
emerge un cadalso al que no se atreven a trepar las enredaderas.
Que no se acabe la madeja con que hila el silencio,
que no acabe.
Varios saben que los objetos comunes:
la marmita, el peine, el salero,
el abanico, los trapos y las agujas;
son los bártulos más apreciados en otras tierras,
y en las noches sin luna vienen a sustraerlos,
envueltos en seda, los manilargos de Samarcanda.
Ignoran mis ancestros la paradoja zanjada por un sabio delirante,
eremita que no se atreve a revelar su cifrado,
pues atesora del misterio sus frutos sibilinos,
y no desea que el hombre se prive del enigma
por la tristeza de perder uno a uno todos los asombros.
Hoy viene el otoño en que los venablos deslumbran
los pechos sin proferir palabra alguna,
polvareda de corceles y vísceras al galope
- Héctor y Aquiles no volvieron a buscarse.
La pólvora y el fuego,
la embriaguez del vino del exilio y sus resacas incomprensibles.
Ante una voz que se quiebra en las colinas,
la mujer que desfallece en pleno alumbramiento,
placenta ajada por la esperanza.
El salmo del hombre desesperado que se estrella
contra las paredes de la mezquita.
La algazara de los gusanos en los cementerios
que siempre desoímos por hervir el potaje de la rutina,
para acallar toda postrimería inútil.
Esa puerta falsa que no se atreve a cerrarse, ¿para qué?
Entonces no quedará más que reconocer, calladamente,
que tú, mujer de silencios torvos,
tú estás detrás de todo.

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