Elsa Veiga
Nació en Santiago de Compostela en 1972. Estudió Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid y se especializó en Literatura Española e Hispanoamericana. Pasó dos años inolvidables en la Biblioteca Nacional de Madrid catalogando manuscritos del poeta Jorge Guillén, dio clases de español para extranjeros, ha trabajado como jefa de prensa y comunicación en editoriales y escribe relatos, novelas y poesía, además de artículos y reseñas para revistas. En su blog, ‘El sofá rojo’, vuelca lo más apasionado. En 2009 recibió el primer premio de relato corto de Binéfar (Huesca). Fue finalista en el XXVII Premio Ana María Matute de Relato 2015 con El verano de Tom Sawyer, recientemente publicado por la Editorial Torremozas.
Y veo lo que queda
Yo, cuando decepciono,
me retiro.
Agacho la cabeza,
la meto bajo tierra.
Tú, cuando decepcionas,
te haces grande.
Gigante del orgullo,
me persigues.
Yo hundo la cabeza.
Lentamente.
Los ojos,
como hogueras encendidas,
cómo si no,
si no, no son hogueras,
comienzan a mirar
lo que nos falta
y lloran lamentando
lo que queda.
Yo, cuando soy consciente
del otoño,
dejo caer las hojas
que me sobran.
Retiro la coraza
con premura
y en carne viva
dejo que me veas.
Recuerdos enfrascados
A las tardes ociosas
se unió la pesadumbre
de tener que pensarlas.
No valía con sentirlas
—sentirte era otra cosa—.
Había que contenerlas
en frascos de memoria.
Guardé con certidumbre
los momentos pasmados,
las arañas reptando,
mi ojo en las paredes.
Escondí tras la puerta
los momentos felices
que no fueron ociosos.
Viví tras las persianas
los que me devolviste.
Guardé en frascos y en cofres
los instantes perdidos.
Cubrían las telarañas
los más afortunados.
Me pillas recogiendo
los restos de una tarde
entre cristales rotos
de un frasco que rompimos.
Acumulado el polvo
entre el corcho y el vidrio
destapo uno bien alto
que observa lo que hacemos.
El olor de momentos
felices y perdidos,
aunque quiera apresarlo,
se escapa por el cuello
e impregna todo el cuarto.
Las arañas esquivas
que anidan en lo alto
van cayendo, invadidas
por el olor a viejo
por fin recuperado.
Mañana y cicatrices
Es miedo lo que tengo
y cicatrices.
Anuncian su comienzo al principio del muslo
y ascienden imparables hasta ahogarse
en el cuello.
Las miran los que esperan encontrar mi conciencia.
La doctora las trata con mimo y sin sorpresa.
Sospecha el miedo azul que trasluce en el fondo
de cada cuadradito de la piel que me forma.
Conforman mi conciencia cantidades de miedos
que intentan escaparse por la boca y los ojos,
por los huecos que saben que no quieren abrirse.
Las mañanas despiertan con los ojos cerrados.
Queriendo ser mañanas siguen siendo mis noches.
La boca entumecida del vómito pasado
no expresa un miedo eterno,
no habla conmigo apenas.
Cobra vida, a mí ajena,
cobra muerte en lo triste
que resulta ser mía.
De mí se sonreía
la otra noche, temblando,
mientras yo la forzaba a expulsar
lo que había.
A través de la risa
sostenía la mía.
Mi boca independiente
y mis ojos ausentes
no creen en las mañanas
porque habitan personas
llenas de cicatrices.
El cruce de caminos
El cruce de caminos
que une tu historia
con mi historia
acabará en una encrucijada
en la que no habrá vuelta.
De vueltas de la vida vengo,
y sin embargo
miro
y no sostengo
los restos que me quedan
de cordura.
Me agarro a las paredes
que duras y solemnes me protegen.
Como si fuera importante
lo que existo,
que importa más al resto
que a mí misma.
La protección de cunas y algodones
la cambié, sin querer, por el vacío.
En casa se sembró la mala hierba.
A diario la recojo y crece obscena
para marcar mi vida para siempre
para juntar mi pena con tu pena.
Levanto la persiana y entran soles.
La felicidad se doblega
a la voluntad de ambos.
Tus soles mañaneros
se precipitan en noviembre
hacia la escarcha
que en ventanas con borde
se sustenta.
La nieve no aparece
hasta diciembre
y anuncia su llegada
con queja y alarido
grito helado
querido, conocido para todos,
final de mi día transformado.
De la unión de dos cuerpos
creí que salían almas enceradas.
Y compruebo que no.
Que encrucijadas hay muchas
y la mía es más tuya
y la aspereza.
No hay ceras que abrillanten imposibles
ni historias que prolonguen mi aventura.
Ligera como araña
Las arañitas locas que bailan en mi piso
esperan mi llegada con las patas abiertas,
me abrazan a lo araña
y estudian mis reacciones.
Las observo subirse y bajarse por sus obras.
Orgullosas reptaban y bajaban tan tristes
que les puse un sofá pequeñito, una tele,
una Play y unos libros.
La idea era que olvidaran sus hilos por un rato.
Quizá nunca lo hicieron.
Intenté acomodarlas a un espacio pequeño.
Entre las dos paredes
creé mundos de arañas
por supuesto invisibles.
Les gustaban.
A partir de aquel día
quisieron recibirme
con halagos y fiestas,
con noches sin ser tristes.
Construyeron castillos
con hilos que volaban,
alados, contagiosos de risa
y de ese ritmo
que quiero y que no olvido.
Me balanceo ahora
de hilos hecha mi hamaca.
Permanezco escondida,
feliz con mis arañas.
Nueva York desde Bryant Park
Me siento a contemplarte
en Bryant Park
pocos días antes de irme
de ti
quién sabe si para siempre.
Bajo el quiosco de helados, a la entrada,
una tarde de calor y humedad
de fin de agosto,
de resto de verano,
de Labor Day con vida.
Times Square a mi izquierda.
Las Américas miran en mi norte.
Detrás, el Empire,
majestuoso,
se refleja en el cristal
de un rascacielos.
“Si deja de llover prometo…”
me digo con pocas esperanzas.
Y no sé qué prometo,
qué podría,
qué daría
consuelo a esta tarde.
Qué de nuevo.
Permanecer aquí
daría esperanza
a las últimas horas de este día.
Una tarde,
de verano cargada
todavía,
me miré en el espejo
de una orilla
de edificios inmensos
que invitan a quedarse.
Enormidad plagada de alegría.
.
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